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Capítulo Dieciséis 15 страница




—Y se muestran cautelosos ante mí, como si fuera un perro extraño que pudiera morder.

La campana llamó a capítulo. Milius se bebió de un trago la cerveza que le quedaba.

—Ahora habrá algún ataque contra ti, Philip. No puedo saber qué forma adoptará, pero seguro que intentarán presentarte como demasiado joven, inexperto, impetuoso y poco seguro. Debes mostrarte tranquilo, cauteloso y sensato, pero dejándonos a Cuthbert y a mí tu defensa.

Philip empezó a sentirse inquieto. Aquello de sopesar cada uno de sus movimientos y calcular cómo lo interpretarían y juzgarían los demás, era una forma nueva de pensar.

—Habitualmente sólo pienso en cómo juzgará Dios mi comportamiento —dijo con un ligero tono de desaprobación.

—Lo sé, lo sé —dijo Milius impaciente—. Pero no es pecado ayudar a la gente sencilla para que vea tus acciones a la verdadera luz.

Philip frunció el entrecejo. Los alegatos de Milius eran desoladoramente plausibles.

Salieron de la cocina, atravesaron el refectorio y se dirigieron a los claustros. Philip se sentía tremendamente inquieto. ¿Ataque? ¿Qué significaba un ataque? ¿Dirían falsedades sobre él? ¿Cuál debería ser su reacción? Si la gente decía embustes sobre él, se pondría furioso, ¿debería contener su ira para dar la impresión de ser una persona tranquila, moderada y todo eso? Pero de hacerlo así, ¿no creerían los hermanos que aquellas mentiras eran verdaderas? Llegó a la conclusión de que se mostraría tal como era. Quizás con algo más de gravedad y dignidad.

La sala capitular era una construcción pequeña y redonda adosada a la parte este de los claustros. Tenía bancos colocados en círculos concéntricos. No había fuego y hacía frío en contraste con la temperatura de la cocina. La luz entraba a través de unas ventanas altas colocadas por encima del nivel de la mirada, de manera que en todo el salón no había nada que ver salvo a los otros monjes.

Eso fue exactamente lo que hizo Philip. Estaba presente casi todo el monasterio en pleno. Los había de todas las edades, desde los diecisiete años a los setenta. Altos y bajos, morenos y rubios, todos ellos vestidos con el áspero hábito de lana sin blanquear, tejida en casa, y calzados con sandalias de cuero; allí estaba el maestro de invitados, con su oronda barriga y su nariz roja reveladores de sus vicios, vicios que quizás fueran perdonables, pensó Philip, si es que alguna vez tuvo un invitado; allí estaba el chambelán que obligaba a los monjes a cambiarse de ropa y a afeitarse en Navidad y Pentecostés (se recomendaba al mismo tiempo un baño aunque no obligatorio). Recostado contra la pared más alejada se encontraba el hermano de más edad, un anciano frágil, pensativo e imperturbable, con el pelo todavía gris en lugar de blanco, un hombre que rara vez hablaba pero que cuando lo hacía era de una manera efectiva, un hombre que probablemente debió de haber sido prior de no haberse mostrado tan humilde; allí estaba el hermano Simón con su mirada furtiva y sus manos inquietas, un hombre que confesaba pecados de impureza con tal frecuencia, según le cuchicheó Milius a Philip, que parecía disfrutar más con la confesión que con el pecado. También estaba presente William Beauvis, comportándose como es sabido, el hermano Paul, cojeando ligeramente, Cuthbert Whitehead, al parecer muy seguro de sí mismo; John Small, el pequeño tesorero, y Fierre, el admonitor, el hombre de palabra mezquina que el día anterior le había negado la cena a Philip. Cuando este miró en derredor, se dio cuenta de que todos los ojos estaban fijos en él, lo que le hizo bajar incómodo los suyos.

Remigius llegó con Andrew, el sacristán, y se sentaron junto a John Small y Fierre. De manera que no van a disimular que forman una facción, se dijo Philip.

El capítulo empezó con la lectura sobre Simeón el Estilita, el santo del día. Era un ermitaño que había pasado la mayor parte de su vida en lo alto de una columna, y aunque no existía duda alguna sobre su capacidad de abnegación, Philip siempre había albergado cierta duda secreta sobre el valor real de su testimonio. Las gentes se habían arremolinado para contemplarle, pero ¿habían acudido para ser inspiradas espiritualmente o para contemplar a un fenómeno?

Después de las plegarias se procedió a la lectura de un capítulo del libro de san Benito. La reunión, así como el pequeño edificio en el que tenía lugar, tomaba precisamente su nombre de la lectura diaria de un capítulo. Remigius se puso en pie para leer y mientras hacía una pausa con el libro ante él, Philip escudriñó su perfil, viéndole por primera vez como a un rival. Remigius tenía un estilo enérgico y eficiente de moverse y de hablar que le proporcionaba un aire de capacidad muy lejos de su verdadera índole. Una observación más atenta revelaba indicios de lo que había detrás de aquella fachada. Sus ojos azules y algo saltones se movían sin parar, inquietos, de un lado a otro. Antes de hablar agitaba vacilante dos o tres veces la boca de aspecto débil, y continuamente abría y cerraba los puños aunque permaneciera quieto. Toda su autoridad residía en la arrogancia, el mal humor y su actitud cortante frente a sus subordinados.

Philip se preguntaba por qué se habría decidido a leer él mismo el capítulo. Pero un instante después lo comprendió. El primer grado de humildad es una pronta obediencia, leyó Remigius. Había elegido el capítulo quinto que se refería a la obediencia para recordar a todo el mundo su antigüedad y la subordinación de ellos. Era una táctica de intimidación. Remigius era realmente astuto. No viven como ellos querrían, ni obedecen a sus propios deseos y placeres, sino que siguiendo el mandato y la dirección de otro y permaneciendo en sus monasterios, su deseo es ser gobernados por un abad —seguía leyendo—. No cabe duda de que ellos son los que practican lo dicho por el Señor. «No vine para hacer mi voluntad sino la voluntad de Aquel que me envió». Remigius estaba trazando su esquema de batalla en la forma esperada. En esa contienda él se disponía a representar la autoridad establecida.

El capítulo fue seguido por la necrología, y ese día, como era natural, todas las oraciones fueron por el alma del prior James. La parte más animada del capítulo quedó reservada para el final: discusión de los asuntos, confesión de las faltas y acusaciones de mal comportamiento.

—Ayer, durante la misa mayor hubo un alboroto —empezó diciendo Remigius.

Philip casi sintió alivio. Ahora ya sabía cómo le iban a atacar. No estaba seguro de si su actuación del día anterior había sido correcta, pero sabía por qué lo había hecho y estaba preparado para defenderse.

—Yo no estuve presente —siguió diciendo Remigius—. Hube de permanecer en la casa del prior ocupado con asuntos urgentes, pero el sacristán me contó lo ocurrido.

En aquel momento le interrumpió Cuthbert Whitehead.

—No te hagas reproche alguno a ese respecto, hermano Remigius —dijo en tono tranquilizador—. Sabemos que en principio los asuntos del monasterio no deben tener preferencia sobre la misa mayor, pero comprendemos que la muerte de nuestro bien amado prior te ha obligado a ocuparte de muchos asuntos ajenos a tu competencia habitual. Tengo la seguridad de que todos estamos de acuerdo en que no es necesaria penitencia alguna.

El viejo y astuto zorro, pensó Philip. Era evidente que Remigius no había tenido la menor intención de confesar una falta. Sin embargo, Cuthbert le había perdonado, produciendo la impresión general de que en realidad se había admitido una falta. Ahora, aunque Philip pudiera ser culpable de un error, sólo se encontraría al mismo nivel que Remigius. Además Cuthbert había sugerido que Remigius encontraba dificultades para cumplir con los deberes y obligaciones del prior. Cuthbert había minado de forma absoluta la autoridad de Remigius con sólo unas amables palabras. Remigius estaba furioso. Philip sintió la garganta seca por la excitación del triunfo.

Andrew sacristán lanzó una mirada acusadora a Cuthbert.

—Estoy seguro que ninguno de nosotros hubiera deseado criticar a nuestro reverendo superior —dijo—. El alboroto al que se refería fue provocado por el hermano Philip, que ha venido a visitarnos desde la celda de St-John-in-the-Forest. Philip hizo salir al joven William Beauvis de su lugar en el coro, se lo llevó hasta el crucero sur, y allí le reprendió mientras yo celebraba el oficio.

Remigius adoptó una expresión de pesaroso reproche.

—Todos estaremos de acuerdo en que Philip debería haber esperado a que terminara el oficio.

Philip observó las expresiones de los demás monjes. No parecían estar de acuerdo ni en desacuerdo con lo que se estaba diciendo. Estaban siguiendo los procedimientos con el aire de espectadores a un torneo en el que no existiera bueno ni malo y cuyo único interés residiera en quién sería el triunfador.

Philip hubiera querido protestar diciendo: Si hubiera esperado, el mal comportamiento se hubiera prolongado durante todo el oficio; pero recordó el consejo de Milius y permaneció callado. Milius habló por él.

—Tampoco yo asistí a misa mayor como desgraciadamente suele ser tan frecuente en mí, ya que se celebra antes de la comida, así que tal vez puedas decirme, hermano Andrew, qué estaba ocurriendo en el coro antes de que el hermano Philip se decidiera a intervenir, ¿se mantenía el orden y el decoro?

—Había una cierta agitación entre los jóvenes —replicó el sacristán malhumorado—. Tenía la intención de hablarles más tarde.

—Es comprensible que te muestres impreciso respecto a los detalles; tenías la mente absorta en el oficio —dijo Milius comprensivo—. Afortunadamente tenemos un admonitor cuyo especial deber es ocuparse de los malos comportamientos que tengan lugar entre nosotros. Dinos lo que tú observaste, hermano Fierre.

El admonitor tenía una expresión hostil.

—Exactamente lo que ya te ha dicho el sacristán.

—Parece que habremos de preguntar al propio hermano Philip sobre los detalles.

Philip pensó que Milius había estado muy hábil. Había dejado bien sentado que ni el sacristán ni el admonitor habían visto lo que los jóvenes monjes hacían durante el oficio. Pero aún cuando admirara la habilidad dialéctica de Milius, se sentía reacio a tomar parte en el juego. La elección de un prior no era un concurso de ingenio, era cuestión de tratar de descubrir la voluntad de Dios. Vaciló. Milius le miraba como diciéndole: Ahora tienes tu oportunidad. Pero en Philip había una vena de terquedad que se hacía presente con más claridad cuando alguien intentaba empujarle a adoptar una postura de dudosa moralidad.

—Ocurrió tal como mis hermanos han descrito —dijo mirando de frente a Milius.

Milius se quedó de piedra. Miró incrédulo a Philip. Abrió la boca, pero era evidente que no sabía qué decir. Philip se sintió culpable de haberle fallado. Luego le daré explicaciones, pensó, a menos que esté demasiado enfadado.

Remigius estaba a punto de seguir insistiendo en su acusación, cuando se escuchó otra voz.

—Quisiera confesar —dijo.

Se volvieron todas las miradas. Era William Beauvis, el infractor original, puesto en pie, en actitud avergonzada.

—Estaba arrojando perdigones de barro al maestro de los novicios y riendo —dijo en voz baja y clara—. El hermano Philip hizo que me avergonzara. Pido perdón a Dios y a mis hermanos que me pongan una penitencia.

Se sentó bruscamente.

Antes de que Remigius pudiera reaccionar otro joven novicio se puso en pie.

—Tengo una confesión que hacer. Me comporté de la misma manera. Suplico una penitencia —dijo. Y volvió a sentarse.

Aquel repentino acceso de conciencia culpable fue contagioso. Confesó un tercer monje, luego un cuarto, y finalmente un quinto. La verdad había salido a flote pese a los escrúpulos de Philip, y no podía evitar el sentirse satisfecho. Se dio cuenta de que Milius trataba de contener una sonrisa triunfante. La confesión dejaba bien claro que se había estado produciendo un pequeño tumulto bajo las mismas narices del sacristán y el admonitor.

Los culpables fueron condenados por un Remigius extraordinariamente disgustado con una semana de silencio absoluto. No deberían hablar y nadie debería hablarles. Era un castigo más duro de lo que parecía. Philip lo había sufrido cuando era joven. Incluso durante un solo día el aislamiento resultaba opresivo y toda una semana era absolutamente terrible.

Pero Remigius no hacía más que dar salida a su ira por haber sido superado en su táctica. Una vez que hubieron confesado no le quedaba otro remedio que castigarlos, aunque al hacerlo estuviera admitiendo que Philip había estado en lo cierto. Su ataque contra Philip le había fallado y este salía triunfante. Pese a una leve sensación de remordimiento, Philip saboreó aquel momento. Pero la humillación de Remigius no era todavía total.

Cuthbert habló de nuevo.

—Hubo otra perturbación que debemos discutir. Tuvo lugar en el claustro, apenas terminada la misa mayor. —Philip se preguntó qué sería lo que se avecinaba—. El hermano Andrew se encaró al hermano Philip y le acusó de mal comportamiento. —Claro que lo hizo, pensó Philip. Todo el mundo lo sabía—. Bueno, todos sabemos que el momento y el lugar para tales acusaciones es aquí y ahora, durante el capítulo. Y existen buenas razones para que nuestros antepasados lo establecieran así. Durante la noche se calman los temperamentos y los agravios pueden discutirse a la mañana siguiente en un ambiente de calma y moderación. Y toda la comunidad puede aportar su sabiduría colectiva para hacer frente al problema. Pero, y lamento decirlo, Andrew hizo caso omiso de esa prudente regla y provocó una escena en el claustro inquietando a todo el mundo y hablando con intemperancia. Dejar pasar semejante mal comportamiento sería injusto para los hermanos más jóvenes que han sido castigados por lo que hicieron.

Ha sido inmisericorde y también inteligente, pensó Philip satisfecho. En ningún momento llegó a ser discutida la cuestión de si Philip había tenido razón al sacar a William del coro durante la celebración del oficio. Cada intento de plantearla se había transformado en una indagación en el comportamiento del acusador. Y así era como debía ser, ya que la acusación de Andrew contra Philip había sido insincera. Entre Cuthbert y Milius habían desacreditado a Remigius y sus dos principales aliados, Andrew y Fierre.

La cara habitualmente roja de Andrew se había puesto en esos momentos morada por la furia, y Remigius casi parecía atemorizado.

Philip se sentía satisfecho, ya que se lo merecían, pero ahora ya se preocupaba que se estuviera corriendo el peligro de llevar demasiado lejos su humillación.

—No es decoroso que los hermanos jóvenes discutan sobre penitencia a sus mayores —dijo—. Dejemos que el superior se ocupe del asunto en privado.

Al mirar a su alrededor comprobó que los monjes aprobaban su magnanimidad, y comprendió que sin intentarlo se había apuntado otro tanto.

Parecía que todo hubiera terminado. El talante general de la reunión estaba con Philip y tenía la seguridad de haberse ganado a la mayoría de los indecisos. Entonces habló Remigius.

—Aún he de plantear otra cuestión.

Philip estudió el rostro del superior; parecía desesperado.

Miró a Andrew, el sacristán, y a Fierre, el admonitor, y vio que parecían sorprendidos. Así pues, aquello era algo que no estaba preparado. ¿Acaso Remigius iba a suplicar que le dieran el cargo?

—La mayoría de vosotros sabéis que el obispo tiene derecho a nombrar candidatos para nuestra consideración —empezó diciendo Remigius—. También puede negarse a confirmar nuestra elección. Esa división de poderes puede conducir a disputas entre el obispo y el monasterio, como algunos de los hermanos más antiguos saben por experiencia. Al final el obispo no puede obligarnos a aceptar su candidato y nosotros tampoco podemos insistir con el nuestro. Y cuando se plantea un conflicto hay que resolverlo mediante negociación. En tal caso, el resultado depende en gran parte de la determinación y la unidad de los hermanos…, especialmente de su unidad.

Aquello no le hizo ninguna gracia a Philip. Remigius había conseguido sofocar su ira y de nuevo se presentaba tranquilo y altivo. Philip no sabía lo que se avecinaba pero sí que se había desvanecido su sensación de triunfo.

—El motivo de que esté mencionando todo esto son dos importantes informaciones que han llegado a mi conocimiento —siguió diciendo Remigius—. La primera es que quizás haya más de un candidato entre nosotros, en este salón. —Philip pensó que eso no había sorprendido a nadie—. La segunda es que el obispo ha nominado también un candidato.

Hubo una pausa expectante. Aquella era una mala noticia para ambas partes.

—¿Sabes a quién quiere el obispo? —preguntó alguien.

—Sí —dijo Remigius. Y en aquel mismo instante Philip estuvo seguro de que mentía—. El elegido del obispo es el hermano Osbert, de Newbury.

Uno o dos monjes lanzaron una exclamación ahogada. Y todos se quedaron horrorizados. Conocían a Osbert porque había sido admonitor en Kingsbridge durante algún tiempo. Era el hijo ilegítimo del obispo y consideraba a la Iglesia simplemente como un medio que le permitiría llevar una vida de ociosidad y abundancia. Nunca había hecho un intento serio de cumplir con sus votos pero mantenía una simulación semitransparente y confiaba en que su paternidad le mantendría a salvo de dificultades. La perspectiva de tenerle como prior era aterradora, incluso para los amigos de Remigius. Tan sólo el maestro de invitados, y uno o dos de sus compañeros irremediablemente depravados, serían capaces de mostrarse favorables a Osbert, confiando en un régimen de relajada disciplina y descuidada indulgencia.

—Si nombramos a dos candidatos, hermanos, es posible que el obispo diga que estamos divididos, que somos incapaces de aunar nuestra mente colectiva y que por lo tanto él tendrá que decidir por nosotros. Y en consecuencia habremos de aceptar su elección. Si queremos evitar a Osbert, haremos bien presentando un solo candidato. Y tal vez debiera añadir que habríamos de asegurarnos de que nuestro candidato no pueda ser fácilmente descartado, por ejemplo, por su juventud o inexperiencia.

Hubo un murmullo de asentimiento. Philip estaba desolado. Un momento antes se sentía seguro de su victoria, pero se la habían arrebatado de las manos. Ahora todos los monjes estaban con Remigius viendo en él al candidato seguro, al candidato de la unidad, al hombre que anularía a Osbert. Philip estaba seguro de que Remigius mentía respecto a Osbert, pero eso no cambiaba nada. Ahora los monjes estaban asustados y respaldarían a Remigius, y ello significaba más años de decadencia para el priorato de Kingsbridge.

—Vayámonos ahora para reflexionar y rezar sobre este problema mientras hoy hacemos el trabajo de Dios —dijo Remigius antes de que nadie pudiera reflexionar sobre sus palabras. Se puso en pie y se alejó seguido por Andrew, Pierre y John Small, que parecían aturdidos aunque triunfantes.

Tan pronto como se hubieron ido, se desató un murmullo de conversaciones entre los demás monjes.

—Nunca pensé que Remigius tuviera imaginación suficiente para maquinar un truco semejante —dijo Milius a Philip.

—Está mintiendo —dijo Philip con amargura—. Estoy seguro.

Cuthbert se reunió con ellos y oyó la observación de Philip.

—Poco importa si miente, ¿no creéis? —dijo—. La amenaza es suficiente.

—Al final se sabrá la verdad —dijo Philip.

—No forzosamente —contestó Milius—. Supongamos que el obispo no nombra a Osbert. Remigius se limitará a decir que el obispo cedió ante la perspectiva de tener que luchar contra un priorato unido.

—No estoy dispuesto a renunciar —dijo Philip con terquedad.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Milius.

—Debemos averiguar la verdad —afirmó Philip.

—No podemos.

Philip se devanaba los sesos; sentía una frustración angustiosa.

—¿Por qué no preguntamos simplemente? —dijo.

—¿Preguntar? ¿Qué quieres decir?

—Preguntar al obispo cuáles son sus intenciones.

—¿Cómo?

—Podemos enviar un mensaje al palacio del obispo, ¿no? —dijo Philip pensando en voz alta. Miró a Cuthbert.

Cuthbert estaba pensativo.

—Sí. Estoy enviando continuamente mensajeros al exterior. Enviaré uno al palacio.

—¿Y que pregunte al obispo cuáles son sus intenciones? —preguntó escéptico Milius.

Philip frunció el entrecejo. Ese era el problema. Cuthbert se mostró de acuerdo con Milius.

—El obispo no nos lo dirá —dijo.

A Philip se le ocurrió de repente una idea. Levantó las cejas y se dio con el puño en la palma de la mano al descubrir la solución.

—No —dijo—. El obispo no nos lo dirá, pero sí su arcediano.

Aquella noche Philip soñó con Jonathan, el bebé abandonado. En su sueño, el niño estaba en el porche de la capilla de St-John-in-the-Forest y Philip se encontraba en el interior leyendo el oficio de prima, cuando un lobo salió furtivo del bosque y atravesó el campo, deslizándose como una serpiente en dirección al infante. Philip no se atrevía a moverse por temor a causar una perturbación durante el oficio y recibir una reprimenda de Remigius y Andrew, ya que ambos se encontraban allí, aunque en realidad ninguno de ellos había estado nunca en la celda. Decidió gritar, pero por mucho que lo intentaba no lograba emitir sonido alguno, como suele suceder con frecuencia en los sueños. Fue tal el esfuerzo que hizo por gritar que finalmente se despertó y permaneció acostado y temblando en la oscuridad mientras escuchaba la respiración de los monjes dormidos a su alrededor, e iba convenciéndose lentamente de que el lobo no era real.

Desde su llegada a Kingsbridge apenas se había acordado del niño. Se preguntó qué habría de hacer con él si llegara a ser prior. Entonces todo sería distinto. Un bebé en un pequeño monasterio oculto en el bosque, aunque algo inusual, carecía de importancia. El mismo niño en el priorato de Kingsbridge levantaría una polvareda. Aunque a fin de cuentas, ¿qué había de malo? No era pecado dar a la gente algo sobre lo que hablar. Cuando fuera prior haría lo que quisiera. Podría traerse a Johnny Eightpence a Kingsbridge para que cuidara de la criatura. La idea le satisfizo desmesuradamente. Eso es justo lo que haré, pensó. Luego recordó que con toda probabilidad no llegaría a ser prior.

Permaneció despierto hasta el alba, muerto de impaciencia. Ahora ya no había nada que pudiera hacer para impulsar su caso. Era inútil hablar con los monjes porque su pensamiento estaba dominado por la amenaza de Osbert. Algunos de ellos se habían dirigido a Philip para decirle que sentían que hubiera perdido, como si ya se hubiera celebrado la elección. Se resistió a la tentación de llamarles cobardes sin fe. Se limitó a sonreír y les dijo que tal vez todavía les esperaba una sorpresa. Pero no podía decirse que su propia fe fuera muy grande. Entraba dentro de lo posible que el arcediano Waleran no estuviera en el palacio del obispo. O que tal vez sí estuviera allí pero que por alguna razón no quisiera comunicarle a Philip los planes del obispo. O también, y ello sería lo más probable dado el carácter del arcediano, podía haber hecho sus propios planes.

Philip se levantó al amanecer con los otros monjes y se fue a la iglesia para la prima, el primer oficio del día. Después se encaminó al refectorio para tomar el desayuno con los demás, pero Milius le interceptó y le indicó con un gesto disimulado la cocina. Philip le siguió con los nervios tensos. El mensajero debía estar de regreso.

Había sido rápido. Debió recibir la respuesta de inmediato y haberse puesto en camino el día anterior por la tarde. Aun así, había viajado veloz. Philip no sabía de caballo alguno en las cuadras del priorato capaz de hacer un viaje con tanta rapidez. Pero ¿cuál sería la respuesta? Quien esperaba en la cocina no era el mensajero, sino el propio arcediano. Waleran Bigod.

Philip se le quedó mirando sorprendido. La figura delgada, envuelta en el manto negro del arcediano, estaba encaramada en un taburete, semejante a un cuervo en un tocón. Tenía la punta de la nariz corva enrojecida por el frío. Se calentaba las manos, huesudas y blancas, con una copa de vino caliente con especias.

—¡Es de agradecer que hayas venido! —exclamó Philip.

—Me alegro de que me escribieras —dijo con frialdad Waleran.

—¿Es verdad? —preguntó impaciente Philip—. ¿Piensa el obispo presentar la candidatura de Osbert?

Waleran alzó una mano para detenerle.

—Ya llegaré a eso. En este momento, Cuthbert me estaba contando los acontecimientos de ayer.

Philip disimuló su decepción. No había sido una respuesta directa. Estudió el rostro de Waleran intentando leer en su mente. Desde luego, este tenía sus propios planes, pero Philip no podía adivinar cuáles eran.

Cuthbert, a quien Philip no había visto hasta entonces, sentado junto al fuego, mojando el pan cenceño en la cerveza para facilitar el trabajo a sus viejos dientes, relató de manera sucinta lo ocurrido en el capítulo del día anterior. Philip se agitaba inquieto, intentando adivinar las intenciones de Waleran. Probó de comer un bocado de pan pero le fue imposible tragarlo. Bebió un poco de cerveza aguada para ocupar en algo las manos.

—Así que —terminó diciendo Cuthbert—, nuestra única oportunidad residía en intentar comprobar las intenciones del obispo. Y afortunadamente Philip pensó que podía confiar en su buena relación contigo, así que te enviamos el mensaje.





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