.


:




:

































 

 

 

 


Capítulo Dieciséis 13




Philip empezó ya a sentir que se le revolvía la bilis al atravesar el río por un viejo puente de madera. El priorato de Kingsbridge era una vergüenza para la Iglesia de Dios y el movimiento monástico, pero Philip nada podía hacer al respecto. Y la ira y la impotencia le revolvían el estómago.

El priorato era el propietario del puente y cobraba pontazgo.

Mientras el maderamen crujía bajo el peso de Philip y su caballo, un monje de edad salía de un cobertizo que había en la orilla opuesta, acercándose a la rama de sauce que servía de barrera. Agitó la mano al reconocer a Philip. Este se dio cuenta de que cojeaba.

¿Qué te pasa en el pie, hermano Paul? le preguntó.

No es más que un sabañón. Se irá cuando llegue la primavera.

Philip pudo ver que en los pies sólo llevaba sandalias. Paul era un pájaro encallecido, pero también demasiado viejo para pasarse todo el día afuera con aquel tiempo.

Debías tener un fuego dijo Philip.

Sería una bendición, pero el hermano Remigius dice que el fuego costaría más dinero del que da el pontazgo.

¿Cuánto cobramos?

Un penique por un caballo y un cuarto de penique por un hombre.

¿Utiliza mucha gente el puente?

Sí, sí. Mucha.

Entonces ¿cómo es posible que no podamos permitirnos un fuego?

Bueno, naturalmente los monjes no pagan ni los sirvientes del priorato ni los aldeanos, de manera que sólo queda algún caballero que vaya de viaje o un calderero, un día por otro. Luego, los días festivos, cuando la gente acude desde todas partes para asistir a los servicios en la catedral, recogemos montones de medios peniques.

Soy del parecer que podríamos custodiar el puente solo los días festivos y dejar que tuvieras un fuego con los ingresos dijo Philip.

Paul parecía preocupado.

No digas nada a Remigius ¿quieres? Se disgustará si cree que me he estado quejando.

No te preocupes le dijo Philip.

Azuzó a su caballo para que Paul no pudiera ver la expresión de su rostro. Aquel tipo de estupidez le sacaba de quicio. Paul había dado su vida al servicio de Dios y del monasterio y cuando ya declinaba bajo el peso de los años tenía que soportar el dolor y el frío por uno y dos cuartos de penique al día. No sólo era algo cruel, sino también un despilfarro, ya que a un hombre viejo y paciente como Paul podía dedicársele a alguna tarea productiva, tal vez a criar gallinas, y el beneficio para el monasterio sería mayor que el de unos cuantos cuartos de penique. Pero el prior de Kingsbridge estaba demasiado viejo y aletargado para comprenderlo, y al parecer lo mismo le pasaba a Remigius, el sub-prior. Philip pensaba con amargura que era un grave pecado malgastar de forma tan descuidada los bienes humanos y materiales que se habían consagrado a Dios con amorosa devoción.

Se sentía malhumorado mientras guiaba a su pony a través de los espacios libres entre las cabañas y la puerta del priorato. Este conformaba un recinto rectangular con la iglesia en el centro. Los edificios habían sido construidos de tal manera que cuanto había al norte y al oeste de la iglesia era público, mundano, secular y práctico, en tanto que las partes sur y este eran privadas, espirituales y sagradas. Por lo tanto, la entrada al recinto se encontraba en la esquina noroeste del rectángulo. La puerta estaba abierta y el joven monje que se encontraba en la garita del portero junto a ella saludó con la mano al paso del caballo de Philip. Ya dentro del recinto, adosado al muro oeste se encontraba el establo, una sólida edificación en madera, sin duda mejor construida que algunas de las viviendas para la gente del otro lado del muro. En su interior se encontraban dos mozos de cuadra sentados sobre balas de paja. No eran monjes sino empleados del priorato. Se pusieron en pie, reacios como si les molestara la llegada de un visitante para darles trabajo extra. Un olor acre hirió el olfato de Philip, quien se dio cuenta de que los pesebres llevaban sin limpiar unas tres o cuatro semanas. Aquel día no estaba dispuesto a pasar por alto la negligencia de los mozos de cuadra.

Antes de que metáis en el establo a mi pony, limpiad uno de los pesebres y poned paja fresca. Luego haced lo mismo con los demás caballos. Si el pesebre se mantiene siempre húmedo cogen el mal de las pezuñas. No tenéis tanto que hacer que no podáis mantener limpio este establo dijo al entregarles las riendas. Los dos mozos parecían malhumorados, así que añadió. Haced lo que os digo o me aseguraré de que se os retenga un día de paga por pereza. Estaba a punto de irse cuando recordó algo. En mi alforja hay un queso. Llevadlo a la cocina y entregadlo al hermano Milius.

Se alejó sin esperar a que le contestaran. El priorato tenía sesenta empleados para atender a sus cuarenta y cinco monjes, un número de sirvientes vergonzosamente excesivo a juicio de Philip. La gente que no tenía suficiente trabajo se volvía fácilmente remolona y dejaban de hacer el poco que tenían, como sin duda ocurría con los dos mozos de cuadra. Era un ejemplo más de la negligencia del prior James.

Philip caminó a lo largo del muro oeste del recinto del priorato, dejando atrás la casa de invitados, curioso por saber si en el priorato había algún visitante. Pero la inmensa y única habitación del edificio estaba fría y desierta, con un montón de hojas secas en el umbral arrastradas el invierno último por el viento. Dando la vuelta a la izquierda atravesó la gran extensión de hierba rala que separaba la casa de invitados que en ocasiones albergaba gentes impías, incluso mujeres de la iglesia. Se acercó a la parte oeste de la iglesia, donde se encontraba la entrada pública. Las piedras rotas de la torre desmoronada seguían donde cayeron, en un gran montón que medía el doble de la estatura de un hombre.

Al igual que la mayoría de las iglesias, la catedral de Kingsbridge había sido construida en forma de cruz. El extremo occidental se abría en una nave que conformaba el madero largo de la cruz. El travesaño consistía en dos cruceros orientados al norte y al sur a cada lado del altar. Más allá del cruce, al extremo este de la iglesia se le llamaba el presbiterio y estaba reservado principalmente a los monjes. En el extremo más alejado se encontraba la tumba de san Adolfo, ante la que todavía acudían peregrinos de vez en cuando. Philip entró en la nave y recorrió con la mirada la avenida de arcos redondos y poderosas columnas. Su contemplación sólo sirvió para deprimirle todavía más. Era un edificio húmedo y lóbrego y se había deteriorado desde que lo vio por última vez. Las ventanas en los bajos pasillos a cada lado de la nave eran como túneles estrechos en los muros de inmenso grosor. Arriba, en el tejado, las ventanas más grandes del triforio iluminaban el techo de madera pintada, revelando hasta qué punto se estaba deteriorando; los apóstoles, santos y profetas se hacían cada vez más difusos fundiéndose de manera inexorable con el fondo. Un leve olor a vestiduras corrompidas impregnaba la atmósfera pese al viento frío que soplaba, ya que las ventanas no tenían cristales. Desde el otro extremo de la iglesia llegaban los sonidos de la misa mayor, las frases latinas salmodiadas y las respuestas cantadas. Philip avanzó por la nave. El suelo nunca había sido enlosado, de manera que la tierra estaba cubierta de musgo en los rincones rara vez hollados por los zuecos de los campesinos y las sandalias de los monjes. Las espirales talladas y las flautas de las macizas columnas así como los machos cabríos esculpidos que decoraban los arcos, que un día estuvieron pintados y dorados, ya sólo conservaban unas delgadas hojas doradas y un entramado de manchas donde había estado la pintura. El mortero que unía las piedras se estaba desprendiendo y cayendo, formando pequeños montones junto a los muros. Philip sintió resurgir en él la ira familiar.

Cuando la gente acudía allí se pensaba que iba a sentirse deslumbrada por la majestad del Dios Todopoderoso. Pero los campesinos eran gentes sencillas que juzgaban por las apariencias, y al contemplar todo aquello pensarían que Dios era una deidad insensible e indiferente, que no era probable que apreciara su adoración o tomara en cuenta sus pecados. En definitiva, los campesinos pagaban para la iglesia con el sudor de su frente, y en verdad era indignante que se vieran recompensados con aquel ruinoso mausoleo.

Philip se arrodilló ante el altar y permaneció allí un momento, consciente de que aquella justa indignación no era el estado de ánimo más apropiado para un devoto. Una vez se hubo calmado algo se puso en pie y siguió su camino.

El brazo oriental de la iglesia, el presbiterio, estaba dividido en dos. Cerca del cruce se hallaba el coro, con bancos de madera donde los monjes se instalaban durante los servicios religiosos. Más allá del coro se encontraba la capilla que albergaba la tumba del santo. Philip se situó detrás del altar con el propósito de ocupar un sitio en el coro.

Entonces un féretro le hizo detenerse en seco.

Se quedó sorprendido Nadie le había dicho que hubiera muerto un monje. Claro que había que tener en cuenta que sólo había hablado con tres personas: Paul, que ya era viejo y tenía la mente algo ausente, y los dos mozos de cuadra, a los que no había dado oportunidad de hablar. Se acercó al féretro para ver de quién se trataba. Al mirar al interior se quedó de piedra.

Era el prior James.

Philip permaneció boquiabierto. Ahora todo había cambiado, había un nuevo prior, una nueva esperanza.

El júbilo no era la actitud adecuada ante la muerte de un venerable hermano, por muchas que hubieran sido sus faltas. Philip acomodó la expresión de su rostro y su mente a una actitud de duelo.

Estudió al yaciente. El prior tuvo en vida el pelo blanco, el rostro afilado y andaba encorvado. En aquellos momentos había desaparecido su expresión perpetuamente abatida y en lugar de parecer preocupado y desconsolado daba la impresión de sentirse en paz. Al arrodillarse Philip junto al féretro y murmurar una oración se preguntó si un gran peso no habría atormentado el corazón del anciano durante los últimos años de su vida. Un pecado inconfesado, el recuerdo de una mujer o un daño causado a un hombre inocente. Fuera como fuese, ahora ya no hablaría de ello hasta el día del juicio final.

Pese a su resolución, Philip no pudo evitar que su mente vagara hacia el futuro. El prior James, indeciso, ansioso y falto de voluntad, había dirigido el monasterio con mano inerte. Ahora habría alguien nuevo, alguien que impondría disciplina a los sirvientes haraganes, repararía la iglesia en ruinas y sacaría rendimiento de la gran riqueza de la propiedad convirtiendo el priorato en una fuerza poderosa para Dios. Philip se sentía demasiado excitado para permanecer tranquilo.

Se levantó y caminó con paso más ligero y decidido hasta el coro y ocupó un lugar vacío en los bancos de atrás.

El oficio religioso lo celebraba el sacristán, Andrew de York, un hombre irascible, de rostro congestionado que siempre parecía estar a punto de sufrir una apoplejía. Era uno de los dignatarios antiguos del monasterio. Todo cuanto había de sagrado era responsabilidad suya: los servicios religiosos, los libros, las reliquias sagradas, las vestiduras y los ornamentos, así como la mayor parte de lo que constituía el inventario del edificio de la iglesia. Bajo sus órdenes trabajaban un cantor, para supervisar la música, y un tesorero para cuidar de los candelabros, los cálices y otros vasos sagrados de oro y plata engastados con piedras preciosas. Por encima del sacristán no había más autoridad que la del prior y el sub-prior, Remigius, que era un gran compañero de Andrew.

Andrew leía el oficio divino con su tono habitual de ira contenida; había una tremenda confusión en la mente de Philip y hubo de pasar algún tiempo antes de darse cuenta de que el oficio divino no se estaba celebrando de manera decorosa. Un grupo de monjes jóvenes hacían ruido, hablando y riendo. Se dio cuenta de que se estaban burlando de un anciano maestro de novicios que se había quedado dormido en su asiento. Los jóvenes monjes, que en su mayoría habían sido novicios hasta fecha muy reciente bajo la instrucción del viejo maestro y que probablemente aún les escocían los palmetazos de su vara, le estaban lanzando bolitas de porquería a la cara. Cada vez que una de ellas daba en el blanco, el monje se movía y agitaba, pero sin despertarse. Andrew parecía no darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. Philip miró en derredor buscando al circuitor, el monje responsable de la disciplina. Se encontraba en el otro extremo del coro, enfrascado en conversar con otro monje, sin prestar atención al servicio religioso ni al comportamiento de los jovenzuelos.

Philip siguió observando un poco más. En el mejor de los casos aquellas cosas acababan con su paciencia. Uno de los monjes parecía ser un cabecilla, un muchacho de buena planta, de unos veintiún años, con sonrisa maliciosa. Philip le vio aplicar la punta de su cuchillo de comer en la parte superior de una vela encendida y lanzar la cera derretida y caliente a la coronilla del maestro de novicios. Al recibir el viejo monje la cera ardiente se despertó con un alarido y los jovenzuelos se partieron de risa.

Con un suspiro, Philip se levantó de su asiento. Se acercó por detrás al jovenzuelo, le cogió por la oreja, le sacó rápidamente del coro y le condujo hasta el crucero sur. Andrew levantó la mirada del misal y frunció el ceño cuando les vio alejarse. No se había enterado de lo ocurrido.

Cuando se encontraron fuera del alcance del oído de los monjes, Philip se detuvo y soltó la oreja del muchacho.

¿Nombre? le preguntó.

William Beauvis.

¿Y puede saberse qué diablo te ha poseído durante la misa mayor?

William parecía malhumorado.

Estaba cansado del oficio divino.

Philip jamás había simpatizado con los monjes que se quejaban de sus obligaciones.

¿Cansado? dijo levantando ligeramente la voz ¿Qué has hecho hoy?

Maitines y laudes en plena noche, prima antes del desayuno; luego tercia sexta, estudio y ahora misa mayor.

¿Has comido?

He desayunado.

¿Y esperas que te den de comer?

Sí.

La mayoría de los muchachos que tienen tu edad trabajan en los campos hasta deslomarse, desde el alba hasta ponerse el sol para poder desayunar y comer, y además darte a ti parte de su pan. ¿Sabes por qué lo hacen?

Sí repuso William cambiando de pie y mirando al suelo.

¿Por qué?

Lo hacen porque quieren que los monjes canten para ellos los oficios divinos.

Exactamente. Los trabajadores campesinos te dan pan, carne y un dormitorio construido en piedra con un buen fuego en invierno y tú estás tan cansado que no puedes permanecer sentado y quieto durante la misa mayor para ellos.

Lo siento, hermano.

Philip se quedó mirando aún un momento a William. Su falta no era grave. La verdadera culpa era imputable a sus superiores, que con su negligencia permitían payasadas en la iglesia.

Si los oficios divinos te cansan, ¿por qué te has hecho monje?

Soy el quinto hijo de mi padre.

Philip hizo un gesto de asentimiento.

Y, sin duda, donó alguna tierra al priorato a condición de que te admitiéramos.

Sí, una granja.

Era una historia corriente. Un hombre que tuviera un exceso de hijos daba uno de ellos a Dios, y para asegurarse de que Dios no iba a rechazar el regalo, daban al propio tiempo una parte de tierra suficiente para mantener al hijo en pobreza monástica. De esa manera, muchos hombres que no tenían vocación se convertían en monjes desobedientes.

Si fueras trasladado, digamos a una granja, o a mi pequeña celda de St-John-in-the-Forest, donde hay mucho trabajo por hacer al aire libre y más bien poco tiempo para pasarlo rezando, ¿crees que ello te ayudaría a participar en los oficios divinos con la adecuada devoción?

A William se le iluminó el rostro.

Sí, hermano. Creo que sí.

Eso pensaba. Veré qué puede hacerse. Pero no te alegres demasiado. Quizás tengas que esperar hasta que tengamos un nuevo prior y le pida que te traslade.

De todas maneras, muchas gracias.

Había terminado el oficio y los monjes empezaban a abandonar la iglesia en procesión. Philip se llevó un dedo a los labios para poner fin a la conversación. Mientras los monjes desfilaban por el crucero sur, Philip y William se incorporaron a la fila y entraron en los claustros, el cuadrángulo abovedado adyacente al lado sur de la nave; allí se disolvió la procesión. Philip se dirigió hacia la cocina, pero se vio interceptado por el sacristán, que se plantó en actitud agresiva ante él, con los pies apartados y las manos en las caderas.

Hermano Philip dijo.

Hermano Andrew dijo a su vez Philip, pensando qué mosca le había picado.

¿Qué pretendes, interrumpiendo la celebración de la misa mayor?

Philip se quedó estupefacto.

¿Interrumpiendo el servicio? repitió incrédulo. El muchacho se estaba portando mal y

Soy perfectamente capaz de ocuparme de los malos comportamientos en mis propios servicios dijo Andrew levantando la voz.

Los monjes, que habían empezado a dispersarse, se quedaron por los alrededores para escuchar lo que discutían.

Philip no podía entender todo aquel jaleo. De vez en cuando, los monjes jóvenes y los novicios debían ser reprendidos por sus hermanos mayores durante los oficios, y no había regla alguna que estableciera que sólo podía hacerlo el sacristán.

Pero si no viste lo que estaba ocurriendo alegó Philip.

O quizás lo vi y decidí ocuparme de ello más tarde.

Philip estaba completamente seguro de que no había visto nada.

Entonces, ¿qué viste? preguntó desafiante.

¡No pretendas interrogarme! gritó Andrew. Su rostro pasó del color rojo al morado. Podrás ser prior de una pequeña celda en el bosque, pero yo hace doce años que soy sacristán y llevaré los servicios de la catedral como crea conveniente, sin la ayuda de forasteros a los que doblo la edad.

Philip empezó a pensar que quizás se hubiera equivocado a juzgar por lo furioso que estaba Andrew. Pero lo más importante era que una discusión en los claustros no era precisamente un espectáculo edificante para los otros monjes, y había que ponerle fin. Así que Philip se tragó su orgullo, apretó los dientes e inclinó sumiso la cabeza.

Admito la reprimenda, hermano, y suplico humildemente tu perdón dijo.

Andrew estaba preparado para una discusión a voces, y la pronta retirada de su adversario no le resultó satisfactoria.

¡Pues que no vuelva a ocurrir! dijo con descortesía.

Philip no contestó. Andrew se había propuesto decir la última palabra de manera que cualquier otra observación de Philip sólo conseguiría una nueva réplica; permaneció allí de pie, con la mirada clavada en el suelo y mordiéndose la lengua, mientras Andrew permaneció unos momentos mirándole furioso. Finalmente el sacristán dio media vuelta y se alejó con la cabeza erguida.

Los otros monjes se quedaron mirando a Philip, que se sentía verdaderamente molesto por la humillación que le había inferido Andrew, pero tenía que aceptarla porque un monje orgulloso era un mal monje. Abandonó el claustro sin decir palabra.

El alojamiento de los monjes se encontraba al sur de la plaza del claustro, el dormitorio en la esquina sureste y el refectorio en la suroeste. Philip se encaminó hacia el oeste, saliendo una vez más a la zona pública del recinto del priorato, frente a la casa de invitados y los establos. Allí en la esquina suroeste del recinto estaba el patio de la cocina, rodeado en tres de los lados por el refectorio, la propia cocina y la tahona, y la fábrica de cerveza. En medio del patio había un carro cargado de nabos a la espera de que los descargaran. Philip subió los escalones que conducían a la cocina y entró en ella.

La atmósfera era tan densa que fue como un golpe. Hacía mucho calor y todo estaba impregnado con el olor de guisos de pescado. Se escuchaba el ruido estridente de cacerolas y órdenes vociferantes. Tres cocineros, los tres congestionados por el calor y las prisas, estaban preparando la cena con la ayuda de seis o siete pinches jóvenes; había dos inmensas chimeneas, una en cada extremo de la habitación. En cada chimenea ardía un gran fuego en el que se estaban asando veinte o más pescados ensartados en un espetón al que daba vueltas sin cesar un muchacho sudoroso. A Philip se le hizo la boca agua. En unas grandes ollas de hierro llenas de agua y colgadas sobre las llamas, hervían zanahorias enteras. Dos jóvenes se encontraban de pie junto a un tajo cortando finas rebanadas de hogazas de pan blanco de una yarda de largas, para ser utilizadas como tajaderos fuentes comestibles. Un monje vigilaba todo aquel aparente caos. El hermano Milius, el cocinero del convento, tenía más o menos la misma edad que Philip. Permanecía sentado en un taburete alto observando la frenética actividad que tenía lugar en derredor suyo, con una sonrisa imperturbable, como si todo estuviera en orden y perfectamente organizado y probablemente así sería bajo su mirada experimentada.

Gracias por el queso dijo sonriendo a Philip.

Ah, sí. Philip lo había olvidado con todo aquel maremágnum. Está hecho con leche ordeñada sólo por la mañana. Verás que su sabor es sutilmente diferente.

Ya se me está haciendo la boca agua. Pero pareces taciturno. ¿Algo va mal?

Nada. He tenido unas palabras con Andrew. Philip hizo un gesto de indiferencia como dando de lado a Andrew. ¿Puedo coger una piedra caliente del fuego?

Naturalmente.

En los fuegos de la cocina siempre había varias piedras preparadas para retirarlas y utilizarlas para calentar rápidamente pequeñas cantidades de agua o de sopa.

El hermano Paul que está en el puente tiene un sabañón y Remigius no quiere que encienda un fuego explicó Philip.

Cogió un par de tenazas de mango largo y retiró del hogar una piedra caliente.

Milius abrió un armario y sacó un trozo de cuero viejo que una vez había sido una especie de delantal.

Toma, envuélvela en esto.

Gracias. Philip colocó la piedra caliente en el centro del cuero recogiendo con cuidado las puntas.

Date prisa le dijo Milius. La cena está lista.

Philip salió de la cocina agitando la mano. Atravesó el patio de la cocina y se dirigió hacia la puerta. A su izquierda exactamente junto al muro oeste estaba el molino. Hacía muchos años que se había abierto un canal en el priorato, río arriba, para llevar agua del río a la acequia del molino; después de accionar la rueda del molino, el agua tomaba por un canal subterráneo hasta la cervecería, la cocina, la fuente de los claustros donde los frailes se lavaban las manos antes de comer, y finalmente hasta la letrina próxima al dormitorio, después de lo cual bajaba hacia el sur, revertiendo en el río. Uno de los primeros priores había sido un proyectista inteligente.

Philip observó que delante del establo había un montón de paja sucia. Los mozos de cuadra estaban cumpliendo sus órdenes y limpiando las cuadras. Salió por la puerta y atravesando la aldea se encaminó al puente.

¿Acaso fue presuntuoso por mi parte reprender al joven William Beauvis?, se preguntó mientras pasaba entre las chozas. Meditándolo bien se dijo que no. De hecho hubiera estado mal ignorar semejante interrupción durante el oficio.

Al llegar al puente asomó la cabeza por el pequeño cobertizo de Paul.

Caliéntate el pie con esto dijo entregándole la piedra caliente envuelta en el cuero. Cuando se enfríe un poco, quita el cuero y pon el pie directamente sobre la piedra. Te durará hasta la caída de la noche.

El hermano Paul mostró un agradecimiento patético. Se quitó la sandalia y puso inmediatamente el pie sobre aquel bulto.

Siento que ya se me alivia el dolor dijo.

Si vuelves a poner esta noche la piedra en el fuego de la cocina, por la mañana volverá a estar caliente le dijo Philip.

¿Y no le importará al hermano Milius? preguntó Paul nervioso.

Te aseguro que no.

Eres muy bueno conmigo, hermano Philip.

No tiene importancia. Philip se fue antes de que el agradecimiento de Paul se hiciera embarazoso. En definitiva no era otra cosa que una piedra caliente.

Volvió al priorato. Se dirigió a los claustros y se lavó las manos en la pila de piedra del lado sur. Luego entró en el refectorio. Uno de los monjes leía en voz alta ante un facistol. Se había establecido que la cena se hiciera en silencio, aparte de la lectura, pero el ruido de unos cuarenta monjes comiendo originaba un constante murmullo y también se oían muchos cuchicheos pese a la regla. Philip ocupó un lugar vacío en una de las largas mesas. El monje sentado junto a él comía con enorme apetito.

Hoy hay pescado fresco murmuró al encontrarse con la mirada de Philip.

Philip asintió. Ya lo había visto en la cocina.

Hemos oído decir que en vuestra celda del bosque tenéis pescado fresco todos los días dijo el monje con envidia.

Philip sacudió la cabeza.

En días alternos tenemos volatería susurró.

El monje se mostró aún más envidioso.

Aquí tenemos pescado salado seis días a la semana.

Un sirviente colocó una gruesa rebanada de pan delante de Philip y luego puso encima un aromático pescado con las hierbas del hermano Milius. A Philip se le hizo la boca agua. Se disponía a atacar el pescado con su cuchillo cuando en el otro extremo de la mesa se levantó un monje y le señaló. Era el circuitor, el monje que tenía a su cargo la disciplina. ¿Y ahora qué?, se dijo Philip.

El circuitor rompió la regla del silencio como estaba en su derecho.

¡Hermano Philip!

Los monjes dejaron de comer y en el salón se hizo el silencio.





:


: 2017-04-04; !; : 176 |


:

:

, .
==> ...

1776 - | 1588 -


© 2015-2024 lektsii.org - -

: 0.11 .