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Capítulo Dieciséis 12




Comprendo dijo Tom, pero sus pensamientos parecían estar en otra parte.

A Philip se le ocurrió una idea.

Decidme una cosa ¿tropezasteis con una mujer en la carretera, posiblemente muy joven, sola y embarazada?

No repuso Tom. Su tono era indiferente, pero Philip tuvo la sensación de que estaba profundamente interesado. ¿Por qué lo pregunta?

Philip sonrió.

Porque ayer a primera hora encontraron un recién nacido en el bosque. Y lo trajeron a mi monasterio. Es un chico y no creo que tuviera siquiera un día. Debió nacer esa noche. Así que la madre debía de encontrarse en la zona al mismo tiempo que vosotros.

No vimos a nadie repitió Tom. ¿Qué hicisteis con el recién nacido?

Le dimos leche de cabra. Parece que le sentó bien.

Ambos miraban con fijeza a Philip. Este pensó que era una historia capaz de conmover a cualquiera.

¿Y estáis buscando a la madre? preguntó Tom al cabo de un momento.

No, no. Mi pregunta era casual. Si me encontrara con ella naturalmente que le devolvería a su hijo. Pero es evidente que no lo quiere y se asegurará que no la encuentren.

¿Y qué pasará con el niño?

Lo criaremos en el monasterio. Será un hijo de Dios. Así es como mi hermano y yo fuimos criados. Nos arrebataron a nuestros padres cuando éramos muy jóvenes, y desde entonces el abad fue nuestro padre y los monjes nuestra familia. Comíamos, estábamos calientes, nos instruíamos.

Y los dos se hicieron monjes dijo la mujer. En su tono había un atisbo de ironía, como si hubiera demostrado que en definitiva la caridad del monasterio era interesada.

Philip se sintió contento de poder contradecirla.

No, mi hermano dejó la Orden.

Volvieron los niños. No habían encontrado hojas anchas porque en invierno no era cosa fácil, de manera que comerían sin platos. Philip les dio todo el pan y el queso. Atacaron voraces la comida como animales hambrientos.

Este queso lo hacemos en mi monasterio dijo Philip. A mucha gente le gusta así, tierno, pero aún es mejor si se le deja madurar.

Estaban demasiado hambrientos para que aquello les importara.

Terminaron el pan y el queso en un santiamén. Philip tenía tres peras. Las sacó después de hurgar en sus alforjas y se las dio a Tom. Este dio una a cada niño.

Philip se puso en pie.

Rezaré para que encuentres trabajo.

Si os acordáis, padre, habladle de mí al obispo. Conocéis nuestra necesidad y os habéis dado cuenta de que somos honrados dijo Tom.

Lo haré.

Tom sujetó al caballo mientras Philip montaba.

Sois un buen hombre, padre le dijo, y Philip observó sorprendido que Tom tenía los ojos llenos de lágrimas.

Que Dios sea con vosotros dijo Philip.

Tom siguió sujetando por un instante al caballo.

El recién nacido del que nos habéis hablado, el que encontrasteis hablaba con voz queda como si no quisiera que los niños le oyeran, ¿le habéis puesto ya nombre?

Sí, le llamamos Jonathan, que significa regalo de Dios.

Jonathan. Me gusta. Tom soltó al caballo.

Por un instante, Philip le miró con curiosidad. Luego espoleó a su caballo y se alejó al trote.

El obispo de Kingsbridge no vivía en Kingsbridge. Su palacio se alzaba en la cima de una colina orientada hacia el sur, en un valle exuberante, a un día entero de viaje de la fría catedral de piedra y sus tristes monjes. Lo prefería así ya que una asistencia excesiva a la iglesia entorpecería sus otras obligaciones de cobrar rentas, administrar justicia y maniobrar en la corte real. Y a los monjes también les venía como anillo al dedo ya que cuanto más lejos estuviera el obispo menos interferiría en lo que hacían.

Hacía frío como para nevar la tarde que Philip llegó allí. En el valle del obispo soplaba un viento glacial y unas nubes grises y bajas se cernían sobre la casa señorial de la colina. No era propiamente un castillo, aunque estaba igualmente defendida. Se habían aclarado cien yardas de bosque a todo su alrededor. La mansión estaba rodeada por una vigorosa cerca de madera de la altura de un hombre, con una acequia de agua de lluvia al exterior. El centinela, junto a la puerta, mostraba una actitud descuidada, pero su espada era de cuidado.

El palacio era una hermosa mansión de piedra construida en forma de letra E. La planta baja tenía gruesos muros con varias puertas sólidas y pesadas pero sin ninguna ventana. Una de las puertas estaba abierta y Philip pudo ver en la penumbra del interior toneles y sacos. Las otras puertas estaban cerradas con cadenas.

Philip se preguntó qué habría detrás de ellas. Cuando el obispo tenía prisioneros, allí era donde languidecían.

El trazo corto de la E lo formaba una escalera exterior que conducía a la zona habitable encima de la planta baja. La pieza principal que era el trazo largo de la E sería el salón. Y las dos habitaciones que formaban la parte superior e inferior de la E serían una capilla y un dormitorio. Así se lo imaginaba Philip. Había pequeñas ventanas con contraventanas como ojos brillantes contemplando desconfiados el mundo.

Dentro del recinto había una cocina, una tahona de piedra, establos y un granero de madera. Todos los edificios se encontraban en buen estado, circunstancia desafortunada para Tom, se dijo Philip.

En el establo había buenos caballos, incluida una pareja de corceles, y un puñado de hombres de armas vagaban por allí matando el tiempo. Quizá tuviera visitantes el obispo.

Philip dejó su caballo a un mozo de cuadra y subió las escaleras con sensación de abatimiento. En todo aquel lugar palpitaba un penoso ambiente militar. ¿Dónde estaban las colas de suplicantes de agravios, de madres que llevaban a bendecir a sus infantes? Entraba en un mundo que no le era familiar y estaba en posesión de un peligroso secreto. Es posible que transcurra mucho tiempo antes de que pueda salir de aquí, se dijo temeroso. Desearía que Francis no hubiera acudido a mí.

Terminó de subir la escalera. Un pensamiento indigno, se dijo. Se me presenta una oportunidad de servir a Dios y a la Iglesia y sólo me preocupo de mi propia seguridad. Algunos hombres se enfrentan diariamente al peligro, en el campo de batalla, en el mar y en peregrinaciones arriesgadas o en las cruzadas. Incluso un monje ha de sufrir a veces un pequeño temor y temblar.

Respiró hondo y entró.

El zaguán estaba en penumbra y lleno de humo. Philip cerró la puerta rápidamente para evitar que entrase el aire helado y luego atisbó entre las sombras. En el otro extremo de la habitación ardía un gran fuego que junto con unas ventanas pequeñas era toda la luz que recibía. Alrededor de la chimenea había un grupo de hombres, unos con indumentaria clerical y otros con los costosos trajes de la pequeña nobleza. Estaban enfrascados en una grave discusión y hablaban en voz baja y seria. Sus asientos estaban distribuidos al azar pero todos ellos miraban y hablaban a un sacerdote sentado en el centro del grupo, como una araña en su tela. Era un hombre delgado, y por la manera en que mantenía separadas sus largas piernas y sus largos brazos apoyados en los del sillón daba la impresión de que estuviese a punto de saltar. Tenía el pelo lacio y negro como el azabache, rostro pálido y la nariz afilada. Todo ello, unido a sus ropajes negros, le hacía parecer a un tiempo apuesto y amenazador.

No era el obispo.

Un mayordomo se levantó de su asiento junto a la puerta.

Buenos días, padre. ¿A quién queréis ver? preguntó a Philip.

Un podenco tumbado junto al fuego levantó la cabeza y lanzó unos gruñidos.

El hombre de negro dirigió rápidamente la mirada hacia allí, y al ver a Philip alzó una mano, e interrumpió la conversación.

¿Qué pasa? preguntó con brusquedad.

Buenos días dijo Philip con cortesía. He venido a ver al obispo.

No está dijo el sacerdote dando por concluida la conversación.

Philip se quedó de piedra; había estado temiendo la entrevista y sus peligros y ahora se sentía defraudado ¿Qué podría hacer con su terrible secreto?

¿Cuándo esperáis que regrese? preguntó al sacerdote.

No lo sabemos. ¿Para qué queréis verle?

El sacerdote habló en un tono algo brusco, que incomodó a Philip.

Asuntos de Dios le dijo con tono cortante ¿Quién sois vos?

El sacerdote alzó las cejas como sorprendido de que le desafiaran y los otros hombres quedaron repentinamente quietos como esperando una explosión, pero al cabo de una pausa respondió con bastante tranquilidad.

Soy su arcediano. Mi nombre es Waleran Bigod.

Buen nombre para un sacerdote, se dijo Philip.

Mi nombre es Philip. Soy prior del monasterio de St-John-in-the-Forest. Es una celda del priorato de Kingsbridge.

He oído hablar de vos dijo Waleran. Sois Philip de Gwynedd.

Philip quedó sorprendido. No podía imaginar cómo un verdadero arcediano había de conocer el nombre de alguien tan insignificante como él. Pero su rango, por modesto que fuera, bastó para cambiar la actitud de Waleran. La mirada irritada desapareció del rostro del arcediano.

Acercaos al fuego dijo. ¿Tomareis un trago de vino caliente para reconfortaros la sangre?

Hizo un ademán a alguien sentado en un banco junto al muro y una figura andrajosa se apresuró a cumplir su mandato.

Philip se acercó al fuego. Waleran dijo algo en voz baja y los demás hombres se pusieron en pie, dispuestos a irse. Philip se sentó, calentándose las manos mientras Waleran acompañaba a sus visitantes a la puerta. Philip se preguntó de qué habían estado hablando y por qué el arcediano no había puesto fin a la reunión con una plegaria.

El andrajoso sirviente le alargó una copa de madera. Bebió un sorbo de vino caliente y especiado mientras reflexionaba sobre su próximo movimiento. Si el obispo no estuviera disponible ¿a quién podía dirigirse? Pensó en hablar con el conde Bartholomew y suplicarle sin más que considerara su rebeldía. La idea era ridícula. El conde se limitaría a arrojarle a una mazmorra y a echar la llave. Sólo quedaba el sheriff, quien en teoría era el representante del rey en el condado. Pero nadie podía asegurar de qué lado se inclinaría cuando aún existían algunas dudas de quién sería el rey. Aun así, se dijo Philip, al final habré de correr ese riesgo. Ansiaba retornar a la vida sencilla del monasterio, donde su enemigo más peligroso era Peter de Wareham.

Una vez que se hubieron ido los invitados de Waleran y cerrada la puerta para aislarles del ruido de los caballos en el patio, Waleran volvió junto al fuego y arrastró un gran sillón.

Philip estaba preocupado con su problema y en realidad no quería hablar con el arcediano, aunque se sintió obligado a mostrarse cortés.

Espero no haber interrumpido su reunión dijo.

Waleran hizo un ademán restándole importancia.

Estaba a punto de terminar dijo. Esas cosas se prolongan más de lo necesario; estábamos discutiendo la renovación de arriendos de las tierras diocesanas. Es el tipo de cosas que pueden quedar solventadas en unos momentos, si la gente se mostrara decidida. Agitó una mano huesuda como dando de lado todos los arriendos diocesanos y a sus beneficiarios. Veamos, ya me he enterado de que habéis hecho un trabajo excelente en esa pequeña celda del bosque.

Me sorprende que esté enterado de ello replicó Philip.

El obispo es abad ex-officio de Kingsbridge y por ello se interesa.

O tal vez tiene un arcediano bien informado, se dijo Philip.

Bueno, Dios nos ha bendecido dijo.

Así es.

Hablaban en francés normando, la lengua que habían estado utilizando Waleran y sus invitados, la lengua del gobierno. Pero había algo extraño en el acento de Waleran y al cabo de unos momentos Philip se dio cuenta de que este tenía las inflexiones de alguien que hubiera sido educado hablando inglés. Ello significaba que no era un aristócrata normando sino un nativo que había medrado por su propio esfuerzo como el propio Philip.

Un instante después vio confirmada su teoría cuando Waleran cambió al inglés.

Deseo que Dios conceda bendiciones parecidas al priorato de Kingsbridge.

Así pues, no era sólo Philip quien se sentía inquieto sobre el estado de las cosas en Kingsbridge. Probablemente Waleran sabría mejor lo que ocurría allí que Philip.

¿Cómo está el prior James?

Enfermo contestó lacónico Waleran.

Philip pensó tristemente que entonces era seguro que nada podía hacer respecto a la insurrección del conde Bartholomew. Tendría que ir a Shiring y probar suerte con el sheriff.

Se le ocurrió que Waleran era el tipo de hombre que conocería a toda persona de importancia en el condado.

¿Qué me dice del sheriff de Shiring? le preguntó.

Waleran se encogió de hombros.

Impío, arrogante, codicioso y corrupto. Así son todos los sheriffs, ¿por qué lo preguntáis?

Si no puedo hablar con el obispo probablemente tendré que ir ver al sheriff.

Debéis de saber que yo gozo de la confianza del obispo dijo Waleran con una leve sonrisa. Si puedo ser de alguna ayuda

Hizo un amplio ademán, como un hombre que se estuviera mostrando generoso, aún a sabiendas de que puede ser rechazado.

Philip, que se había tranquilizado algo pensando que el momento de crisis había quedado aplazado por uno o dos días, se sentía de nuevo presa de gran turbación. ¿Podía confiar en el arcediano Waleran? Philip se dijo que la indiferencia de este era estudiada. El arcediano se mostraba inseguro, pero en realidad debía estar rebosante de curiosidad por saber qué era aquello tan importante. Sin embargo ello no era motivo suficiente para desconfiar de él. Parecía una persona juiciosa. ¿Sería lo bastante poderoso para hacer algo respecto a la conjura? De no poderlo hacer por sí mismo, acaso le fuera posible localizar al obispo. De repente a Philip le pareció que la idea de confiar en Waleran presentaba una ventaja importante porque mientras el obispo podía insistir en conocer la fuente real de la información de Philip, el arcediano no tenía autoridad para hacerlo y habría de contentarse con la historia que Philip le contara, la creyera o no.

Waleran esbozó de nuevo su leve sonrisa.

Si sigue pensándolo empezaré a creer que desconfía de mí.

Philip se dio cuenta de que comprendía a Waleran. Era un hombre en cierto modo semejante a él. Joven, bien educado, de humilde cuna e inteligente. Acaso un poco demasiado mundano para el gusto de Philip, pero era excusable en un sacerdote que se veía obligado a pasar tanto tiempo con damas y caballeros y no tenía el beneficio de la vida protegida de un monje. Philip pensó que en el fondo de su corazón Waleran era un hombre devoto. Haría lo correcto para la Iglesia.

Philip vaciló en el momento de tomar la decisión. Hasta entonces solo él y Francis conocían el secreto. Una vez que se lo hubiera dicho a una tercera persona podía ocurrir de todo. Aspiró hondo.

Hace tres días llegó a mi monasterio, en el bosque, un hombre herido empezó a decir impetrando el perdón en su fuero interno por mentir. Era un hombre armado sobre un hermoso y rápido corcel. Se había caído a una o dos millas de distancia. Debía cabalgar veloz cuando cayó, porque tenía el brazo roto y las costillas aplastadas. Le colocamos el brazo pero nada pudimos hacer con las costillas; además al toser vomitaba sangre, señal evidente de daños internos. Mientras hablaba, Philip observaba atento el rostro de Waleran. Hasta aquel momento sólo revelaba una atención cortés. Le aconsejé que confesara sus pecados por encontrarse en peligro de muerte. Me reveló un secreto.

Vaciló.

No estaba seguro de hasta qué punto Waleran se hallaba al corriente de las noticias políticas.

Supongo que ya sabrá que Stephen de Blois ha reclamado el trono de Inglaterra con las bendiciones de la Iglesia.

Waleran sabía más que Philip.

Y fue coronado en Westminster tres días antes de Navidad dijo.

¿Ya?

Francis no sabía aquello.

¿Cuál era el secreto? preguntó Waleran con un atisbo de impaciencia.

Philip dio el paso decisivo.

Antes de morir el jinete me dijo que su señor Bartholomew, conde de Shiring, había conspirado con Robert de Gloucester para levantarse en armas contra Stephen.

Estudió el rostro de Waleran conteniendo el aliento.

Las mejillas de Waleran adquirieron una mayor palidez. Se inclinó hacia delante en su asiento.

¿Creéis que decía la verdad? dijo en tono apremiante.

Un moribundo suele decir la verdad a su confesor.

Acaso estuviera repitiendo un rumor que circulara por la casa del conde.

Philip no había esperado que Waleran se mostrara escéptico.

Improvisó presuroso.

No, no dijo. Se trataba de un mensajero enviado por el conde Bartholomew para reunir las fuerzas del conde en Hampshire.

La mirada inteligente de Waleran escudriñó la expresión de Philip.

¿Llevaba algún mensaje por escrito?

No.

¿Algún sello o muestra de la autoridad del conde?

Nada. Philip empezó a sudar ligeramente. Me dio la impresión de ser bien conocido por la gente a la que iba a ver, como representante autorizado del conde.

¿Cómo se llamaba?

Francis dijo Philip estúpidamente, y al punto sintió deseos de morderse la lengua.

¿Sólo eso?

No me dijo qué otro nombre tenía dijo Philip con la sensación de que su historia estaba quedando al descubierto con el interrogatorio de Waleran. Sus armas y armadura podrían identificarle. Enterramos las armas con él, a los monjes no les sirven de nada. Podríamos cavar en la tumba y sacarlas, pero le aseguro de antemano que eran corrientes, sin distintivo alguno. No creo que revelaran señal alguna. Tenía que apartar a Waleran de aquella línea de investigación. ¿Qué cree que deba hacerse? le preguntó.

Waleran mostró un gesto preocupado.

Resulta difícil saber qué hacer sin tener pruebas. Los conspiradores pueden negar sencillamente la inculpación y entonces es condenado el acusador. No dijo específicamente, sobre todo si la historia resulta ser falsa, pero Philip dedujo que era lo que pensaba. Waleran siguió diciendo ¿Se lo habéis dicho a alguien?

Philip hizo un ademán negativo con la cabeza.

¿Adónde iréis cuando os vayáis de aquí?

A Kingsbridge. Tuve que inventar un motivo para dejar la celda, así que dije que iba a hacer una visita al priorato. Y ahora he de hacerlo así para que sea verdad.

No habléis allí a nadie de esto.

No lo haré.

Philip no había pensado hacerlo, pero ahora se preguntaba por qué Waleran se mostraba tan insistente al respecto. Tal vez fuera por interés propio. Si estaba dispuesto a aceptar el riesgo de poner al descubierto la conspiración, quería asegurarse de que le fuera reconocido el mérito. Era ambicioso. Tanto mejor para el propósito de Philip.

Dejadme esto a mí dijo Waleran mostrándose de nuevo brusco.

Y el contraste en su actitud anterior hizo comprender a Philip que podía quitarse y ponerse la amabilidad como si se tratara de una capa. Waleran siguió diciendo. Id ahora al priorato de Kingsbridge y olvidaos del sheriff. Espero que así lo hagáis.

Sí.

Philip comprendió que todo iba a marchar bien, al menos por un tiempo. Se sintió liberado de un gran peso. No le iban a arrojar a una mazmorra ni a interrogarle bajo torturas. Y tampoco sería acusado de sedición; además había descargado aquella responsabilidad en otra persona, alguien que parecía encantado con ella.

Se levantó de su asiento y se dirigió a la ventana más próxima.

Estaba mediada la tarde y aún había mucha luz; sentía una gran necesidad de alejarse de allí, dejando tras él el secreto.

Si me voy ahora podré hacer ocho o diez millas antes de que caiga la noche dijo.

Waleran no insistió en que se quedara.

Ello os conducirá a la aldea de Bassingbourg; allí encontrareis una cama. Si emprendéis camino por la mañana temprano podréis estar en Kingsbridge para el mediodía.

Sí. Philip se apartó de la ventana y miró a Waleran. El arcediano contemplaba el fuego con el ceño fruncido, sumido en sus pensamientos. Philip le observó unos instantes. El arcediano no compartía sus ideas. A Philip le hubiera gustado saber lo que maquinaba aquella cabeza inteligente. Salgo de inmediato dijo.

Waleran salió de su ensimismamiento, mostrándose de nuevo extremadamente amable. Sonrió y se puso en pie.

Muy bien dijo. Acompañó a Philip hasta la puerta y bajó luego con él las escaleras hasta el patio. El mozo de cuadra condujo hasta ellos el caballo de Philip y lo ensilló. Waleran pudo haberse despedido en ese momento y volver junto a su chimenea, pero esperó. Philip supuso que quería asegurarse de que tomaba el camino de Kingsbridge y no el de Shiring.

Philip montó su caballo sintiéndose más tranquilo que cuando llegó. Estaba a punto de irse cuando vio a Tom Builder atravesar la puerta con su familia a la zaga.

Ese hombre es un albañil que conocí de camino dijo Philip a Waleran. Parece un hombre honrado que atraviesa tiempos duros. Si necesitáis hacer algunas reparaciones os dejará sin duda muy satisfecho.

Waleran no contestó. Tenía la mirada fija en la familia mientras atravesaban el recinto. Todo su aplomo y compostura se habían esfumado. Tenía la boca abierta y la mirada fija; parecía un hombre que sufriera un sobresalto.

¿Qué pasa? le preguntó Philip ansioso.

¡Esa mujer! exclamó Waleran con un susurro.

Philip la miró.

Es verdaderamente hermosa dijo, dándose cuenta por primera vez. Pero se nos ha enseñado que para un sacerdote lo mejor es ser casto. Apartad la mirada, arcediano.

Waleran no le escuchaba.

Creí que había muerto musitó. De súbito pareció recordar a Philip. Apartó los ojos de la mujer y miró a Philip, sobreponiéndose. Presentad mis respetos al prior de Kingsbridge dijo.

Luego dio una palmada en la grupa del caballo de Philip haciendo que el animal se lanzara al trote, atravesando la puerta. Cuando Philip hubo recogido las riendas y dominado al caballo se encontraba ya demasiado lejos para decir adiós.

Philip avistó Kingsbridge hacia el mediodía del día siguiente, tal como lo había previsto el arcediano Waleran. Emergió de una boscosa colina y contempló un paisaje de campos helados y muertos, animado sólo por el desnudo esqueleto de algún que otro árbol. No se veía alma viviente ya que en lo crudo del invierno no había trabajo en la tierra. A un par de millas de distancia a través de los fríos campos, la catedral de Kingsbridge se alzaba sobre un promontorio; un edificio inmenso y achaparrado semejante a una tumba sobre un túmulo funerario.

Philip siguió el camino hasta una depresión y Kingsbridge desapareció de la vista. Su tranquilo pony se abrió paso cuidadosamente a lo largo de los senderos helados. Iba pensando en el arcediano Waleran. Tenía tanto aplomo, seguridad en sí mismo, y capacidad, que a Philip le hacía sentirse joven y cándido, aunque la diferencia de edad entre ambos no fuera mucha. Waleran había controlado sin esfuerzo toda la entrevista. Se había librado amablemente de sus invitados, había escuchado atentamente la historia de Philip, descubriendo de inmediato el problema crucial de falta de pruebas y comprendiendo rápidamente que aquella línea de investigación era inútil, y luego se apresuró a que Philip siguiera su camino, sin garantía alguna de que se emprendería una acción, y de ello se daba cuenta en ese momento.

Philip sonrió tristemente al comprender cómo le había manipulado. Waleran ni siquiera le había dicho que transmitiría al obispo lo que Philip le había comunicado. Pero Philip confiaba en que la gran vena de ambición que había adivinado en Waleran garantizaría que la información sería utilizada de alguna forma. Incluso pensaba que tal vez este se sintiera algo en deuda con él.

Y debido al hecho de que Waleran le había impresionado se mostraba tanto más intrigado por el único indicio de debilidad: su reacción ante la mujer de Tom Builder. A Philip ella le había parecido sombríamente peligrosa. Al parecer Waleran la había encontrado deseable, lo que en definitiva venía a ser lo mismo. Sin embargo, había algo más; Waleran debió conocerla antes porque dijo: Creí que había muerto. Daba la impresión de que hubiera pecado con ella en un pasado lejano. Ciertamente había algo de lo que debía sentirse culpable a juzgar por la forma en que se aseguró de que Philip no siguiera por allí y pudiera enterarse de más cosas.

Ni siquiera ese secreto culpable sirvió para menoscabar la opinión que Philip tenía de Waleran. Este era un sacerdote, no un monje. La castidad había constituido siempre parte esencial del estilo de vida monástica, pero nunca le había sido impuesta a los sacerdotes. Los obispos tenían amantes y los párrocos, amas de llaves. Al igual que con la prohibición de pensamientos pecaminosos el celibato clerical era una ley demasiado dura para ser obedecida. Si Dios no pudiera perdonar a los sacerdotes lascivos habría muy poco clero en el cielo.

Al alcanzar Philip una nueva cima reapareció Kingsbridge. El paisaje estaba dominado por la poderosa iglesia, con sus arcos redondeados y sus pequeñas y hundidas ventanas, al igual que el monasterio dominaba la aldea. La parte oeste de la iglesia, frente a la cual se encontraba Philip, tenía dos achaparradas torres gemelas, una de las cuales había sido derribada por una tormenta hacía cuatro años. Aún no había sido reconstruida y la fachada parecía expresar un puro reproche. Aquel espectáculo provocaba siempre el enfado de Philip, ya que el montón de escombros en la entrada de la iglesia era un vergonzoso recordatorio del colapso de la rectitud monástica en el priorato. Los edificios del monasterio, construidos con la misma piedra caliza pálida, se alzaban en grupos próximos a la iglesia, como conspiradores alrededor de un trono. En el exterior del muro bajo que rodeaba al priorato había una serie de cabañas dispersas, construidas con troncos y barro, con tejados de barda, ocupadas por los campesinos que labraban los campos de los alrededores y los sirvientes que trabajaban en el monasterio para los monjes. Un río angosto e impaciente atravesaba presuroso la esquina suroeste de la aldea, llevando agua fresca al monasterio.





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