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Capítulo Dieciséis 16




¿Y ahora nos dirás lo que queremos saber? inquirió Philip impaciente.

Sí. Os lo diré. Waleran dejó sobre la mesa su copa de vino sin probar. Al obispo le hubiera gustado que su hijo fuera prior de Kingsbridge.

A Philip se le cayó el alma a los pies.

Así que Remigius ha dicho la verdad

Sin embargo, el obispo no está dispuesto a provocar una polémica entre los monjes siguió diciendo Waleran.

Philip frunció el ceño. Eso era más o menos lo que Remigius había previsto, pero había algo que no estaba del todo claro.

No habrás hecho todo este viaje sólo para decirnos eso observó Philip.

Waleran dirigió una mirada respetuosa a Philip y este supo que había dado en el clavo.

No dijo Waleran. El obispo me ha pedido que tantee el ambiente del monasterio. Y me ha autorizado a hacer una designación en su nombre. En realidad llevo conmigo el sello del obispo para poder escribir una carta de designación a fin de que el asunto sea oficial y obligatorio. Como verás tengo autoridad plena.

Philip reflexionó un momento sobre aquello. Waleran tenía poderes para hacer una designación y darle validez con el sello del obispo. Eso significaba que este había dejado todo el asunto en manos de Waleran, que hablaba por boca del obispo.

¿Estás de acuerdo con lo que te ha dicho Cuthbert de que el nombramiento de Osbert podría ser motivo de disputa, lo que el obispo querría evitar? dijo Philip respirando hondo.

Sí, así lo creo afirmó Waleran.

Entonces no nombrarás a Osbert

No.

Philip casi estaba a punto de estallar. Los monjes estarían tan contentos de librarse de la amenaza de Osbert que votarían agradecidos por cualquiera que Waleran pudiera nombrar.

Ahora Waleran tenía poder para elegir al nuevo prior.

Así pues, ¿a quién nombrarás? dijo Philip.

A ti o a Remigius repuso Waleran.

La habilidad de Remigius para dirigir el priorato

Conozco sus habilidades y también las tuyas le interrumpió Waleran alzando de nuevo una mano delgada y blanca para interrumpir a Philip. Sé cuál de los dos sería el mejor prior. Hizo una pausa. Pero hay otra cuestión.

Y ahora qué, se dijo Philip. Qué otra cosa hay que considerar salvo quién pueda ser el mejor prior. Miró a los otros. Milius también parecía confuso, pero el viejo Cuthbert sonreía levemente como si supiera lo que se avecinaba.

Al igual que vosotros estoy ansioso de que hombres enérgicos y capaces ocupen los puestos importantes en la Iglesia, sin consideraciones de edad, en lugar de darlos como recompensa por su largo servicio a hombres mayores cuya santidad es posible que sea mayor que su habilidad como administradores.

Claro dijo con impaciencia Philip, que no veía la necesidad de semejante conferencia.

Y nosotros hemos de trabajar juntos para llegar a tal fin Vosotros tres y yo.

No entiendo adónde quieres ir a parar dijo Milius.

Yo sí afirmó Cuthbert.

Waleran sonrió levemente a Cuthbert, volviendo luego su atención a Philip.

Permitidme que hable sin rodeos dijo. El obispo es viejo. Morirá un día y entonces necesitaremos un nuevo obispo al igual que hoy necesitamos un nuevo prior. Los monjes de Kingsbridge tienen el derecho de elegir al nuevo obispo, porque el obispo de Kingsbridge es también el abad del priorato.

Philip frunció el ceño. Todo aquello era superfluo. Iban a elegir a un prior, no a un obispo.

Pero Waleran siguió hablando.

Naturalmente, los monjes no gozarán de absoluta libertad para elegir a quien quieran como obispo, pues el arzobispo y el propio rey tendrán sus puntos de vista. Pero, en definitiva, son los monjes quienes legitiman el nombramiento. Y cuando ese momento llegue, vosotros tres tendréis una poderosa influencia sobre la decisión.

Cuthbert asentía con la cabeza como reconociendo que estaba en lo cierto, y Philip empezaba a sospechar lo que se les venía encima.

Tú quieres que te haga prior de Kingsbridge. Yo quiero que tú me hagas obispo acabó diciendo Waleran.

Así que era eso.

Philip se quedó mirando a Waleran en silencio. Era muy sencillo. El arcediano quería hacer un trato.

Philip estaba escandalizado. No era lo mismo que comprar o vender un cargo clerical, lo que era conocido como pecado de simonía. Pero tenía un desagradable tufo comercial.

Intentó reflexionar con objetividad sobre la proposición. Aquello significaba que iba a ser prior. En cuanto lo pensó su corazón se puso a latir con más fuerza. Se sentía reacio a eludir cualquier cosa que le hiciera alcanzar el priorazgo.

Ello significaría que probablemente Waleran, llegado el momento, se convertiría en obispo. ¿Sería un buen obispo? Ciertamente sería competente. Al parecer no tenía vicios graves. Su modo de enfocar el servicio a Dios era más bien mundano y práctico, pero en definitiva también el de Philip. Este tenía la impresión de que Waleran tenía una vena implacable de la que él carecía, pero también se daba cuenta de que estaba basada en una decisión genuina de defender y alimentar los intereses de la Iglesia.

¿Qué otro podría ser candidato cuando falleciera el obispo? Probablemente, Osbert. No era raro que los cargos religiosos pasaran de padres a hijos, pese a la exigencia oficial del celibato clerical. Naturalmente Osbert representaría un riesgo mucho mayor para la Iglesia como obispo de lo que pudiera serlo como prior. Incluso merecería la pena apoyar a un candidato mucho peor que Waleran con tal de mantener a Osbert al margen.

¿Se presentaría algún otro para el cargo? Imposible saberlo. Podían pasar años antes de que muriera el obispo.

No podemos garantizar que te elijan dijo Cuthbert a Waleran.

Lo sé dijo Waleran. Sólo os estoy pidiendo que presentéis mi designación. Y lo que es más, eso es exactamente lo que os ofrezco a cambio una nominación.

Cuthbert asintió.

Estoy de acuerdo con ello dijo con tono solemne.

Y yo también rubricó Milius.

El arcediano y los dos monjes miraron a Philip. Este vacilaba atormentado. Sabía que aquella no era manera de elegir a un obispo.

Pero tenía el priorazgo al alcance de la mano. Quizás no estuviera bien trocar un cargo sagrado por otro, como si se tratara de tratantes de caballos. Pero si se negaba podía ocurrir que Remigius se convirtiera en el prior y que Osbert fuera el obispo.

No obstante, en aquellos momentos los argumentos racionales parecían bizantinos. El deseo de ser prior era como una fuerza interior irresistible y no podía negarse pese a todos los pros y los contras. Recordó la oración que había elevado a Dios el día anterior, diciéndole que intentaba luchar por conseguir el cargo. Alzó en aquel momento los ojos y le envió otra: Si Tú no quieres que esto suceda, entonces silencia mi lengua, paraliza mi boca, contén mi aliento en la garganta, e impide que hable.

Acepto dijo después mirando de frente a Waleran.

El lecho del prior era inmenso, tres veces más ancho que cualquier cama en la que Philip hubiera dormido antes. La base de madera se alzaba hasta la mitad de la estatura de un hombre, y encima de ella había un colchón de plumas. Tenía cortinas alrededor para evitar las corrientes, y las escenas bíblicas bordadas en ella se debían a las manos pacientes de una mujer piadosa. Philip la examinó con cierto recelo. Ya le parecía suficiente extravagancia el que el prior tuviera un dormitorio para él solo. Philip no había tenido en toda su vida dormitorio propio y esa noche era la primera vez que dormía solo. El lecho era excesivo. Consideró la posibilidad de hacer que llevaran al dormitorio un colchón de paja y que trasladaran aquella cama a la enfermería donde aliviaría los viejos huesos de algún monje doliente. Pero naturalmente la cama no era específicamente para Philip. Cuando el priorato acogía a un visitante especialmente distinguido, a un obispo, a un gran señor o incluso a un rey, entonces el invitado ocupaba ese dormitorio y el prior se instalaba lo mejor que podía en cualquier otra parte. Así que en realidad Philip no podía librarse de aquel lecho.

Esta noche sí que vas a dormir bien observó Waleran Bigod sin poder disimular su envidia.

Supongo que sí repuso Philip dubitativo.

Todo había sucedido muy rápidamente. Waleran había escrito una carta al priorato, allí mismo, en la cocina, ordenando a los monjes que celebraran de inmediato una elección y nombrando a Philip.

Había firmado la carta en nombre del obispo y le había estampado el sello del obispo. Después los cuatro se habían dirigido a la sala capitular.

Tan pronto como Remigius los vio entrar supo que la batalla estaba perdida. Waleran leyó la carta y los monjes lanzaron vítores al oír el nombre de Philip. Remigius tuvo juicio suficiente para prescindir de la formalidad de la votación y admitir la derrota.

Y Philip fue prior.

Había dirigido el resto del capítulo en un estado de aturdimiento y luego había atravesado el césped hasta la casa del prior situada en la esquina sureste del recinto del priorato, donde se puso a residir.

Al ver el lecho comprendió que su vida había cambiado de forma total e irrevocable. Él era diferente, especial, algo aparte de los demás monjes. Tenía poder y privilegios. Y también la responsabilidad. Él solo había de garantizar que esa pequeña comunidad de cuarenta y cinco hombres sobreviviera y prosperara. Si pasaban hambre, sería culpa suya. Si se volvían viciosos, la responsabilidad sería sólo suya.

Si deshonraba a la Iglesia de Dios, Dios haría responsable a Philip. Se recordó que había sido él quien había buscado aquella pesada tarea. En adelante había de soportarla.

Su primera obligación como prior sería conducir a los monjes a la iglesia para la misa mayor. Ese día se celebraba la Epifanía, el duodécimo día de la Navidad, y era fiesta. Todos los aldeanos asistirían al oficio y también acudiría más gente del distrito circundante. Una buena catedral con un conjunto vigoroso de monjes, y con una reputación de oficios espectaculares, podría atraer a un millar de personas o más. Incluso la triste Kingsbridge atraería a la mayoría de la pequeña nobleza local, ya que los oficios constituían también un acontecimiento social, cuando podían encontrarse con sus vecinos y hablar de negocios.

Pero, antes del oficio, Philip tenía algo más que discutir con Waleran, ahora que por fin estaban a solas.

La información que te transmití empezó diciendo, sobre el conde de Shiring

Waleran asintió.

No la he olvidado. En realidad, quizás sea más importante que la cuestión de quién es prior u obispo. El conde Bartholomew ha llegado ya a Inglaterra; mañana le esperan en Shiring.

¿Qué vas a hacer? preguntó Philip impaciente.

Voy a servirme de Sir Percy Hamleigh. De hecho, espero que hoy esté en la congregación.

He oído hablar de él, pero nunca le he visto dijo Philip.

Entonces busca a un Lord obeso con una mujer espantosa y un hijo apuesto. No podrás dejar de ver a la mujer, es un verdadero espantajo.

¿Qué te hace pensar que se pondrá del lado del rey Stephen en contra del conde Bartholomew?

Que odian al conde con toda su alma.

¿Por qué?

El hijo, William, estaba comprometido con la hija del conde pero le cogió manía y se rompió el compromiso, y los Hamleigh se sintieron humillados; todavía les escuece el insulto y saltarían ante la menor oportunidad de devolver el golpe a Bartholomew.

Philip asintió, satisfecha su curiosidad. Estaba contento de haberse sacudido aquella responsabilidad. Él ya tenía suficiente con la suya.

El priorato de Kingsbridge era un problema lo bastante grande como para tenerle ocupado. Waleran podía ocuparse del mundo exterior.

Salieron de la casa del prior y se encaminaron de nuevo al claustro. Los monjes estaban esperando. Philip se colocó en cabeza de la fila y la procesión se puso en marcha.

Fue un momento hermoso cuando entró en la iglesia con los monjes cantando detrás de él. Le gustó más de lo que había pensado. Se dijo que su nueva eminencia simbolizaba el poder que ahora tenía para hacer el bien, y ese era el motivo de que se sintiera tan profundamente excitado. Le hubiera gustado que el abad Peter de Gwynedd hubiera podido verle. El anciano se hubiera sentido enormemente orgulloso.

Condujo a los monjes a los bancos del coro. Un oficio mayor como aquel lo celebraba a menudo el obispo. En esta ocasión lo haría el delegado del obispo, el arcediano Waleran. Al comenzar este, Philip escudriñó a los allí congregados buscando a la familia que le había descrito Waleran. Había alrededor de ciento cincuenta personas de pie en la nave; los ricos con sus gruesos abrigos de invierno y zapatos de cuero, los campesinos con sus toscas zamarras y botas de fieltro o zuecos de madera. A Philip no le resultó difícil localizar a los Hamleigh. Estaban sentados delante, cerca del altar. A la primera que vio fue a la mujer. Waleran no había exagerado: era realmente repelente.

Llevaba una capucha, pero casi toda su cara resultaba visible, y Philip pudo ver que tenía toda la tez cubierta de repugnantes diviesos, que pasaba el tiempo tocándose, nerviosa. Junto a ella se encontraba un hombre grueso, de unos cuarenta años, que debía de ser Percy. Su indumentaria le revelaba como hombre de considerable riqueza y poder, aunque no pertenecía al rango superior de barones y condes. El hijo estaba recostado contra una de las macizas columnas de la nave. Era un hombre apuesto de pelo muy rubio, y de ojos con expresión aviesa y altanera. El haber enlazado por el matrimonio con la familia de un conde hubiera permitido a los Hamleigh cruzar la línea divisoria entre la pequeña nobleza rural y la nobleza del reino. No era de extrañar que estuvieran furiosos con la ruptura de la boda.

Philip volvió a concentrar la mente en el oficio divino. Waleran lo estaba celebrando con demasiada rapidez para el gusto de Philip. Se preguntaba de nuevo si habría hecho bien al aceptar la designación de Waleran para obispo cuando el actual muriera. Waleran era un hombre consagrado, pero parecía no dar la suficiente importancia al culto. Después de todo, la prosperidad y el poder de la Iglesia eran tan sólo los medios para alcanzar un fin. El objetivo supremo era la salvación de las almas. Philip decidió que no debería preocuparse demasiado de Waleran. Ahora la cosa ya estaba hecha. Y, en cualquier caso, tal vez el obispo frustrara la ambición de Waleran viviendo todavía otros veinte años.

Los fieles se mostraban ruidosos. Desde luego ninguno de ellos conocía las respuestas. Se esperaba que tan sólo tomaran parte los monjes y sacerdotes, salvo en las oraciones más familiares y el amén.

Algunos fieles asistían con silencio reverente, pero otros iban de un lado a otro, intercambiando saludos y charlando. Son gente sencilla, pensó Philip. Tienen que hacer algo para atraer su atención.

El oficio divino estaba a punto de terminar y el arcediano Waleran se dirigió a ellos.

La mayoría de vosotros sabéis que el bien amado prior de Kingsbridge ha muerto. Su cuerpo, que yace aquí en la iglesia entre nosotros, será enterrado hoy para su eterno descanso en el cementerio del priorato, después de la comida. El obispo y los monjes han elegido a su sucesor, el hermano Philip de Gwynedd, quien nos condujo a la iglesia esta mañana.

Calló, y Philip se puso en pie para encabezar la procesión y salir de la iglesia.

He de hacer todavía otro doloroso anuncio dijo entonces Waleran.

Aquello cogió por sorpresa a Philip. Volvió a sentarse rápidamente.

Acabo de recibir un mensaje prosiguió diciendo Waleran. Philip sabía que no había recibido ningún mensaje. Habían estado juntos toda la mañana. ¿Qué se proponía ahora el astuto arcediano?. El mensaje me comunica una pérdida que a todos nos va a causar un profundo dolor.

Hizo una nueva pausa.

Alguien había muerto, pero ¿quién? Waleran lo sabía antes de su llegada pero lo había mantenido en secreto, y se disponía a que creyeran que acababa de recibir la noticia. ¿Por qué?

Philip sólo podía pensar en una posibilidad, y si estaba en lo cierto Waleran era mucho más ambicioso y carente de escrúpulos de lo que Philip había imaginado. ¿Sería verdad que los había engañado y manipulado a todos? ¿Había sido Philip un simple peón en el juego de Waleran?

Las palabras finales de Waleran fueron la confirmación de que así había sido.

Amadísimos míos dijo con tono solemne. El obispo de Kingsbridge ha muerto.


 

Capítulo Tres

Esa zorra estará allí dijo la madre de William. Estoy segura de que estará.

William miró la amenazadora fachada de la catedral de Kingsbridge con una mezcla de temor y de anhelo. Si Lady Aliena asistía al oficio divino de la Epifanía sería en extremo embarazoso para todos ellos, y, sin embargo, el corazón le latía con más fuerza ante la idea de volver a verla.

Cabalgaban por la carretera que conducía a Kingsbridge; William y su padre montando caballos de guerra, y su madre en un hermoso corcel con un séquito de tres caballeros y tres palafreneros. Formaban un grupo impresionante e incluso temible, lo que satisfacía a William. Y los campesinos que caminaban por la carretera se dispersaban ante sus poderosos caballos. A pesar de todo, madre estaba furiosa.

Todo el mundo está enterado, hasta esos desgraciados siervos decía entre dientes. Incluso hacen chanzas sobre nosotros. ¿Cuándo una novia no es una novia? ¡Cuando el novio es William Hamleigh! Hice azotar a un hombre por eso, pero no sirvió de nada. Me gustaría agarrar a esa zorra, la despellejaría viva y colgaría su piel de un clavo y dejaría que los cuervos picoteasen su carne.

William hubiera querido que dejara en paz aquel tema. Se había humillado a la familia y la culpa había sido suya, o al menos era lo que decía madre, y no quería que se lo recordaran.

Atravesaron trapaleando el desvencijado puente de madera que conducía a la aldea de Kingsbridge y espolearon a los caballos por la empinada calle mayor que conducía al priorato. Había ya veinte o treinta caballos paciendo en la hierba rala del cementerio, en la parte norte de la iglesia, pero ninguno de estampa tan hermosa como los de los Hamleigh. Cabalgaron hasta la cuadra y dejaron sus monturas en manos de los mozos de cuadra del priorato.

Atravesaron el prado en formación, William y su padre flanqueando a madre, los caballeros detrás de ellos y los palafreneros cerrando la marcha. La gente se apartaba abriéndoles paso, pero William podía ver cómo intercambiaban codazos y les señalaban. Miró de soslayo a madre y por su torva expresión estaba seguro de que pensaba lo mismo.

Entraron en la iglesia. William aborrecía las iglesias. Eran viejas y sombrías, incluso con tiempo bueno, y en los rincones oscuros y los túneles bajos de las naves laterales siempre flotaba ese leve olor a pútrido. Y lo peor de todo era que las iglesias siempre le hacían pensar en los tormentos del infierno y a él le aterraba el infierno.

Recorrió con la mirada a los fieles. Al principio apenas podía distinguir la cara de la gente debido a la penumbra. Pero al cabo de un momento sus ojos se acostumbraron. No veía a Aliena. Siguieron avanzando por el pasillo. No parecía estar allí. Se sintió aliviado y defraudado a un tiempo. Pero entonces la vio, y el corazón pareció que le iba a saltar del pecho.

Estaba en el lado sur de la nave, cerca de las primeras filas, escoltada por un caballero a quien William no conocía y rodeada de hombres de armas y damas de honor. Se encontraba de espaldas a él, pero su pelo oscuro y rizado era inconfundible. Ella se volvió mientras la observaba, mostrando una mejilla de suave curva y una nariz recta y arrogante. Sus ojos, tan oscuros que casi eran negros, se encontraron con los de William. Este se quedó sin aliento. Aquellos ojos oscuros, ya de por sí grandes, se hicieron aún mayores al verle.

William hubiera querido mirar indiferente más allá de ella, como si no la hubiera visto, pero le era imposible apartar la vista. Quería que ella le sonriera aunque fuera con un leve fruncimiento de sus labios gruesos, con un simple reconocimiento cortés. William inclinó la cabeza en su dirección, muy ligeramente. Los rasgos de ella se endurecieron y volvió la cara al frente.

William hizo una mueca como si le doliera algo. Se sentía como un perro al que hubieran apartado de un puntapié, y hubiera querido agazaparse en un rincón donde nadie pudiera verle. Miró a un lado y a otro preguntándose si alguien había observado el intercambio de miradas. Mientras seguía avanzando por el pasillo con sus padres se dio cuenta de que las miradas de la gente iban de él a Aliena, y de nuevo a él, mientras se daban entre sí con el codo y hablaban en voz baja. Mantuvo los ojos fijos ante sí para evitar encontrarse con los de los demás. Se obligó a mantener la cabeza erguida. ¿Cómo ha podido hacernos eso a nosotros?, se dijo. Somos una de las familias más orgullosas del sur de Inglaterra y ella nos ha humillado. Aquella idea le enfureció y hubiera querido sacar su espada y atacar a alguien, a cualquiera.

El sheriff de Shiring se acercó a saludar al padre de William y se estrecharon la mano. La gente dirigió su atención hacia otra parte en busca de algo sobre lo que poder murmurar. William seguía furibundo; jóvenes nobles se acercaban constantemente a Aliena y se inclinaban saludándola, y ella les correspondía con su sonrisa.

Empezó el oficio divino. William se preguntaba cómo era posible que todo hubiera salido tan mal. El conde Bartholomew tenía un hijo que heredaría su título y su fortuna, de manera que lo único que podía hacer con una hija era establecer una alianza. Aliena tenía dieciséis años, era virgen y no parecía inclinada a entrar en un convento, por lo que se suponía que estaría encantada de casarse con un acaudalado noble de diecinueve años. Después de todo, consideraciones políticas hubieran podido inducir fácilmente a su padre a casarla con un noble gordo y gotoso de cuarenta años o incluso con un barón calvo de sesenta.

Una vez que se hubo llegado a un acuerdo, William y sus padres no se habían mostrado discretos en modo alguno; habían propagado la noticia por todos los condados circundantes. El encuentro entre William y Aliena había sido considerado por todo el mundo como un simple formalismo. Salvo por Aliena, como luego pudo verse.

Claro que no eran dos desconocidos. William la recordaba de pequeña. Por entonces tenía una cara traviesa con una naricilla altiva y llevaba corto su indomable pelo. Era mandona, cabezota, agresiva y atrevida. Siempre era ella quien organizaba los juegos de los niños, decidiendo a qué debían jugar y quién tenía que estar en un equipo o en otro, sentenciando en las disputas y llevando el tanteo. William se había sentido fascinado por ella y al mismo tiempo resentido por la forma en que dominaba los juegos infantiles. Siempre había sido posible fastidiar los juegos de ella, convirtiéndose durante un rato en el centro de atención, sólo con iniciar una pelea. Pero aquello no duraba mucho y al final Aliena volvía a hacerse con el control dejándole confuso, derrotado, desdeñado y furioso; pese a todo encantado como se sentía en aquel momento.

Después de la muerte de su madre, Aliena había viajado mucho con su padre y William la había visto con menos frecuencia, aunque lo bastante para darse cuenta de que se estaba convirtiendo en una mujer extraordinariamente bella, y se sintió encantado cuando le dijeron que iba a ser su prometida. Dio por sentado que había de casarse con él, le gustara o no, pero estaba dispuesto a que cuando se reuniera con ella haría todo lo posible por allanar el camino que les conduciría al altar.

Era posible que Aliena fuera virgen, pero él no lo era. Algunas de las jóvenes a las que había seducido eran tan bonitas como Aliena, o casi, pero ninguna de ellas de tan alta cuna. Según su experiencia, muchas jóvenes se sentían impresionadas por su ropa elegante, por sus briosos caballos y la manera tan desenfadada que tenía de gastarse el dinero en vino dulce y cintas. Y si podía llevárselas a un granero, por lo general siempre se le rendían al final, más o menos voluntariamente. Solía abordar a las jóvenes sin miramientos. Al principio les hacía creer que no estaba interesado en ellas. Pero cuando se encontró a solas con Aliena su timidez le abandonó. Vestía un traje de seda azul brillante, suelto y ondulante, pero William sólo era capaz de pensar en el cuerpo debajo de él, que pronto podría ver desnudo siempre que quisiera. La había encontrado leyendo un libro, ocupación peculiar en una mujer que no era monja. Le había preguntado de qué libro se trataba, en un intento por apartar sus pensamientos de la forma en que sus senos se movían debajo de la seda azul.

Se titula Libro de Alejandro. Es la historia de un rey llamado Alejandro Magno y de cómo conquistó tierras maravillosas en Oriente, donde en las vides crecen piedras preciosas y las plantas pueden hablar.

William no podía imaginar cómo una persona podía perder el tiempo en semejantes tonterías, pero no lo dijo. Le habló de sus caballos, de sus perros y de sus éxitos cazando, luchando y participando en justas. Aliena no había quedado tan impresionada como él esperaba. Le habló de la casa que su padre estaba construyendo para ellos, y para ayudarla a prepararse para el momento en que dirigiera su casa le indicó, en líneas generales, la manera en que quería que se hicieran las cosas. Se dio cuenta de que la atención de ella empezaba a desviarse, aunque no sabía decir por qué. Se sentó lo más cerca posible de ella porque quería abrazarla, palparla y averiguar si aquellas tetas eran tan grandes como él se las había imaginado. Pero Aliena se apartó de él, cruzándose de brazos y piernas, en actitud tan severa que se vio obligado a abandonar la idea, consolándose al pensar que pronto podría hacer con ella lo que quisiera.





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