Bajó las escaleras. No se sentía más contento, pese a haber logrado comprender por fin el problema, ya que parecía como si la solución pudiera destruir su sueño. Acaso soy arrogante, se dijo. Estaba tan convencido de que podía construir la catedral más hermosa del mundo. ¿Por qué imaginé que yo podía ser mejor que cualquier otro? ¿Qué me hizo pensar que era algo tan especial? Debí haber copiado con exactitud el boceto de otro maestro y sentirme satisfecho.
Philip le estaba esperando en la zona de dibujo. El prior tenía el ceño fruncido por la preocupación. La orla de pelo canoso alrededor de la afeitada cabeza aparecía alborotada. Daba la impresión de haber estado levantado toda la noche.
—Habremos de reducir nuestros gastos —dijo sin más preámbulo—. No tenemos dinero para seguir construyendo al ritmo actual.
Jack había estado temiendo aquello. El huracán destruyó las cosechas en la mayor parte del sur de Inglaterra y era de suponer que las finanzas del priorato acusarían el golpe. En el fondo de su corazón, tenía miedo de que, si la construcción se retrasaba demasiado, acaso él no viviera para ver acabada su catedral. Pero no dejó traslucir sus temores.
—Se acerca el invierno —dijo con tono indiferente—. De cualquier manera, por esta época el trabajo siempre sufre retrasos. Y este año el invierno llegará pronto.
—No lo bastante pronto —contestó Philip ceñudo—. Quiero que se reduzcan a la mitad nuestros gastos. De inmediato.
—¡A la mitad!
Parecía algo imposible.
—Hoy empieza el despido temporal de invierno.
La situación era peor de lo que Jack supuso. Habitualmente los trabajadores estivales terminaban a principios de diciembre más o menos. Pasaban los meses de invierno construyendo casas de madera o haciendo arados o carretas, bien para los suyos o para ganar dinero. Aquel año sus familias no se sentirían muy contentas de verlos.
—¿Sabéis que los enviáis a hogares donde la gente ya está pasando hambre? —preguntó Jack.
Philip se limitó a mirarlo irritado.
—Claro que lo sabéis —añadió Jack—. Siento habéroslo preguntado.
—Si no lo hago ahora, ocurrirá que cualquier domingo, mediado el invierno, todos los trabajadores se encontrarán en fila para cobrar su salario y yo sólo podré mostrarles un cofre vacío —dijo enérgico.
Jack se encogió de hombros sin nada más que objetar.
—Y eso no es todo —le advirtió Philip—. De ahora en adelante no se contratará a nadie, ni siquiera para reemplazar a los que se vayan.
—Hace meses que no contratamos.
—Contrataste a Alfred.
—Eso fue algo diferente —alegó Jack incómodo—. Muy bien. Nada de nuevos contratos.
—Y tampoco ascensos.
Jack asintió. De cuando en cuando, un aprendiz o un jornalero pedían que se le ascendiera a albañil o a cantero. Si los demás artesanos consideraban adecuado su trabajo, se atendía su solicitud y el priorato tenía que pagarle un salario más alto.
—Los ascensos son prerrogativa de la logia de albañiles —le recordó Jack.
—No es mi propósito cambiar eso —repuso Philip—. Estoy pidiendo a los albañiles que pospongan todo ascenso hasta que haya terminado el hambre.
—Se lo comunicaré —contestó Jack sin comprometerse.
Tenía la impresión de que aquello crearía problemas.
Philip siguió con sus restricciones.
—De ahora en adelante no se trabajará las fiestas de los santos.
Había demasiados días de santos. En principio eran fiestas; pero el que a los trabajadores les pagaran como tal era cuestión de negociación. En Kingsbridge, lo establecido era que, cuando en una misma semana caían dos o más festividades de santos, la primera era pagada y la segunda un día libre optativo. La mayoría de la gente elegía trabajar el segundo. Sin embargo, ahora no tendrían opción. El segundo día sería fiesta obligatoria sin cobrar. Jack se sentía incómodo ante la perspectiva de explicar a la logia todos aquellos cambios.
—Resultaría mucho más fácil que pudiera presentarlo como temas de discusión y no como una cuestión ya zanjada —dijo.
Philip meneó la cabeza.
—Entonces pensarían que se trata de cuestiones abiertas a negociación y algunas de las proposiciones podrían ser suavizadas. Sugerirían trabajar media jornada de las fiestas de los santos y permitir un número limitado de ascensos.
Desde luego, lo que decía era cierto.
—¿Acaso no es razonable? —preguntó Jack.
—Claro que es razonable —repuso Philip con irritación—. Sólo que no es caso de acomodación. Incluso me preocupa que esas medidas no sean suficientes, de manera que no puedo hacer concesión alguna.
—Muy bien —admitió Jack, pues era evidente que Philip no estaba en aquel momento de humor para avenencias—. ¿Algo más? —preguntó cauteloso.
—Sí. Suspende toda compra de suministros. Utiliza las existencias de piedra, hierro y madera.
—¡Si la madera la tenemos gratis! —protestó Jack.
—Pero hemos de pagar para que la acarreen hasta aquí.
—Es verdad. Está bien.
Jack se acercó a la ventana y se quedó mirando abajo, las piedras y los troncos de árbol almacenados en el recinto del priorato. Fue una acción refleja. Sabía bien lo que tenía almacenado.
—Eso no es problema —dijo al cabo de un momento—. Con la reducción de trabajadores tenemos materiales suficientes hasta el próximo verano.
Philip suspiró con fuerza.
—No tenemos seguridad de que el próximo año podamos contratar trabajadores estivales —dijo—. Dependerá del precio de la lana. Más vale que se lo adviertas.
Jack asintió.
—¿Tan mal está la cosa?
—Es la peor situación que jamás he conocido —aseguró el prior—. Lo que este país necesitaba son tres años de buen tiempo. Y un nuevo rey.
—Amén a todo ello —rubricó Jack.
Philip volvió a su casa. Jack pasó la mañana preguntándose cómo enfocar aquellos cambios. Había dos formas de construir una nave. Intercolumnio por intercolumnio, empezando por la crujía y trabajando hacia el oeste, o hilada a hilada, lanzando previamente la base de toda la nave e ir subiendo luego. El segundo sistema resultaba más rápido pero se necesitaban más albañiles. Era el método que Jack había pensado utilizar. Ahora recapacitó sobre ello. La construcción de un intercolumnio tras otro era un sistema más adecuado para un número reducido de trabajadores. Además, tenía otra ventaja. Cualquier modificación que introdujera en su diseño para solucionar el problema de la resistencia al viento podía ponerse a prueba en uno o dos días antes de aplicarla a todo el edificio.
También cavilaba respecto a los efectos a largo plazo de la crisis económica. Era posible que en el transcurso de los años el trabajo fuera cada vez más escaso. Pesaroso, se veía a sí mismo haciéndose viejo, canoso y débil, sin haber logrado la ambición de su vida y siendo enterrado finalmente en el cementerio del priorato a la sombra de una catedral inacabada.
Al sonar la campana del mediodía, se encaminó a la logia de los albañiles. Los hombres se encontraban sentados con su cerveza y su queso. Jack se fijó, por primera vez, en que muchos de ellos no tenían pan. Pidió a los albañiles que habitualmente se iban a casa a almorzar si podían permanecer todavía un momento.
—El priorato está quedándose corto de dinero —les dijo.
—Nunca he conocido un monasterio al que tarde o temprano no le ocurra lo mismo —comentó uno de los hombres de más edad.
Jack lo miró. Le llamaban Edward Twonose [8] porque tenía una verruga en la cara casi tan grande como la nariz. Era un buen entallador, con un ojo excelente para las curvas exactas, y Jack siempre lo había dedicado a los fustes y los tímpanos sobre capiteles.
—Tenéis que reconocer que aquí se administra mejor el dinero que en la mayoría de los sitios —dijo—. Pero el prior Philip no puede evitar las tormentas y las malas cosechas, y ahora se ve obligado a reducir sus gastos. Os hablaré de ello antes de que almorcéis. En primer lugar, no adquiriremos más existencias de piedra ni de madera.
Empezaban a acudir los artesanos de las otras logias para saber lo que se decía.
—La madera que tenemos no durará todo el invierno —apuntó uno de los carpinteros viejos.
—Sí durará —le contradijo Jack—. Trabajaremos más despacio porque habrá menos artesanos. Hoy comienza el despido temporal de invierno.
Se dio cuenta de inmediato que se había equivocado en la forma de plantear el tema. Surgieron protestas de todas partes mientras varios hombres hablaban a la vez. Debiera habérselo comunicado poco a poco, se dijo. Pero carecía de experiencia en ese tipo de cosas. Había sido maestro durante siete años; pero en todo ese tiempo nunca hubo crisis económica. De aquella batahola surgió la voz de Pierre Paris, uno de los albañiles que había acudido desde Saint-Denis. Al cabo de seis años de vivir en Kingsbridge, su inglés era todavía imperfecto y su enfado lo empeoraba todavía más, pero no por ello se desalentó.
—No podéis despedir hombres en martes —clamó.
—Eso es verdad —le apoyó Jack Blacksmith—. Tenéis que darles al menos hasta el fin de semana.
En ese momento metió baza Alfred, el hermanastro de Jack.
—Recuerdo cuando mi padre estaba construyendo una casa para el conde de Shiring y William Hamleigh llegó y despidió a toda la cuadrilla. Mi padre le dijo que tenía que darles a todos el salario de una semana, y mantuvo sujetas las bridas del caballo hasta que Hamleigh entregó el dinero.
Gracias por tu inoportunidad, Alfred, pensó Jack.
—Más vale que oigáis el resto —siguió diciendo tenaz—. De ahora en adelante, no habrá trabajo la fiesta de los santos y tampoco ascensos.
Aquello los puso todavía más furiosos.
—Inaceptable —dijo alguien.
Y varios de ellos repitieron el latiguillo: Inaceptable, inaceptable.
Eso provocó la ira de Jack.
—¿De qué estáis hablando? Si el priorato no tiene dinero a vosotros no se os va a pagar. ¿A qué viene esa cantinela de «Inaceptable, inaceptable», como una pandilla de colegiales en clase de latín?
Edward Twonose habló de nuevo.
—No estamos en una clase de colegiales, somos una logia de albañiles —dijo—. La logia tiene el derecho de promoción y nadie puede quitárselo.
—¿Y si no hay dinero para una paga extra? —dijo Jack acalorado.
—No creo eso —le rebatió uno de los albañiles jóvenes.
Era Dan Bristol, uno de los trabajadores de verano. No podía considerarse un cortador muy hábil, pero colocaba las piedras con exactitud y rapidez.
—¿Cómo puedes decir que no lo crees? ¿Qué sabes tú de la situación económica del priorato?
—Yo sé lo que veo —repuso Dan—. ¿Pasan hambre los monjes? No. ¿Hay velas en la iglesia? Sí. ¿Hay vino en el almacén? Sí. ¿Anda descalzo el prior? No. Luego hay dinero. Lo que no quiere es dárnoslo a nosotros.
Unos cuantos hombres mostraron ruidosamente su acuerdo. De hecho, el muchacho estaba equivocado al menos en un punto, en lo referente al vino. Pero ahora ya nadie creería a Jack, se había convertido en el representante del priorato. Y eso no era justo. Él no era responsable de las decisiones de Philip.
—Mirad, yo no hago más que repetiros lo que el prior me ha dicho. Yo no puedo garantizar que sea verdad. Pero si él nos dice que no hay bastante dinero y nosotros no le creemos, ¿qué podemos hacer?
—Podemos dejar todos de trabajar —propuso Dan—. De inmediato.
—Eso es —clamó otra voz.
Jack se dio cuenta, con cierto pánico, de que aquello comenzaba a escapársele de las manos.
—Esperad un instante —dijo, mientras trataba desesperadamente de encontrar algún argumento que hiciera bajar la temperatura—. Volvamos ahora al trabajo y esta tarde intentaré convencer al prior Philip para que modifique sus planes.
—No creo que debamos trabajar —se opuso Dan.
Jack no podía creer lo que estaba ocurriendo. Había previsto muchas amenazas contra la construcción de la iglesia de sus sueños, pero nunca se le ocurrió que los artesanos pudieran sabotearla.
—¿Por qué no habríamos de trabajar? —preguntó incrédulo—. ¿Con qué propósito?
—Tal como están las cosas, la mitad de nosotros ni siquiera estamos seguros de que se nos pague el resto de la semana —alegó Dan.
—Lo que va contra toda costumbre y práctica —añadió Pierre Paris.
La frase «costumbre y práctica» se utilizaba mucho en los tribunales.
—Trabajad al menos mientras intento hablar con Philip —pidió Jack desesperado.
—Si trabajamos, ¿puedes garantizarnos que todos cobraremos la semana completa? —preguntó Edward Twonose.
Jack sabía que, dado el actual talante de Philip, no podía dar semejante garantía. Como quiera que fuese, estuvo a punto de decir que sí y, de ser necesario, poner el dinero de su propio bolsillo. Pero al punto comprendió que todos sus ahorros no bastarían para cubrir los salarios de una semana.
—Haré cuanto me sea posible por convencerle y estoy seguro de que aceptará —fue cuanto pudo decir.
—No es bastante para mí —se resistió Dan.
—Y tampoco para mí —apostilló Pierre.
—Sin garantía no hay trabajo —declaró Dan.
Ante el desconsuelo de Jack, el acuerdo fue general.
Llegó al convencimiento de que, si seguía oponiéndose a ellos, perdería la escasa autoridad que le quedaba.
—La logia ha de actuar como un solo hombre —dijo recurriendo a aquella frase tan machacada—. ¿Estamos todos de acuerdo en que paremos?
Hubo un coro de asentimiento.
—Que así sea —concluyó Jack consternado—. Se lo diré al prior.
El obispo Waleran entró en Shiring acompañado por un pequeño ejército de ayudantes. El conde William le esperaba en el pórtico de la iglesia en la plaza del mercado. William frunció atónito el entrecejo. Había creído que se trataba de una mera reunión en el enclave, no de una visita oficial. ¿Qué estaría tramando aquel tortuoso obispo?
Acompañaba a Waleran un forastero montando un caballo zaino. El hombre era alto y ágil, con espesas cejas negras y una gran nariz aguileña. Tenía una expresión desdeñosa que parecía permanente. Cabalgaba junto a Waleran como si fueran iguales; pero no vestía como un obispo.
Una vez que hubieron desmontado, Waleran presentó al forastero.
—Conde William, le presento a Peter de Wareham, arcediano al servicio del arzobispo de Canterbury.
Ninguna explicación de lo que Peter está haciendo aquí, se dijo William. Está claro que Waleran trama algo.
—Vuestro obispo me ha hablado de la generosidad que mostráis hacia la Santa Madre Iglesia, Lord William —dijo el arcediano haciendo una inclinación.
Antes de que William pudiera contestar, Waleran señaló la iglesia parroquial.
—Este edificio será derribado para dejar sitio a la nueva iglesia, arcediano —anunció.
—¿Habéis designado ya un maestro de obras? —preguntó Peter.
William se preguntaba por qué un arcediano de Canterbury estaba tan interesado en la iglesia parroquial de Shiring. O acaso sólo se estuviera mostrando cortés.
—No, todavía no he encontrado maestro —respondió Waleran—. Hay muchos constructores buscando trabajo pero no puedo encontrar ninguno de París. Parece como si todo el mundo quisiera construir templos como el de Saint-Denis, y los albañiles familiarizados con el estilo están muy solicitados.
—Puede ser importante —comentó Peter.
—Hay un constructor esperando vernos luego, que es posible que nos pueda ayudar.
William se sintió una vez más confundido. ¿Por qué Peter consideraba tan importante construir al estilo de Saint-Denis?
—Naturalmente, la nueva iglesia será mucho más grande. Entrará bastante más adentro en la plaza.
A William no le gustaron los aires prepotentes que Waleran estaba adoptando.
—No puedo dejar que la iglesia invada la plaza del mercado.
Waleran parecía irritado, como si William hubiera hablado a destiempo.
—¿Por qué no? —dijo.
—Los días de mercado, cada pulgada de la plaza da dinero.
Dio la impresión de que Waleran se disponía a argüir algo, pero Peter sonrió.
—No debemos perjudicar semejante fuente de ingresos, ¿verdad? —dijo.
—Así es —asintió William.
Era él quien pagaba aquella iglesia. Por fortuna, la cuarta cosecha mala apenas había influido en sus ingresos. Los campesinos menos importantes habían pagado en especie y muchos habían entregado a William su saco de harina y su pareja de gansos, aun cuando ellos estaban viviendo con sopa de bellotas. Además, el saco de grano tenía un valor diez veces superior al de cinco años atrás, y el aumento del precio compensaba con creces por los arrendatarios que no habían pagado y los siervos muertos de inanición. Todavía tenía recursos para financiar la nueva construcción.
Se dirigieron a la parte trasera de la iglesia. Aquella era una zona de viviendas que generaba ingresos mínimos.
—Podemos construir por este lado y derribar todas esas casas —sugirió William.
—Pero la mayor parte de ellas son residencias de clérigos —objetó Waleran.
—Encontraremos otras casas para los clérigos.
Waleran parecía descontento; sin embargo, no añadió otra palabra sobre el tema.
Cuando se hallaban en la parte norte de la iglesia, se inclinó ante ellos un hombre de espaldas anchas, de unos treinta años. Por su indumentaria, William pensó que se trataba de un artesano.
—Este es el hombre de quien os hablé, mi señor obispo. Se llama Alfred de Kingsbridge —dijo el arcediano Baldwin, el asiduo acompañante del obispo.
A primera vista, el hombre no parecía muy agradable. Era semejante a un buey, grande, fuerte y más bien lerdo. Pero, examinándole con más atención, se percibía en su cara una expresión artera como la de un zorro o un perro taimado.
—Alfred es el hijo de Tom Builder, el primer maestro de Kingsbridge, y él mismo fue maestro durante un tiempo hasta que su hermanastro le usurpó el puesto.
El hijo de Tom Builder, se dijo William. Entonces ese era el hombre que se había casado con Aliena, pero que nunca llegó a consumar el matrimonio. Lo observó con vivo interés. Jamás se le hubiera ocurrido que ese hombretón fuera impotente. Parecía saludable y normal. Pero Aliena podía ejercer extraños efectos sobre un hombre.
—¿Has trabajado en París y aprendido el estilo de Saint-Denis? —estaba preguntándole el arcediano Peter.
—No.
—Pero hemos de tener una iglesia construida según el nuevo estilo.
—En la actualidad, estoy trabajando en Kingsbridge, donde mi hermano es el maestro de obras. Trajo consigo el nuevo estilo de París y lo he aprendido de él.
William se estaba preguntando cómo habría podido el obispo Waleran sobornar a Alfred sin despertar sospechas. Pero luego recordó que Remigius, el sub-prior de Kingsbridge, estaba en manos de Waleran. Seguramente fue él quien hizo el acercamiento inicial.
Recordó algo más sobre Kingsbridge.
—Pero tu tejado se derrumbó —dijo a Alfred.
—No fue culpa mía. El prior Philip se empeñó en que cambiara el proyecto.
—Conozco a Philip —dijo Peter y su voz destilaba veneno—. Es un hombre arrogante y terco.
—¿Cómo es que le conocéis? —preguntó William.
—Hace muchos años fui monje en la celda de St-John-in-the-Forest cuando estaba regentada por Philip —explicó Peter con amargura—. Critiqué su régimen laxo y me nombró limosnero para quitarme de en medio.
Era evidente, a todas luces, que Peter seguía alimentando su resentimiento. Sin duda, era un factor en la trama que, con toda seguridad, estaba urdiendo Waleran.
—Sea como sea, no creo que quiera contratar a un constructor cuyos tejados se derrumban, cualesquiera que puedan ser sus excusas —declaró William.
—Soy el único maestro de obras de Inglaterra que ha trabajado en una iglesia del nuevo estilo, aparte de Jack Jackson.
—No me interesa en absoluto Saint-Denis. Creo que el alma de mi pobre madre será igualmente honrada con una iglesia de estilo tradicional.
William seguía en sus trece.
El obispo Waleran y el arcediano Peter intercambiaron una mirada.
—Un día esta iglesia podría ser la catedral de Shiring —dijo Waleran a William en voz baja al cabo de un momento.
Fue entonces cuando William lo comprendió todo con claridad meridiana. Hacía muchos años que Waleran había urdido el traslado de la sede de la diócesis de Kingsbridge a Shiring. Pero el prior Philip le había ganado por la mano. Y ahora Waleran ponía de nuevo en marcha su plan. Al parecer, en esta ocasión pensaba hacerlo de manera más tortuosa. La vez anterior se había limitado a pedir al arzobispo de Canterbury que le concediera lo que pedía. En esta ocasión, empezaría construyendo una nueva iglesia, lo bastante grande y prestigiosa para ser catedral, y buscando al propio tiempo aliados tales como Peter dentro del círculo del arzobispo antes de hacer su solicitud. Todo eso estaba muy bien.
Pero William lo único que quería era construir una iglesia en memoria de su madre, a fin de hacer más leve el paso de su alma por el fuego purificador, y se sentía resentido por el intento de Waleran de utilizar el proyecto para sus fines propios. Aunque, por otra parte, para Shiring sería un impulso enorme tener allí la catedral, y William se beneficiaría de ello.
—Hay algo más —estaba diciendo Alfred.
—¿Sí? —inquirió Waleran.
William miró a los dos hombres. Alfred era más grande, fuerte y joven que Waleran y hubiera podido derribarlo con una de sus manazas atada a la espalda. Sin embargo, se estaba comportando como el hombre débil en un enfrentamiento. Años atrás, a William le hubiera enfurecido ver a un estirado sacerdote de rostro pálido dominar a un hombre fuerte. Pero esas cosas habían dejado de trastornarle. Así era el mundo.
—Puedo traer conmigo a todos los trabajadores de Kingsbridge —dijo Alfred bajando la voz.
Captó de inmediato la atención de los tres oyentes.
—Repite eso —le pidió Waleran.
—Si me contratan como maestro de obras, traeré conmigo a todos los artesanos de Kingsbridge.
—¿Cómo sabremos que dices la verdad? —le preguntó Waleran cauteloso.
—No os pido que confiéis en mí —dijo Alfred—. Dadme el trabajo condicionado. Si no cumplo lo que prometo, me iré sin cobrar.
Por motivos diferentes, los tres hombres que le escuchaban odiaban al prior Philip, y al momento se sintieron excitados por la perspectiva de asestarle semejante golpe.
—La mayoría de los albañiles trabajaron en Saint-Denis —añadió Alfred.
—¿Pero cómo es posible que puedas traerlos contigo? —preguntó Waleran.
—¿Acaso importa eso? Digamos que me prefieren antes que a Jack.
William pensó que Alfred mentía a ese respecto, y Waleran parecía ser de la misma opinión, porque ladeó la cabeza y dirigió una larga mirada a Alfred por encima de su afilada nariz. Sin embargo, un momento antes, Alfred parecía decir la verdad. Cualquiera que fuese el verdadero motivo, daba la impresión de hallarse convencido de poder llevar consigo a los artesanos de Kingsbridge.
—Si todos te siguen hasta aquí, el trabajo quedará paralizado en Kingsbridge —dijo William.
—Sí —asintió Alfred—. Así será.
William miró a Waleran y a Peter.
—Necesitamos seguir hablando acerca de todo esto. Más vale que coma con nosotros.
Waleran asintió con la cabeza.
—Síguenos a mi casa. Está al otro extremo de la plaza del mercado.
—Lo sé —respondió Alfred—. La construí yo.
Durante dos días, el prior Philip se negó a discutir acerca de sus decisiones. Estaba mudo de ira y cada vez que veía a Jack se limitaba a dar media vuelta y a caminar en dirección contraria.
Al segundo día, llegaron tres carretas cargadas de harina procedentes de uno de los molinos que había alrededor del priorato. Las carretas iban custodiadas por hombres de armas, ya que por aquel entonces la harina era más valiosa que el oro. Comprobaba el cargamento el hermano Jonathan, que era ayudante racionero a las órdenes del viejo Cuthbert Whitehead. Jack observaba cómo Jonathan contaba los sacos. Notaba que había algo familiar en el rostro del joven monje, como si se pareciera a alguien a quien Jack conociera bien. Jonathan era alto y desgarbado, y tenía el pelo castaño claro.
Nada parecido a Philip, que era bajo, delgado y de pelo negro. Pero, aparte de los rasgos físicos, Jonathan era exactamente como el hombre que hizo para él las veces de padre. El muchacho era apasionado, de altos principios, decidido y ambicioso. A la gente le resultaba simpático, pese a su actitud un tanto rígida en cuanto a moralidad, que era más o menos el sentimiento que también prevalecía en Philip.
Ya que el prior se negaba a hablar, lo mejor sería cambiar unas palabras con Jonathan.
Jack permanecía a la espera mientras Jonathan pagaba a los hombres de armas y a los carreteros. Se comportaba con una eficiencia tranquila. Cuando los carreteros le pidieron más dinero del que les correspondía, como siempre solían hacer, rechazó su exigencia con calma; pero también con firmeza. Jack pensó que una educación monástica era una buena preparación para el liderazgo.
Liderazgo. Las carencias de Jack al respecto se habían hecho claramente patentes. Habla permitido que un problema derivara en crisis por su torpe actitud frente a sus hombres. Cada vez que pensaba en aquella reunión maldecía su ineptitud. Estaba decidido a encontrar una manera de enderezar las cosas.