—Entonces construyamos mal. ¿Pero cómo?
Jack reflexionó un instante.
—Por el momento, tenemos albañiles levantando muros, carpinteros construyendo cercas, jornaleros haciendo terraplenes y a los ciudadanos llevando y trayendo materiales. Pero la mayoría de los carpinteros pueden construir un muro liso y también la mayoría de los jornaleros saben levantar una cerca. Además, podemos dejar que los habitantes de la ciudad caven el foso y arrojen la tierra a los terraplenes. Y tan pronto como la operación esté encaminada, los monjes más jóvenes pueden dar de lado la organización y empezar ellos mismos a trabajar.
—Muy bien.
Al terminar la gente de comer, se les transmitieron las nuevas órdenes. Jack se dijo que aquella no sólo iba a ser la muralla peor construida de Inglaterra, sino que probablemente también la de vida más corta. Sería un verdadero milagro si toda ella seguía en pie al cabo de una semana.
Al llegar la tarde, la gente empezaba a sentirse cansada, en especial aquellos que habían estado levantados toda la noche. Se desvaneció el ambiente festivo y los trabajadores se concentraron con ahínco en la dura tarea. Los muros de piedra fueron adquiriendo altura, el foso se hizo más profundo y las brechas en la cerca empezaron a cerrarse. Cuando el sol comenzaba a descender por la línea occidental del horizonte, suspendieron el trabajo para cenar y luego empezaron de nuevo.
Al caer la noche, todavía no estaba terminada la muralla.
Philip estableció una vigilancia, ordenó a todo el mundo, salvo a los guardianes, que durmieran unas horas y dijo que tocaría la campana a media noche. Los agotados ciudadanos fueron a acostarse.
Jack se dirigió a casa de Aliena. Richard y ella estaban todavía despiertos.
—Quiero que vayas a ocultarte a los bosques con Tommy —dijo Jack a Aliena.
Aquella idea le había estado rondando todo el día. En un principio la rechazó; pero, a medida que pasaba el tiempo, seguía volviendo a su mente el espantoso recuerdo del día en que William prendiera fuego a la feria del vellón, y finalmente decidió alejarla de allí.
—Prefiero quedarme —contestó ella con firmeza.
—No sé si esto resultará, Aliena, y no quiero que estés aquí si William Hamleigh logra atravesar la muralla.
—Pero no puedo irme cuando lo estás organizando de manera para que todos se queden y luchen —alegó tratando de razonar con él.
Pero a Jack había dejado de preocuparle lo que fuera o no razonable.
—Si te vas ahora no se enterarán.
—Al final se darán cuenta.
—Para entonces todo habrá terminado.
—Piensa en el baldón.
—¡Al diablo con el baldón! —gritó, fuera de sí al no ser capaz de encontrar las palabras que lograran convencerla—. ¡Lo que quiero es que estés a salvo!
Su tono iracundo despertó a Tommy que rompió a llorar. Aliena lo cogió en brazos y empezó a mecerlo.
—Ni siquiera estoy segura de que me encuentre a salvo en el bosque —dijo.
—William no buscará en el bosque. Lo que le interesa es la ciudad.
—Quizás esté interesado en mí.
—Puedes ocultarte en tu cañada. Allí nunca va nadie.
—William puede encontrarla por casualidad.
—Escúchame. Estarás más segura que aquí. Lo sé bien.
—De todas maneras quiero quedarme.
—Y yo no quiero que te quedes —respondió Jack con dureza.
—Bien, pues a pesar de todo me quedo —afirmó Aliena con una sonrisa, haciendo caso omiso de su deliberada rudeza.
Jack contuvo una maldición. No había forma de discutir con ella una vez que había decidido algo. Era más tozuda que una mula.
Cambiando de táctica empezó a suplicarle.
—Estoy asustado, Aliena, por lo que pueda ocurrir mañana.
—Yo también lo estoy —confesó ella—. Y creo que debemos de estarlo juntos.
Jack sabía que debería ceder de buen grado, pero estaba demasiado preocupado.
—¡Maldita sea! —exclamó furioso.
Y salió airado de la casa.
Permaneció en pie afuera, aspirando el aire de la noche. Al cabo de unos momentos recobró la serenidad. Seguía estando preocupadísimo; pero era estúpido enfadarse con ella. Ambos podían morir a la mañana siguiente.
Entró de nuevo en la vivienda. Aliena seguía en pie donde la había dejado. Se la veía triste.
—Te quiero —dijo Jack.
Se abrazaron y permanecieron así durante largo rato.
Cuando volvió a salir, la luna estaba alta. Procuró calmarse con la idea de que tal vez Aliena tuviera razón, que iba a estar más segura allí que en los bosques. Al menos así podría saber si se encontraba en dificultades y hacer cuanto estuviera a su alcance para protegerla.
Sabía que aunque se fuera a la cama no podría dormir. Tenía el estúpido temor de que todos se quedaran dormidos pasada la medianoche y que nadie se despertara hasta la madrugada, con la llegada de los hombres de William pasando a la gente a cuchillo e incendiándolo todo. Caminó sin parar alrededor de la ciudad. Era extraño. Hasta ese momento Kingsbridge nunca había tenido perímetro. Los muros de piedra llegaban a la cintura, lo que no era suficiente. Las cercas eran altas pero todavía tenían brechas que un centenar de hombres podrían atravesar a caballo en cuestión de minutos. Los terraplenes de tierra no eran lo suficientemente altos para impedir que un buen caballo los superara. Todavía quedaba mucho por hacer.
Se detuvo en el lugar donde estuvo el puente. Lo habían desmontado por piezas y almacenado estas en el priorato. Miró más allá del agua iluminada por la luna. Vio acercarse una figura borrosa a lo largo de la cerca de madera y sintió un estremecimiento de aprensión supersticiosa. Pero no era otra persona que el prior Philip, tan imposibilitado de dormir como él.
En aquellos instantes, el resentimiento que Jack sentía contra Philip había sido superado por la amenaza de William, y el joven no se sentía antagónico frente al prior.
—Si sobrevivimos a esto, habremos de reconstruir la muralla palmo a palmo —dijo.
—Estoy de acuerdo —respondió Philip con fervor—. Hemos de encaminar nuestros esfuerzos a tener en un año una muralla de piedra en derredor de la ciudad.
—Justo aquí, donde el puente cruza el río, pondría una puerta y una barbacana, para mantener a la gente afuera sin necesidad de desmontar el puente.
—La organización de la defensa de una ciudad no es una cosa en la que los monjes seamos duchos.
Jack asintió. Se suponía que no debían participar en tipo alguno de violencia.
—Pero si vos no lo organizáis, ¿quién lo hará?
—¿Qué me dices de Richard, el hermano de Aliena?
A Jack le sobresaltó la idea; pero tras un momento de reflexión comprendió que era muy inteligente.
—Le vendría como anillo al dedo. Lo mantendría apartado de la ociosidad y además yo no habría de mantenerlo durante más tiempo —reconoció entusiasmado, y miró a Philip con reticente admiración—. Jamás os detenéis, ¿verdad?
Philip se encogió de hombros.
—Quisiera que todos nuestros problemas se resolvieran con la misma facilidad.
Jack volvió a referirse al muro.
—Supongo que ahora Kingsbridge será una ciudad fortificada por siempre jamás.
—No por siempre, pero sí hasta que Jesús venga de nuevo.
—Nunca se sabe —respondió Jack—. Puede llegar día en que salvajes como William Hamleigh no estén en el poder, que las leyes protejan a la gente corriente en lugar de esclavizarla, y que el rey imponga la paz en lugar de la guerra. Pensad en ello. Un día en que en Inglaterra, las ciudades no necesiten murallas.
Philip movió la cabeza.
—¡Qué imaginación! —dijo—. No ocurrirá hasta el día del Juicio Final.
—Supongo que no.
—Debe ser casi medianoche. Hora de volver a empezar.
—Philip, antes de que os vayáis.
—Dime.
Jack aspiró hondo.
—Todavía estamos a tiempo de cambiar los planes. Podemos evacuar ahora la ciudad.
—¿Tienes miedo, Jack? —preguntó Philip aunque sin ánimo de molestar.
—Sí. Pero no por mí. Por mi familia.
El prior hizo un ademán de asentimiento.
—Míralo de esta manera. Si ahora os vais, puede ser que estéis a salvo mañana. Pero William volverá cualquier otro día. Si ahora le dejamos salirse con la suya, siempre viviremos atemorizados. Tú, yo, Aliena y también el pequeño Tommy. Crecerá con el temor a William o a otro como él.
Tiene razón, se dijo Jack. Si los niños como Tommy han de crecer libres, sus padres tienen que dejar de huir de William.
Jack suspiró.
—Muy bien.
Philip se fue a hacer sonar la campana. Jack se dijo que era un gobernante que mantenía la paz, impartía justicia y no oprimía bajo su férula a la gente pobre. Pero, en realidad, ¿hay que ser célibe para hacer todo eso?
La campana empezó a tañer. Las lámparas se encendieron en las casas cerradas. Y los artesanos salieron a trompicones, restregándose los ojos y bostezando. Empezaron a trabajar con lentitud y hubo intercambios malhumorados con los jornaleros. Pero Philip tenía en marcha el horno del priorato y pronto hubo pan caliente y mantequilla fresca con lo cual se levantaron los ánimos.
De amanecida, Jack hizo otro recorrido con Philip. Ambos avizoraron ansiosos el horizonte, a fin de descubrir algún indicio de jinetes. Estaba casi terminada la cerca a orillas del río, con todos los carpinteros trabajando juntos para cubrir las últimas yardas. En los otros dos lados, los terraplenes de tierra alcanzaban ya la altura de un hombre y, en el exterior, la profundidad del foso la superaba en tres o cuatro pies. Un asaltante podría trepar con dificultad pero habría de desmontar de su caballo. La muralla había alcanzado también la altura de una persona; pero las tres o cuatro últimas hiladas de piedra adolecían de flojedad, ya que la argamasa no había llegado a fraguar. Sin embargo, el enemigo no se enteraría de ello hasta que intentara escalar la muralla; podía llegar incluso a desconcertarles.
Aparte de aquellas pocas brechas en la cerca de madera, el trabajo estaba terminado y Philip dio nuevas órdenes. Los hombres de más edad y los niños irían al monasterio y se refugiarían en el dormitorio.
Jack se sintió complacido. Aliena tendría que quedarse con Tommy y los dos estarían bien detrás de la primera línea. Los artesanos tenían que seguir con la construcción, pero algunos de sus jornaleros se convertirían en escuadrones militares bajo el liderazgo de Richard.
Cada grupo tendría a su responsabilidad la sección de muralla que hubiera construido. Aquellos ciudadanos, hombres y mujeres que poseyeran arcos, habían de estar preparados en los muros para lanzar flechas contra los agresores. Quienes no dispusieran de armas, lanzarían piedras y habrían de tener grandes montones de ellas preparados. Agua hirviendo era otra arma útil, y los calderos se mantenían calientes y dispuestos a ser arrojados sobre los atacantes desde puntos estratégicos. Varios ciudadanos eran dueños de espadas; pero estas eran armas menos útiles. Si se llegaba a la lucha cuerpo a cuerpo, sería señal de que el enemigo había entrado y entonces la construcción de la muralla habría sido en vano.
Jack se había mantenido despierto durante ocho horas seguidas.
Le dolía la cabeza y tenía los ojos nublados. Se sentó sobre el tejado de barda de una casa cercana al río y miró a través de los campos mientras los carpinteros se apresuraban a terminar la cerca. De repente, pensó que era posible que los hombres de William dispararan flechas encendidas por encima de la muralla en un intento de prender fuego a la ciudad sin saltar el muro. Con ademán cansino se levantó del tejado y subió por la colina hasta el recinto del priorato. Allí descubrió que a Richard se le había ocurrido la misma idea y ya había hecho que algunos de los monjes prepararan barriles de agua, así como baldes en puntos estratégicos alrededor de los límites exteriores de la ciudad.
Estaba a punto de abandonar el priorato cuando oyó lo que parecían voces de alarma.
Con el corazón palpitante trepó como pudo al tejado de la cuadra y miró hacia el oeste. En el camino que conducía hasta el puente, a una milla más o menos, una nube de polvo revelaba el acercamiento de un grupo numeroso de jinetes. Hasta ese momento, todo había tenido un elemento de irrealidad. Pero en aquellos instantes los hombres dispuestos a incendiar Kingsbridge estaban ya allí, cabalgando por el camino y, de súbito, el peligro era espantosamente real.
Jack sintió una necesidad apremiante de ver a Aliena, pero no había tiempo. Saltó del tejado y corrió colina abajo hasta la orilla del río. Había un grupo de hombres delante de la última brecha. Mientras Jack miraba, hincaron las estacas en el suelo, tapando el hueco y clavaron presurosos las dos últimas trabazones a la parte interior, acabando así el trabajo. La mayoría de los ciudadanos se encontraban allí, aparte de aquellos que habían buscado refugio en el refectorio.
Momentos después de haber llegado Jack, lo hizo Richard corriendo al tiempo que gritaba:
—¡No hay nadie al otro lado de la ciudad! ¡Puede haber un segundo grupo introduciéndose por detrás de nosotros! ¡Volved a vuestros puestos! ¡Rápido! —Mientras empezaban a alejarse, dijo a Jack entre dientes—: ¡No hay disciplina! ¡No hay ninguna disciplina!
Jack veía a través de los campos cómo se acercaba la nube de polvo y se hacían visibles las siluetas de los jinetes. Pensó que eran como abortos del infierno, consagrados de manera demencial a sembrar la muerte y la destrucción. Existían porque los condes y los reyes los necesitaban. Era posible que Philip fuera un redomado ignorante en cuestiones de amor y matrimonio; pero, al menos, había encontrado la manera de gobernar una comunidad sin tener que recurrir a la ayuda de semejantes salvajes.
Era una extraña ocasión para tales reflexiones. ¿Sería en eso en lo que los hombres pensaban cuando estaban a punto de morir?
Los jinetes se acercaban. Eran más de los cincuenta que Richard había previsto. Jack calculó que sumarían casi un centenar. Se dirigieron al lugar donde había estado el puente y entonces fue cuando empezaron a reducir la marcha. Jack sintió levantársele el ánimo al verles detenerse en seco y frenar a sus caballos en la pradera del otro lado del río. Mientras miraban a través del agua la muralla de la ciudad recién levantada, alguien cerca de Jack rompió a reír. Otro más le hizo eco y, al cabo de un instante, las risas se propagaron como un fuego, de manera que pronto hubo cincuenta, cien, doscientos hombres y mujeres que se reían como locos de los desconcertados hombres de armas inmovilizados en la ribera sin nadie contra quien luchar.
Varios jinetes desmontaron y se lanzaron en tropel. Atisbando a través de la leve brumal matinal, Jack creyó haber visto el pelo amarillo y la cara roja de William Hamleigh en el centro del grupo; pero no estaba seguro.
Al cabo de un rato montaron de nuevo sus caballos, se reagruparon y volvieron grupas. Las gentes de Kingsbridge lanzaron un potente grito de victoria. Pero Jack no creía que William hubiera desistido ya. No se volvían por el camino por el que habían llegado, sino que cabalgaban río arriba. Richard se acercó a Jack.
—Están buscando un vado. Cruzarán el río y atravesarán los bosques para llegar hasta nosotros desde el otro lado. Haz correr la voz —le dijo.
Jack dio vuelta rápidamente al muro e hizo saber las previsiones de Richard. Al norte y al este, la muralla era de tierra o de piedra.
Pero no había río en medio. Por aquel lado la muralla se unía al muro este del recinto del priorato, tan sólo a unos pasos del refectorio donde habían buscado refugio Aliena y Tommy. Richard dejó situados a Oswald, el chalán, y a Dick Richards, el hijo del curtidor, en el tejado de la enfermería con sus arcos y flechas. Eran los mejores tiradores de la ciudad. Jack se dirigió a la esquina noreste y permaneció en pie en el terraplén de tierra observando a través del campo los bosques. De ellos surgirían, con toda seguridad, los hombres de William.
El sol estaba alto en el cielo. Era otro de aquellos días calurosos y sin una sola nube. Los monjes fueron dando la vuelta a las murallas con pan y cerveza. Jack se preguntaba hasta qué distancia río arriba iría William. A una milla de allí, había un lugar por donde un buen caballo podía cruzar a nado; pero a un forastero aquello le parecería arriesgado y seguramente William seguiría un par de millas más donde hallaría un vado poco profundo.
Jack se preguntaba cómo se sentiría Aliena. Ansiaba ir al refectorio para verla; pero, por otra parte, era reacio a abandonar la muralla; ya que, si él lo hacía, otros seguirían su ejemplo y la muralla quedaría indefensa.
Mientras se esforzaba por resistir a la tentación, se oyó un grito y los jinetes reaparecieron.
Emergieron de los bosques por el este, de tal manera que el sol daba en los ojos a Jack al mirar en dirección a ellos. Sin duda lo habían hecho adrede. Al cabo de un momento, se dio cuenta de que no se estaban acercando sino cargando. Debieron de haber frenado ocultos en los bosques, y estudiado el terreno planeando seguidamente la acometida. Jack se quedó petrificado por el miedo. No pensaban echar un vistazo a la muralla y luego irse. Iban a tratar de saltarla. Los caballos atravesaban el campo al galope. Uno o dos ciudadanos dispararon flechas. Richard, que se encontraba en pie cerca de Jack, gritó furioso:
—¡Demasiado pronto! ¡Demasiado pronto! ¡Esperad hasta que lleguen al badén…! ¡Entonces no podréis fallar!
Pocos le oyeron y una ligera andanada de flechas inútiles cayó al suelo sobre los verdes pimpollos de cebada. Como fuerzas militares somos un desastre, pensó Jack. Tan sólo la muralla puede salvarnos.
En una mano tenía una piedra y en la otra una honda como la que utilizaba de muchacho cuando mataba patos para comer. Se preguntaba si su disparo seguiría siendo certero. Se apercibió de que estaba apretando sus armas con toda la fuerza de que era capaz, y se forzó a relajar sus músculos. Las piedras resultaban efectivas contra los patos, pero daban la impresión de que serían ineficaces contra hombres con armaduras montando grandes caballos y que se acercaban a pasos agigantados. Tragó con dificultad. Vio que algunos de los enemigos llevaban arcos y flechas encendidas. Un instante después vio que los hombres con los arcos se dirigían hacia las murallas de piedra en tanto que los otros lo hacían en dirección a los terraplenes de tierra. Ello significaba que William había decidido no atacar la muralla de piedra. No se había enterado de que la argamasa estaba tan fresca que hubiera podido derribar el muro sólo con empujarlo con una mano. Le habían engañado. Jack disfrutó de aquel breve momento de triunfo.
Los atacantes estaban ya frente a los muros.
Las gentes de la ciudad empezaron a disparar a lo loco y una lluvia de apresuradas flechas cayó sobre los jinetes. Pese a su mala puntería no dejaron de producir algunas víctimas. Los caballos alcanzaron el vado. Algunos hicieron un renuncio y otros cargaron mojándose y subiendo por el otro lado. Justo frente a la posición que ocupaba Jack un hombre inmenso, con una baqueteada cota de malla, hizo saltar a su caballo a través del vado de tal manera que alcanzó la parte baja de la pendiente del terraplén y se disponía a subirla. Jack cargó su honda y la disparó. Su puntería seguía siendo tan buena como siempre. La piedra dio de lleno en el hocico del caballo, el cual lanzó un relincho de dolor, se levantó de manos y luego dio media vuelta. Se alejó cojeando. Pero su jinete había descabalgado, y sacó la espada.
La mayoría de los caballos dieron media vuelta, bien por propia iniciativa, bien porque les habían obligado sus jinetes. Pero varios hombres atacaban a pie y otros volvían de nuevo dispuestos a otra carga. Mirando por encima del hombro, Jack vio que algunos tejados de barda estaban ardiendo, pese a los esfuerzos de las apagadoras ocasionales, las mujeres jóvenes de la ciudad, por extinguir las llamas. Jack tuvo la aterradora sospecha de que la defensa no iba a dar resultado. Que, pese al esfuerzo heroico de las últimas treinta y seis horas, aquellos bárbaros atravesarían la muralla, prenderían fuego a la ciudad y cometerían terribles desmanes con la gente. Le aterraba la perspectiva de una lucha cuerpo a cuerpo. Jamás le habían enseñado a luchar; nunca manejó una espada. Ni siquiera la tenía. Su única experiencia de lucha fue cuando Alfred le venció. Se sentía desvalido.
Los jinetes cargaron de nuevo. Los atacantes que habían perdido sus monturas subían a pie por los terraplenes. Sobre ellos caían sin cesar piedras y flechas. Jack utilizaba su honda de manera sistemática, cargaba y disparaba, cargaba y disparaba como una máquina.
Varios asaltantes cayeron bajo aquel derroche de proyectiles. Frente a Jack un jinete se fue al suelo y perdió el yelmo, dejando al descubierto una cabeza de pelo amarillo. Era el propio William.
Ningún caballo alcanzó el terraplén de tierra, pero sí lo hicieron algunos hombres a pie y, ante el horror de Jack, los ciudadanos se vieron obligados a la lucha cuerpo a cuerpo con ellos, oponiendo a las espadas y lanzas de los atacantes sus estacas y hachas. Algunos de los enemigos llegaron hasta arriba y Jack vio caer cerca de él a tres o cuatro vecinos de la ciudad. Le embargó el espanto. Sus gentes estaban perdiendo la batalla.
Pero ocho o diez vecinos rodearon a cada uno de los agresores que lograron atravesar la muralla, golpeándoles con estacas y propinándoles hachazos inmisericordes. Aun cuando varios ciudadanos resultaron heridos, todos los atacantes fueron muertos rápidamente.
Y entonces los ciudadanos empezaron a hacer retroceder a los otros pendiente abajo de los terraplenes. La carga resultó un fracaso. Aquellos guerreros que seguían montados en sus cabalgaduras iban de un lado a otro inseguros, mientras en los terraplenes seguían librándose algunas refriegas sueltas. Jack descansó por un momento, jadeante, agradecido a aquella tregua, esperando temeroso el siguiente movimiento del enemigo.
William levantó su espada al aire y gritó para llamar la atención de sus hombres. Trazó un círculo con la hoja de su arma para que se reunieran, y luego señaló hacia las murallas. Los agresores se reagruparon y se prepararon a cargar de nuevo contra las murallas.
Jack vio su oportunidad.
Cogió una piedra, la colocó en la honda y apuntó con sumo cuidado a William.
La piedra voló por los aires tan recta como una hilada de albañil, golpeando a William en plena frente con tal fuerza que Jack pudo oír el impacto que produjo contra el hueso.
William se desplomó.
Sus huestes vacilaron inseguras y la carga resultó fallida.
Un hombre grande y moreno saltó de su caballo y acudió junto a William. Jack creyó reconocer a Walter, el escudero de William que siempre cabalgaba con él. Sin soltar las riendas, se arrodilló junto al cuerpo postrado de William. Por un instante Jack pensó que este pudiera haber muerto. Luego, se movió y Walter le ayudó a incorporarse. William parecía obnubilado. Los dos grupos de combatientes le observaban. La lluvia de piedras y flechas cesó un momento. Con aire todavía inseguro, William montó el caballo de Walter ayudado por este, que a su vez montó detrás de él. Hubo un rato de vacilación, mientras todos se preguntaban si William estaría en condiciones de seguir adelante. Walter agitó su espada en círculo, indicando así que se reunieran y, a continuación, ante un alivio indecible, apuntó hacia los bosques.
Walter espoleó al caballo e iniciaron la marcha. Otros jinetes les siguieron. Los que todavía peleaban en los terraplenes renunciaron a la lucha, retrocedieron y corrieron a través del campo a la zaga de su jefe.
Les siguieron algunas piedras y flechas por encima de la cebada.
Los ciudadanos lanzaron vítores.
Jack miró en derredor suyo y se sintió confuso. ¿Había terminado todo? Apenas podía creerlo. Los fuegos iban extinguiéndose, pues las mujeres habían sido capaces de contenerlos. Los hombres danzaban en los terraplenes abrazándose gozosos. Richard se acercó a Jack y le dio unas palmadas en la espalda.
—Ha sido tu muralla la que lo ha logrado, Jack —le dijo—. Tu muralla.
Los vecinos de la ciudad y los monjes se agolparon alrededor de ambos. Todos querían felicitar a Jack, y también se felicitaban a sí mismos.
—¿Se han ido de veras? —preguntó Jack.
—Desde luego —le contestó Richard—. No volverán ahora que han descubierto que estamos decididos a defender las murallas. William sabe que no se puede tomar una ciudad amurallada cuando la gente ha resuelto oponer resistencia. Al menos no se puede sin disponer de un gran ejército y prepararse para un asedio de seis meses.
—Así que todo ha terminado —concluyó aturdido.
Aliena se le acercó abriéndose camino entre la gente con Tommy en brazos. Jack la abrazó emocionado. Estaban vivos y juntos y por ello se sentía feliz.
De repente acusó los efectos de dos días sin dormir y le apeteció tumbarse. Pero no fue posible. Dos jóvenes albañiles lo agarraron y lo subieron en hombros. Sonaron vítores. Los muchachos se pusieron en marcha y la multitud marchó tras ellos. Jack quería decirles que no era él quien los había salvado, sino ellos mismos. Pero sabía que no iban a escuchar. Querían un héroe. A medida que corrían las noticias y que toda la ciudad se daba cuenta de que habían ganado, los vítores se hicieron estruendosos. Jack se dijo que, durante años, habían estado viviendo bajo la amenaza de William; pero que ese día habían ganado su libertad. Lo llevaron por toda la ciudad en procesión triunfal, saludando y sonriendo; pero ansioso de que llegara el momento en que pudiera reposar la cabeza, cerrar los ojos y entregarse a un apacible sueño.