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Capítulo Dieciséis 18




Gracias dijo ella.

Matthew se alejó.

Un tonto afeminado dijo William.

¿Por qué has sido tan grosero con él? preguntó Aliena.

No permito que los sirvientes me llamen joven William. Aquella no era la mejor manera de empezar a cortejar a una dama. Tenía que mostrarse seductor. Si fueras mi mujer mis sirvientes te llamarían Lady.

¿Has venido para hablar de matrimonio? preguntó Aliena, y a William le pareció descubrir una nota de incredulidad en su voz.

Tú no me conoces dijo William con tono de protesta. Se dio cuenta desolado de que aquella conversación se le escapaba de las manos. Había planeado una pequeña charla antes de entrar en materia, pero Aliena se mostró tan directa y franca que hubo de lanzar su mensaje sin ambages. Me has juzgado mal. No sé lo que hice la última vez que nos vimos para llegar a desagradarte tanto. Pero fueran cuales fuesen tus motivos, te precipitaste demasiado.

Aliena desvió la mirada reflexionando sobre su contestación. William vio detrás de ella al caballero y al hombre de armas que bajaban las escaleras y salían por la puerta con actitud resuelta. Un momento después un hombre con indumentaria clerical, probablemente secretario del conde, apareció arriba e hizo una seña. Dos de los caballeros se levantaron y subieron. Uno era Ralph de Lyme, ondeante el forro rojo de su capa, y otro hombre calvo de más edad. Era evidente que todos aquellos hombres esperaban en el salón para ver al conde en su cámara, de uno en uno y por parejas. ¿Por qué?

¿Al cabo de todo este tiempo? estaba diciendo Aliena. Contenía alguna emoción. Tal vez fuera enfado, pero William tenía la desagradable sensación de que era risa. ¿Después de tanta preocupación, de tanta rabia, de tanto escándalo, precisamente cuando al fin todo se está olvidando, ahora me dices que me he equivocado?

William se dio cuenta de que tal como lo presentaba ella no parecía plausible.

No está olvidado ni mucho menos. La gente todavía habla de ello. Mi madre aún está furiosa y mi padre no puede ir con la cabeza alta en público dijo enojado. Para nosotros no está olvidado.

Para vosotros todo es cuestión del honor de la familia, ¿no?

Su voz tenía una inflexión peligrosa, pero William hizo caso omiso. Acababa de darse cuenta de lo que el conde estaba haciendo con todos aquellos caballeros y hombres de armas. Estaba despachando mensajes.

¿El honor de la familia? Sí dijo sin pensarlo.

Sé que tendría que pensar en el honor, en las alianzas entre familias y todo eso dijo Aliena. Pero en el matrimonio eso no lo es todo reflexionó un momento y luego tomó una decisión. Tal vez debiera hablarte de mi madre. Aborrecía a mi padre. Mi padre no es malo, en realidad es un gran hombre y yo le quiero, pero es espantosamente solemne y estricto, y jamás comprendió a mi madre. Ella era una persona feliz y alegre, que le gustaba reír y contar historias y tener música, y mi padre la hizo desgraciada. William se dio cuenta de que Aliena tenía los ojos llenos de lágrimas, aunque su atención estaba centrada en los mensajes. Por eso murió, porque no la dejaba ser feliz. Lo sé. Y él también lo sabe, ¿comprendes? Por eso prometió que nunca permitiría que me casara con alguien que no me gustara. ¿Comprendes ahora?

Esos mensajes son órdenes, pensaba William. Órdenes para los amigos y aliados del conde Bartholomew, advirtiéndoles de que estén preparados para luchar. Y los mensajeros son pruebas.

Se dio cuenta de que Aliena le estaba mirando.

¿Casarte con alguien que no te guste? dijo, repitiendo como un eco las palabras de ella. ¿No te gusto?

No me estabas escuchando dijo ella brillándole los ojos por la ira. Eres tan egocéntrico que no puedes pensar por un solo momento en los sentimientos de otros. ¿Qué hiciste la última vez que viniste aquí? Hablaste sin cesar de ti y no me hiciste una sola pregunta.

Su voz fue subiendo de tono hasta convertirse casi en gritos y cuando calló, William se dio cuenta de que los hombres que se encontraban al otro extremo del salón guardaban silencio y escuchaban. Se sintió violento.

No hables tan alto dijo a Aliena.

Ella no le hizo el menor caso.

¿Quieres saber por qué no me gustas? Muy bien. Voy a decírtelo. No me gustas porque no tienes educación. No me gustas porque casi no sabes leer. No me gustas porque sólo estas interesado en tus perros, en tus caballos y en ti mismo.

Gilbert Catface y Jack Fitz Guillaume reían abiertamente. William se sintió enrojecer. Aquellos hombres eran unos don nadie, eran caballeros y se estaban riendo de él, el hijo de Lord Percy Hamleigh.

Se puso en pie.

Muy bien exclamó con tono apremiante, intentando hacer callar a Aliena. Pero de nada le sirvió.

No me gustas porque eres egoísta, aburrido y estúpido gritó Aliena. Todos los caballeros reían. No me gustas, te desprecio, te aborrezco y me resultas insoportable. ¡Y ese es el motivo de que no quiera casarme contigo!

Los caballeros lanzaron vítores y aplaudieron. William se encogió interiormente. Sus risas le hacían sentirse pequeño, indefenso como un chiquillo, y de chiquillo se había pasado todo el tiempo aterrorizado. Se alejó de Aliena, luchando por mantener una expresión impávida y ocultar sus sentimientos. Atravesó el salón lo más deprisa que pudo sin correr, mientras las risas subían de tono. Finalmente alcanzó la puerta, la abrió de golpe y se precipitó afuera. Dio un portazo y bajó corriendo las escaleras, ahogándose de vergüenza, y el sonido lejano de las risas burlonas siguió resonando en sus oídos a través del embarrado patio hasta la puerta.

El sendero que conducía de Earlcastle a Shiring atravesaba un camino principal, a eso de una milla. Al alcanzar la encrucijada, el viajero podía dirigirse hacia el norte, en dirección a Gloucester y la frontera galesa, o hacia el sur si se dirigía a Winchester y la costa. William y Walter se dirigieron hacia el sur.

La angustia de William se había transformado en ira. Estaba demasiado furioso para hablar. Le hubiera gustado golpear a Aliena y matar a todos aquellos caballeros. Hubiera querido hundir su espada en cada una de aquellas bocas que reían y llegar hasta las gargantas. Y ya había pensado en la manera de vengarse, al menos con uno de ellos. Si daba resultado podría obtener, al mismo tiempo, la prueba que necesitaba. La perspectiva le produjo un consuelo feroz.

Primero tenía que agarrar a uno de ellos. Tan pronto como el camino se adentró por el bosque, William descabalgó y empezó a andar llevando de las riendas a su caballo. Walter le seguía en silencio, respetando su mal humor. William llegó a un trecho de senda angosto y se detuvo.

¿Quién maneja mejor el cuchillo, tú o yo? preguntó volviéndose a Walter.

En la lucha cuerpo a cuerpo yo soy mejor replicó Walter con cautela. Pero tu lanzamiento es más certero, Lord.

Cuando estaba furioso le llamaban Lord.

Supongo que podrás hacer tropezar a un caballo desbocado y derribarlo dijo William.

Sí, con una buena estaca.

Entonces ve a buscar un árbol pequeño, arráncalo y púlelo. Así tendrás una magnífica estaca.

Walter se alejó para hacer lo que le indicaba.

William condujo a los dos caballos a través del bosque hasta un calvero alejado del camino. Les retiró las monturas y quitó algunas de las cuerdas y correas, las suficientes para atar a un hombre de pies y manos con la fuerza necesaria. Su plan era tosco pero no había tiempo para concebir algo más elaborado, de manera que lo único que le quedaba hacer era esperar lo mejor.

Mientras caminaba de vuelta al camino encontró una sólida rama de roble, seca y dura, que haría las veces de cachiporra.

Walter le estaba esperando con su estaca. William eligió el lugar donde el palafrenero había de apostarse, tumbado detrás del ancho tronco de un haya que había cerca del camino.

No saques la estaca demasiado pronto o espantaras al caballo le advirtió William. Pero tampoco te demores demasiado porque no puedes hacer tropezar al caballo con las patas traseras. Lo mejor sería meterle la estaca entre las patas delanteras e hincar el otro extremo en la tierra para que no la aparte de una coz.

Ya he visto hacerlo antes dijo Walter con ademán de aquiescencia.

William recorrió unas treinta yardas en dirección a Earlcastle. Su papel consistía en asegurarse de que el caballo se desbocara y corriera tan rápido que no pudiera evitar la estaca de Walter. Se ocultó lo más cerca que pudo del camino. Tarde o temprano pasaría por allí alguno de los mensajeros del conde Bartholomew. William confiaba en que fuera pronto. Estaba ansioso por averiguar si aquello daría resultado y se sentía impaciente por acabar de una vez. Pensó que aquellos caballeros no tenían idea de que mientras se reían de él, él les estaba espiando. Aquello le apaciguó algo. Pero uno de ellos estaba a punto de averiguarlo. Y entonces lamentará haberse reído. Entonces habrá deseado caer de rodillas y besarle las botas en vez de reír. Tendrá que llorar y suplicar y pedirme que le perdone. Y yo me limitaré a torturarle aún más.

Pero había también otras cosas que le resarcían. Si su plan tenía éxito, quizás finalmente condujera a la caída del conde Bartholomew y la resurrección de los Hamleigh. Entonces todos aquellos que se mofaron al romperse el compromiso temblarán de miedo y algunos sufrirán algo más que terror.

La caída de Bartholomew sería también la de Aliena, y esa era la mejor parte. Su desmesurado orgullo y sus aires de superioridad habrían de cambiar cuando su padre hubiera sido ahorcado por traidor. Si para entonces quisiera sedas suaves y conos de azúcar, habría de casarse con William para tenerlos. Se la imaginaba humilde y contenta, sirviéndole dulces calientes de la cocina, mirándole con aquellos inmensos ojos oscuros, ansiosa por complacerle, esperando una caricia, su boca suave ligeramente entreabierta suplicando ser besada.

Sus fantasmas se vieron interrumpidas por el ruido de cascos sobre el barro endurecido del camino. Sacó su cuchillo y lo sopesó, recordando su peso y equilibrio. La punta estaba afilada en ambos lados para una mejor penetración. Se mantuvo erguido, con la espalda apoyada contra el árbol que le ocultaba y sujetando el cuchillo por la hoja, y permaneció a la espera sin apenas respirar. Estaba nervioso.

Temía fallar con el cuchillo, o que el caballo no cayera, incluso que el jinete matara a Walter con un golpe de suerte y entonces William tendría que luchar solo. Algo le preocupaba en el resonar de los cascos a medida que se acercaban. Vio a Walter que le miraba a través de la vegetación con expresión preocupada. Él también lo había oído. Y entonces William se dio cuenta de lo que era. Llegaba más de un caballo. Tenía que decidirse con rapidez. ¿Convendría que atacaran a dos caballeros? Sería desde luego una lucha más justa.

Decidió dejarles que se fueran y esperar a un jinete solitario. Resultaba decepcionante, pero era lo más prudente. Hizo un ademán con la mano a Walter indicándole que se mantuviera quieto. Walter asintió comprensivo y volvió a ocultarse.

Un instante después aparecieron dos caballos. William percibió seda roja que ondeaba. Ralph de Lyme. Luego vio la cabeza calva del compañero de Ralph. Ambos hombres pasaron al trote, desapareciendo de la vista.

Pese a la decepción, William se vio recompensado porque se confirmaba su teoría de que el conde estaba enviando a aquellos hombres con mensajes. Sin embargo, se preguntaba inquieto si Bartholomew tendría la costumbre de enviarlos por parejas. Sería una precaución natural. A ser posible, todo el mundo viajaba en grupos para una mayor segundad. Por otra parte, Bartholomew tenía un montón de mensajes que enviar y un número limitado de hombres, y era posible que considerara excesivo recurrir a dos caballeros para un solo mensaje. Además los caballeros eran hombres violentos de los que se podía esperar que presentaran dura batalla al duro proscrito, pelea en la que este tendría poco que ganar, porque un caballero no solía tener cosas que valiera la pena robar, salvo su espada, que era difícil de vender sin tener que responder a preguntas comprometedoras, y su caballo, que era muy posible que quedara lisiado durante la emboscada. Un caballero estaba más seguro en el bosque que la mayoría de la gente. William se rascó la cabeza con la empuñadura de su cuchillo; podía suceder cualquiera de las dos cosas.

Se acomodó para esperar. El bosque estaba silencioso; apareció un débil sol invernal, brillando un rato a través de la densa vegetación para desaparecer finalmente. Su estómago recordó a William que había pasado la hora de la comida. A unas yardas de distancia un ciervo atravesó tranquilo el sendero sin saber que le observaba un hombre hambriento. William empezó a impacientarse.

Decidió que si aparecía otro par de jinetes tendría que atacar. Era arriesgado, pero contaba con la ventaja de la sorpresa, y además tenía a Walter, que era un magnífico luchador. Además podía ser su última oportunidad. Sabía que podían matarle y tenía miedo, pero quizás fuera mejor que vivir en constante humillación. Por otra parte, sucumbir luchando era una forma honorable de morir.

Se dijo que lo mejor de todo sería que fuera Aliena la que llegase sola, montando un pony blanco. Saldría despedida del caballo, hiriéndose brazos y piernas y cayendo en un zarzal. Las espinas desgarrarían su piel suave haciéndola sangrar. William saltaría sobre ella inmovilizándola en el suelo. Se sentiría profundamente mortificada.

Fantaseó con la idea, imaginándose sus heridas, gozando con su respiración anhelante mientras él permanecía a horcajadas sobre ella, e imaginándose la expresión de horror abyecto en el rostro de Aliena cuando se diera cuenta de que estaba a su absoluta merced. Y entonces volvió a oír el ruido de los cascos.

Esta vez sólo era un caballo.

Se enderezó, sacó el cuchillo, se apoyó contra el árbol y volvió a escuchar.

Era un caballo bueno y rápido, no uno de guerra sino un poderoso corcel. Llevaba un peso moderado como un hombre sin armadura, y marcaba un trote tranquilo sin jadear siquiera. William encontró la mirada de Walter y asintió. Era ese; ahí tenía la prueba. Levantó el brazo derecho sujetando el cuchillo por la punta de la hoja.

Desde lejos llegó el relincho del caballo de William. El sonido atravesó con toda claridad el bosque silencioso y fue perfectamente audible por encima del ligero repique del caballo que se acercaba. Este también lo oyó y rompió el ritmo de su tranco. El jinete dijo ¡ So! y lo puso al paso. William juró entre dientes. Ahora el jinete se mostraría cauteloso, lo cual pondría las cosas más difíciles. William pensó, demasiado tarde, que hubiera debido dejar su caballo aún más lejos.

Ahora que el caballo que se acercaba iba al paso, William no podría decir a qué distancia se encontraba. Todo estaba saliendo mal; resistió la tentación de mirar desde detrás del árbol. Prestó oído atento, rígido por la tensión. De repente, oyó al caballo bufar, asombrosamente cerca, y finalmente apareció a una yarda de distancia de donde él se encontraba. El animal le vio un instante antes de que William le viera a él. Dio un respingo y el jinete lanzó un gruñido de sorpresa.

William lanzó un juramento. Se dio cuenta inmediatamente de que el caballo podía volverse y desbocarse en dirección contraria. Se ocultó de nuevo detrás del árbol y salió por el otro lado, detrás del caballo, con el brazo levantado. Vio al jinete, barbudo y con el ceño fruncido, mientras tiraba de las riendas. Era el viejo y curtido Gilbert Catface. William lanzó el cuchillo.

Fue un lanzamiento perfecto. El cuchillo fue directo al anca del caballo y se hundió una pulgada en la carne. El caballo pareció sobresaltarse como un hombre al que algo le coge por sorpresa. Luego, antes de que Gilbert pudiera reaccionar, se lanzó asustado a una rápida galopada yendo directo a la emboscada de Walter.

William corrió tras él. El caballo cubrió en unos momentos la distancia que le separaba de Walter. Gilbert no hacía el menor esfuerzo por controlar a su montura, estaba demasiado ocupado en mantenerse sobre la silla. Cuando estaba a la altura de Walter, William se dijo: ¡Ahora, Walter, ahora!

Walter calculó su acción con tal exactitud que William ni siquiera vio salir la estaca impulsada de detrás del árbol. Sólo vio que al caballo se le doblaban las patas delanteras como si de repente hubieran perdido toda su fuerza. Luego las patas traseras parecieron alcanzar a las delanteras de tal forma que todas se enredaron. Finalmente, la cabeza fue para abajo mientras los cuartos traseros se alzaban, y cayó pesadamente.

Gilbert salió disparado. Al intentar lanzarse tras él, William se vio entorpecido por el caballo en el suelo. Gilbert aterrizó bien, rodó sobre sí mismo y quedó de rodillas. Por un instante, William temió que echara a correr y que escapara. Pero entonces, Walter salió de entre los arbustos y se lanzó por los aires con un salto descomunal, yendo a aterrizar contra la espalda de Gilbert, derribándole.

Los dos hombres cayeron al suelo con fuerza. Recuperaron el equilibrio al mismo tiempo y William vio horrorizado que el astuto Gilbert enarbolaba un cuchillo. William, saltando por encima del caballo derribado, lanzó el palo de roble contra Gilbert en el preciso momento en que este levantaba su cuchillo. El palo dio a Gilbert en un lado de la cara.

Gilbert se tambaleó pero se puso en pie. William le maldijo por ser duro. William se disponía a atacar de nuevo con la cachiporra, pero Gilbert fue más rápido y se lanzó sobre William con el cuchillo. Este iba vestido para cortejar, no para la lucha, y la afilada hoja atravesó la capa de excelente lana. William retrocedió con la suficiente rapidez para salvar el pellejo. Gilbert seguía acosándole, impidiéndole recuperar el equilibrio, por lo que no podía manejar la cachiporra.

William retrocedía cada vez que Gilbert se lanzaba sobre él, pero nunca disponía de tiempo suficiente para recuperarse, y Gilbert empezaba a acorralarle. De súbito, William temió por su vida. Pero, entonces, Walter llegó por detrás de Gilbert, le golpeó en las piernas y le hizo caer.

William se sintió tan aliviado que las piernas le flaqueaban. Por un instante pensó que iba a morir. Dio gracias a Dios por la ayuda de Walter.

Gilbert intentó levantarse pero Walter le dio una patada en la cara. William, para asegurarse, le golpeó por dos veces con la cachiporra, y Gilbert quedó inmóvil.

Le volvieron boca arriba y mientras Walter permanecía sentado sobre su cabeza, William le ataba las manos a la espalda. Luego quitó a Gilbert sus largas botas negras y le ató los tobillos con un fuerte lazo de correa de la guarnición. Se puso en pie. Hizo una mueca a Walter y este sonrió. Era un verdadero alivio tener firmemente maniatado a ese escurridizo y viejo luchador.

El siguiente paso era hacer confesar a Gilbert.

Estaba volviendo en sí. Walter le hizo volverse. Cuando Gilbert vio a William mostró sorpresa y luego miedo. William se sintió complacido y pensó que Gilbert ya estaba lamentando sus risas. Dentro de un instante las lamentaría todavía más. El caballo de Gilbert se había puesto asombrosamente en pie. Había corrido unas cuantas yardas pero luego se había detenido y en ese momento miraba hacia atrás, jadeando y sobresaltándose cada vez que el viento agitaba los árboles. El cuchillo de William se había caído del anca. Este lo recogió mientras Walter iba a por el caballo. William escuchaba atento por si se acercaban nuevos jinetes. En cualquier momento podría llegar otro mensajero, en cuyo caso tendrían que quitar de la vista a Gilbert y mantenerlo callado. Pero no apareció nadie y Walter pudo coger al caballo de Gilbert sin dificultad.

Pusieron a Gilbert a lomos de su caballo, conduciéndole luego a través del bosque hasta donde William había dejado sus propias monturas. Los otros caballos empezaron a agitarse al oler la sangre que brotaba de la herida en el anca del caballo de Gilbert, por lo que William lo ató algo alejado.

Miró en derredor buscando un árbol adecuado para sus fines; descubrió un olmo con una vigorosa rama sobresaliendo a una altura de ocho o nueve pies del suelo. Se la indicó a Walter.

Quiero colgar a Gilbert de esa rama dijo.

Walter esbozó una sonrisa sádica.

¿Qué vas a hacerle, Lord?

Ya lo verás.

La curtida faz de Gilbert estaba lívida por el terror. William pasó una cuerda por debajo de los brazos del hombre, se la ató a la espalda e hizo una lazada en la rama.

Súbelo dijo a Walter.

Walter izó a Gilbert. Este se retorció librándose de la garra de Walter, cayendo al suelo. Walter cogió la cachiporra de William y golpeó a Gilbert en la cabeza hasta dejarle semiinconsciente. Y luego le izó de nuevo. William enrolló varias veces a la rama el extremo suelto de la cuerda, afirmándolo con fuerza. Entonces Walter soltó a Gilbert que quedó balanceándose suavemente de la rama, con los pies a una yarda del suelo.

Ve a buscar leña dijo William.

Prepararon una hoguera debajo de Gilbert, y William la encendió con la chispa de un pedernal. Al cabo de unos momentos empezaron a subir las llamas. El calor sacó a Gilbert de su letargo. Al darse cuenta de lo que estaba ocurriendo empezó a quejarse aterrado.

Por favor. Bajadme, por favor. Siento haberme reído de vos. Clemencia, por favor.

William guardaba silencio. La humillación de Gilbert era en extremo satisfactoria pero no era lo que él buscaba. Cuando las llamas empezaron a abrasar los pies descalzos de Gilbert, dobló las piernas por la rodilla para alejar los pies del fuego.

Por la cara le caía el sudor y se notaba un leve olor a socarrado cuando sus ropas empezaron a calentarse. William pensó que ya era tiempo de empezar con el interrogatorio.

¿Por qué fuiste hoy al castillo? le preguntó.

Gilbert se le quedó mirando asombrado.

Para presentar mis respetos. ¿Acaso tiene importancia? dijo.

¿Por qué fuiste a presentar tus respetos?

El conde acaba de regresar de Normandía.

¿No fuiste especialmente convocado?

No.

William pensó que quizás fuera verdad. Interrogar a un prisionero no resultaba tan fácil como él imaginara. Reflexionó de nuevo.

¿Qué te dijo el conde cuando subiste a su cámara?

Me saludó y me dio las gracias por haber ido a darle la bienvenida a casa. Tenía la mirada de Gilbert una expresión de comprensión cautelosa. William no estaba seguro.

¿Y qué más?

Me preguntó por mi familia y por mi pueblo.

¿Nada más?

Nada más. ¿Por qué os importa tanto lo que haya dicho?

¿Qué te dijo del rey Stephen y de la emperatriz Maud?

¡Os repito que nada!

Gilbert no pudo mantener por más tiempo las piernas encogidas y pies volvieron a caer sobre las llamas, cada vez más altas. Lanzó alarido angustioso y su cuerpo se estremeció convulso. El espasmo hizo que sus pies se apartaran de las llamas y entonces se dio cuenta de que podía aliviar el dolor oscilando de un lado a otro. Sin embargo a cada balanceo volvía a pasar por encima de las llamas y gritaba de dolor.

Una vez más William se preguntó si Gilbert estaría diciendo la verdad. No había forma de saberlo. Era de suponer que llegado un punto sufriría tanto que diría cualquier cosa que creyera que William quisiera saber, en un intento desesperado por sentir algún alivio. De manera que era importante no darle un indicio demasiado claro de lo que él quería, se dijo preocupado William. ¿Quién hubiera pensado que torturar a la gente resultara tan difícil?

Procuró hablar con tranquilidad y en un tono casi de conversación.

¿Adónde vas ahora?

Gilbert gritó de dolor y frustración.

¿Y eso qué importa?

¿Adónde vas?

¡A casa!

El hombre estaba perdiendo el control. William sabía que vivía al Norte de allí. Había estado cabalgando en dirección contraria.

¿Adónde ibas? repitió William.

¿Qué queréis de mí?

Sé cuándo estás mintiendo dijo William. No tienes más que decirme la verdad. Escuchó a Walter emitir un gruñido de satisfacción y se dijo que lo estaba haciendo mejor. ¿Adónde ibas? preguntó por cuarta vez.

Gilbert estaba tan exhausto que ni siquiera era capaz de oscilar. Se quedó parado sobre la hoguera, gimiendo de dolor, y una vez más encogió las piernas para apartar los pies de las llamas. Pero para entonces el fuego había prendido con fuerza, llegando a chamuscarle las rodillas. William notó un olor familiar ligeramente nauseabundo, y cayó en la cuenta de que era el de carne quemada. Y le resultaba familiar porque era como el olor a comida. La piel de las piernas y los pies de Gilbert estaba adquiriendo un tono oscuro al tiempo que se arrugaba, mientras que el vello de sus espinillas se volvía negro. La grasa desprendida de la carne caía sobre el fuego chisporroteando. La contemplación de su intensísimo dolor tenía hipnotizado a William, y cada vez que Gilbert gritaba sentía una profunda excitación. Tenía el poder de provocar el dolor de un hombre y ello le hacía sentirse bien. Era algo parecido a como se sentía cuando lograba quedarse a solas con una muchacha, en un lugar donde nadie podía oír sus protestas tumbándola en el suelo y levantándole las faldas hasta la cintura sabiendo que ya nada podía detenerle para poseerla.





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