La Feria del vellón de Shiring era más grande y mejor que nunca.
La plaza ante la iglesia parroquial, donde se celebraban mercados y ejecuciones, y también la feria anual, estaba atestada de puestos y de gente. La mercancía principal era la lana; pero podían verse asimismo, todos los demás artículos que era posible comprar y vender en Inglaterra. Brillantes espadas nuevas, sillas con motivos decorativos grabados, cochinillos cebados, botas rojas, bizcochos de jengibre y sombreros de paja. Mientras William recorría la plaza acompañado del obispo Waleran, calculaba que el mercado iba a proporcionarle más dinero que nunca. Sin embargo, en esa ocasión, no sentía placer alguno.
Todavía no había logrado sobreponerse a la humillación de su derrota en Kingsbridge. Había pensado lanzarse a la carga sin que le opusieran resistencia y prender fuego a la ciudad. Por el contrario, perdió hombres y caballos y tuvo que retirarse sin haber logrado nada. Y lo peor de todo era que sabía que la construcción de la muralla había sido organizada por Jack Jackson, el amante de Aliena, precisamente el hombre al que se proponía matar.
Había fracasado en su intento; aunque seguía decidido a tomar venganza. Waleran también estaba pensando en Kingsbridge.
—Todavía no sé cómo pudieron construir la muralla con tanta rapidez —dijo.
—Probablemente no tendría mucho de muralla —opinó William.
Waleran hizo un ademán de asentimiento.
—Pero estoy seguro de que el prior Philip estará ya muy ocupado mejorándola. Si yo fuera él, haría la muralla más fuerte y más alta, construiría una barbacana y apostaría un centinela de noche. Tus días de incursiones a Kingsbridge han terminado.
William lo reconoció para sus adentros pero simuló no estar de acuerdo.
—Todavía puedo poner sitio a la ciudad.
—Eso ya es una cuestión diferente. Es posible que el rey deje pasar una incursión rápida. Pero un asedio prolongado durante el cual los ciudadanos pueden enviarle un mensaje suplicando que los proteja… podría resultar embarazoso.
—Stephen no actuaría en contra mía —aseguró William—. Me necesita.
Sin embargo no las tenía todas consigo. Al final aceptaría el punto de vista del obispo; pero quería que Waleran se lo ganara a pulso para contraer así una pequeña deuda con él. Luego, haría la petición que le obsesionaba.
Ante ellos surgió una mujer flaca y fea que empujaba delante de sí a una bonita chiquilla de unos trece años, con toda probabilidad hija suya. La madre apartó la pechera del deleznable vestido de la niña para mostrarle sus senos pequeños y todavía sin desarrollar.
—Sesenta peniques —silbó entre dientes.
William sintió que empezaba a excitarse; pero movió negativamente la cabeza y pasó de largo.
La niña prostituta le hizo pensar en Aliena. Cuando la desfloró apenas era una adolescente. Había pasado casi una década pero seguía sin poder olvidarla. Tal vez ya nunca podría tenerla para sí; pero podía impedir que la tuviera otro.
Waleran estaba pensativo. Apenas parecía ver a dónde iba. La gente se apartaba de su camino como si temieran que les rozaran siquiera los faldones de su ropaje negro.
—¿Te has enterado de que el rey tomó Faringdon? —preguntó al cabo de un momento.
—Yo estaba allí.
Había sido la victoria más decisiva de toda la larga guerra civil.
Stephen había capturado a centenares de caballeros y se había adueñado de un gran arsenal. También había obligado a Robert de Gloucester a retirarse al oeste del país. Tan crucial había sido la victoria, que Ranulf de Chester, el viejo enemigo de Stephen en el norte, había depuesto las armas y jurado lealtad al rey.
—Ahora que Stephen está más afirmado, no se mostrará tan tolerante con aquellos barones suyos que libren sus propias guerras —opinó Waleran.
—Es posible —admitió William.
Se preguntaba si era el momento oportuno para mostrarse de acuerdo con Waleran y hacer su petición. Vaciló porque se sentía incómodo. Al hacer aquella petición iba a revelar algo de su alma y aborrecía hacerlo ante un hombre tan despiadado como el obispo Waleran.
—Deberías dejar tranquila a la ciudad de Kingsbridge, al menos por un tiempo —siguió diciendo Waleran—. Tienes la Feria del vellón, sigues teniendo un mercado semanal, aunque algo más pequeño de lo que fue antes. Tienes el negocio de la lana. Y también toda la tierra más fértil del Condado, ya sea directamente bajo tu control o cultivada por tus arrendatarios. Mi situación es también mejor de lo que solía ser. He mejorado mi propiedad y racionalizado mis arrendamientos. He construido mi castillo. Cada vez es menos necesario luchar con el prior Philip…, en el preciso momento en que la situación se está poniendo políticamente peligrosa.
Por toda la plaza del mercado la gente hacía y vendía comida y el aire estaba invadido por los olores. Sopa de especias, pan recién horneado, manjares dulces, jamón cocido, bacón frito, tarta de manzanas. William sentía nauseas.
—Vayamos al castillo —propuso.
Los dos hombres abandonaron la plaza del mercado y caminaron colina arriba. El sheriff iba a darles de almorzar. William se detuvo ante la puerta del castillo.
—Tal vez tengáis razón respecto a Kingsbridge —convino.
—Me alegro de que lo comprendas.
—Pero aún tengo que vengarme de Jack Jackson y vos podéis proporcionarme la ocasión si queréis.
Waleran enarcó, elocuente, una ceja. Su expresión decía que le fascinaba escuchar, pero que no se consideraba en la obligación de hacerlo.
William se lanzó de cabeza.
—Aliena ha solicitado la anulación de su matrimonio.
—Sí, lo sé.
—¿Cuál creéis que será el resultado?
—A lo que parece el matrimonio nunca llegó a consumarse.
—¿Y sólo es preciso eso?
—Creo que sí. Según Graciano, un erudito a quien he estudiado mucho, lo que constituye un matrimonio es el consentimiento mutuo de las dos partes. Pero también mantiene que el acto de unión física «completa» o «perfecciona» el matrimonio. Y dice de manera específica que, si un hombre se casa con una mujer y no copula con ella, y luego se casa con una segunda con la que sí copula, el matrimonio valido es el segundo, es decir, el consumado.
Sin duda la fascinante Aliena había mencionado dicho extremo en su solicitud, si es que la han aconsejado bien, e imagino que lo había hecho el prior Philip. William estaba impaciente ante todas aquellas teorías.
—O sea que obtendrán la anulación.
—A menos que alguien esgrima el argumento contrario a Graciano. De hecho son dos, uno teológico y el otro práctico. El teológico alega que la definición de Graciano es denigrante para el matrimonio de José y María, ya que no fue consumado. El argumento práctico se refiere a aquellos matrimonios acordados por razones políticas o para unir dos fortunas, entre dos niños en edades en que físicamente son incapaces de consumar la unión. Si el novio o la novia llegaran a morir antes de la pubertad, de acuerdo con la definición de Graciano el matrimonio quedaría invalidado, lo que podría acarrear consecuencias muy embarazosas.
A William nunca le fue posible seguir las enrevesadas controversias clericales; pero tenía una idea bastante aproximada de cómo se solventaban.
—Lo que queréis decir es que lo mismo puede terminar de una manera que de otra.
—Sí.
—Y el resultado dependerá de quién ejerza una mayor presión.
—Sí. En este caso no hay nada que pueda influir sobre el resultado. No existen propiedades, no es cuestión de lealtad ni de alianza militar. Pero, si hubiera algo más en juego, y alguien, por ejemplo un arcediano, esgrimiera con fuerza el argumento contra Graciano, lo más probable sería que rechazaran la anulación. —Dirigió una mirada conocedora a William, quien se agitó incómodo—. Creo que puedo adivinar lo que ahora vas a pedirme.
—Quiero que os opongáis a la anulación.
Waleran entornó los ojos.
—No llego a entender si amas a esa infeliz mujer o la odias.
—Yo tampoco lo sé.
Aliena se encontraba sentada sobre la hierba, en la sombra verdeante debajo de la vigorosa haya. La cascada salpicaba a sus pies, sobre las rocas, gotitas semejantes a lágrimas. Era la cañada donde Jack le contaba todas aquellas historias. Allí era donde él le había dado aquel primer beso, de manera tan casual, y con tal rapidez que ella fingió que no había ocurrido nada. Allí era donde se había enamorado de él, negándose a admitirlo incluso a ella misma. Ahora deseaba de todo corazón habérsele entregado en aquel entonces, que se hubieran casado y tenido sus hijos. Ahora sería ya su mujer por mucho que intentaran impedirlo.
Se tumbó para descansar su espalda dolorida. Se hallaban en pleno verano. El aire era caliente y no se movía una brizna. Ese embarazo era muy pesado y todavía le quedaban por delante seis semanas. Se dijo si no iría a tener gemelos, aunque las patadas sólo las sentía en un lado y cuando Martha, la hermanastra de Jack había puesto el oído contra el vientre de Aliena, sólo había escuchado el latido de un corazón.
Aquel domingo por la tarde Martha se había quedado cuidando de Tommy a fin de que Aliena y Jack se encontraran en los bosques para estar solos un rato y hablar de su futuro. El arzobispo había rechazado la anulación, al parecer porque el obispo Waleran se había opuesto.
Philip dijo que podían volver a solicitarlo; pero que, entretanto, tenían que seguir viviendo separados. Estaba de acuerdo en que ello era injusto; no obstante, opinaba que debía ser la voluntad de Dios. A Aliena le parecía bastante mala voluntad.
La amargura de su pesar era un peso que llevaba consigo como su embarazo. A veces lo sentía de manera más consciente, mientras en otras ocasiones casi lo olvidaba. Pero siempre estaba allí. En algunos momentos, le hacía daño como un dolor habitual. Lamentaba haber hecho daño a Jack, lamentaba el que se hizo a sí misma, incluso lamentaba los sufrimientos del aborrecible Alfred, que ahora vivía de continuo en Shiring y jamás aparecía por Kingsbridge. Se casó con él con el único objeto de mantener a Richard en su intento por recuperar el Condado. Había fracasado en el logro de esa meta y habían contrariado su verdadero amor por Jack. Tenía ya veintiséis años, su vida había quedado arruinada. Todo por su propia culpa.
Recordó con nostalgia aquellos primeros días con Jack. Cuando lo conoció era un chiquillo, aunque, eso sí, fuera de lo corriente. Al crecer siguió pensando en él como en un muchacho. A eso se debió que la cogiera desprevenida. Había rechazado a todos los pretendientes; pero nunca pensó en que Jack fuera uno de ellos, y así había ido dejando que la conociera. Aliena se preguntaba por qué se habría resistido tanto a amar. Adoraba a Jack y no existía placer en su vida semejante al gozo de yacer con él. Sin embargo, hubo un tiempo en que cerró los ojos de manera deliberada a aquella maravillosa felicidad.
Cuando rememoraba el pasado, la vida antes de Jack le parecía vacía. Había trabajado frenéticamente para sacar adelante su negocio de lana. Pero, en la actualidad, aquellos días tan ocupados se le aparecían desprovistos de toda alegría, como un palacio vacío o una mesa servida con bandejas de plata y copas de oro aunque sin manjares.
Oyó pasos y se incorporó rápida. Era Jack. Estaba delgado y tenía buena apostura, como un gato escurridizo. Se sentó junto a ella y la besó suavemente en la boca. Olía a sudor y al polvo de la piedra.
—Hace tanto calor —le dijo—. Bañémonos en el río.
La tentación era irresistible.
Jack se quitó la ropa. Ella le observaba devorándolo con los ojos.
Hacía meses que no veía su cuerpo desnudo. En las piernas tenía mucho pelo rojo, pero nada en el pecho. Se quedó mirándola a la espera de que se desnudara. Aliena sentía timidez. Nunca la había visto cuando estuvo encinta. Deshizo lentamente el lazo del cuello de su vestido de lino y luego se lo sacó por la cabeza. Observó ansiosa la expresión de él, temiendo que aborreciera su cuerpo hinchado; pero Jack no mostró repugnancia alguna; bien al contrario, su mirada no expresaba más que cariño. Debería de haberlo sabido, se dijo. Debería de haber sabido que me querría igual.
Con un rápido movimiento, Jack se arrodilló en tierra junto a ella y besó la piel tensa de su abultado vientre. Aliena rio turbada. Jack le rozó el ombligo.
—El ombligo te sobresale —comentó.
—¡Sabía que ibas a decírmelo!
—Solía ser como un hoyuelo… ahora parece un pezón.
Aliena volvió a sentir timidez.
—Vamos a bañarnos —propuso—. En el agua se sentiría más a gusto.
El remanso junto a la cascada tenía tres pies de profundidad.
Aliena se sumergió en el agua. La sentía deliciosamente fresca sobre su piel ardorosa y se estremeció de deleite. Jack llegó junto a ella. No había espacio para nadar. El remanso sólo tenía unos pies de ancho. Jack puso la cabeza debajo de la cascada para quitarse del pelo el polvo de la piedra. Aliena se hallaba a gusto en el agua, que la aliviaba del peso de su embarazo. Hundió la cabeza para limpiarse el pelo.
Al emerger de nuevo para respirar, Jack la besó.
Aliena balbuceó y rio jadeante, quitándose el agua de los ojos.
Extendió los brazos para mantener el equilibrio y una de sus manos se cerró sobre un duro vástago que sobresalía erecto entre las piernas de Jack semejante al asta de una bandera. Jadeó por el placer.
—He echado de menos esto —le dijo Jack al oído.
Tenía la voz ronca por el deseo y por alguna otra emoción, tal vez tristeza.
Aliena notaba la garganta seca por ese mismo deseo.
—¿Vamos a romper nuestra promesa? —le preguntó.
—Ahora y por toda la eternidad.
—¿Qué quieres decir?
—No viviremos separados. Nos vamos de Kingsbridge.
—¿Y qué harás?
—Ir a una ciudad distinta y construir otra catedral.
—Pero no serás maestro. Y no será tu proyecto.
—Acaso algún día encuentre otra oportunidad. Soy joven.
Tal vez fuera posible, pero Aliena sabía que sería luchar contra corriente. Y Jack también lo sabía. Le conmovió hasta tal punto el sacrificio que quería hacer por ella que se le saltaron las lágrimas. Nadie la había amado así nunca y nadie más lo haría jamás. Pero no estaba dispuesta a que Jack renunciara a lo que más le gustaba hacer.
—No resultará —le dijo.
—¿Qué quieres decir?
—No voy a irme de Kingsbridge.
Jack se enfadó.
—¿Por qué no? En cualquier otro sitio podremos vivir como marido y mujer y a nadie le importará. Podemos incluso casarnos en una iglesia.
Aliena le acarició la cara.
—Te quiero demasiado para apartarte de la catedral de Kingsbridge.
—Eso lo he de decidir yo.
—Te quiero muchísimo, Jack, por tu ofrecimiento. El hecho de que estés dispuesto a renunciar al trabajo de tu vida para vivir conmigo es… Casi se me rompe el corazón al pensar cuánto debes amarme. Pero no quiero ser la mujer que te aparte del trabajo que tanto quieres. No estoy dispuesta a irme contigo de esa manera. Ensombrecería toda nuestra vida. Tú podrías perdonármelo, pero yo jamás lo haría.
La expresión de Jack era triste.
—Sé bien que cuando has tomado una decisión no hay nada que te haga cambiar. ¿Pero qué podemos hacer?
—Intentaremos otra vez la anulación. Viviremos separados.
Jack parecía desconsolado.
—Y vendremos aquí todos los domingos y romperemos nuestra promesa —terminó diciendo ella.
Jack se ciñó a ella y Aliena pudo sentir que Jack volvía a excitarse.
—¿Todos los domingos?
—Sí.
—Podrías quedarte encinta otra vez.
—Nos arriesgaremos. Y voy a empezar a fabricar tejidos como solía hacer. He vuelto a comprar a Philip la lana que no ha vendido y empezaré a organizar a la gente de la ciudad para que la hile y la teja. Luego, la abatanaré en el molino.
—¿Cómo has pagado a Philip? —preguntó Jack sorprendido.
—Todavía no lo he hecho. Le pagaré en balas de tela una vez que la haya confeccionado.
Jack asintió con la cabeza.
—Ha aceptado ese trato porque quiere que te quedes aquí y asegurarse así de que yo también me quede —comentó con amargura.
Aliena asintió.
—Pero aun así obtendrá con ella tela más barata.
—Condenado Philip. Siempre logra lo que quiere.
Aliena comprendió que había ganado.
—Te quiero —dijo besándole.
Él la besó a su vez, acariciándole todo el cuerpo, y deteniéndose anhelante en sus partes secretas.
—Pero necesito estar contigo todas las noches, no sólo los domingos —declaró dejando de acariciarla.
Aliena lo besó en la oreja.
—Un día lo estaremos —respondió con voz entrecortada—. Te lo prometo.
Jack se colocó detrás de ella, dejándose llevar por el agua, y la atrajo hacia sí de manera que sus piernas le quedaran debajo. Aliena separó los muslos y flotó suavemente quedando contra él, que le acarició los senos turgentes, jugueteando con sus inflamados pezones. Finalmente la penetró y ella se estremeció de placer.
Hicieron el amor en el fresco remanso, con lentitud y suavidad, acompañados por el ímpetu de la cascada. Jack rodeó con los brazos el vientre de Aliena, tocándola con sus hábiles manos entre las piernas, presionando y acariciando mientras entraba y salía. Nunca habían realizado antes nada semejante, no habían hecho el amor de esa manera en que podía acariciar al mismo tiempo todas sus partes más sensitivas. Y era muy diferente, un placer más intenso, tan diferente como el existente entre un dolor agudo y otro sordo. Pero acaso se debiera a que se sentía tristísimo. Al cabo de un rato, Aliena se abandonó a aquella sensación. Su intensidad aumentó con tal rapidez que el orgasmo la cogió por sorpresa, asustándola casi. Se sintió sacudida por espasmos de placer tan convulsos que la obligaron a gritar.
Jack permanecía dentro de ella, duro, insatisfecho, mientras Aliena contenía el aliento. Jack estaba quieto, ya sin empujar; pero Aliena se dio cuenta de que no había alcanzado el clímax. Al cabo de un rato empezó a moverse de nuevo, alentándolo; pero él no reaccionó. Aliena volvióse y lo besó por encima del hombro. En su cara el agua era cálida. Estaba llorando.
Quinta Parte (1152-1155)
Capítulo Catorce
Jack acabó los cruceros, los dos brazos de la cruz que formaba la planta de la iglesia. Había tardado siete años. Aquello era cuanto él había soñado. Perfeccionó las ideas de Saint-Denis, haciéndolo todo más alto y estrecho. Los grupos de fustes de los estribos se alzaban gráciles a través de la galería y se convertían luego en los nervios de la bóveda, curvándose hasta unirse en el centro del techo. Las elevadas ventanas ojivales inundaban de luz el interior. Las molduras eran preciosas y delicadas, y la ornamentación esculpida componía un denso follaje de piedra.
Sin embargo en el presbiterio descubrió unas grietas.
Permanecía en pie en el alto pasaje del presbiterio, mirando a través del vacío del crucero norte, cavilando. Era una deslumbrante mañana primaveral. Se sentía desconcertado y frustrado. De acuerdo con el profundo saber de los albañiles, la estructura era fuerte. Pero una larga fisura revelaba alguna debilidad. Su bóveda era más alta que cualquier otra que él hubiera visto jamás, pero no hasta el punto de poner en peligro la estructura. No había cometido la equivocación de Alfred colocando una bóveda de piedra en una edificación que no había sido construida para soportar ese peso. Sus muros habían sido concebidos para una bóveda de piedra. No obstante, habían aparecido grietas en el presbiterio, más o menos en el mismo sitio en que el techo anterior se había derrumbado.
Pero Alfred había cometido un error de cálculo, y Jack estaba completamente seguro de no haber incurrido en la misma equivocación. Algún nuevo factor debía de haber intervenido en la falla y Jack ignoraba cuál podía ser.
No resultaba peligroso, al menos a corto plazo. Habían rellenado las grietas con argamasa y no volvieron a aparecer. La edificación era segura. Pero también débil; y para Jack esa debilidad lo estropeaba todo. Quería que su iglesia perdurara hasta el Día del Juicio Final.
Salió del trifolio y bajó la escalera de la torreta hasta la galería, donde había preparado el suelo para sus dibujos, en la esquina en la que entraba buena luz a través de una de las ventanas del pórtico norte. Empezó a dibujar el plinto de un pilar de nave. Dibujó un diamante; luego, un cuadrado dentro del diamante y, finalmente, un círculo en el interior del cuadrado. Los principales fustes del pilar emergerían de los cuatro puntos del diamante y ascenderían por la columna, para distribuirse luego hacia el norte, el sur, el este y el oeste, convertidos en arcos o nervios. Otros fustes secundarios, saliendo de las esquinas del cuadrado, se alzarían también para convertirse en nervios de bóveda, atravesando en diagonal la de la nave central, por un lado, y la de la lateral, por el otro. El círculo en el centro representaba el núcleo del pilar.
Todos los dibujos de Jack se basaban en sencillas formas geométricas y en algunas proporciones no tan sencillas, tales como la proporción de la raíz cuadrada de dos a la raíz cuadrada de tres. Jack había aprendido en Toledo a calcular las raíces cuadradas. Pero la mayoría de los albañiles no sabían hacerlo y, en su lugar, recurrían a cálculos simples. Sabían que si se trazaba un círculo alrededor de las cuatro puntas de un cuadrado, el diámetro del círculo era mayor que el lado del cuadrado en la proporción de la raíz cuadrada de dos a uno. Esa proporción, raíz cuadrada a uno, era la fórmula más antigua de los albañiles, porque, en una construcción sencilla, era la proporción entre el ancho exterior con el interior dando así, por lo tanto, el grosor del muro.
La tarea de Jack era mucho más complicada a causa del significado religioso de varios números. El prior Philip proyectaba consagrar de nuevo la iglesia a la Virgen María, dado que la Virgen de las Lágrimas había hecho más milagros que la tumba de San Adolfo y, en consecuencia, querían que Jack utilizara los números nueve y siete que eran los de María. Por lo tanto, había diseñado la nave con nueve intercolumnios, y con siete el nuevo presbiterio, el cual habría de construirse una vez estuviera terminado todo el resto. Las arcadas ciegas entrelazadas en las naves laterales tendrían siete arcos por intercolumnio y, en la fachada oeste, habría nueve estrechas ventanas ojivales. Jack no tenía opinión acerca del significado teológico de los números, pero sentía de manera instintiva que, si se utilizaban los mismos números de forma consecuente, con toda seguridad, se obtenía una mayor armonía en el edificio una vez acabado.
Antes de que hubiera terminado de dibujar el plinto, le interrumpió el maestro trastejador que se había encontrado con un problema y quería que Jack lo resolviera.
Siguió al hombre por la escalera de la torreta y, dejando atrás el trifolio, se encontraron en la zona del tejado. Atravesaron los domos que formaban la parte superior de la bóveda de nervios. Sobre ellos, los trastejadores estaban desenrollando grandes láminas de plomo y clavándolas sobre las traviesas, empezando desde abajo y subiendo, de forma que las láminas superiores fueran cubriendo las más bajas impidiendo la entrada de la lluvia.
Jack descubrió al punto el problema. Al final de una gotera y entre dos cubiertas sesgadas, había colocado un fastigio decorativo. Pero había dejado el diseño en manos de un maestro albañil, y este no tomó precauciones para que el agua de lluvia del tejado pasara a través o por debajo del fastigio. El albañil habría de cambiar aquello. Dijo al maestro trastejador que le transmitiera sus instrucciones y volvió de nuevo a sus dibujos.
Quedó asombrado al encontrar allí a Alfred esperándolo.
Hacía diez años que no había cruzado palabra con él. De cuando en cuando, lo había visto de lejos, en Shiring o en Winchester. Aliena tampoco lo había visto desde hacía nueve años, a pesar de seguir casados de acuerdo con la Iglesia. Martha iba a visitarlo una vez al año a su casa de Shiring. Siempre volvía con la misma información: seguía prosperando con la construcción de casas para los ciudadanos de Shiring, vivía solo y continuaba siendo el de siempre.
Pero, en esta ocasión, Alfred no parecía muy próspero. Jack encontró que tenía un aspecto cansado y derrotado. Siempre había sido fuerte y corpulento; sin embargo, ahora se le veía flaco. Tenía la cara más delgada y la mano, con la que se apartaba el pelo de los ojos, y que un día fue carnosa, estaba huesuda.
—Hola, Jack —dijo. Su expresión era agresiva, aunque el tono de voz parecía querer mostrarse congraciador. Una mezcla poco atrayente.
—Hola, Alfred —contestó Jack cauteloso—. La última vez que te vi llevabas una túnica de seda y te estabas poniendo gordo.
—Eso fue hace tres años. Antes de la primera de las malas cosechas.
—Sí, claro.
Tres malas cosechas seguidas habían provocado el hambre. Los siervos morían de inanición, los arrendatarios de granjas estaban en la miseria y cabía suponer que los burgueses de Shiring ya no podían permitirse nuevas y espléndidas casas de piedra. Alfred estaba acusando aquella situación de extrema necesidad. Jack le preguntó: