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Capítulo Dieciséis 10




Vamos dijo cariñosamente volviendo a coger la mano de Philip. Esta vez no se resistió. Sujetando el dedo índice de Philip con el suyo y el pulgar, el abad hizo que el pequeño lo pusiera sobre el párpado de su padre y se lo bajara hasta cubrir aquella espantosa mirada fija; luego, el abad soltó la mano de Philip y le dijo: Ciérrale el otro ojo. Ya sin ayuda, Philip alargó la mano, puso el dedo sobre el párpado de su padre y se lo cerró. Luego se sintió mejor.

¿Cerraremos también los de vuestra mamá? preguntó el abad Peter.

Sí.

Se arrodillaron junto al cuerpo de su madre. El abad le limpió la sangre de la cara con su manga.

¿Y Francis? preguntó Philip.

Quizá también quiera ayudar dijo el abad.

Haz lo mismo que yo, Francis dijo Philip a su hermano. Cierra los ojos de mamá como yo he cerrado los de papá para que pueda dormir.

¿Están durmiendo? preguntó Francis.

No, pero es como si durmieran dijo Philip con autoridad.

Entonces, bueno dijo Francis y alargó una mano regordeta sin vacilar y con todo cuidado cerró los ojos de su madre.

Luego el abad los levantó, uno en cada brazo, y sin una mirada a los hombres de armas los sacó de la casa subiendo el empinado sendero de la ladera hasta el santuario del monasterio.

Les dio de comer en la cocina del monasterio. Luego, para que no estuvieran ociosos y se abandonaran a sus pensamientos, les dijo que ayudaran al cocinero a preparar la cena de los monjes. Al día siguiente les llevó a ver los cuerpos de sus padres ya lavados y vestidos, con las heridas limpias y en parte disimuladas, yaciendo en dos ataúdes, uno junto a otro, colocados en la nave de la iglesia. También allí se encontraban algunos de sus parientes, ya que no todos los aldeanos habían logrado llegar al monasterio a tiempo para escapar del ejército invasor. Cuando Philip se echó a llorar, Francis también lo hizo.

Alguien intentó hacerles callar.

Dejadles llorar dijo el abad Peter.

Sólo después de aquello, cuando su corazón había llegado al convencimiento de que sus padres se habían ido de verdad y nunca más regresarían, les habló al fin de su futuro.

Entre sus parientes no había una sola familia que no hubiera sufrido alguna pérdida. En todos los casos el padre o la madre habían resultado muertos. No había quien se ocupara de los muchachos. Sólo quedaban dos opciones: podían ser entregados o incluso vendidos a un labrador, que les haría trabajar como esclavos hasta que fueran lo bastante mayores y fuertes para escaparse, o podían ser entregados a Dios.

No era raro que los chiquillos entraran en un monasterio. La edad habitual era alrededor de los once años y el límite inferior alrededor de los cinco, ya que los monjes no estaban preparados para ocuparse de los infantes. A veces los muchachos eran huérfanos, otras veces acababan de perder a uno de los padres, y en ocasiones sus padres tenían demasiados hijos. Habitualmente la familia solía entregar al monasterio un importante donativo junto con el niño. Una granja, una iglesia o incluso toda una aldea. En caso de absoluta pobreza podía prescindirse del donativo. Sin embargo, el padre de Philip había dejado una modesta granja en una colina, así que los muchachos no dependían de la caridad. El abad Peter propuso que el monasterio tomara a su cargo a los niños y la granja, y los parientes supervivientes se mostraron de acuerdo. El trato fue temporalmente suspendido aunque no anulado de manera permanente por el ejército invasor del rey Henry, que había matado al padre de Philip.

El abad sabía mucho de dolor, pero pese a toda su sabiduría no estaba preparado para lo que ocurriera con Philip. Al cabo de un año más o menos, cuando la pena parecía haber pasado y los dos muchachos se habían adaptado a la vida del monasterio, Philip se vio poseído por una especie de ira implacable. Las condiciones en la comunidad de la colina no eran tan malas como para justificar semejante ira: tenían comida, ropa, un fuego en el dormitorio durante el invierno, e incluso algo de cariño y afecto. Tenían también una disciplina estricta y los tediosos rituales para lograr orden y estabilidad. Pero Philip empezó a comportarse como si hubiera sido injustamente encarcelado. Desobedecía los mandatos, subvertía las órdenes de los dignatarios monásticos a la primera oportunidad, robaba comida, rompía huevos, soltaba a los caballos, se burlaba de los inválidos e insultaba a los mayores. La única ofensa que no cometió fue la de sacrilegio, y por ello el abad le perdonaba cualquier otra cosa. Finalmente lo superó. Unas Navidades echó la vista atrás, consideró los doce meses transcurridos y se dio cuenta de que en todo el año no había pasado una sola noche en la celda de castigo.

No existía un solo motivo para su reincorporación a la normalidad. Probablemente le sirvió de ayuda el hecho de interesarse por sus lecciones. Le fascinaba la teoría matemática de la música, e incluso la forma en que se conjugaban los verbos latinos tenía una cierta lógica satisfactoria. Le habían dado como trabajo el ayudar al intendente, el monje encargado de proveer a las necesidades del monasterio, desde sandalias a semillas, y ello también impulsó su interés. Empezó a sentirse ligado al hermano John por una admiración hacia el héroe. Era un monje joven, apuesto y musculoso, que parecía el epítome del saber, la santidad, la prudencia y la amabilidad.

Tal vez por imitar a John o por propia inclinación, o quizás por ambas circunstancias, empezó a encontrar una especie de consuelo en los turnos diarios de oración y servicios. Y así entró en la adolescencia con la organización del monasterio en la mente y las sagradas armonías en los oídos.

En sus estudios, tanto Philip como Francis iban muy por delante de cualesquiera de los muchachos de su edad que conocían, pero estaban convencidos de que ello se debía a que vivían en el monasterio y su educación había sido más intensiva. Llegados a ese punto alcanzaron a comprender que eran excepcionales. Incluso cuando empezaron a recibir enseñanzas en la pequeña escuela y a recibir lecciones del propio abad, en lugar del pedante maestro novicio, pensaron que iban por delante debido tan sólo a sus tempranos comienzos.

Al considerar retrospectivamente su juventud, a Philip le parecía que había sido una breve edad de oro que había transcurrido durante un año, o quizá menos, entre el fin de su rebeldía y la furiosa embestida de la lujuria carnal. Y entonces llegó la angustiosa época de los pensamientos impuros, de las poluciones nocturnas, de las sesiones terriblemente embarazosas con su confesor que era el propio abad, de las infinitas penitencias y de la mortificación de la carne con disciplinas.

Nunca dejó de atormentarle completamente la lujuria, pero finalmente llegó a ser menos importante, y sólo le importunaba de vez en cuando, en las raras ocasiones en que su cuerpo y su mente estaban ociosos, como la vieja herida que todavía sigue doliendo con tiempo húmedo.

Francis había librado aquella misma batalla algo más tarde, aunque no había hecho confidencias a Philip sobre el tema. Este tenía la impresión de que su hermano había luchado con menos ahínco contra los deseos impuros, y había aceptado sus derrotas con espíritu más bien alegre. Pero lo importante era que ambos habían hecho las paces con las pasiones, el más encarnizado enemigo de la vida monástica.

Al igual que Philip trabajaba con el intendente, Francis lo hacía con el prior, el suplente del abad Peter. Al morir el intendente Phil tenía veintiún años, y pese a su juventud se hizo cargo del trabajo.

Cuando Francis alcanzó los veintiún años, el abad propuso crear un nuevo puesto para él, el de sub-prior. Pero tal proposición fue la que precipitó la crisis. Francis suplicó que le dispensaran de esa responsabilidad y ya puestos en ello, pidió que le dejaran abandonar el monasterio. Quería ser ordenado sacerdote y servir a Dios en el mundo exterior.

Philip se mostró sorprendido y aterrado. Nunca se le había ocurrido pensar que alguno de los dos abandonara el monasterio, y en aquel momento la idea le resultaba tan desconcertante como si acabara de enterarse de que era el heredero del trono. Pero al cabo de muchos dimes y diretes acabó accediendo, y Francis salió al mundo para convertirse en capellán del conde de Gloucester.

Antes de que ello ocurriera, Philip había pensado en su futuro y lo había visto con toda claridad: sería monje, viviría una vida humilde y obediente y cuando fuera viejo quizás llegara a ser abad, esforzándose por vivir siguiendo el ejemplo dado por Peter. Y ahora se preguntaba si Dios no tendría otro destino para él. Recordaba la parábola de los talentos: Dios esperaba de sus servidores que extendieran su reino, no que se limitaran a conservarlo. Con cierta turbación hizo partícipe de sus pensamientos al abad Peter, perfectamente consciente de que se arriesgaba a recibir una reprimenda por dejarse llevar por el orgullo.

Por ello quedó sorprendido al conocer la respuesta del abad.

Me preguntaba cuánto tiempo necesitarías para darte cuenta de ello. Ni que decir tiene que estás destinado a otra cosa. Nacido a la sombra de un monasterio, huérfano a los seis años, educado por monjes, nombrado intendente a los veintiún años Dios no se toma tantas molestias en la formación de un hombre que va a pasar su vida en un pequeño monasterio en la desierta cima de la colina, en las remotas montañas de un reino. Aquí no hay campo de acción para ti. Debes abandonar este lugar.

Aquello dejó a Philip atónito, pero antes de separarse del abad se le ocurrió una pregunta que le espetó al instante:

Si este monasterio es tan poco importante, ¿por qué Dios os puso a vos aquí?

El abad Peter sonrió.

Quizá para que me ocupara de ti.

Aquel mismo año el abad fue a Canterbury para presentar sus respetos al arzobispo.

Te he cedido al prior de Kingsbridge dijo a Philip a su regreso.

Philip se sintió intimidado. El priorato de Kingsbridge era uno de los monasterios más grandes e importantes del país. Era un priorato catedralicio. Su iglesia era una catedral, la sede de un obispo, y este era técnicamente el abad del monasterio, aunque de hecho estuviera gobernada por el prior.

El prior James es un viejo amigo dijo el abad Peter a Philip. Estos últimos años ha estado muy desanimado. Ignoro el motivo. En cualquier caso, Kingsbridge necesita sangre nueva. James tiene dificultades sobre todo con una de sus celdas, un pequeño emplazamiento en el bosque, y necesita desesperadamente a un hombre de la más absoluta confianza para ocuparse de ella y enderezarla de nuevo por el sendero de la piedad.

Así que voy a ser el prior de la celda dijo Philip sorprendido.

El abad asintió.

Si estamos en lo cierto al creer que Dios te tiene reservado mucho trabajo, podemos confiar en que te ayudará a resolver cualquier problema que tenga la celda.

¿Y si estamos equivocados?

Siempre podrás volver aquí y ser mi cillerero. Pero no estamos equivocados, hijo mío. Ya lo verás.

Los adioses fueron lacrimosos. Había pasado allí diecisiete años y los monjes eran su familia, más real para él ahora que los padres, los que un día le habían arrancado de forma brutal. Probablemente no volvería a ver nunca más a aquellos monjes, y eso le entristecía.

Al principio se sintió deslumbrado por Kingsbridge. El monasterio amurallado era más grande que muchas aldeas; la iglesia catedral era una vasta y lóbrega caverna y la casa del prior un pequeño palacio. Pero una vez que se hubo acostumbrado a su enorme tamaño, pudo darse cuenta de las señales de desánimo que el abad Peter había observado en su viejo amigo, el prior. La iglesia necesitaba a todas luces reparaciones importantes, se rezaban apresuradamente las oraciones, se quebrantaban de forma constante las reglas del silencio y había demasiados sirvientes, más sirvientes que monjes. Philip superó rápidamente su deslumbramiento, que pronto se convirtió en ira. Hubiera querido agarrar por la garganta al prior James y decirle.

¿Cómo os atrevéis a hacer esto? ¿Cómo os atrevéis a ofrecer a Dios oraciones apresuradas? ¿Cómo os atrevéis a permitir que los novicios jueguen a los dados y que los monjes tengan perros? ¿Cómo os atrevéis a vivir en un palacio rodeado de sirvientes mientras la Iglesia de Dios se está quedando en ruinas?

Como es de suponer, nada dijo de todo aquello. Tuvo una entrevista breve y protocolaria con el prior James, un hombre alto, delgado, de hombros encorvados, que parecía llevar sobre ellos todo el peso de los problemas del mundo. Luego habló con el sub-prior Remigius.

Al comienzo de la conversación Philip insinuó que, a su juicio, era posible que el priorato estuviera necesitado de algunos cambios, confiando en que su principal ayudante le respaldara de corazón. Pero Remigius miró despectivo a Philip como diciendo ¿Quién crees tú que eres?, y cambió de tema.

Remigius dijo que la celda de St-John-in-the-Forest había sido creada tres años antes, con algunas tierras y propiedades, y que a esas alturas ya debería mantenerse por sí misma, pero que de hecho seguía dependiendo para los suministros de la casa matriz. Y aún había otros problemas. Un diácono que había pasado la noche en ella había criticado la manera de conducir los servicios religiosos. Había viajeros que aseguraban que en aquella zona les habían robado los monjes. Había también rumores de impureza El hecho de que Remigius fuera incapaz o se resistiera a dar detalles exactos era un indicio más de la forma indolente en que estaba gobernada toda la organización. Philip se alejó tembloroso de ira. Se suponía que un monasterio había de glorificar a Dios. Si fallaba en ello no era nada. El priorato de Kingsbridge era peor que nada. Escarnecía a Dios con su poltronería. Pero Philip no podía hacer nada al respecto. Lo más que podía esperar era la reforma de una de las celdas de Kingsbridge.

Durante la cabalgada de dos días hasta la celda en el bosque, había ido meditando sobre la escasa información que le habían dado, y consideró mientras rezaba la mejor manera de abordar los problemas. Llegó a la conclusión de que al principio debería mostrarse receptivo. Habitualmente eran los monjes quienes elegían al prior.

Pero en el caso de una celda, que en definitiva era una avanzada del monasterio principal, el prior de la casa matriz podía elegirlo, simplemente. De manera que al no haberse sometido Philip a la elección, ello significaba que no podría contar con la buena voluntad de los monjes. Tendría que ir abriéndose camino con cautela. Necesitaba una mayor información sobre los problemas que afligían a aquel lugar antes de decidir la mejor manera de resolverlos. Tenía que ganarse el respeto y confianza de los monjes, especialmente de aquellos que, siendo de más edad que él, se mostraran resentidos por su designación. Y una vez que hubiera completado su información y asegurado su liderazgo, se pondría en acción.

Pero la cosa no salió así.

Al segundo día, cuando empezaba a anochecer, detuvo a su pony en la linde de un calvero e inspeccionó su nueva morada. En aquellos días sólo había un edificio en piedra, la capilla, ya que Philip construyó al año siguiente el dormitorio en piedra. Las demás construcciones, de madera, tenían un aspecto destartalado. Philip mostró su desaprobación. Se suponía que cuanto hicieran los monjes había de perdurar y aquello era válido tanto para las porquerizas como para las catedrales. Al mirar en derredor encontraba nuevas pruebas del mismo abandono que tanto le había escandalizado en Kingsbridge.

No había vallas, el heno se desbordaba por la puerta del granero y había un estercolero cerca del vivero de peces. Sintió que se le tensaban los músculos de la cara a causa de la reprensión contenida; se dijo: Despacio, despacio.

Al principio no vio a nadie. Y así es como debía ser porque era la hora de vísperas y la mayoría de los monjes estarían en la capilla. Dio suavemente con el látigo en el flanco del pony y atravesó el calvero hasta una cabaña que parecía un establo. Un joven con paja en el pelo y mirada vacía asomó la cabeza por encima de la puerta y miró sorprendido a Philip.

¿Cómo te llamas? preguntó Philip, para añadir luego con un poco de timidez: hijo mío.

Me llaman Johnny Eightpence contestó el jovenzuelo.

Philip desmontó y le entregó las riendas.

Muy bien, Johnny Eightpence, puedes desensillar mi caballo.

Sí, padre. Sujetó las riendas en una baranda y empezó a alejarse.

¿Adónde vas? le interpeló rápido Philip.

A decir a los hermanos que ha llegado un forastero.

Debes practicar la obediencia, Johnny. Desensilla mi caballo. Yo diré a los hermanos que estoy aquí.

Sí, padre. Johnny le miró asustado y se dedicó a la tarea.

Philip miró a su alrededor. En el centro del calvero había un largo edificio semejante a un gran salón. Cerca de él se alzaba una construcción redonda y pequeña, de la que salía humo por un agujero en el tejado. Aquella debía ser la cocina. Decidió ir a ver lo que había de cena. En los monasterios con reglas estrictas sólo se servía una comida diaria, el almuerzo al mediodía. Pero evidentemente aquel no era un monasterio con reglas estrictas y tendrían una cena ligera después de vísperas, algo de pan con queso o pescado en salazón.

O tal vez un bol con caldo de cebada cocinado con hierbas. Pero a medida que se acercaba a la cocina olfateó el inconfundible aroma de carne asada que hacía la boca agua. Se detuvo un instante con el ceño fruncido y luego entró.

Dos monjes y un muchacho se encontraban sentados alrededor del hogar central. Mientras Philip les observaba, uno de los monjes pasó al otro una jarra, de la que este bebió. El muchacho daba vueltas a un espetón en el que había ensartado un pequeño cerdo.

Al entrar Philip en la zona iluminada, le miraron sorprendidos. Sin decir palabra le cogió la jarra al monje y la olfateó.

¿Por qué bebéis vino? preguntó.

Porque alegra el corazón, forastero dijo el monje. Toma, echa un buen trago.

Era evidente que no les habían advertido de la llegada de un nuevo prior. E igualmente evidente que no le temían a las consecuencias en el caso de que un monje viajero informara en Kingsbridge sobre su comportamiento. Philip sentía deseos de romper aquella jarra de vino en la cabeza del hombre, pero respiró hondo y habló con tono apacible.

Los hijos de los hombres pobres pasan hambre para suministrarnos a nosotros carne y bebida dijo. Y lo hacen por la gloria de Dios y no para alegrar nuestros corazones. Ya hay bastante vino por esta noche.

Dio media vuelta y se llevó la jarra.

¿Quién te crees que eres? oyó decir al monje mientras salía. No contestó. Muy pronto lo sabrían.

Dejó la jarra en el suelo, fuera de la cocina, y atravesó el calvero en dirección a la capilla, cerrando y abriendo los puños en un intento por dominar su ira. No te precipites, se dijo. Sé prudente. Tómate tu tiempo.

Se detuvo un momento en el pequeño pórtico de la capilla para calmarse. Luego empujó con cuidado la gran puerta de roble y entró en silencio.

Había una docena aproximada de monjes y algunos novicios de pie, de espaldas a él, en filas desordenadas. Frente a ellos estaba el sacristán, leyendo de un libro abierto. Dijo el servicio rápidamente y los monjes murmuraron las respuestas a la ligera. Tres velas de distintas longitudes chisporroteaban sobre la sabanilla del altar.

En el fondo, dos monjes jóvenes mantenían una conversación, haciendo caso omiso del servicio y discutiendo sobre algo animadamente. Al llegar Philip a su altura, uno de ellos dijo algo divertido y el otro se echó a reír, ahogando las palabras parloteadas por el sacristán. Aquello fue para Philip la gota que colmó el vaso. De su mente se borró toda idea de mostrarse tranquilo.

¡GUARDAD SILENCIO! gritó con toda la fuerza de sus pulmones.

La risa se cortó en seco. El sacristán interrumpió la lectura. La capilla quedó en silencio y los monjes se volvieron y miraron a Philip.

Alargó el brazo hacia el monje que se había reído y le cogió de la oreja. Tenía más o menos la edad de Philip y era más alto, pero estaba demasiado sorprendido para ofrecer resistencia al hacerle Philip bajar la cabeza.

¡De rodillas! le gritó Philip.

Por un momento pareció como si el monje quisiera zafarse. Pero sabía que se había comportado mal, y la resistencia se rindió ante la conciencia culpable, como ya había supuesto Philip. Y, cuando Philip le tiró con más fuerza de la oreja, se arrodilló.

Todos vosotros ordenó Philip. ¡De rodillas!

Todos habían hecho voto de obediencia, y la escandalosa indisciplina bajo la que a todas luces estaban viviendo recientemente no logró borrar los hábitos de años. La mitad de los monjes y todos los novicios se arrodillaron.

Todos habéis quebrantado vuestros votos dijo Philip dando rienda suelta a su desprecio. Sois todos blasfemos. Miró en derredor sosteniendo las miradas. Vuestro arrepentimiento comienza ahora dijo finalmente.

Uno a uno fueron arrodillándose lentamente hasta quedar solo en pie el sacristán. Era un hombre más bien grueso, de mirada soñolienta, unos veinte años mayor que Philip. Este se acercó a él, avanzando entre los monjes arrodillados.

Dame el libro dijo.

El sacristán le miró desafiante sin decir palabra.

Philip alargó la mano y cogió suavemente el gran volumen. El sacristán apretó la mano que sostenía el libro. Philip vaciló. Había pasado dos días reflexionando sobre la conveniencia de mostrarse cauteloso y moverse despacio, y sin embargo allí estaba con el polvo del camino todavía en los pies, arriesgándolo todo en una confrontación violenta con un hombre del que nada sabía.

Dame el libro y arrodíllate repitió.

Hubo un atisbo de burla en el rostro del sacristán.

¿Quién eres? preguntó.

Philip vaciló de nuevo. Era evidente que se trataba de un monje, tanto por sus hábitos como por el corte de pelo; y todos ellos habrían supuesto, por su comportamiento, que ocupaba un puesto de autoridad, pero lo que todavía no estaba claro era si su rango le situaba por encima del sacristán. Todo cuanto había de decir era: Soy vuestro nuevo prior, pero no quería hacerlo. De repente parecía muy importante imponerse por el peso de su autoridad moral.

El sacristán se dio cuenta de su vacilación y se aprovechó de ella.

Por favor, dinos a todos nosotros dijo con cortesía burlona quién es el que nos ordena arrodillarnos en su presencia.

Al instante terminaron todas las vacilaciones de Philip y se dijo: Dios está conmigo, por lo tanto qué puedo temer. Respiró hondo y sus palabras resonaron poderosas desde el suelo enlosado hasta el techo abovedado de piedra.

¡Es Dios quien te ordena que te arrodilles en su presencia! tronó.

El sacristán pareció algo menos seguro. Philip aprovechó la oportunidad y le quitó el libro. Ahora el sacristán había perdido toda autoridad, y finalmente se arrodilló aunque a disgusto.

Soy vuestro nuevo prior dijo Philip mirándoles y disimulando su alivio.

Hizo que siguieran arrodillados mientras él leía el servicio. Se prolongó durante mucho tiempo porque les hizo repetir las respuestas una y otra vez hasta que pudieron decirlas al unísono perfecto.

Luego les condujo en silencio fuera de la capilla, y atravesando el calvero hasta el refectorio. Hizo llevar de nuevo el cerdo a la cocina y ordenó pan y cerveza floja, designando a un monje para que leyera en voz alta mientras ellos comían. Tan pronto como hubieron terminado les condujo, siempre en silencio, hasta el dormitorio.

Ordenó que trasladaran a él el lecho del prior que se encontraba en la casa separada de este. Dormiría en la misma habitación de los monjes. Era la manera más sencilla y efectiva de evitar pecados de impureza.

La primera noche no durmió en absoluto; permaneció sentado, a la luz de una vela, rezando en silencio hasta que a medianoche llegó el momento de despertar a los monjes para maitines. Celebró ese servicio rápidamente para que supieran que no era del todo despiadado. Luego volvieron a la cama pero Philip no durmió.

Salió con el alba, antes de que los demás se despertaran y miró en derredor suyo, reflexionando sobre el día que tenía por delante. Uno de los campos había sido arrebatado recientemente al bosque, y en el mismo centro se encontraba el inmenso tocón de un viejo roble.

Aquello le dio una idea.

Después del servicio de prima y del desayuno los llevó a todos al campo con cuerdas y hachas, y pasaron la mañana desarraigando el formidable tocón; la mitad de ellos tiraba de las cuerdas mientras la otra mitad atacaba las raíces con las hachas, clamando al unísono.

A-a-a-hora. Cuando hubieron sacado el tocón, Philip les dio a todos cerveza, pan y una loncha del cerdo que les había negado para cenar.

Pero ese no fue el fin de sus problemas sino el comienzo de las soluciones. Desde el principio se negó a pedir a la casa matriz otra cosa que no fuera grano para pan y velas para la capilla. La certeza de que no podrían tener más carne que la que ellos mismos criaran o cazaran convirtió a los monjes en meticulosos ganaderos y tramperos de aves. Aunque con anterioridad habían considerado los servicios religiosos como una manera de eludir el trabajo, a partir de entonces se sintieron muy contentos cuando Philip redujo las horas de capilla para que pasaran más tiempo en los campos.





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