Philip quedó enarbolando el cuchillo sobre el pescado y levantó la vista expectante.
—La regla establece que no hay cena para quienes llegan tarde —dijo el circuitor.
Philip suspiró; parecía como si ese día no hiciera nada bien.
Apartó el cuchillo. Entregó de nuevo la rebanada de pan y el pescado al sirviente, e inclinó la cabeza para escuchar la lectura.
Durante el periodo de descanso después de la cena, Philip se dirigió al almacén que había debajo de la cocina para hablar con Cuthbert Whitehead, el despensero. El almacén era una cueva oscura y grande con pilares cortos y gruesos y unas pequeñísimas ventanas. El ambiente era seco y rebosaba de los aromas de lo almacenado. Lúpulo y miel, manzanas viejas y hierbas secas, queso y vinagre. Al hermano Cuthbert solía encontrársele allí, porque su trabajo no le dejaba tiempo para los oficios, lo que respondía muy bien a sus inclinaciones. Era un individuo listo, con los pies bien firmes en la tierra y que sentía escaso interés por la vida espiritual. El despensero era la contrapartida material del sacristán. Cuthbert tenía que atender todas las necesidades materiales de los monjes, recogiendo los productos de las granjas y las alquerías del monasterio e ir al mercado a comprar lo que los monjes y sus empleados no podían producir por sí mismos. La tarea exigía una cuidadosa reflexión y cálculo.
Cuthbert no la llevaba a cabo solo. Milius, el cocinero, tenía a su cargo la preparación de las comidas y había un chambelán que se ocupaba de la indumentaria de los monjes. Ambos trabajaban a las órdenes de Cuthbert y había otros tres personajes que normalmente también estaban bajo su control, pero que gozaban de cierto grado de independencia: el maestre de invitados, el enfermero que se ocupaba de los monjes ancianos y enfermos en un edificio aparte, y el postulante. Incluso teniendo gente que trabajaba a sus órdenes, la tarea de Cuthbert era formidable, pese a ello lo llevaba todo en la cabeza, asegurando que era una vergüenza malgastar pergamino y tinta.
Philip sospechaba que Cuthbert no había llegado a aprender a leer y escribir lo suficiente. Cuthbert había tenido el pelo blanco desde su juventud, de ahí el sobrenombre de Whitehead (Cabeza blanca) pero en aquellos días había dejado atrás los sesenta y el único pelo que le quedaba crecía en abundantes mechones blancos de sus orejas y de las aletas de la nariz, como para compensar su calvicie. Como el propio Philip había sido despensero en su primer monasterio, comprendía bien los problemas de Cuthbert y simpatizaba con sus quejas. En consecuencia este sentía afecto por Philip. En aquellos momentos, sabedor de que Philip se había quedado sin cenar, Cuthbert cogió media docena de peras de un barril. Estaban algo arrugadas pero eran sabrosas y Philip se las comió agradecido, mientras Cuthbert rezongaba sobre las finanzas del monasterio.
—No alcanzo a comprender cómo es posible que el priorato esté endeudado —dijo Philip con la boca llena de fruta.
—No debería estarlo —aseguró Cuthbert—. Posee más tierras y cobra diezmos de más iglesias parroquiales que nunca.
—Entonces, ¿por qué no somos ricos?
—Ya conoces el sistema que tenemos aquí. En su mayor parte, las propiedades del monasterio están divididas entre los distintos cargos. El sacristán tiene sus tierras, yo tengo las mías y hay dotaciones de menor importancia para el maestro de invitados, el enfermero y el postulante. El resto pertenece al prior. Cada uno utiliza los ingresos de su propiedad para cubrir sus necesidades.
—¿Y qué tiene eso de malo?
—Bueno, habría que ocuparse de todas esas propiedades. Supongamos por ejemplo que tuviéramos algunas tierras y que las arrendáramos por una cantidad en metálico. No deberíamos limitarnos a entregárselas al mejor postor y cobrar el dinero. Deberíamos tratar de encontrar un buen arrendador y vigilarle para asegurarnos que trabaja bien la tierra. De lo contrario los pastos pueden quedar anegados y el suelo esquilmado hasta tal punto que el arrendador se encuentre imposibilitado de pagarnos el arriendo, así que nos devuelve las tierras en malas condiciones. O bien consideremos una alquería en la que trabajen nuestros empleados y la dirijan los monjes. Si nadie visita la alquería salvo para llevarse su producción, los monjes se vuelven perezosos y perversos, los empleados roban las cosechas y la granja produce cada vez menos a medida que pasan los años. Incluso una iglesia necesita que se ocupen de ella. No deberíamos limitarnos a coger los diezmos. Deberíamos poner un buen sacerdote que conozca el latín y que lleve una vida santa. De lo contrario la gente se sume en la impiedad, casándose, trayendo hijos al mundo y muriendo sin las bendiciones de la Iglesia y defraudando con sus diezmos.
—Los obedecedores deberían administrar su propiedad con cuidado —dijo Philip mientras daba fin a su última pera.
—Deberían, pero tienen otras cosas en la cabeza. En cualquier caso, ¿qué sabe de novicios de labranza un maestro? ¿Por qué un enfermero habrá de ser un competente administrador de propiedades? Claro que un prior enérgico les obligará a manejar prudentemente, hasta cierto punto, sus recursos. Pero durante trece años hemos tenido un prior débil y ahora no tenemos dinero para reparar la iglesia catedral, comemos pescado salado seis días a la semana, y nadie acude a la casa de invitados.
Philip saboreaba su vino sumido en triste silencio. Le resultaba difícil pensar fríamente ante semejante derroche de los bienes de Dios. Hubiera querido agarrar al responsable y sacudirle hasta que entrara en razón, pero en ese caso la persona responsable yacía en un ataúd, detrás del altar. Al menos eso hacía vislumbrar cierta esperanza.
—Pronto tendremos un nuevo prior —dijo Philip—. Él deberá enderezar las cosas.
Cuthbert le miró de manera especial.
—¿Remigius? ¿Enderezar las cosas?
Philip no estaba seguro de lo que Cuthbert quería decir.
—No será Remigius el nuevo prior, ¿verdad?
—Es lo más probable.
Philip quedó consternado.
—¡Pero si no es mejor que el prior James! ¿Por qué habrían de votarle los hermanos?
—Verás, los forasteros les inspiran recelos y por tanto no votan a nadie que no conozcan. Ello significa que ha de ser uno de nosotros. Remigius es sub-prior, el monje más antiguo aquí.
—Pero no hay regla alguna que establezca que hayamos de elegir al monje más antiguo —protestó Philip—. Puede ser otro de los obedecedores. Podrías ser tú.
Cuthbert asintió.
—Ya me lo han pedido. Me he negado.
—Pero ¿por qué?
—Me estoy haciendo viejo, Philip. Fracasaría en el trabajo que ahora tengo si no fuera porque estoy tan acostumbrado a él que puedo hacerlo de manera automática. Una mayor responsabilidad sería excesiva. Realmente no tengo energía suficiente para hacerme cargo de un monasterio en situación precaria y reformarlo. Al final no lo haría mucho mejor que Remigius.
Philip seguía sin poder creérselo.
—Están otros. El sacristán, el postulante, el maestro de novicios.
—El maestro de novicios es viejo y aún está más fatigado que yo. El maestro de invitados es glotón y borracho. Y el sacristán y el postulante se han comprometido a votar por Remigius. ¿El motivo? No lo sé, pero puedo suponerlo. Yo diría que Remigius ha prometido al sacristán hacerle sub-prior y al postulante sacristán, como recompensa por su apoyo.
Philip se dejó caer pesadamente hacia atrás sobre los sacos de harina en los que estaba sentado.
—Me estás diciendo que Remigius ya tiene conseguida la elección.
Cuthbert no contestó de inmediato. Se puso en pie y se dirigió al otro extremo del almacén, colocando en fila una bañera de madera llena de anguilas vivas, un balde de agua clara y un barril que contenía una tercera parte de salmuera.
—Ayúdame con esto —dijo. Sacó un cuchillo, cogió una anguila de la bañera y le golpeó la cabeza contra el suelo de piedra, para destriparla luego con el cuchillo. Alargó a Philip el pescado que aún se agitaba débilmente—. Límpialo en el balde y luego échalo al barril. Estas calmarán nuestro apetito durante la Cuaresma.
Philip limpió la anguila medio muerta lo mejor que supo y la echó en el agua salada.
Cuthbert destripó otra anguila.
—Hay otra posibilidad —dijo—. Un candidato que fuera un buen prior reformador y cuyo rango, aunque por debajo del sub-prior, fuera el mismo que el de sacristán o el de postulante.
Philip sumergió la anguila en el balde.
—¿Quién?
—Tú.
—¿Yo? —Philip quedó tan sorprendido que dejó caer la anguila al suelo. Técnicamente tenía el rango de obedecedor del priorato, pero nunca pensó en sí mismo como un igual del sacristán y los otros porque todos ellos eran mucho mayores que él—. Soy demasiado joven…
—Piénsalo —dijo Cuthbert—. Has pasado toda tu vida en monasterios. Fuiste despensero a los veintiún años. Durante cuatro o cinco años has sido prior de una pequeña institución… y la has reformado. Cualquiera podría ver que Dios ha puesto su mano sobre ti.
Philip recogió la anguila que se le había escapado y la echó en el barril de salmuera.
—La mano de Dios está sobre todos nosotros —dijo evasivo. En cierto modo se sentía aturdido por la sugerencia de Cuthbert. Quería para Kingsbridge un nuevo prior que fuera enérgico, pero nunca se le ocurrió pensar que él pudiera ocupar el puesto—. Bueno, es verdad que sería mejor prior que Remigius —reconoció pensativo.
Cuthbert parecía satisfecho.
—Si tienes un defecto, Philip, es la candidez.
Philip no se consideraba cándido en modo alguno.
—¿Qué quieres decir?
—Nunca se te ha ocurrido pensar que la gente obra impulsada por bajos motivos. La mayoría de nosotros sí que lo hacemos. Por ejemplo, todos en el monasterio dan por sentado que eres candidato y que has venido a pedir votos.
Philip estaba indignado.
—¿En qué se basan para decir eso?
—Intenta considerar tu comportamiento como haría una mente suspicaz y mezquina. Has llegado poco después de la muerte del prior James, como si tuvieras aquí a alguien que te hubiera enviado un mensaje secreto.
—Pero ¿cómo se imaginan que he organizado esto?
—No lo saben, pero creen que eres más listo que ellos. —Cuthbert empezó de nuevo a destripar anguilas—. Y date cuenta de cómo te has comportado hoy. En cuanto entraste en los establos ordenaste que los limpiaran. Luego te ocupaste de las payasadas durante la celebración de la misa mayor. Hablaste de trasladar al joven William Beauvis a otra casa, cuando todo el mundo sabe que el transferir monjes de una casa a otra es privilegio del prior. Criticaste de manera implícita a Remigius al llevar al hermano Paul una piedra caliente. Y finalmente trajiste a la cocina un queso delicioso, del que todos comimos un bocado después de la cena. Y aunque nadie dijera de dónde procedía, ninguno de nosotros podría confundir el sabor de un queso de St-John-in-the-Forest.
Philip se sentía extremadamente incómodo ante la idea de que sus acciones hubieran sido mal interpretadas.
—Son cosas que hubiera podido hacer cualquiera.
—Cualquier monje veterano hubiera podido hacer una de ellas. Pero nadie más que tú las hubiera hecho todas. ¡Llegaste y te hiciste cargo! Ya has empezado a reformar este lugar. Y, como es natural, los seguidores de Remigius están intentando hacerte retroceder. Esa es la razón de que el sacristán Andrew te reprendiera en el claustro.
—¡Así que era eso! Me preguntaba qué mosca le habría picado. —Philip enjuagó una anguila pensativo—. Y supongo que cuando el postulante me hizo renunciar a mi cena fue por la misma razón.
—Desde luego. Una forma de humillarte delante de los monjes. Y a propósito, creo que esas dos maniobras fueron contraproducentes para sus intenciones. Ninguna de las dos reprimendas estaba justificada y sin embargo, las aceptaste de buen grado. De hecho lograste parecer un verdadero santo.
—No lo hice intencionadamente.
—¡Tampoco los santos! Está sonando la campana para nonas. Más vale que me dejes a mí el resto de las anguilas. Después del oficio es la hora de estudio y se permiten las discusiones en el claustro. Un montón de hermanos querrán hablar contigo.
—¡No tan deprisa! —exclamó Philip preocupado—. El que la gente crea que quiero ser prior no significa que vaya a presentarme a la elección. —Se sentía desalentado ante la perspectiva de una lucha electoral y no del todo seguro de querer abandonar su bien organizada celda del bosque y hacerse cargo de los extraordinarios problemas del priorato de Kingsbridge—. Necesito tiempo para reflexionar —dijo suplicante.
—Lo sé. —Cuthbert se enderezó y miró de frente a Philip—. Mientras lo haces, recuerda por favor que el orgullo excesivo es un pecado corriente, pero que un hombre puede, con la misma facilidad, frustrar la voluntad de Dios por una excesiva humildad.
Philip asintió.
—Lo recordaré. Gracias.
Al salir del almacén se dirigió presuroso a los claustros. En su mente reinaba la confusión mientras se reunía con los demás monjes y entraba en procesión en la iglesia. Se dio cuenta de que la perspectiva de convertirse en prior de Kingsbridge le tenía muy inquieto.
Durante años se había sentido profundamente disgustado por la forma desastrosa en que era gobernado el priorato, y ahora él mismo tenía la oportunidad de enderezar las cosas. De repente no se sintió seguro de poder hacerlo. No era tan sólo una cuestión de ver lo que había de hacerse y ordenar que se hiciera. Se tenía que convencer a la gente que administrar las propiedades y encontrar dinero era una tarea para una cabeza clara. La responsabilidad era demasiado grande.
La iglesia le calmó como siempre le sucedía. Después de su mal comportamiento de aquella mañana los monjes se mantenían quietos y solemnes. Mientras escuchaba las frases familiares del oficio y murmuraba las respuestas como había hecho durante tantos años, se sintió capaz una vez más de pensar con claridad.
¿Quiero ser prior de Kingsbridge?, se preguntó. Y al instante le llegó la respuesta: ¡ Sí! Hacerse cargo de aquella iglesia en ruinas, repararla, pintarla de nuevo, y llenarla con los cantos de un centenar de monjes y las voces de millares de fieles diciendo el padrenuestro. Sólo por ello quería la dignidad. Luego estaban las propiedades del monasterio que habían de ser reorganizadas, dándoles nuevo impulso y haciéndolas de nuevo ricas y productivas. Quería ver una multitud de chiquillos aprendiendo a leer y a escribir en un rincón de los claustros. Quería que la casa de invitados resplandeciera de luz y calor de tal manera que acudieran a visitarles los barones y obispos, concediendo valiosos regalos al priorato antes de irse. Quería disponer de una habitación especial dedicada a biblioteca y llenarla con libros de sabiduría y belleza. Sí, quería ser prior de Kingsbridge.
¿Existen algunas otras razones?, se preguntó. Cuando me imagino como prior, introduciendo mejoras para la mayor gloria de Dios, ¿albergo orgullo en mi corazón?
Ah, sí.
No podía engañarse a sí mismo en el ambiente frío y sagrado de las iglesias. Su objetivo era la gloria de Dios, pero también le complacía la gloria de Philip. Le gustaba la idea de dar órdenes sin que nadie las rebatiera. Se veía a sí mismo tomando decisiones, dando consejo y aliento, dictando castigos y perdones como le pareciera justo. Se imaginaba a la gente diciendo: ¡Philip de Gwynedd reformó este lugar. Era un desastre hasta que él se hizo cargo y miradlo ahora!
Pero sería bueno, se dijo. Dios me ha dado inteligencia para administrar propiedades y habilidad para dirigir grupos de hombres. Ya lo he demostrado como despensero en Gwynedd y como prior en St-John-in-the-Forest. Y cuando dirijo un lugar los monjes se sienten felices. En mi priorato los ancianos no tienen sabañones y los jóvenes no se sienten frustrados por falta de trabajo. Me preocupo por la gente.
Por otra parte tanto Gwynedd como St-John-in-the-Forest resultan fáciles en comparación con el priorato de Kingsbridge. El monasterio de Gwynedd estaba bien dirigido. La celda en el bosque se encontraba en dificultades cuando él se hizo cargo pero era pequeña y fácil de manejar. Por el contrario, la reforma de Kingsbridge era un trabajo de titanes. Pasarían semanas antes de que se pudiera averiguar cuáles eran sus recursos, cuántas tierras y dónde estaban, y si tenían bosques, pastos, o trigales. Sería un trabajo de años establecer el control sobre todas las propiedades dispersas, averiguar lo que estaba mal y enderezarlo y aunarlo todo formando un conjunto próspero. Todo cuanto Philip había hecho en la celda del bosque había sido poner a trabajar duramente a una docena de hombres jóvenes en los campos y rezar solemnemente en la iglesia.
Muy bien, admitió Philip, mis motivos no son del todo puros y mi habilidad está en tela de juicio. Tal vez debiera negarme a participar. Al menos tendría la seguridad de evitar el pecado de orgullo. Pero ¿qué fue lo que dijo Cuthbert? «Un hombre puede frustrar con igual facilidad la voluntad de Dios mediante una excesiva humildad».
¿Qué quiere Dios?, se preguntó finalmente. ¿Quiere a Remigius? La capacidad de Remigius es inferior a la mía y sus motivos probablemente no serán más puros. ¿Hay otro candidato? De momento no. Hasta que Dios revele una tercera posibilidad debemos asumir que la elección está entre Remigius y yo. Es evidente que Remigius dirigirá el monasterio como lo ha venido haciendo mientras el prior James estuvo enfermo, lo que es como decir que se mostrará ocioso y negligente, y que dejará que continúe su decadencia. ¿Y yo? Estoy lleno de orgullo y todavía no se ha puesto a prueba mi talento, pero intentaré reformar el monasterio y lo lograré si Dios me da fuerzas.
Así que, muy bien, dijo a Dios tan pronto como terminó el oficio. Muy bien. Aceptaré la designación y lucharé con todas mis fuerzas para ganar la elección. Y si Tú no me quieres a mí por alguna razón que hayas preferido no revelarme, bueno, entonces sabrás de detenerme por todos los medios posibles.
Aunque Philip había pasado veintidós años en monasterios, sus priores habían gozado de larga vida y, por tanto, nunca tuvo ocasión de conocer unas elecciones. Se trataba de un acontecimiento único en la vida monástica ya que los hermanos no estaban obligados a la obediencia cuando votaban. De repente, todos eran iguales.
Hubo un tiempo, si las leyendas decían verdad, que los monjes habían sido iguales en todo. Un grupo de hombres habían decidido volver la espalda al mundo de la lujuria y construir un santuario en la soledad, donde poder vivir en adoración y negación de sí mismos.
Y se harían con un trecho de tierra yerma, limpiando el bosque y secando el pantano. Y cultivarían la tierra y construirían juntos su iglesia. En aquellos días fueron realmente como hermanos. El prior era, como daba a entender su título, tan sólo el primero entre iguales. Y juraron obediencia a la regla de san Benito, no a dignatarios monásticos. Pero todo cuanto quedaba ya de aquella democracia primitiva era la elección del prior y del abad.
Algunos monjes se sentían incómodos con su poder. Querían que se les dijera a quién habían de votar o sugerían que la decisión fuera delegada en un comité de monjes mayores. Otros abusaban del privilegio y se mostraban insolentes o pedían favores a cambio de su apoyo. La mayoría se mostraban sencillamente ansiosos por tomar la decisión acertada.
Aquella tarde Philip habló en los claustros con casi todos ellos, por separado o en pequeños grupos, y les dijo con toda franqueza que quería el puesto y que tenía la convicción de hacerlo mejor que Remigius pese a su juventud. Contestó a sus preguntas, que por lo general se referían a raciones de comida o bebida. Acababa cada conversación diciendo: Si cada uno de nosotros toma una decisión bien meditada y acompañada de la oración, Dios bendecirá sin la menor duda el resultado. Era una frase prudente, pero sobre todo él la decía con la más absoluta convicción.
—Estamos ganando —dijo el cocinero Milius a la mañana siguiente cuando él y Philip tomaban el desayuno de pan bazo y una pequeña cerveza mientras los pinches de cocina alimentaban los hogares.
Philip dio un mordisco al duro pan moreno y tomó un buen sorbo de cerveza para ablandarlo. Milius era un joven entusiasta y vivo de ingenio, protegido de Cuthbert y admirador de Philip. Tenía el pelo oscuro y liso y una cara pequeña de facciones regulares. Al igual que Cuthbert se sentía feliz sirviendo a Dios de manera práctica y faltaba a la mayoría de los servicios. A Philip su optimismo le pareció excesivo.
—¿Cómo has llegado a esa conclusión? —le preguntó escéptico.
—Todos los que en el monasterio están de parte de Cuthbert te apoyan, el chambelán, el enfermero, el maestro de novicios, yo mismo, porque sabemos que eres un buen proveedor y las provisiones constituyen el gran problema en el régimen actual. Muchos monjes votarán por ti por una razón similar. Creen que administrarás mejor las riquezas del priorato y que ello dará como resultado una mayor comodidad y una mejor comida.
Philip frunció el entrecejo.
—No quisiera que nadie se llamara a engaño. Mi primera preocupación será la reparación de la iglesia y mejorar los oficios. Tienen prioridad frente a la comida.
—Claro, claro. Y ellos lo saben —dijo Milius con cierto apresuramiento—. Ese es el motivo de que el maestro de invitados y uno o dos de los otros sigan pensando en votar a Remigius. Prefieren un régimen de inactividad y una vida tranquila. Los demás que le apoyan son todos seguidores suyos que esperan disfrutar de privilegios especiales cuando él esté al frente: el sacristán, el postulante, el tesorero y así sucesivamente. El cantor es amigo del sacristán, pero creo que podríamos ganarlo para nosotros, sobre todo si le prometes nombrar un bibliotecario.
Philip asintió. El cantor tenía a su cargo la música y estaba convencido de que no le competía a él ocuparse de los libros además de todas sus obligaciones.
—En todo caso es una buena idea —dijo Philip—. Necesitamos un bibliotecario para que forme nuestra propia colección de libros.
Milius se levantó del taburete y empezó a afilar un cuchillo de cocina. Rebosaba energía y siempre tenía que estar haciendo algo con las manos, precisó Philip.
—Hay cuarenta y cuatro monjes con derecho a voto —dijo Milius. Habían sido cuarenta y cinco pero uno de ellos acababa de morir—. Calculo que dieciocho están a favor nuestro y diez con Remigius. Los dieciséis restantes están indecisos. Necesitamos veintitrés para alcanzar la mayoría. Ello significa que habrás de ganarte cinco indecisos.
—Planteado de esa manera parece fácil —dijo Philip—. ¿De cuánto tiempo disponemos?
—No lo sé. Los hermanos convocan la elección pero si lo hacemos demasiado pronto el obispo puede negarse a confirmar al que hayamos elegido. Y si la retrasamos demasiado puede ordenarnos que la convoquemos. También tiene derecho a nombrar un candidato. En estos momentos es posible que ni siquiera esté enterado de que el prior ha muerto.
—Entonces puede pasar mucho tiempo.
—Sí. Y tan pronto como estemos seguros de alcanzar la mayoría, deberás volver a tu celda y quedarte allí hasta que todo haya terminado.
—¿Por qué? —Philip estaba desconcertado ante aquella propuesta.
—La familiaridad engendra desprestigio. —Milius agitó con entusiasmo el cuchillo recién afilado—. Perdóname si parezco irrespetuoso pero fuiste tú quien preguntó. En este momento te rodea un aura. Eres una figura lejana, santificada, especialmente para nosotros, los monjes más jóvenes. Hiciste un milagro con esa pequeña celda, reformándola y convirtiéndola en autosuficiente. Eres un ordenancista duro pero alimentas bien a tus monjes. Eres un líder nato pero puedes inclinar la cabeza y aceptar una reprimenda como el más joven de los novicios. Conoces las Escrituras y haces el mejor queso del país.
—Y tú exageras.
—No demasiado.
—No creo que la gente piense así de mí…, no es natural.
—Claro que no lo es. —Milius mostró su asentimiento con otro leve encogimiento de hombros—. Y no durará en cuanto lleguen a conocerte. Si te quedaras aquí perderías esa aura. Te verían hurgarte los dientes y rascarte el trasero, te oirían roncar y echarte cuescos, descubrirían cómo eres cuando estás de mal humor, han herido tu orgullo o te duele la cabeza. No queremos que eso suceda. Déjales que vean a Remigius cometer errores y chapucerías un día tras otro, mientras que tu imagen permanece radiante y perfecta en sus mentes.
—Esto no me gusta —dijo Philip con tono preocupado—. Parece falso.
—No hay nada deshonesto en ello —protestó Milius—. Es el reflejo auténtico de lo bien que servirías a Dios y al monasterio si fueras prior y lo detestable que sería el gobierno de Remigius.
Philip sacudió la cabeza.
—Me niego a parecer un ángel. Muy bien, no me quedaré aquí; en cualquier caso he de volver al bosque. Pero hemos de ser sinceros con los hermanos. Les estamos pidiendo que elijan a un hombre falible e imperfecto que necesitará de su ayuda y sus oraciones.
—¡Diles eso! —exclamó con entusiasmo Milius—. Es perfecto, les encantará.
Es incorregible, pensó Philip. Cambió de tema.
—¿Cuál es tu impresión sobre los indecisos, los hermanos que todavía no tienen decidido el voto?
—Son conservadores —afirmó Milius sin vacilar—. Ven en Remigius el hombre de más edad, el que introducirá menos cambios y cuyas decisiones son predecibles. El hombre que en estos momentos está eficazmente al frente.
Philip asintió.