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Capítulo Dieciséis 19




¿Adónde ibas? volvió a preguntar de mala gana.

A Sherborne contestó Gilbert con una voz que era como un grito contenido.

¿Por qué?

Soltadme, por el amor de Dios, y os lo diré todo.

William intuyó que tenía la victoria al alcance de la mano. Resultaba enormemente satisfactorio. Pero todavía no había llegado el momento crucial.

Apártale sólo los pies del fuego dijo a Walter.

Walter agarró a Gilbert por la túnica y tiró de él, de modo que las piernas quedaron apartadas de las llamas.

Vamos dijo William.

El conde Bartholomew tiene cincuenta caballeros en Sherborm y los alrededores dijo Gilbert con un grito ahogado. Yo debí reunirlos y traerlos a Earlcastle.

William sonrió. Todas sus conjeturas estaban resultando satisfactoriamente exactas.

¿Y qué piensa hacer el conde con esos caballeros?

No lo dijo.

Dejemos que se chamusque algo más dijo William a Walter.

¡No! gritó Gilbert. ¡Os lo diré!

Walter vaciló.

Rápido advirtió William.

Tienen que luchar a favor de la emperatriz Maud contra Stephen dijo finalmente Gilbert.

Ya estaba. Ahí tenía la prueba. William saboreó su triunfo.

Y cuando vuelva a preguntarte esto delante de mi padre, ¿contestarás lo mismo? preguntó.

Sí, sí.

Y cuando mi padre te lo pregunte delante del rey, ¿seguirás diciendo la verdad?

¡Sí!

Júralo por la Cruz.

Lo juro por la Cruz. ¡Diré la verdad!

Amén dijo William satisfecho, y empezó a patear el fuego.

Ataron a Gilbert a su silla y pusieron a su caballo la rienda corta. Luego cabalgaron al paso. El caballero apenas podía mantenerse erguido y William no quería que muriese ya que muerto no le serviría de nada. Por ello intentó tratarle sin demasiada brutalidad. Al pasar junto a un arroyo echó agua fría sobre los pies abrasados del caballero. Este gritó de dolor pero probablemente le alivió.

William tenía una maravillosa sensación de triunfo mezclada con un extraño sentimiento de frustración. Nunca había matado a un hombre y hubiera deseado matar a Gilbert. Torturar a un hombre sin luego matarle era como desnudar por la fuerza a una muchacha sin luego violarla. Cuanto más pensaba en ello, más acuciante se hacía su necesidad de una mujer.

Tal vez cuando llegara a casa no, no habría tiempo. Tendría que contar a sus padres lo ocurrido y ellos querrían que Gilbert repitiera su confesión delante de un sacerdote y quizás también de algunos otros testigos. Y luego habrían de planear la captura del conde Bartholomew que seguramente tendría lugar el día siguiente, antes de que el conde reuniera demasiados hombres para luchar. Y William todavía no había pensado en la manera de tomar el castillo por asalto sin tener que recurrir a un asedio prolongado

Pensaba malhumorado que tal vez pasara mucho tiempo antes de que viera siquiera una mujer atractiva, cuando apareció una en el camino, delante de ellos.

Era un grupo formado por cinco personas que caminaban en dirección a William. Una de ellas era una mujer de pelo castaño oscuro, de unos veinticinco años, no precisamente una muchacha aunque bastante joven. A medida que se acercaba, William se sintió más interesado. Era realmente hermosa, con el pelo formando un pico de viuda sobre la frente y ojos hundidos de un intenso color dorado. Tenía una figura delgada y flexible y un cutis suave y bronceado.

Quédate rezagado dijo William a Walter. Mantén al caballero detrás de ti mientras yo hablo con ellos.

El grupo se detuvo y se quedaron mirándole cautelosos. Eran a todas luces una familia. Uno de ellos era un hombre alto, que probablemente era el marido. Había también un muchacho ya mayor, aunque todavía barbilampiño, y dos arrapiezos. William se dio cuenta sobresaltado que el hombre le resultaba familiar.

¿Te conozco? preguntó.

Yo os conozco repuso el hombre. Y conozco vuestro caballo porque los dos juntos estuvisteis a punto de matar a mi hija.

William empezó a hacer memoria. Su caballo no había llegado tocar a la niña, pero había estado a punto.

Estabas construyendo mi casa dijo. Y cuando te despedí exigiste que te pagara, y casi me amenazaste.

El hombre parecía desafiante y no lo negó.

Ahora no pareces tan altivo dijo William con desprecio. Toda la familia parecía hambrienta. Estaba resultando un buen día para arreglar cuentas con gente que había ofendido a William Hamleigh. ¿Tenéis hambre?

Sí, tenemos hambre dijo el constructor con tono hosco e irritado.

William volvió a mirar a la mujer. Permanecía erguida con los pies ligeramente separados y la barbilla levantada, mirándole sin temor alguno. Aliena le había excitado y en aquel momento necesitaba saciar su lujuria con aquella otra mujer. Estaba seguro de que se mostraría estimulante, se retorcería y arañaría. Tanto mejor.

No estás casado con esta joven ¿verdad, constructor? le dijo. Recuerdo a tu mujer una hembra fea.

La expresión del constructor se hizo dolorida.

Mi mujer ha muerto dijo.

Y a esta no la has llevado a la iglesia ¿verdad? No tienes un penique para pagar al sacerdote. Walter tosió detrás de William y los caballos se agitaron impacientes. Supongamos que te doy dinero para comida dijo William al constructor para atormentarle.

Lo aceptaré agradecido dijo el hombre, aunque William se daba perfecta cuenta de lo que le dolía mostrarse servil.

No te estoy hablando de un regalo. Compraré a tu mujer.

No estoy en venta, muchacho le dijo la mujer. Su desdén enfureció a William.

Ya te enseñaré yo si soy un hombre o un muchacho cuando te tenga a solas, se dijo. Habló dirigiéndose al constructor.

Te daré una libra de plata por ella.

No está en venta.

La ira de William crecía por momentos. Era desesperante ofrecer una fortuna a un hombre hambriento y que este la rechazara.

Si no coges el dinero, estúpido, te atravesaré con mi espada y la joderé delante de los niños.

El brazo del constructor se movió debajo de su capa. Debe tener alguna especie de arma, se dijo William. También era muy grande, aunque era delgado como un cuchillo podía resultar un peligroso luchador para defender a su mujer. Este apartó su capa y apoyó la mano en la empuñadura de una daga sorprendentemente larga. Y el mayor de los muchachos era también bastante grande para causar problemas.

No hay tiempo para esto, Lord. Walter habló en voz queda, aunque perfectamente clara.

William asintió reacio. Tenía que llevar a Gilbert a la mansión norial de Hamleigh. Era demasiado importante para entretenerse en una pelea por una mujer. Tendría que aguantarse.

Miró a aquella familia formada por cinco personas hambrientas y cubiertas de harapos, dispuestas a luchar hasta el fin contra dos corpulentos hombres con caballos y espadas. No podía comprender.

Está bien, podéis moriros de hambre dijo.

Espoleó a su caballo que partió al trote, y al cabo de unos momentos se habían perdido de vista.

¿Podemos ir ya más despacio? preguntó Ellen cuando ya se encontraban a una milla más o menos del lugar donde habían tenido el encuentro con William Hamleigh.

Tom se dio cuenta entonces de que habían llevado una marcha infernal. Se había sentido atemorizado. Por un momento pareció como si él y Alfred hubieran de luchar con dos hombres armados a caballo. Tom ni siquiera tenía un arma. Había buscado debajo de su capa su martillo de albañil, viniéndole entonces a la mente el penoso recuerdo de haberlo cambiado, hacía semanas, por un saco de avena.

No estaba seguro del motivo que al final había hecho retroceder a William, pero sí quería poner entre ellos la mayor distancia posible por si la joven y diabólica mente del joven señor cambiaba de idea.

Tom no había encontrado trabajo en el palacio del obispo de Kingsbridge ni en ninguno de los otros lugares donde lo había intentado. Pero en los alrededores de Shiring había una cantera y en ella, a diferencia de la construcción, se empleaba el mismo número de hombres en invierno que en verano. El trabajo de Tom era mucho más especializado y mejor pagado que el que se hacía en la cantera, pero ya hacía mucho tiempo que había dado de lado aquella consideración. Él sólo quería dar de comer a su familia. La cantera de Shiring era propiedad del conde Bartholomew, y a Tom le habían dicho que al conde se le podía encontrar en su castillo situado a unas millas al oeste de la ciudad.

Y ahora que tenía a Ellen aún estaba más desesperado que antes. Sabía que ella le había seguido por amor, sin haber calculado cuidadosamente las consecuencias. Sobre todo no tenía una idea clara de lo difícil que podría resultar para Tom el encontrar trabajo. En realidad no se había encarado con la posibilidad de que acaso no sobrevivirían a aquel invierno, y Tom se había guardado de desilusionarla porque quería que se quedara con él. Pero en definitiva era posible que una mujer antepusiera su hijo a todo lo demás, y Tom albergaba de continuo el temor de que Ellen le dejara.

Habían estado juntos una semana, siete días de desesperación y siete noches de gozo. Tom se despertaba todas las mañanas sintiéndose feliz y optimista. A medida que avanzaba el día empezaba a tener hambre, los niños se cansaban, y Ellen empezaba a mostrarse taciturna. Algunos días comían, como cuando se encontraron al monje con el queso, y otros masticaban tiras de venado secado al sol de las reservas de Ellen. Era como comer piel de ciervo, pero era mejor que nada. Y cuando oscurecía se tumbaban, sintiéndose fríos y desgraciados, apretándose unos contra otros para darse calor. Luego, al cabo de un rato, ellos empezaban a acariciarse y a besarse. Al principio Tom quería penetrarla de inmediato, pero ella se le negaba cariñosamente. Quería muchos más besos y caricias. Tom lo hizo a la manera de ella y quedó encantado. Exploraba audazmente su cuerpo, acariciándola en partes donde jamás tocara a Agnes, en las axilas y las orejas y en el hueco de sus nalgas. Algunas noches reían juntos con las cabezas debajo de sus capas. En otras ocasiones se mostraban muy cariñosos. Cierta noche en que se encontraban solos en la casa de invitados de un monasterio y los niños dormían muertos de cansancio, ella se mostró dominante e insistente, ordenándole que le hiciera cosas, enseñándole a excitarla con sus dedos, y él obedecía sintiéndose aturdido y al tiempo que enormemente excitado por el impudor de ella. Cuando todo terminaba solían caer en un sueño profundo e inquieto en el que el amor arrastraba todo el temor y la ira del día.

Era mediodía. Tom pensó que William Hamleigh ya debía estar muy lejos, así que decidió que se detuvieran a descansar. No tenían más comida que el venado desecado. Pero aquella mañana habían pedido algo de pan en una granja solitaria y la mujer les había dado un poco de cerveza en una botella sin tapón, diciéndoles que se quedaran con la botella. Ellen había guardado parte de la cerveza para la comida.

Tom se sentó sobre el borde de un inmenso tocón y Ellen lo hizo junto a él. Bebió un largo trago de cerveza pasándole luego la botella.

¿Quieres también algo de carne? le preguntó.

Tom negó con la cabeza y bebió un poco de cerveza. La hubiera apurado gustoso pero dejó algo para los niños.

Economiza la carne dijo a Ellen. Tal vez nos den de cenar en el castillo.

Alfred se llevó la botella a la boca y la apuró. Jack se quedó alicaído y Martha se echó a llorar. Alfred esbozó una extraña sonrisa. Ellen miró a Tom.

No deberías haber permitido que Alfred se saliera con la suya dijo.

Es más grande que ellos, necesita más repuso Tom encogiéndose de hombros.

En cualquier caso siempre se lleva la mayor parte. Los pequeños tienen que recibir algo.

Es una pérdida de tiempo mezclarse en las riñas entre chiquillos dijo Tom.

El tono de voz de Ellen se hizo duro.

¿Quieres decir que Alfred puede amedrentar a los más pequeños cuanto quiera sin que tú hagas nada por evitarlo?

No los amedrenta dijo Tom. Los niños siempre se pelean.

Ellen sacudió la cabeza en actitud desconcertada.

No te entiendo. En general eres un hombre comprensivo, pero en lo que se refiere a Alfred estás completamente ciego.

Tom pensó que Ellen exageraba, pero no quería disgustarla.

Dales entonces a los pequeños algo de carne dijo.

Ellen abrió su bolsa. Al parecer seguía enfadada. Cortó una tira de venado seco para Martha y otra para Jack. Alfred alargó la mano para que le diera a su vez, pero Ellen no le hizo el menor caso. Tom pensó que debería haberle dado un poco. No había nada malo en Alfred, solo que Ellen no le entendía. Era un muchacho grande, se dijo orgulloso Tom, con un gran apetito y un genio vivo, y si eso fuera pecado entonces la mitad de los adolescentes del mundo estarían condenados.

Descansaron un rato y luego se pusieron de nuevo en camino. Jack y Martha iban delante, masticando todavía la carne correosa. Los dos pequeños se llevaban bien a pesar de la diferencia de edad, Martha tenía seis años y Jack probablemente once o doce. Pero a Martha, Jack le parecía absolutamente fascinante y Jack parecía disfrutar con la nueva experiencia de tener a otro niño con quien jugar. Era una pena que a Alfred no le gustara Jack. Y ello sorprendía a Tom. Hubiera creído que Jack, que todavía no se había hecho hombre, no merecería el desdén de Alfred, pero no era así. Claro que Alfred era el más fuerte, pero el pequeño Jack era más listo.

Tom se negó a preocuparse por aquello. Sólo eran muchachos. Tenía demasiadas cosas en la cabeza para perder el tiempo inquietándose por peleas de chiquillos. A veces se preguntaba en su fuero interno si alguna vez volvería a trabajar. Tal vez fuera trampeando por los caminos día tras día, hasta que fueran muriendo uno tras otro.

Uno de los niños encontrado muerto una mañana helada, otro demasiado débil para luchar contra la fiebre, Ellen violada y muerta por uno de esos desalmados de paso como William Hamleigh, y el propio Tom enflaqueciendo más y más hasta que un día por la mañana estuviera demasiado débil para levantarse y yaciera en el foso hasta quedar inconsciente.

Naturalmente, Ellen le dejaría antes de que eso llegara a suceder; volvería a su cueva donde todavía tendría un barril de manzanas y un saco de nueces, suficientes para mantener con vida a dos personas hasta la primavera, pero no lo bastante para cinco. A Tom se le rompería el corazón si ella llegara a hacerlo.

Se preguntó cómo estaría el bebé. Los monjes le habían bautizado con el nombre de Jonathan. A Tom le gustaba el nombre. Significaba regalo de Dios, según les había dicho el monje del queso. Tom se imaginaba al pequeño Jonathan encarnado, arrugado y sin pelo, tal como lo había visto al nacer. Ahora sería diferente. Una semana era mucho tiempo para un recién nacido. Ya sería más grande y tendría los ojos más abiertos. Ya no se mantendría indiferente al mundo que le rodeaba. Un fuerte ruido le haría sobresaltarse y una nana le tranquilizaría. Cuando quisiera eructar se le contraerían las comisuras de la boca. Los monjes probablemente no sabrían que era aire y pensarían que estaba sonriendo. Tom esperaba que le cuidaran bien. El monje del queso le había dado la impresión de que eran hombres solícitos y capaces. De cualquier manera cuidarían mejor del bebé que Tom, que no tenía hogar ni dinero; pensó que si alguna vez llegaba a ser maestro de un proyecto de construcción verdaderamente importante y ganaba cuatro chelines a la semana, más regalías, daría dinero al monasterio.

Salieron del bosque y poco después divisaron el castillo. Tom sintió que se le levantaba el ánimo, pero contuvo con denuedo su entusiasmo. Durante meses había sufrido decepciones y había aprendido que cuanto más esperanzador era el comienzo, tanto más penoso era el rechazo al final.

Se acercaron al castillo por un sendero entre campos yermos. Martha y Jack se encontraron con un pájaro herido y se detuvieron a mirarlo. Era un chochin tan pequeño que bien pudo pasar inadvertido. Martha estuvo a punto de pisarlo y el pajarillo saltó, incapaz al parecer de volar. La niña lo vio y lo cogió, cobijando al diminuto animal en el hueco de las manos.

Está temblando dijo. Puedo sentirlo. Debe de estar asustado.

El pájaro no volvió a hacer ningún intento de escapar sino que se quedó muy quieto entre las manos de Martha, recorriendo con sus brillantes ojos a la gente que le rodeaba.

Creo que tiene una ala rota dijo Jack.

Déjame ver dijo Alfred y le cogió el pájaro.

Podemos cuidarle dijo Martha. A lo mejor se pondrá bien.

No, no se pondrá bien dijo Alfred. Y con un rápido movimiento de sus grandes manos le retorció el cuello.

¡Dios mío! exclamó Ellen y se echó a llorar por segunda vez aquel día. Alfred se puso a reír y dejó caer al pájaro.

Está muerto dijo Jack, recogiéndolo.

¿Qué te pasa, Alfred? le preguntó Ellen.

No le pasa nada. El pájaro iba a morir dijo Tom.

Reanudó la marcha y los demás le siguieron. Ellen volvía a estar enfadada con Alfred y ello irritaba a Tom. ¿Por qué organizar un jaleo por aquel condenado chochin? Tom recordaba cómo era él a los catorce años. Un muchacho con cuerpo de hombre. La vida era así.

Ellen había dicho: Cuando se trata de Alfred estás sencillamente ciego, pero es que ella no comprendía.

El puente de madera que atravesaba el foso hasta la garita del centinela junto a la puerta era endeble y desvencijado, pero posiblemente así lo quería el conde. Un puente era un medio de acceso para los atacantes y cuanto más proclive estuviera a caerse, más seguro estaba el castillo. Las murallas del perímetro eran de tierra con torres en piedra a intervalos. Delante de ellos, una vez cruzado el puente, había una casa de los centinelas consistente en dos torres de piedra unidas por un pasaje; aquí hay mucho trabajo en piedra, se dijo Tom, no como uno de esos castillos que son todos de barro y madera. Tal vez mañana pueda estar trabajando; recordó el tacto de las buenas herramientas en sus manos, la raedura del escoplo sobre un bloque de piedra, afinando las esquinas y suavizando las superficies, con la seca sensación del polvo en la nariz mañana por la noche; puede que tenga el estómago lleno, con comida que me haya ganado sin mendigar.

Al acercarse más observó con su avezada mirada de albañil que las almenas de la casa de las torres de la entrada estaban en pésimas condiciones. Algunas de las grandes piedras habían caído dejando en algunas partes el parapeto casi a nivel; también había piedras sueltas en el arco de la puerta.

En la puerta había dos centinelas y ambos estaban en posición de alerta. Acaso esperaban algún conflicto. Uno de ellos preguntó a Tom qué le llevaba por allí.

Soy cantero, y espero que me contraten para trabajar en la cantera del conde contestó.

Busca al mayordomo del conde le dijo el centinela amablemente. Se llama Matthew. Lo encontrarás probablemente en el gran salón.

Gracias dijo Tom ¿Qué clase de hombre es?

El guardia hizo una mueca a su compañero.

En verdad no puede decirse que sea muy hombre dijo, y ambos se echaron a reír.

Tom pensó que pronto averiguaría lo que querían decir. Entró con Ellen y los chicos a la zaga. Los edificios en el interior de la muralla eran en su mayoría de madera, aunque algunos estuvieran asentados sobre rodapiés de piedra, y había uno construido todo de piedra y que no debía de ser la capilla. Mientras cruzaban por el interior del recinto, Tom observó que las torres alrededor de todo el perímetro estaban sueltas y las almenas en malas condiciones. Cruzaron el segundo foso en dirección al círculo superior y se detuvieron ante una segunda casa de vigilancia. Tom dijo al guarda que buscaba a Matthew Steward. Todos entraron en el recinto superior y se acercaron a la torre del homenaje, cuadrada y de piedra. La puerta de madera a nivel del suelo daba evidentemente a la planta baja. Subieron los peldaños de madera hasta el salón.

Tan pronto como entraron, Tom vio al mayordomo y al conde. Sabía quiénes eran por sus ropajes. El conde Bartholomew vestía una túnica larga con puños acampanados en las mangas y bordados en el orillo. La túnica de Matthew Steward era corta, del mismo estilo que la que llevaba Tom, pero de un tejido más suave, y se tocaba con una pequeña gorra redonda. Se encontraban junto a la chimenea; el Conde sentado y el mayordomo de pie. Tom se acercó a los dos hombres, manteniéndose fuera del alcance de su conversación, esperando que se dieran cuenta de su presencia. El conde Bartholomew era un hombre alto, de unos cincuenta años, con el pelo blanco y un rostro enjuto, pálido y altivo. No tenía el aspecto de un hombre de espíritu generoso. El mayordomo era más joven. Mantenía una postura que recordó a Tom la observación del centinela. Parecía femenina; Tom no estaba seguro de cómo catalogarle.

En el salón también se encontraban algunas personas, pero ninguna prestó atención a Tom. Él aguardaba sintiéndose a ratos esperanzado y a ratos temeroso. La conversación del conde con su mayordomo parecía eternizarse. Al fin terminó y el mayordomo se apartó después de hacer una inclinación. Fue entonces cuando Tom se adelantó con el corazón en la boca.

¿Eres Matthew? preguntó.

Sí.

Me llamo Tom. Soy maestro albañil y un buen artesano. Mis hijos están hambrientos. He oído decir que tenéis una cantera. Contuvo el aliento.

Tenemos una cantera pero no creo que necesitemos más canteros dijo Matthew. Volvió la cabeza para mirar al conde quien sacudió negativamente la cabeza de manera imperceptible. No dijo Matthew. No podemos contratarte.

Fue la rapidez de aquella decisión lo que hirió a Tom. Si la gente adoptaba una actitud solemne y reflexionaba profundamente sobre ello dándole finalmente una pesarosa negativa, le resultaba más fácil soportarlo. Tom pudo darse cuenta de que Matthew no era un hombre cruel, pero estaba muy ocupado y él y su hambrienta familia eran tan sólo otra cuestión que debía resolver al momento.

Puedo hacer algunas reparaciones aquí, en el castillo.

Tenemos un trabajador que se ocupa de todos esos trabajos dijo Matthew.

Era el tipo de trabajador aprendiz de todo y maestro de nada, por lo general adiestrado en carpintería.

Yo soy albañil dijo Tom. Mis muros son sólidos.

Matthew estaba irritado por discutir con él y pareció a punto de decir algo desagradable. Pero miró a los niños y su expresión se suavizó de nuevo.

Me gustaría darte trabajo, pero no te necesitamos.

Tom hizo un gesto de aquiescencia. Ahora debería aceptar humildemente lo que el mayordomo había dicho y adoptar una expresión lastimera suplicando que les dieran de comer y un sitio para dormir una noche. Pero Ellen estaba con él y Tom temía que se fuera, así que lo intentó de nuevo.

Tan sólo espero que no tengan en puertas una batalla dijo con voz lo bastante fuerte para que el conde le oyera.

El efecto fue mucho más rotundo de lo que él esperara. Matthew pareció sobresaltarse y el conde se puso en pie.

¿Por qué dices eso? preguntó tajante.

Porque vuestras defensas están en pésimas condiciones repuso él.

¿En qué sentido? preguntó el conde. ¡Explícate!

Tom respiró hondo. El conde estaba irritado aunque atento. Tom no encontraría otra ocasión como aquella.

La argamasa en los muros de la casa de la guardia se ha desprendido en algunos sitios. Así que queda una abertura para una palanca. Un enemigo puede desprender fácilmente una o dos piedras y cuando haya un agujero resultará fácil derribar el muro. Además tienen desperfectos siguió diciendo presuroso casi sin respirar, antes de que alguien pudiera hacer un comentario o poner sus palabras en tela de juicio. En algunos sitios están a nivel. Ello deja a sus arqueros y caballeros desprotegidos de

Sé perfectamente para qué sirven las almenas le interrumpió el conde malhumorado. ¿Algo más?

Sí. La torre del homenaje tiene una planta baja con una puerta de madera. Si yo me dispusiera a atacar la torre del homenaje atravesaría esa puerta y prendería fuego a los almacenes.

Y si tú fueras el conde, ¿cómo evitarías eso?

Tendría preparado un montón de piedras debidamente modeladas y abundante cantidad de arena y cal para argamasa y un albañil dispuesto a bloquear la entrada en momentos de peligro.

El conde Bartholomew miraba fijamente a Tom. Tenía entornados los ojos azul claro y fruncida la blanca frente. ¿Estaba furioso con Tom por su crítica de las defensas del castillo? Nunca se sabe cómo un señor puede reaccionar ante las críticas. En cualquier caso lo mejor era dejarles que cometieran sus propios errores. Pero Tom era un hombre desesperado.

Finalmente el conde pareció llegar a una conclusión.

Contrata a este hombre dijo volviéndose hacia Matthew.

Un grito de júbilo pugnó por salir de la garganta de Tom, que hubo de contenerlo con esfuerzo. Apenas podía creerlo. Miró a Ellen y ambos sonrieron felices.

¡Hurra! gritó Martha que no padecía de las inhibiciones de los adultos.

El conde Bartholomew dio media vuelta y se dirigió a un caballero que se encontraba cerca. Matthew sonrió a Tom.





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