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Capítulo Dieciséis 20




¿Habéis comido hoy? le preguntó.

Tom tragó saliva. Se sentía tan feliz que casi se le saltaban las lágrimas.

No, no hemos comido.

Os llevaré a la cocina.

Siguieron ansiosos al mayordomo que atravesó el salón y cruzó el puente hasta el recinto inferior. La cocina era un gran edificio de madera con rodapié de piedra. Matthew les dijo que esperaran fuera. Había un delicioso aroma en el aire; debían estar haciendo pastas. Tom sintió el ruido que le hacían las tripas y la boca se le hizo agua hasta el punto de que casi le dolía. Al cabo de un momento Matthew salió con una gran jarra de cerveza y se la dio a Tom.

Dentro de un momento os traerán pan y bacón frío dijo, alejándose seguidamente.

Tom bebió un sorbo de cerveza y le pasó la jarra a Ellen. Ella dio un poco a Martha y luego se la pasó a Jack. Alfred trató de agarrarla antes de que Jack pudiera beber, pero este dio media vuelta manteniendo la jarra fuera del alcance de Alfred. Tom no quería otra riña entre los niños, sobre todo cuando al final parecía que las cosas iban bien. Estaba a punto de intervenir, quebrantando así su propia regla de no interferir en las peleas infantiles, cuando Jack se volvió de nuevo y entregó sumiso la jarra a Alfred.

Alfred se la llevó a la boca y empezó a beber. Tom sólo había tomado un sorbo, pensando que la jarra llegaría de nuevo a él después de que todos hubieran bebido, pero Alfred parecía dispuesto a apurarla. Mientras empinaba la jarra para beber hasta la última gota, algo parecido a un pequeño animal le cayó en la cara. Alfred lanzó un grito asustado y dejó caer la jarra. Se quitó de la cara aquella cosa emplumada y retrocedió de un salto.

¿Qué es esto? chilló. Aquella cosa cayó al suelo. Se la quedó mirando, lívido y temblando de asco. Todos la miraron. Era el chochin muerto.

Tom se encontró con la mirada de Ellen y ambos la dirigieron a Jack. Este había cogido la jarra que le había dado Ellen y por un instante se había vuelto de espaldas, como intentando evitar a Alfred. Seguidamente había entregado la jarra a este con evidente buena voluntad

En aquellos momentos permanecía en pie quieto, mirando al horrorizado Alfred con una leve sonrisa satisfecha en su inteligente y juvenil rostro aunque de expresión madura. Jack sabía que le harían pagar aquello. Como quiera que fuese, Alfred se tomaría venganza. Cuando los demás no le vieran, Alfred tal vez le daría un puñetazo en el estómago. Ese era su golpe favorito, porque eran de los que más dolían, sin dejar señales. Jack había visto varias veces cómo se lo hacía a Martha.

Pero merecía la pena un puñetazo en el estómago sólo por ver reflejados en la cara de Alfred el sobresalto y el miedo al caerle de la cerveza el pájaro muerto.

Alfred aborrecía a Jack, y eso constituía una nueva experiencia para él. Su madre siempre le había querido y los demás no albergaban sentimiento alguno hacia él. No existía un motivo aparente para la hostilidad de Alfred. Parecía tener el mismo sentimiento que con respecto a Martha. Siempre estaba pellizcándola, tirándole del pelo y poniéndole la zancadilla, y aprovechaba cualquier oportunidad para estropear algo a lo que ella tuviera cariño. La madre de Jack se daba cuenta de lo que ocurría y lo encontraba aborrecible, pero el padre de Alfred parecía pensar que todo estaba bien aunque fuera un hombre afectuoso y quisiera mucho a Martha. Todo aquello resultaba desconcertante sin dejar de ser fascinante.

Todo era fascinante. Jack nunca había pasado una época tan excitante en toda su vida. A pesar de Alfred, a pesar de estar hambriento casi todo el tiempo, a pesar de estar dolido porque su madre prestaba más atención a Tom que a él, Jack estaba hechizado ante la constante sucesión de hechos extraños y de nuevas experiencias.

Había oído hablar de castillos. Durante los largos atardeceres de invierno en el bosque, su madre le había enseñado a recitar chansons, poemas narrativos en francés sobre caballeros y magos, casi todos de millares de líneas. Y en esas historias los castillos aparecían como lugares de refugio y novelescos. Al no haber visto jamás un castillo, se imaginaba que sería una versión algo más grande que la cueva en que vivía. El verdadero castillo resultaba asombroso. Era tan grande, con tanta gente, con tantos edificios, todos ellos ocupados herrando caballos, sacando agua, dando de comer a las gallinas, cociendo pan y llevando cosas de un lado a otro, siempre llevando cosas, paja para los suelos, leña para los hogares, sacos de harina, fardos de tela, armas, sillas de montar y cotas de malla. Tom le había dicho que el foso y la muralla no formaban parte natural del paisaje, sino que en realidad los habían cavado y construido docenas de hombres trabajando juntos. Jack no desconfiaba de la palabra de Tom, pero le resultaba imposible imaginar cómo pudieron hacerlo.

Al anochecer, cuando se hizo demasiado oscuro para trabajar, toda aquella gente afanosa convergió en el gran salón de la torre del homenaje. Se encendieron velas de junco, se alimentó el fuego de las hogueras y todos los perros acudieron para resguardarse del frío. Algunos hombres y mujeres cogieron tablas y caballetes de un montón apilado en un lado del salón e instalaron mesas formando una T, colocando luego sillas en la cabecera y bancos a cada lado de la parte central. Jack nunca había visto a tantas personas trabajando juntas y quedó asombrado ante lo mucho que disfrutaban. Sonreían y reían mientras levantaban pesadas tablas exclamando ¡ Arriba! y ¡ Para mí, para mí!, ¡ Ahora, bajadla con cuidado! Jack envidiaba aquella camaradería y se preguntaba si algún día podría compartirla. Al cabo de un rato todo el mundo se sentó en los bancos. Uno de los sirvientes del castillo fue repartiendo grandes boles y cucharas de madera, contando en voz alta a medida que los entregaba. Luego hizo de nuevo el recorrido poniendo una gruesa rebanada de pan moreno y duro en el fondo de cada bol. Otro de los sirvientes llevó tazas de madera llenándolas de cerveza de una serie de grandes jarros. Jack, Martha y Alfred estaban sentados juntos en la parte final de la T, y cada uno de ellos recibió una taza de cerveza, por lo que no hubo motivo de pelea. Jack cogió su taza y se disponía a beber, pero su madre le dijo que esperara un momento.

Una vez escanciada la cerveza, se hizo el silencio en el salón. Jack esperaba, fascinado como siempre, a ver qué iba a ocurrir. Al cabo de un momento apareció el conde Bartholomew en el rellano de la escalera que bajaba desde su dormitorio. Descendió al salón seguido de Matthew Steward, tres o cuatro hombres bien vestidos, un muchacho y la criatura más bella que Jack jamás había visto.

No estaba seguro de si era una muchacha o una mujer. Iba vestida de blanco y su túnica tenía unas asombrosas mangas acampanadas que se arrastraban por el suelo mientras ella se deslizaba por la escalera. Su pelo era una masa de bucles oscuros enmarcándole la cara y tenía unos ojos oscuros, muy oscuros. Jack comprendió que eso era a lo que se referían las chansons cuando hablaban de una hermosa princesa de un castillo. No era de extrañar que todos los caballeros lloraran cuando la princesa moría.

Cuando hubo bajado la escalera, Jack se dio cuenta de que era muy joven, tan sólo unos años mayor que él, pero mantenía la cabeza erguida y se dirigió a la cabecera de la mesa como una reina. Tomó asiento junto al conde Bartholomew.

¿Quién es? susurró Jack.

Debe ser la hija del conde repuso Martha.

¿Cómo se llama?

Martha se encogió de hombros.

Se llama Aliena dijo a Jack una muchacha sentada a su lado con la cara sucia. Es maravillosa.

El conde levantó su copa por Aliena, luego paseó lentamente la mirada alrededor de la mesa y bebió. Fue la señal que todo el mundo estaba esperando. Todos le imitaron, alzando sus copas antes de beber.

La cena fue llevada en calderas inmensas y humeantes. Se sirvió primero al conde, luego a su hija, y después al muchacho y a los hombres que se sentaban con ellos en la cabecera de la mesa. Luego cada uno se fue sirviendo. Era pescado en salazón y un sabroso estofado bien condimentado. Jack llenó su bol y se lo comió todo, y luego siguió con la rebanada de pan que había en el fondo del bol, bien empapada por la salsa. Entre bocado y bocado contemplaba a Aliena, encandilado por todo cuanto ella hacía, desde la delicada manera que tenía de ensartar trocitos de pescado con la punta de su cuchillo y cogerlos delicadamente entre sus blancos dientes hasta la voz autoritaria con que llamaba a los sirvientes y les daba órdenes.

Todos parecían quererla. Acudían rápidamente cuando ella llamaba, sonreían cuando les hablaba y corrían presurosos a cumplir sus deseos. Jack observó que los jóvenes sentados a la mesa la miraban mucho y que algunos se pavoneaban cuando creían que miraba en su dirección. Pero ella parecía preocupada sobre todo de los hombres mayores sentados con su padre, asegurándose de que tuvieran pan y vino suficiente, haciéndoles preguntas y escuchando atenta sus respuestas. Jack se preguntaba cómo sería el que una bella princesa te hablara y luego te mirara con esos inmensos ojos oscuros mientras uno contestaba.

Después de la cena hubo música. Dos hombres y una mujer tocaron canciones con esquilas de ovejas, un tambor y gaitas hechas con huesos de animales y aves. El conde cerró los ojos y pareció sumido en la música, pero a Jack no le gustaron las canciones obsesivas y melancólicas que tocaban. Hubiera preferido las canciones alegres que cantaba su madre. La gente que estaba en el salón parecía pensar lo mismo porque todos se movían y agitaban, y cuando la música terminó se produjo una sensación general de alivio.

Jack había esperado ver más de cerca a Aliena, pero ante su decepción esta salió del salón una vez hubo terminado la música y subió la escalera. Pensó que debía tener su propio dormitorio en el piso superior.

Los niños y algunos mayores jugaron al ajedrez o a las tablas reales para pasar la velada, y los más laboriosos hacían cinturones, gorras, calcetines, guantes, boles, silbatos, dados, palas y látigos. Jack jugó varias partidas de ajedrez y las ganó todas. Pero un hombre de armas se enfadó de que le ganara un niño, y entonces la madre de Jack le dijo que dejara de jugar; empezó a vagar por el salón escuchando las diferentes conversaciones. Descubrió que algunas personas hablaban con mucho sentido sobre los campos o los animales, o sobre obispos y reyes, mientras que otras sólo bromeaban, fanfarroneaban y contaban historias divertidas. Todas le parecieron fascinantes. Finalmente se consumieron las velas de junco, el conde se retiró y las otras sesenta o setenta personas se envolvieron bien en sus capas y se dispusieron a dormir sobre el suelo cubierto de paja.

Como de costumbre, su madre y Tom yacían juntos bajo la gran capa de este y ella le abrazaba como hacía con Jack cuando era pequeño. Les observaba con envidia, podía oírles cuchichear y a su madre reír en tono bajo e íntimo. Al cabo de un rato sus cuerpos empezaban a moverse rítmicamente bajo la capa. La primera vez que les vio hacer aquello, Jack se sintió terriblemente preocupado, pensando que aquello debía doler. Pero se besaban mientras lo hacían aunque a veces su madre gimiera, pero se dio cuenta de que eran gemidos de placer. Se sentía reacio a preguntar a su madre sobre aquello, aunque sin saber bien por qué. Sin embargo en aquellos momentos en que los fuegos ardían más bajos vio a otra pareja que hacía lo mismo, y llegó a la conclusión de que debía ser algo normal. No era más que otro misterio, se dijo, y poco después se quedó dormido.

Por la mañana despertaron a los niños muy temprano, pero el desayuno no podía servirse hasta que se hubiera dicho la misa, y la misa no podía decirse hasta que el conde se levantara, de manera que tenían que esperar. Un sirviente madrugador les ordenó que recogieran leña para todo el día. Los adultos empezaron a despertarse con el aire frío de la mañana que entraba por la puerta. Cuando los niños hubieron terminado de recoger leña suficiente, se encontraron con Aliena.

Bajaba las escaleras como había hecho la noche anterior, pero tenía un aspecto muy diferente. Llevaba recogidos detrás sus abundantes bucles con una cinta, descubriendo la línea armoniosa de su mandíbula, las orejas pequeñas y el cuello blanco. Sus inmensos ojos oscuros, que la noche anterior parecieran graves y de mirada adulta, en aquellos momentos chispeaban divertidos y sonreía. La seguía el muchacho que la noche anterior se había sentado con ella y el conde a la cabecera de la mesa; parecía uno o dos años mayor que Jack, pero no estaba tan desarrollado como Alfred. Miró con curiosidad a Jack, Martha y Alfred, pero fue ella quien habló.

¿Quiénes sois? preguntó.

Fue Alfred quien contestó.

Mi padre es el cantero que va a hacer las reparaciones en el castillo. Yo soy Alfred. Mi hermana se llama Martha y este es Jack.

Cuando ella se acercó más, Jack se dio cuenta de que olía a espliego, lo que le dejó desconcertado. ¿Cómo podía una persona oler a flores?

¿Qué edad tienes? preguntó a Alfred.

Catorce años. Jack se dio cuenta de que también Alfred estaba enormemente impresionado. Al cabo de un momento este preguntó a bocajarro.

Y tú, ¿qué edad tienes?

Quince años. ¿Queréis algo de comer?

Sí.

Venid conmigo.

Todos salieron del salón detrás de ella, y bajaron los escalones.

Pero es que no sirven el desayuno antes de la misa

Hacen lo que yo les digo repuso Aliena con un movimiento altivo de cabeza.

Les condujo a través del puente hasta el recinto inferior y entró en la cocina, después de decirles que esperaran fuera. Martha dijo a Jack con un susurro:

¿Verdad que es bonita?

Él asintió en silencio. Al cabo de unos momentos salió Aliena con una jarra de cerveza y una hogaza de pan de trigo. Dividió el pan en pedazos repartiéndolos entre ellos y luego pasó la jarra en derredor.

¿Dónde está vuestra madre? preguntó Martha tímidamente al cabo de un rato.

Mi madre ha muerto contestó Aliena rápidamente.

¿No estás triste? preguntó de nuevo Martha.

Lo estuve, pero eso fue hace ya mucho tiempo. Con un movimiento de cabeza indicó al muchacho que estaba junto a ella. Richard ni siquiera puede recordarla.

Jack llegó a la conclusión de que Richard debía ser su hermano.

Mi madre también ha muerto dijo Martha, y los ojos se le llenaron de lágrimas.

¿Cuándo murió? preguntó Aliena.

La semana pasada.

Jack se dio cuenta de que Aliena no parecía demasiado impresionada por las lágrimas de Martha. A menos que se mostrase insensible para disimular su pena.

¿Quién es entonces esa mujer que va con vosotros? preguntó bravamente Aliena.

Es mi madre intervino Jack. Estaba impaciente de poder decirle algo.

Aliena se volvió hacia él como si le viera por vez primera.

¿Y dónde está tu padre?

No tengo dijo. Le excitaba el simple hecho de que ella le mirara.

¿También ha muerto?

No dijo Jack. Nunca he tenido padre.

Quedó por un momento el silencio y luego Aliena, Richard y Alfred se echaron a reír. Jack se quedó asombrado y les miró confundido. Pero a medida que aumentaba la risa empezó a sentirse mortificado. ¿Qué había de divertido en que nunca hubiera tenido padre? Incluso Martha sonreía olvidadas ya sus lágrimas.

Entonces, si no tienes padre ¿de dónde has venido? le preguntó Alfred con tono de mofa.

De mi madre, todos los niños vienen de sus madres dijo Jack perplejo. ¿Qué tienen que ver los padres con eso?

Arreciaron las risas; Richard daba saltos muerto de risa señalando con dedo burlón a Jack.

No sabe una palabra de nada; lo encontramos en el bosque dijo Alfred a Aliena.

A Jack le ardían las mejillas de vergüenza. Se había sentido tan feliz de estar hablando con Aliena y ahora ella le creía un completo estúpido, un ignorante del bosque. Y lo peor de todo era que aún no sabía qué había dicho de malo; sentía necesidad de llorar, lo que todavía empeoraba las cosas. El pan se le atragantó y le fue imposible tragar. Miró a Aliena, animada su bonita cara por una sonrisa divertida y no pudo soportarlo. Arrojó el pan al suelo y se alejó. Sin importarle a dónde iba, caminó hasta llegar al terraplén de la muralla del castillo, y subió por la empinada cuesta hacia arriba. Allí se sentó sobre la tierra fría con la mirada perdida en la lejanía sintiendo lástima de sí mismo y aborrecimiento hacia Alfred y Richard, e incluso hacia Martha y Aliena. Llegó a la conclusión de que las princesas no tenían corazón.

Sonó la campana llamando a misa. Los oficios divinos eran también un misterio para él. Los sacerdotes, en una lengua que no era la inglesa ni la francesa, cantaban y hablaban a esculturas, pinturas e incluso a seres completamente invisibles. La madre de Jack evitaba asistir a los oficios siempre que podía. Mientras los habitantes del castillo se dirigían a la capilla, Jack se escabulló por la parte superior de la muralla y se sentó lejos de la vista en la parte más alejada.

El castillo estaba rodeado de campos llanos y yermos con bosques a lo lejos. Dos visitantes madrugadores estaban atravesando el nivel inferior en dirección al castillo. El cielo aparecía cubierto por una inmensa nube, baja y grisácea. Jack se preguntó si no iría a nevar.

Ante Jack aparecieron otros dos visitantes madrugadores. Estos iban a caballo. Cabalgaron rápidos hacia el castillo, dejando rezagada a la primera pareja. Atravesaron el puente de madera en dirección a la casa de guardia. Los cuatro visitantes habrían de esperar hasta que terminara la misa antes de poder ocuparse de los asuntos que les habían llevado hasta allí, cualquiera que fuese su naturaleza, porque todo el mundo asistía a los oficios divinos, salvo los centinelas de guardia.

De repente, le sobresaltó una voz junto a él.

Así que estás aquí. Era su madre, se volvió hacia ella, que inmediatamente se dio cuenta de que algo le había alterado. ¿Qué pasa?

Quería que ella le consolara, pero endureció el ánimo.

¿He tenido alguna vez un padre? preguntó.

Sí repuso Ellen. Todo el mundo tiene padre.

Se arrodilló junto a él.

Jack volvió la cara. Era ella quien tenía la culpa de la humillación que había sufrido por no haberle hablado de su padre.

¿Qué fue de él?

Murió.

¿Cuando yo era pequeño?

Antes de que nacieras.

¿Cómo pudo ser mi padre si murió antes de que yo naciera?

Los bebés nacen de una semilla. Esa semilla sale de la polla de un hombre que la planta en el coño de una mujer. La semilla crece en su vientre hasta convertirse en un bebé, y cuando ya está preparado sale.

Jack permaneció callado un momento, digiriendo aquella información. Sospechó que aquello estaba relacionado con lo que hacían por la noche.

¿Va a plantar Tom una semilla en ti? preguntó.

Tal vez.

Entonces tendrás un nuevo bebé.

Ella asintió.

Un hermano para ti. ¿No te gustaría?

No me importa dijo él. Tom ya te ha alejado de mí. Un hermano no será diferente.

Ellen le pasó un brazo por los hombros abrazándole.

Nadie me alejará jamás de ti dijo Ellen.

Aquello le hizo sentirse algo mejor.

Permanecieron un rato sentados allí.

Aquí hace frío. Entremos a sentarnos junto al fuego hasta la hora del desayuno dijo Ellen finalmente.

Jack asintió. Volvieron por la muralla del castillo y bajaron corriendo el terraplén hasta el recinto. No había rastro de los cuatro visitantes. Tal vez hubieran entrado en la capilla.

¿Cómo se llamaba mi padre? preguntó Jack mientras atravesaba con su madre el puente que conducía al recinto superior.

Jack, igual que tú dijo ella. Le llamaban Jack Shareburg.

De manera que si hay otro Jack puedo decir a la gente que soy Jack Jackson (Jack, hijo de Jack).

Claro que puedes decirlo. La gente no siempre te llamará como tú quieras, pero puedes intentarlo.

Jack asintió. Se sentía mejor. Pensaría en sí mismo como Jack Jackson. Ahora ya no estaba avergonzado. Al menos, estaba enterado de lo de los padres y también sabía el nombre del suyo. Jack Shareburg.

Llegaron a la casa de los centinelas del recinto superior. No había nadie. La madre de Jack se detuvo con el ceño fruncido.

Tengo la extraña sensación de que está pasando algo extraño dijo. El tono de su voz era tranquilo y natural, pero había un atisbo de miedo que dejó frío a Jack, que tuvo la premonición de un desastre.

Su madre entró en la pequeña garita en la base de la casa de guardia. Un momento después oyó su exclamación entrecortada.

Entró detrás de ella. Se la veía terriblemente sobresaltada, con la mano en la boca y mirando al suelo.

El centinela yacía boca arriba, con los brazos caídos a los costados. Tenía un tajo en la garganta, había un charco de sangre en el suelo, junto a él, y ni que decir tiene que estaba muerto.

William Hamleigh y su padre se pusieron en marcha en plena noche, con casi un centenar de caballeros y hombres de armas a caballo, y madre en la retaguardia. Aquel ejército alumbrado con antorchas, las caras prácticamente ocultas contra el helado aire nocturno, debió aterrar a los habitantes de las aldeas que atravesaron con gran estruendo de camino hacia Earlcastle. Llegaron a la bifurcación cuando todavía era noche cerrada. A partir de allí llevaron sus caballos al paso para darles un descanso y apagar lo más posible el ruido.

Cuando ya empezaba a romper el alba se ocultaron en los bosques, detrás de los campos que se extendían delante del castillo del conde Bartholomew.

En realidad William no había contado el número de hombres de armas que había visto en el castillo, omisión por la que madre le había vituperado despiadadamente aunque tal como intentó disculparse él, muchos de los hombres que había visto estaban esperando a ser enviados con mensajes y era posible que hubieran llegado otros después de la partida de William, por lo que un recuento hubiera resultado inútil. Pero mejor un recuento que nada, alegó padre. No obstante calculó que había visto a unos cuarenta hombres. De manera que si no había habido grandes cambios en las pocas horas transcurridas, los Hamleigh tendrían una ventaja superior a dos por uno.

Ya se encontraban lo bastante cerca para un asedio al castillo. Sin embargo habían concebido un plan para tomarlo sin necesidad de asediarlo. El problema residía en que el ejército atacante sería visto desde las atalayas y el castillo quedaría cerrado mucho antes de que ellos llegaran. Lo que interesaba era encontrar una manera de que el castillo se mantuviera abierto durante el tiempo que necesitara el ejército para llegar hasta él desde el lugar donde se ocultaban en los bosques.

Como era de rigor, fue madre quien solucionó el problema.

Necesitamos algo que les mantenga ocupados dijo rascándose un divieso en la barbilla. Algo que siembre el pánico entre ellos de manera que no descubran a nuestras fuerzas hasta que sea demasiado tarde. Por ejemplo, un fuego.

Si llega un forastero y prende fuego les alertará de todas maneras dijo padre.

Puede hacerse con sigilo, sin que nadie se entere dijo William.

Claro que puede hacerse dijo madre impaciente. Habrás de hacerlo mientras están en misa.

¿Yo? exclamó William.

Había sido designado para encabezar la avanzadilla.

El cielo matinal iba aclarándose con tremenda lentitud. William estaba nervioso e impaciente. Durante la noche él, madre y padre habían ido mejorando la idea básica, pero todavía había muchas cosas que podían salir mal: que la avanzadilla no pudiera introducirse en el castillo por alguna razón, o que les vigilaran con recelo impidiéndoles actuar bajo mano. O también podían pillarles antes de que hubieran logrado algo. Incluso si el plan daba resultado, siempre habría que luchar y sería la primera batalla real en la que interviniera William. Habría hombres heridos y muertos y William podía ser uno de los desafortunados. Sintió un hormigueo de miedo en el estómago.

Aliena estaría allí y sabría si eran derrotados. Pero también podría llegar a ver su triunfo. Se imaginaba irrumpiendo en el dormitorio de ella blandiendo una espada ensangrentada. Entonces desearía no haberse reído de él.

Desde el castillo les llegó el toque de campana llamando a misa.

William hizo un ademán con la cabeza y dos hombres salieron del grupo y empezaron a caminar a través de los campos en dirección al castillo. Eran Raymond y Rannulf, dos hombres musculosos, de rostro duro, algunos años mayores que William, quien los había elegido personalmente. Su padre dirigía el asalto decisivo.

William siguió con la mirada a Raymond y Rannulf, que atravesaban los campos cubiertos de escarcha. Antes de que llegaran al castillo, William miró a Walter y espoleó a su caballo. Ambos atravesaron los campos al trote. Los centinelas en las almenas verían a dos parejas de hombres, unos a pie y los otros a caballo, acercándose al castillo, cada uno por su lado, a primera hora de la mañana. Era algo natural.

La sincronización de William era buena. A unas cien yardas del castillo él y Walter dejaron atrás a Raymond y Rannulf. Al llegar al puente desmontaron. William sintió que el corazón se le subía a la garganta. Si fracasaba en aquello, todo el ataque se vendría abajo. En la puerta había dos centinelas. William tenía la sospecha de pesadilla de que iban a caer en una emboscada y que una docena de hombres de armas saldrían de estampida de su escondrijo y le destrozarían. Los centinelas parecían estar alerta aunque no inquietos. No llevaban armaduras. William y Walter vestían cotas de malla debajo de sus capas.





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