—¿Y qué te trae por Kingsbridge después de tanto tiempo?
—Oí hablar de tus cruceros y vine a echar una ojeada. —Su tono era de admiración envidiosa—. ¿Dónde aprendiste a construir así?
—En París —contestó Jack lacónico. No quería discutir aquel periodo de su vida con su hermanastro, puesto que él había sido la causa de su exilio.
—Bien. —Alfred parecía incómodo. Finalmente dijo con estudiada indiferencia:
—Estaría dispuesto a trabajar aquí a fin de aprender algunas cosas.
Jack se quedó atónito. ¿Era posible que Alfred tuviera la desfachatez de pedirle trabajo? Tratando de ganar tiempo le preguntó:
—¿Y qué me dices de tu cuadrilla?
—Ahora trabajo por mi cuenta —le contestó Alfred intentando siempre mostrarse indiferente—. No hay trabajo suficiente para una cuadrilla.
—De todas formas, por el momento no necesitamos a nadie —alegó Jack con parecida indiferencia—. Estamos al completo.
—Pero siempre te vendrá bien un buen albañil, ¿no?
Jack apreció una nota suplicante en su voz y comprendió que Alfred estaba desesperado. Decidió mostrarse franco.
—Después de la vida que hemos llevado, soy la última persona a la que debieras recurrir en busca de ayuda, Alfred.
—Y lo eres, en efecto —admitió Alfred sin rodeos—. Lo he intentado en todas partes. Nadie tiene trabajo. Es a causa de la hambruna.
Jack pensó en todas las veces que Alfred le había maltratado, atormentado y golpeado. Fue él quien le condujo al monasterio, y luego le obligó a alejarse de su hogar y su familia. No existía motivo alguno que pudiera inducirle a ayudarle. Antes al contrario, tenía grandes razones para regocijarse con su desgracia.
—No te admitiría aunque necesitara hombres —le contestó.
—Pensé que podrías hacerlo —alegó Alfred con terca insistencia—. Después de todo, mi padre te enseñó cuanto sabes. Gracias a él eres maestro de obras. ¿No me ayudarás en memoria suya?
Por Tom. De repente, Jack sintió cierto remordimiento de conciencia. Tom había intentado ser un buen padrastro. No se había mostrado cariñoso ni comprensivo; pero a sus propios hijos los había tratado de manera parecida. Fue paciente y generoso en la transmisión de sus conocimientos y habilidades. Y también había hecho feliz casi siempre a su madre. Después de todo, se dijo Jack, aquí estoy, soy un maestro constructor, triunfador y próspero, y me hallo en camino de lograr mi ambición de construir la catedral más hermosa del mundo, mientras que Alfred se encuentra arruinado y hambriento y también sin trabajo. ¿No es esto ya suficiente venganza?
No, no lo es, se dijo.
Luego se aplacó.
—Muy bien —contestó—. Quedas contratado en memoria de Tom.
—Gracias —dijo Alfred con expresión hermética—. ¿He de empezar de inmediato?
Jack asintió.
—Estamos echando los cimientos en la nave. Dedícate a ello por el momento.
Alfred alargó la mano. Jack vaciló un instante; luego, se la estrechó, y comprobó que seguía teniendo la fuerza de siempre.
Alfred desapareció. Jack permaneció allí en pie, mirando hacia abajo su dibujo de un plinto de la nave. Era de tamaño natural a fin de que, cuando estuviera acabado, un maestro carpintero pudiera hacer una plantilla de madera directamente del dibujo. Y esa plantilla la utilizarían los albañiles para marcar las piedras que hubiera que tallar.
¿Habría tomado la decisión correcta? Recordaba que la bóveda de Alfred se había derrumbado. Por supuesto, no confiaría trabajos difíciles, como el abovedado o los arcos. Muros y suelos lisos sería su trabajo.
Mientras Jack seguía reflexionando, sonó la campana del mediodía para el almuerzo. Dejó su instrumento de alambre para dibujar y bajó por la escalera de la torreta hasta llegar al suelo.
Los albañiles casados se iban a almorzar a casa y los solteros lo hacían en la logia. En algunas obras daban el almuerzo a fin de evitar los retrasos en acudir al trabajo por las tardes, el ausentismo y la embriaguez. Pero la comida de los monjes era a menudo espartana, y la mayoría de los trabajadores de la construcción preferían llevar la suya. Jack vivía en la vieja vivienda de Tom, con Martha, su hermanastra, que desempeñaba las tareas de ama de casa. Y siempre que Aliena estaba ocupada, se encargaba también de cuidar de Tommy y del segundo hijo de Jack, una niña llamada Sally. Por lo general, Martha hacía el almuerzo para Jack y los niños y, a veces, se les unía Aliena.
Jack abandonó el recinto del priorato y se dirigió con paso rápido a casa. Durante el camino le asaltó una idea. ¿Pensaría Alfred instalarse de nuevo en la casa con Martha? Después de todo era su hermana. No había pensado en ello cuando le dio trabajo.
Al cabo de un momento, llegó a la conclusión de que era un temor estúpido. Hacía mucho que habían pasado los días en que Alfred podía intimidarle. Era el maestro de obras de Kingsbridge, y si él decía que Alfred no podía instalarse en la casa, desde luego que no lo haría.
Abrigó cierto temor de encontrarse con Alfred sentado a la mesa de la cocina, y se sintió aliviado al descubrir que no era así. Aliena vigilaba a los niños mientras comían, en tanto que Martha removía el contenido de un puchero que tenía en el fuego.
Dio un beso rápido a Aliena en la frente. Ahora ya tenía treinta y tres años; pero su aspecto era el mismo que hacía diez. Su pelo seguía siendo una abundante masa de bucles castaño intenso y tenía la misma boca generosa y los hermosos ojos oscuros. Sólo cuando estaba desnuda revelaba los efectos físicos causados por el tiempo y la maternidad. Sus maravillosos y turgentes senos habían perdido algo de firmeza, tenía las caderas más anchas y su vientre jamás recuperaría su dura lisura original.
Jack miró con cariño a sus dos hijitos.
Tommy, de nueve años, un muchacho pelirrojo y saludable, alto para su edad. Se zampaba el guisado de cordero como si no hubiera comido en una semana. Sally, de siete, con bucles oscuros como su madre, sonriendo feliz y enseñando un hueco entre los dientes delanteros, igual que Martha cuando Jack la vio por primera vez hacía ya diecisiete años. Tommy iba todas las mañanas a la escuela en el priorato para aprender a leer y escribir. Pero, como los monjes no admitían niñas, era Aliena la que enseñaba a Sally.
Jack se sentó. Martha retiró la olla del fuego y la colocó sobre la mesa. Era una muchacha extraña. Había cumplido ya los veinte; pero no parecía tener interés en casarse. Siempre había estado muy encariñada con Jack, y se sentía satisfecha de llevar la casa para él. Sin lugar a dudas, Jack presidía el hogar más extraño del condado. Aliena y él eran dos de los principales ciudadanos de la ciudad. Él en su calidad de maestro de obras de la catedral, y ella por ser la mayor fabricante de tejidos fuera de Winchester. Todo el mundo los trataba como si fuesen marido y mujer. Sin embargo, les estaba prohibido pasar las noches juntos y habitaban en casas distintas. Aliena vivía con su hermano y Jack con su hermanastra. Los domingos por la tarde, y también los días de fiesta, desaparecían. Y todo el mundo sabía lo que estaban haciendo. Salvo, como era natural, el prior Philip. Por otra parte, la madre de Jack vivía en una cueva en el bosque, porque se suponía que era bruja.
De cuando en cuando, Jack se ponía furioso al recordar que no le permitían casarse con Aliena. Yacía despierto escuchando a Martha roncar en la habitación contigua y pensaba: Tengo veintiocho años. ¿Por qué he de dormir solo? Al día siguiente se mostraba malhumorado con el prior Philip, rechazando cuantas sugerencias o solicitudes se hacían en la sala capitular, dándolas por impracticables o en extremo costosas, negándose a discutir alternativas, como si sólo hubiera una forma de construir una catedral y esa fuera la suya propia.
También Aliena se sentía desgraciada y la tomaba con Jack. Se volvía impaciente e intolerante, criticando todo cuanto él hacía, acostando a los niños tan pronto como él llegaba. Cuando él comía, ella decía que no tenía apetito. Al cabo de uno o dos días de semejante talante, rompía a llorar y decía que lo sentía. Eran felices de nuevo, hasta la siguiente vez en que la tensión era demasiado para ella.
Jack se sirvió guisado en un cuenco y empezó a comer.
—Adivinad quién vino al enclave esta mañana —dijo, y sin esperar respuesta, añadió—: Alfred.
Martha dejó caer sobre el fogón la tapadera de hierro de una olla, con un fuerte chasquido metálico. Jack la miró y vio el miedo reflejado en su rostro. Se volvió hacia Aliena y observó que había palidecido.
—¿Qué está haciendo en Kingsbridge? —preguntó Aliena.
—Buscando trabajo. El hambre ha empobrecido a los mercaderes de Shiring y ya no construyen casas de piedra como solían hacer. Ha disuelto su cuadrilla y no puede encontrar ocupación.
—Espero que lo hayas enviado con viento fresco —dijo Aliena.
—Dijo que debería darle trabajo en recuerdo de Tom —alegó Jack nervioso, pues no había previsto semejante reacción por parte de ambas mujeres—. Al fin y al cabo todo se lo debo a Tom.
—Al diablo con eso —replicó Aliena.
Jack pensó que aquella expresión se la debía a su madre.
—Bueno, en definitiva, lo he contratado —informó.
—¡Jack! —chilló Aliena—. ¿Cómo has podido? ¡No tienes derecho a dejar que ese demonio vuelva a Kingsbridge!
Sally empezó a llorar. Tommy miraba a su madre con los ojos muy abiertos.
—Alfred no es un demonio. Está hambriento y sin dinero. Lo he salvado en recuerdo de su padre —reiteró Jack.
—No te hubiera dado tanta lástima si te hubiera obligado a dormir en el suelo a los pies de su cama, como un perro, durante nueve meses.
—A mí me ha hecho cosas peores… Pregúntale a Martha.
—Y a mí —agregó esta.
—Pero llegué a la conclusión de que verlo en ese estado era ya suficiente venganza para mí.
—Bien, pero no lo es para mí —alegó Aliena—. ¡Por todos los santos que eres un condenado loco, Jack Jackson! A veces doy gracias a Dios de no estar casada contigo.
Aquello le dolió. Jack apartó la mirada. Sabía que Aliena no decía aquello de corazón; pero ya era bastante malo que lo dijera, incluso dominada por la ira. Cogió la cuchara y empezó a comer. Aunque ya no tenía hambre.
Aliena dio a Sally unas palmaditas en la cabeza y le metió en la boca un trozo de zanahoria.
Jack miró a Tommy, que seguía con los ojos clavados en Aliena, evidentemente asustado.
—Come, Tommy —le dijo Jack—. Está bueno.
Terminaron de comer en silencio.
En la primavera del año en que fueron terminados los cruceros, el prior Philip realizó un recorrido por las propiedades que el monasterio tenía en el sur. Al cabo de tres pésimos años, necesitaba una buena cosecha y quería comprobar el estado en que se encontraban las granjas.
Se llevó consigo a Jonathan. El huérfano del priorato era ya un adolescente de dieciséis años, alto, desmañado e inteligente. Al igual que Philip a su misma edad, no parecía albergar duda alguna de lo que quería que fuese su vida. Había completado su noviciado y hecho los votos, y ya era el hermano Jonathan. Y también como Philip, estaba interesado en el lado práctico del servicio de Dios, y trabajaba como ayudante del ya anciano Cuthbert. Philip estaba orgulloso del muchacho. Era devoto, trabajador y gustaba a todos.
Llevaban como escolta a Richard, el hermano de Aliena. Este había encontrado al fin su sitio en Kingsbridge. Una vez construida la muralla de la ciudad, Philip sugirió a la comunidad parroquial que nombraran a Richard Jefe de Vigilancia, responsable de la seguridad ciudadana. Organizaba a los centinelas nocturnos y se ocupaba del mantenimiento y mejora de los muros. En los días de mercado y en las fiestas de guardar, estaba autorizado a detener a camorristas y borrachos. Tales tareas que habían llegado a ser esenciales al convertirse el pueblo en ciudad, no podían ser hechas por los monjes, de modo que la comunidad parroquial, que en principio Philip había considerado una amenaza a su autoridad, había llegado a ser útil después de todo. Y Richard estaba contento. Tenía ya casi treinta años. Pero la vida activa le mantenía con aspecto joven.
A Philip le hubiera agradado que la hermana de Richard estuviera también asentada. Si había una persona a la que la Iglesia le hubiera fallado, esa era Aliena. Jack era el hombre al que quería y el padre de sus hijos. Pero la Iglesia insistía en que estaba casada con Alfred, incluso no habiendo tenido jamás trato carnal con él. Y, además, se hallaba imposibilitada de obtener la anulación del matrimonio por culpa de la mala voluntad del obispo. Era vergonzoso, y Philip se sentía culpable, incluso no siendo él responsable de la negativa eclesiástica.
—Me pregunto por qué Dios permite que las gentes mueran de hambre —dijo el joven Jonathan, casi al término del viaje cuando volvían ya a casa cabalgando a través del bosque en una clara mañana primaveral.
Era una pregunta que todos los monjes jóvenes se hacían tarde o temprano y, para ella, había infinidad de respuestas.
—No culpes a Dios de esta hambruna.
—Pero el mal tiempo, que ha sido causa de esas malas cosechas, fue obra de Dios.
—La hambruna no se debe sólo a las malas cosechas —respondió Philip—. Siempre, cada cierto tiempo, ha habido malas cosechas. Sin embargo, la gente no se moría de hambre. La característica especial de esta crisis es que ha tenido lugar al cabo de tantos años de guerra civil —dijo Philip.
—¿Y por qué es diferente? —insistió Jonathan.
—La guerra es mala para el cultivo de la tierra —intervino Richard—. Se mata al ganado para alimentar a los ejércitos, las cosechas se queman para que no caigan en manos enemigas y las granjas quedan abandonadas cuando los caballeros van a la guerra.
Philip agregó:
—Y, cuando los tiempos son inciertos, las gentes no se muestran dispuestas a invertir tiempo y energía desbrozando nuevos terrenos, aumentando el ganado, cavando zanjas o construyendo graneros.
—Nosotros no hemos dejado de hacer esos trabajos —alegó Jonathan.
—Los monasterios son diferentes. Pero la mayoría de los granjeros corrientes abandonaron de tal manera sus granjas durante la lucha, que cuando llegó el mal tiempo no estaban en buenas condiciones para ponerlas en marcha. Los monjes ven más allá. Pero nosotros tenemos otro problema. El precio de la lana ha caído debido a la hambruna.
—No veo la relación —dijo Jonathan.
—Supongo que se deberá a que la gente hambrienta no compra ropa —repuso Philip. Hasta donde Philip recordaba, era la primera vez que el precio de la lana había dejado de subir cada año. Se vio obligado a reducir el ritmo de la construcción de la catedral, a no admitir nuevos novicios y a suprimir el vino y la carne en la dieta de los monjes—. Eso significa, por desgracia, que estamos economizando precisamente cuando a Kingsbridge acude sin cesar gente en la miseria que busca trabajo —añadió.
—Y terminan haciendo cola ante la puerta del priorato para que les den pan bazo y un cuenco de potaje —concluyó Jonathan.
Philip asintió ceñudo. Se le partía el corazón al ver a hombres fuertes reducidos a mendigar el pan porque no podían encontrar un empleo.
—Pero recuerda que la culpa es de la guerra, no del mal tiempo —dijo el prior.
—Espero que tengan reservado un lugar especial en el infierno para los condes y reyes causantes de tanta miseria —exclamó Jonathan con pasión juvenil.
—Así lo espero… ¡Que los santos nos protejan! ¿Qué es esto?
Había surgido una figura extraña de entre la maleza y corría a toda velocidad hacia Philip. Iba vestido de harapos, llevaba el pelo enmarañado y la cara negra por la suciedad. Philip pensó que el pobre hombre debía andar huyendo de algún enloquecido verraco, o incluso de un oso que se hubiera escapado.
Pero entonces el harapiento se lanzó contra Philip. El cual quedó tan sorprendido que cayó del caballo.
Su atacante cayó sobre él. Olía como un animal y también emitía ruidos como si lo fuera. Lanzaba constantes gruñidos inarticulados. Philip se retorcía y daba puntapiés. El hombre parecía querer apoderarse de la bolsa de cuero que llevaba colgada al hombro. El prior comprendió al fin que trataba de robarle. La bolsa de cuero sólo contenía un libro, El cantar de los cantares. Philip luchaba desesperadamente por liberarse, no porque estuviera encariñadísimo con el libro, sino porque el ladrón estaba sucio hasta la repugnancia.
Pero Philip se encontraba enredado con la correa de la bolsa que el bandido no quería soltar. Rodaron por el suelo. El monje tratando de apartarse y el bandido intentando hacerse con la bolsa. Philip apenas se había dado cuenta que su caballo había huido. De repente, Richard agarró al ladrón y lo apartó. Philip siguió rodando y luego se incorporó y se quedó sentado. Pero pasó un momento antes de que se pusiera de pie. Estaba aturdido y mareado. Aspiró el aire fresco, aliviado de verse libre del mefítico abrazo del ladrón. Se palpó las magulladuras. No tenía nada roto. Luego, dirigió su atención a los otros.
Richard tenía al ladrón inmovilizado boca abajo en el suelo con un pie entre las paletillas del hombre y la punta de su espada rozándole la nuca. Jonathan sostenía perplejo las riendas de los otros dos caballos.
Philip se incorporó cauteloso, con una gran sensación de debilidad. Cuando tenía la edad de Jonathan, podía caerme de un caballo y ponerme de nuevo en pie como impulsado por un resorte, se dijo.
—Si vigiláis a esta sabandija, iré a traer vuestro caballo —dijo Richard tendiendo su espada a Philip.
—Muy bien —repuso el prior apartando de sí la espada—. No necesitaré eso.
Richard vaciló y luego envainó el arma. El ladrón permanecía inmóvil. Las piernas que aparecían por debajo de su túnica estaban flacas como sarmientos y tenían su mismo color. Iba descalzo. Philip no había corrido grave peligro ni por un instante. Aquel pobre hombre estaba demasiado débil para retorcer el cuello siquiera a una gallina. Richard se alejó en busca del caballo de Philip.
El ladrón vio irse a Richard y pareció a punto de saltar. Philip supo que el hombre iba a intentar huir.
—¿Quieres comer algo? —le preguntó para detenerle.
El ladrón, levantando la cabeza miró a Philip como si le creyera loco.
Philip se acercó al caballo de Jonathan y abrió unas alforjas.
Sacó una hogaza, la partió y alargó la mitad al ladrón. El hombre la agarró, todavía incrédulo y, de inmediato, se la metió casi toda en la boca.
Philip se sentó en el suelo y le observó. El hombre comía como un animal, intentando tragar cuanto le era posible antes de que pudieran arrebatarle el pan. En un principio, a Philip le pareció un hombre viejo; pero ahora que lo podía ver mejor, se dio cuenta de que el ladrón era en realidad muy joven, acaso veinticinco años. Richard regresó llevando de la brida al caballo de Philip. Se mostró indignado al ver al ladrón sentado y comiendo.
—¿Por qué le habéis dado nuestra comida? —demandó a Philip.
—Porque está hambriento.
Richard no contestó, pero su expresión daba a entender que consideraba locos a todos los monjes.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Philip al ladrón cuando este hubo terminado de comer.
El hombre parecía cauteloso. Vaciló. Al prior se le ocurrió la idea de que hacía algún tiempo que no hablaba con otro ser humano.
—David —respondió al fin.
Como quiera que fuese todavía sigue cuerdo, pensó Philip.
—¿Qué te ha ocurrido, David? —le preguntó.
—Después de la última cosecha, perdí mi granja.
—¿Quién era tu señor?
—El conde de Shiring.
William Hamleigh. No le sorprendió.
Miles de arrendatarios granjeros se habían encontrado imposibilitados de pagar sus arriendos al cabo de tres malas cosechas. Cuando alguno de los arrendatarios de Philip fallaba, se limitaba a perdonarle la renta; ya que si hacía que quedaran en la miseria, de todas maneras acudirían al priorato en busca de caridad. Otros propietarios, en especial William Hamleigh, se aprovechaban de la crisis para despedir a sus arrendatarios y tomar posesión de nuevo de sus granjas. El resultado era el gran aumento del número de proscritos que vivían en el bosque y asaltaban a los viajeros. Ese era el motivo de que Philip llevara consigo a Richard a todas partes a modo de protección.
—¿Y qué hay de tu familia? —preguntó al ladrón.
—Mi mujer cogió al bebé y volvió con su madre. Pero no había sitio para mí.
Era la historia de siempre.
—Es pecado atacar a un monje, David, y también está mal vivir del robo.
—Entonces, ¿cómo podré subsistir? —gritó el hombre.
—Si vas a quedarte en el bosque, más te valdrá coger pájaros y peces.
—¡No sé hacerlo!
—Como ladrón eres un fracaso —le criticó Philip—. ¿Qué posibilidad de éxito tenías, sin armas, contra nosotros, que somos tres y llevamos a Richard armado hasta los dientes?
—Estaba desesperado.
—Bien, la próxima vez que estés desesperado acude a un monasterio. Siempre hay algo para que un hombre pobre pueda comer.
Philip se puso en pie. Sentía en la boca el regusto acre de la hipocresía. Sabía que los monasterios no tenían posibilidad de alimentar a todos los proscritos. En realidad, la mayoría de ellos no tenían otra alternativa que el robo. Pero su papel en la vida era aconsejar que se viviera de modo virtuoso y no buscar excusas para el pecado.
Nada más podía hacer por aquel desgraciado. Cogió a Richard las riendas de su caballo y lo montó. Se dio cuenta de que las heridas y magulladuras producidas por la caída iban a dolerle durante días.
—Sigue tu camino y no vuelvas a pecar —dijo emulando a Jesús.
—En verdad que sois demasiado bueno —comentó Richard mientras seguían su camino.
Philip movió la cabeza, apesadumbrado.
—La triste realidad es que no soy lo bastante bueno.
William Hamleigh se casó el domingo anterior al de Pentecostés.
Fue idea de su madre.
Durante años, le había estado fastidiando con la cantinela de que buscara esposa y engendrara un heredero. Pero él siempre fue dando de lado aquella idea. Las mujeres le aburrían y, por algo que no comprendía y en lo que no quería pensar, le hacían sentirse inquieto. Siempre había estado diciendo a su madre que pronto se casaría; pero jamás hacía nada al respecto.
Al final fue ella quien le encontró una novia.
Se llamaba Elizabeth. Era hija de Harold de Weymouth, acaudalado caballero y poderoso partidario de Stephen. Regan Hamleigh explicó a su hijo que, con un pequeño esfuerzo por su parte, habría podido hacer un matrimonio mejor. Debió casarse con la hija de un conde; pero, como no parecía estar dispuesto a hacer nada, Elizabeth serviría.
William la había visto en la corte del rey, en Winchester. Y Regan se había dado cuenta de que la miraba. Tenía una cara bonita, una masa de bucles de un tono castaño claro, un gran busto y caderas estrechas.
Contaba catorce años.
Mientras William la estuvo mirando, se imaginaba un encuentro con ella una noche oscura, poseyéndola por la fuerza en alguna callejuela de Winchester. Ni por un instante había pensado en el matrimonio. Sin embargo, su madre descubrió en seguida que se mostraba receptivo y que la joven era una hija obediente que haría lo que le dijeran. Preparó una entrevista después de haber tranquilizado a William de que no se repetiría la humillación que Aliena infligió a la familia.
William estuvo nervioso. La última vez que hizo algo parecido era un joven inexperto de veinte años, hijo de un caballero, y se dirigió a una joven y arrogante dama de la nobleza. Pero ahora era un hombre encallecido en las batallas, de treinta y siete, y hacía diez que era el conde de Shiring. Era estúpido sentirse nervioso por una entrevista con una zagala de catorce años.
Sin embargo, ella estaba todavía más nerviosa. Y también desesperada por gustarle. Habló muy excitada de su casa y su familia, de sus caballos y sus perros, de parientes y amigos. William permanecía sentado en silencio, observando su cara e imaginándose qué aspecto tendría desnuda.
Los casó el obispo Waleran en la capilla de Earlcastle. Existía la costumbre de invitar a todos los personajes de importancia del Condado, y William hubiera perdido prestigio de no haber ofrecido un opíparo banquete. En los terrenos del castillo, se asaron tres bueyes enteros y docenas de ovejas y cerdos. Los invitados bebieron cerveza, sidra y vino de las bodegas del castillo hasta casi el agotamiento. La madre de William presidía el festejo con una expresión de triunfo en su desfigurado rostro. El obispo Waleran consideraba un tanto desagradables aquellas celebraciones vulgares y se retiró cuando el tío de la novia empezó a contar historias escabrosamente divertidas sobre recién casados.
Al caer la noche, los novios se retiraron a su cámara, dejando que los invitados continuaran la jarana. William había asistido a suficientes bodas para estar al tanto de las ideas que en aquellos momentos se les estaban ocurriendo a los invitados más jóvenes, de manera que hizo que Walter montara guardia delante de la puerta y la atrancó por dentro para evitar interrupciones.
Elizabeth se quitó la túnica y los zapatos y permaneció allí en pie con su camisola de lino.