Al cabo de dos años se bastaban por sí mismos y transcurridos otros dos estaban aprovisionando al priorato de Kingsbridge de carne, caza y queso hecho con leche de cabra que se convirtió en un exquisito manjar muy solicitado. La celda prosperaba, los servicios religiosos eran irreprochables y los hermanos estaban saludables y eran felices.
Philip debería sentirse satisfecho, pero la casa matriz, el priorato de Kingsbridge, iba de mal en peor.
Debería ser uno de los centros religiosos en cabeza del reino, rebosante de actividad, recibiendo en su biblioteca la visita de eruditos extranjeros, con sus santuarios atrayendo a peregrinos de todo el país, los barones consultando a su prior, su hospitalidad renombrada entre la nobleza y su caridad famosa entre los pobres. Pero la iglesia se venía abajo, la mitad de los edificios monásticos estaban vacíos y el priorato estaba endeudado con los prestamistas. Philip iba a Kingsbridge al menos una vez al año y cada vez regresaba hirviéndole la sangre de ira por la forma en que estaban siendo dilapidadas las riquezas donadas por devotos fieles y acreditadas por la dedicación de algunos monjes.
Parte del problema emanaba del emplazamiento del priorato. Kingsbridge era una pequeña aldea en un camino secundario que no conducía a parte alguna. Desde la época del primer rey Guillermo, llamado el Conquistador y también el Bastardo, según quién estuviera hablando, la mayoría de las catedrales habían sido trasladadas a ciudades grandes, pero Kingsbridge había escapado a aquella reorganización. No obstante, a juicio de Philip, ese no era un problema insuperable. Un monasterio activo, con una iglesia catedral, debería ser una ciudad en sí mismo.
El problema real era el letargo del viejo prior James. Gobernado el timón por una mano floja, el barco iba a la deriva sin rumbo fijo.
Y Philip veía con amargura cómo iba declinando el priorato de Kingsbridge mientras el prior James seguía con vida.
Envolvieron al recién nacido en lienzos limpios y le acostaron en una gran cesta de pan a modo de cuna. Al punto se quedó dormido, rebosante su pequeño estómago de leche de cabra. Philip lo dejó a cargo de Johnny Eightpence que, aunque en cierto modo era corto de alcances, siempre trataba con asombrosa delicadeza a toda criatura pequeña y frágil.
Philip sentía gran curiosidad por saber a qué se debía la visita de Francis al monasterio. Durante el almuerzo hizo insinuaciones pero Francis permaneció inmutable, de modo que Philip hubo de reprimir su curiosidad.
Después del almuerzo era la hora del estudio. Allí no disponían de claustros apropiados, pero los monjes podían sentarse en el pórtico de la capilla y leer o pasearse arriba y abajo por el calvero. De vez en cuando se les permitía acudir a la cocina para calentarse junto al fuego, como era costumbre. Philip y Francis caminaban juntos por la linde del calvero como hacían frecuentemente por los claustros del monasterio de Gales. Y Francis empezó a hablar.
—El rey Henry ha tratado siempre a la Iglesia como si fuera un feudo subordinado a su reino —empezó diciendo—. Ha dado órdenes a los obispos, recaudado impuestos e impedido el ejercicio directo de la autoridad papal.
—Ya lo sé —dijo Philip—. ¿Y qué?
—El rey Henry ha muerto.
Philip se detuvo en seco. Aquello no se lo esperaba.
—Murió en su casa de caza en Lyons-la-Foret, en Normandía, después de comer lampreas, que era uno de sus bocados favoritos aunque siempre le habían sentado mal —siguió diciendo Francis.
—¿Cuando?
—Hoy es el primer día del año así que fue exactamente hace un mes.
Philip se sentía sobresaltado de veras. Henry había sido rey desde antes que él naciera. Durante su vida nunca había conocido la muerte de un rey, pero lo que sí sabía era que surgirían dificultades, y posiblemente una guerra.
—¿Y ahora qué ocurrirá? —preguntó con ansiedad.
Reanudaron el paseo.
—El problema es que el hijo del rey murió en el mar, hace ya muchos años. Es posible que lo recuerdes —dijo Francis.
—Así es.
Por aquel entonces Philip tenía doce años. Fue el primer acontecimiento de importancia nacional que penetró en su mente juvenil y le hizo tomar conciencia del mundo que existía fuera del convento. El hijo del rey había muerto en el naufragio de un navío que llevaba por nombre White Ship, en las cercanías de Cherburgo. Al abad Peter, quien le había contado todo aquello al joven Philip, le tenía muy preocupado que la muerte del heredero diera lugar a guerra y desorden, pero en aquella ocasión el rey Henry mantuvo el control y la vida siguió tranquila para Philip y Francis.
—Claro que el rey tenía otros muchos hijos —siguió diciendo Francis—. Al menos veinte, incluyendo a mi propio señor, el conde Robert de Gloucester. Pero como ya sabes todos ellos son bastardos. Pese a su desenfrenada fecundidad, sólo logró engendrar un vástago legítimo… y fue una niña, Maud. Un bastardo no puede heredar el trono, pero una mujer es casi igual de malo.
—¿Acaso el rey Henry no nombró heredero? —dijo Philip.
—Sí, eligió a Maud. Esta tiene un hijo llamado Henry. El mayor deseo del viejo rey era que su nieto heredara el trono. Pero el niño aún no tiene tres meses, de manera que el rey hizo jurar a los barones lealtad a Maud.
Philip estaba confundido.
—Si el rey nombró a Maud heredera suya y los barones le han jurado ya lealtad… ¿Dónde está el problema?
—La vida de la corte nunca es tan sencilla —dijo Francis—. Maud está casada con Geoffrey de Anjou. Anjou y Normandía han sido rivales durante generaciones. Nuestros señores normandos odian a los angevinos. Francamente, el viejo rey se mostró demasiado optimista si creyó que un montón de barones anglonormandos iba a entregar Inglaterra y Normandía a un angevino, lo hubieran o no jurado.
Philip se sentía en cierto modo confundido por los conocimientos de su hermano pequeño y su actitud irrespetuosa ante los hombres más importantes del país.
—¿Cómo sabes eso?
—Los barones se reunieron en Le Neubourg para tomar una decisión. Ni qué decir tiene que allí estaba mi propio señor, el conde Robert. Y yo fui con él para escribir sus cartas.
Philip miró con curiosidad a su hermano, pensando en cuán diferente debía ser la vida de Francis de la suya.
—El conde Robert es el hijo mayor del viejo rey, ¿no? —recordó de repente.
—Sí, y es muy ambicioso, pero acepta la opinión general de que los bastardos tienen que conquistar sus reinos, no heredarlos.
—¿Quién más hay?
—El rey Henry tenía tres sobrinos, hijos de su hermana. El mayor es Theobald de Blois. Luego está Stephen, al que el viejo rey quería mucho y al que dotó con grandes propiedades, aquí en Inglaterra, y el pequeño de la familia, Henry, a quien ya conoces como obispo de Winchester. Los barones se muestran favorables al mayor, Theobald, de acuerdo con una tradición que, probablemente, tú creerás del todo razonable. —Francis miró a Philip y sonrió.
—Perfectamente razonable —rubricó Philip sonriendo a su vez— ¿De manera que Theobald es nuestro nuevo rey?
Francis sacudió la cabeza.
—Él creyó que lo era, pero los benjamines nos las arreglamos muy bien para colocarnos en primera fila. —Llegaron al final del calvero y dieron la vuelta—. Mientras Theobald aceptaba afablemente el homenaje de los barones, Stephen atravesó el canal hasta Inglaterra, se dirigió como un rayo a Winchester y con la ayuda del hermano pequeño, el obispo Henry, se apoderó del castillo y, lo más importante de todo, del tesoro real.
Philip estuvo a punto de decir: Así que Stephen es nuestro soberano. Pero se mordió la lengua. Ya lo había dicho refiriéndose a Maud y Theobald, y en ambas ocasiones se había equivocado.
—Stephen sólo necesitaba una cosa más para asegurarse la victoria —siguió diciendo Francis—: El apoyo de la Iglesia, pues hasta que fuera coronado en Westminster por el arzobispo no sería realmente rey.
—Pero eso sin duda alguna sería fácil —dijo Philip—. Su hermano Henry es uno de los sacerdotes más importantes del país. Obispo de Winchester, abad de Glastonbury, rico como Creso y casi tan poderoso como el arzobispo de Canterbury. Y si el obispo Henry no estuviera dispuesto a respaldarle, ¿por qué le habría ayudado a apoderarse de Winchester?
Francis hizo un ademán de asentimiento.
—Debo decir que las operaciones del obispo Henry durante toda esta crisis han sido brillantes. Pero, verás, no estaba ayudando a su hermano a impulsos del amor fraterno.
—Entonces, ¿cuál era su motivación?
—Hace unos minutos te recordaba hasta qué punto el difunto rey Henry trató a la Iglesia como si fuera una parte más de su reino. El obispo Henry quiere asegurarse de que nuestro nuevo rey, quienquiera que pueda ser, tratará mejor a la Iglesia. De manera que, antes de asegurarse su apoyo, Henry hizo que Stephen jurara solemnemente que mantendría los derechos y privilegios de la Iglesia.
Philip quedó impresionado. Las relaciones de Stephen con la Iglesia ya habían quedado establecidas desde los comienzos de su reinado según las condiciones de la Iglesia. Pero quizás aún fuera más importante el precedente. La Iglesia tenía que coronar reyes, pero hasta ese momento no había tenido derecho a establecer condiciones. Llegaría un día en que ningún rey podría alcanzar el poder sin establecer antes un trato con la Iglesia.
—Eso significa mucho para mí —dijo Philip.
—Claro que Stephen puede quebrantar sus promesas —siguió diciendo Francis—. Pero en cualquier caso tienes razón. Jamás podrá mostrarse tan implacable con la Iglesia como lo había hecho Henry. Pero existe otro peligro. Dos de los barones se mostraron extraordinariamente ofendidos por lo que hizo Stephen. Uno de ellos fue Bartholomew, conde de Shiring.
—Le conozco. Shiring está a un día de viaje de aquí. Se dice que Bartholomew es un hombre devoto.
—Acaso lo sea. Todo cuanto yo sé es que es un barón santurrón y estirado, que no renegará de su juramento de lealtad a Maud pese a haberle sido prometido un perdón.
—¿Y el otro barón descontento?
—El mío propio, Robert de Gloucester. Te dije que era ambicioso. Su alma se siente atormentada por la idea de que si hubiera sido legítimo, sería rey. Quiere sentar en el trono a su hermana de padre con la creencia de que si ella confiara sin reservas en su hermano para que la guiara y la aconsejara, sería rey a todos los efectos salvo de nombre.
—¿Piensa hacer algo al respecto?
—Me temo que sí. —Francis bajó la voz aún cuando no hubiera nadie allí cerca—. Robert y Bartholomew junto con Maud y su marido van a fomentar una rebelión. Planean derribar del trono a Stephen y sentar a Maud en su lugar.
Philip se paró en seco.
—¡Lo que destruirá lo conseguido por el obispo de Winchester! —agarró a su hermano por el brazo—. Pero Francis…
—Sé lo que estás pensando. —De súbito Francis abandonó su tono desenvuelto y pareció ansioso y atemorizado—. Si el conde Robert supiera que te lo he dicho me ahorcaría. Confía completamente en mí. Pero mi lealtad suprema es para la Iglesia, tiene que serlo.
—Pero ¿qué puedes hacer?
—He pensado en pedir audiencia al nuevo rey y contárselo todo. Naturalmente los dos condes rebeldes lo negarían y a mí me colgarían por traición. Pero la rebelión habría fracasado y yo iría al cielo.
Philip sacudió la cabeza.
—Se nos ha enseñado que es en vano buscar el martirio.
—Y creo que Dios me tiene reservado más trabajo aquí en la tierra. Tengo un cargo de confianza en la casa de un gran barón, y si sigo ahí y logro avanzar gracias a un trabajo duro, puedo hacer mucho por impulsar los derechos de la Iglesia y el imperio de la ley.
—¿No hay otro camino?
Francis clavó la mirada en la de Philip.
—Ese es el motivo de que esté aquí.
Philip sintió un escalofrío de temor. Estaba claro que Francis iba a involucrarle. No existía otro motivo para que le hubiera revelado el espantoso secreto.
—Yo no puedo desvelar la rebelión pero tú sí —siguió diciendo Francis.
—¡Que Dios y todos los santos me protejan! —exclamó Philip.
—Si la maquinación llegara a descubrirse aquí, en el sur, no recaería sospecha alguna sobre la casa de Gloucester, aquí nadie me conoce, nadie sabe siquiera que seas mi hermano. Puedes pensar en una explicación plausible de cómo llegó a ti la información. Por ejemplo, que viste una reunión de hombres de armas, o también que alguien de la casa del conde Bartholomew reveló la conjura mientras confesaba sus pecados a un sacerdote que conoces.
Philip se ciñó la capa temblando. De súbito parecía que hiciera más frío. Aquello era peligroso, muy peligroso. Estaban hablando de mezclarse en política real, que con regularidad acababa con practicantes más avezados. Era una locura que personas ajenas a todo aquello, como Philip, llegaran a involucrarse.
Pero era mucho lo que había en juego. Philip no podía permanecer impasible frente a una conjura contra un rey elegido por la iglesia, sobre todo cuando tenía en su mano una posibilidad de impedirla; aunque para Philip sería peligroso revelar la conjura, para Francis sería un suicidio.
—¿Cuál es el plan de los rebeldes? —preguntó Philip.
—En estos momentos el conde Bartholomew va camino de regreso a Shiring. Desde allí despachará mensajeros a sus seguidores en todo el sur de Inglaterra. El conde Robert llegará a Gloucester uno o dos días después y reunirá sus fuerzas en el oeste del país. Finalmente, el conde Brian Fitz cerrará sus puertas. Y todo el suroeste de Inglaterra pasará a pertenecer sin lucha a los rebeldes.
—¡Entonces casi es demasiado tarde! —exclamó Philip.
—En realidad no. Disponemos de una semana aproximadamente. Pero has de actuar con rapidez.
Philip se dio cuenta con desolación que más o menos había decidido hacerlo.
—No sé a quién decírselo —alegó—. En circunstancias normales habría de ser al conde, pero en este caso el culpable es él. El sheriff probablemente estará de su parte. Tenemos que pensar en alguien que estemos seguros que está de la nuestra.
—¿El prior de Kingsbridge?
—Mi prior es viejo y está cansado. Lo más probable es que no hiciera nada.
—Debe de haber alguien.
—Está el obispo.
En realidad, Philip jamás había hablado con el obispo de Kingsbridge, pero estaba seguro de que si le recibía y le escuchaba se pondría de inmediato del lado de Stephen, porque este había sido elegido por la Iglesia. Y era lo bastante poderoso para poder hacer algo al respecto.
—¿Dónde vive el obispo? —preguntó Francis.
—A un día y medio de viaje de aquí.
—Lo mejor será que salgas hoy.
—Sí —asintió Philip pesaroso.
—Me gustaría que lo hiciera cualquier otro. —Francis parecía sentir remordimiento.
—Y yo también —dijo Philip presa de honda emoción—. Y yo también.
Philip llamó a los monjes a la pequeña capilla y les dijo que el viejo rey había muerto.
—Tenemos que rezar para que la sucesión sea pacífica y tengamos un nuevo rey que ame a la Iglesia más que el difunto Henry —les dijo. Pero lo que no les reveló fue que la llave de una sucesión pacífica había caído en cierto modo en sus manos. En lugar de ello les dijo:
—Hay otras noticias que me obligan a visitar a nuestra casa matriz en Kingsbridge. Y he de partir ahora mismo.
El sub-prior leería los servicios religiosos y el intendente se ocuparía de la granja, pero ninguno de los dos era capaz de habérselas con Peter de Wareham, y Philip temía que si llegaba a prolongarse su ausencia, Peter crearía tales dificultades que a su vuelta se encontraría sin monasterio. No había sido capaz de encontrar una manera de controlar a Peter sin herirle en su amor propio y en aquellos momentos no había tiempo, de manera que había de hacerlo lo mejor que pudiera.
—Hoy hemos estado hablando de la gula —dijo después de una pausa—. El hermano Peter merece nuestro agradecimiento por recordarnos que, cuando Dios bendice nuestra granja y a nosotros nos da salud, no es para que engordemos y estemos confortables, sino para su mayor gloria. Compartir nuestras riquezas con los pobres forma parte de nuestro sagrado deber. Hasta ahora hemos venido descuidando ese deber, sobre todo porque aquí en el bosque no hay nadie con quien poder compartir. El hermano Peter nos ha recordado nuestro deber de salir al exterior y buscar a los pobres para así poderles prestar ayuda.
Los monjes estaban sorprendidos. Imaginaban que el tema de la gula había quedado cerrado. El propio Peter parecía confundido; se sentía satisfecho de volver a ser el centro de la atención, pero desconfiaba de lo que Philip pudiera guardar bajo la manga. Y con razón.
—He decidido —siguió diciendo Philip— que cada semana daremos a los pobres un penique por cada monje de nuestra comunidad. Si ello significa que todos hayamos de comer un poco menos, nos alegraremos ante la perspectiva de nuestra recompensa en el cielo. Lo más importante es que habremos de asegurarnos de que nuestro dinero está bien empleado. Cuando damos a un hombre pobre un penique para que compre pan para su familia, es posible que se vaya directamente a la cervecería a emborracharse para luego volver a casa y pegar a su mujer, que lógicamente hubiera prescindido con gusto de nuestra caridad. Lo mejor es darle el pan, y mejor aún dárselo a sus hijos. Dar limosna es una tarea sagrada que tiene que hacerse con igual diligencia que cuidar a los enfermos o educar a jóvenes. Por ese motivo muchas casas monásticas nombran a un limosnero para que se haga cargo de repartir las limosnas. Nosotros haremos lo mismo.
Philip miró en derredor suyo. Todos se mostraban atentos e interesados. Peter tenía un aspecto satisfecho, habiendo llegado evidentemente a la conclusión de que todo aquello era una victoria suya.
Nadie había adivinado lo que se avecinaba.
—El cargo de limosnero es un trabajo duro. Habrá de caminar a pueblos y aldeas más cercanos, y con frecuencia irá a Winchester. Y por ello se moverá entre las clases más mezquinas, sucias, feas y viciosas. Porque así son los pobres. Tiene que rezar por ellos cuando blasfemen, visitarles cuando estén enfermos, y perdonarles cuando intenten estafar o robar. Necesitará fortaleza, humildad y una paciencia infinita. Echará de menos el confort de esta comunidad, porque estará más tiempo fuera que con nosotros.
Miró de nuevo en derredor. Ahora ya todos se mostraban cautos, porque ninguno quería ese trabajo. Detuvo la mirada en Peter de Wareham. Peter comprendió lo que se le venía encima y el rostro se le descompuso.
—Fue Peter quien atrajo nuestra atención sobre nuestras deficiencias en esa área —siguió diciendo Philip con parsimonia—, de manera que he decidido que sea él quien tenga el honor de ser nuestro limosnero. —Sonrió—. Puedes empezar hoy.
La expresión de Peter era tan sombría como un cielo encapotado.
Estarás demasiado tiempo fuera para crear problemas, pensó Philip. Y un estrecho contacto con los pobres piojosos y detestables de los apestosos callejones de Winchester atemperarán tu desdén hacia la vida tranquila.
Sin embargo, Peter consideró aquello, a todas luces, como un castigo puro y simple, y miró a Philip con tal expresión de aborrecimiento que por un momento Philip se amedrentó.
Apartó los ojos y miró a los otros.
—Después de la muerte de un rey siempre hay peligro e incertidumbre —les dijo—. Rezad por mí mientras esté fuera.
Hacia el mediodía de la segunda jornada de viaje, el prior Philip se encontraba a pocas millas del palacio del obispo. A medida que se iba acercando sentía un extraño hormigueo en el estómago; había urdido una historia para justificar su conocimiento de la conjura planeada. Pero era más que posible que el obispo no la creyera y que, de creerla, pidiera pruebas. Y lo que aún era peor, —y semejante posibilidad no se le había ocurrido hasta después de separarse de Francis—, era posible, aunque poco probable, que el obispo fuera uno de los conspiradores y apoyara la rebelión; podía ser compinche del conde de Shiring. No era infrecuente encontrar obispos que antepusieron sus propios intereses a los de la Iglesia.
El obispo podía torturar a Philip para lograr que revelara su fuente de información. Naturalmente no tenía derecho a hacerlo, pero tampoco lo tenía de conjurar contra el rey. Philip recordaba los instrumentos de tortura que aparecían en las pinturas del infierno. Tales pinturas estaban inspiradas en lo que ocurría en las mazmorras de barones y obispos. Philip no creía poseer la fortaleza suficiente para morir martirizado.
Al avistar a un grupo de gente que viajaba a pie por el camino delante de él, su primer impulso fue el de frenar el caballo para evitar pasarlos, porque había muchos caminantes que no tenían escrúpulos en robar a un monje. Luego vio que dos de aquellas figuras eran niños y otra una mujer. Por lo general un grupo familiar era seguro; puso el caballo al trote para alcanzarlos.
A medida que se acercaba los distinguió con mayor claridad. Estaba formado por un hombre alto, una mujer pequeña, un adolescente casi tan grande como el hombre, y dos niños. Evidentemente eran pobres. No llevaban pequeños fardos con sus más caras pertenencias, y vestían harapos. El hombre tenía una gran osamenta aunque estaba demacrado, como a punto de morir de una enfermedad incurable, o simplemente de hambre. Miró con cautela a Philip, atrajo más hacia sí a los niños con un ademán y un murmullo. Al principio, Philip pensó que tendría unos cincuenta años, pero al verle más de cerca se dio cuenta de que estaba en la treintena, aunque tenía el rostro lleno de arrugas por las preocupaciones.
—Hola, monje —dijo la mujer.
Philip la miró inquisitivo. No era frecuente que una mujer hablara antes que su marido, y aunque la interpelación de monje no fuera exactamente descortés, hubiera sido más respetuoso decir hermano o padre. La mujer sería unos diez años más joven que el hombre, y tenía los ojos hundidos de un color dorado claro poco corriente que le daba un aspecto impresionante. A Philip le pareció peligrosa.
—Buenos días, padre —dijo el hombre, como excusándose por la brusquedad de su mujer.
—Dios te bendiga —dijo Philip, frenando el paso de su yegua—. ¿Quién eres?
—Tom, maestro constructor en busca de trabajo.
—Y supongo que sin encontrarlo.
—Así es.
Philip asintió. Era una historia corriente. Los artesanos constructores iban por lo general en busca de trabajo, y a veces no lo encontraban, bien por mala suerte o porque no era mucha la gente que construía. Aquellos hombres se acogían a menudo a la hospitalidad de los monasterios. Si habían estado trabajando hasta época reciente, al irse daban donativos generosos; aunque si hacía algún tiempo que recorrían los caminos era posible que no tuvieran nada que ofrecer. El dar una bienvenida igualmente cálida a ambos constituía a veces una prueba de caridad monástica.
Ese constructor era, a todas luces, de los que no tenían dinero aunque su mujer parecía bien equipada.
—Bueno —dijo Philip—, llevo comida en mis alforjas y es hora de almorzar. La caridad es una obligación sagrada. De manera que si tu familia quiere comer conmigo, obtendré una recompensa en el cielo y también compañía mientras almuerzo.
—Es muy bondadoso por vuestra parte —dijo Tom. Miró a la mujer, que se encogió levemente de hombros y luego asintió apenas con la cabeza. Casi de inmediato el hombre dijo—: Aceptaremos vuestra caridad y os damos las gracias.
—Agradecédselo a Dios, no a mí —dijo Philip de manera automática.
—Las gracias a los campesinos cuyos diezmos suministran la comida —dijo la mujer.
Una mujer muy mordaz, pensó Philip. Pero no dijo palabra. Se detuvieron en un pequeño calvero donde el pony de Philip podía pastar la rendida hierba invernal. En su fuero interno, Philip se sentía contento de aquella excusa para retrasar su llegada al palacio y la temida entrevista con el obispo. El albañil había dicho que él también se dirigía al palacio del obispo, con la esperanza de que este tuviera que hacer reparaciones o incluso construir una ampliación. Mientras hablaban, Philip observaba de manera subrepticia a la familia. La mujer parecía demasiado joven para ser la madre del muchacho mayor. Este era como un ternero, fuerte, desmañado y de expresión poco inteligente. El otro muchacho era pequeño y extraño, con el pelo de color zanahoria, la tez blanca como la nieve y los ojos saltones de un verde brillante. Tenía una manera peculiar de fijarse en las cosas, con una expresión ausente que a Philip le recordaba al pobre Johnny Eightpence, aunque la mirada del muchacho era adulta y avispada. Philip descubrió que a su manera resultaba tan perturbador como su madre. El tercero de los hijos era una niña de unos seis años. Lloraba de manera intermitente y su padre la observaba constantemente con afectuosa preocupación, dándole una alentadora palmada de vez en cuando, aunque sin decirle nada. Era evidente que le tenía un gran cariño; también en una ocasión tocó a su mujer y Philip pudo darse cuenta de la mirada de ardiente deseo entre ellos.
La mujer envió a los niños en busca de hojas anchas para que les sirvieran de fuentes. Philip abrió sus alforjas.
—¿Dónde está el monasterio, padre? —le preguntó Tom.
—En el bosque, a un día de viaje de aquí. Hacia el oeste. —La mujer alzó rápida la mirada y Tom enarcó las cejas—. ¿Lo conocéis? —preguntó Philip.
Por algún motivo, Tom parecía violento.
—Debemos de haber pasado cerca de él de camino desde Salisbury —dijo finalmente.
—Sí, claro. Posiblemente. Pero está a mucha distancia del camino principal, así que no hubierais podido verlo, a menos de saber dónde estaba y que fuerais en su busca.