Una chiquilla alargó tímidamente un dedo y tocó la mano morena. El sarraceno le sonrió. Aparte del color, su aspecto no era diferente del de cualquier otro, se dijo Philip.
—¿Cómo es África? —preguntó la niña, ya un poco lanzada.
—Hay grandes desiertos y árboles que dan higos.
—¿Qué son higos?
—Es… es una fruta, que se parece a la fresa y sabe como la pera.
De repente asaltó a Philip una terrible sospecha.
—Dime, sarraceno, ¿en qué ciudad has nacido? —le preguntó.
—En Damasco —respondió el hombre.
Philip vio confirmada su sospecha. Estaba furioso. Cogió a Jack del brazo y se lo llevó a un lado.
—¿A qué estás jugando? —inquirió con tono iracundo aunque mesurado.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Jack intentando hacerse el inocente.
—Esos dos hombres no son sarracenos. Son pescadores de Warehouse con la cara y las manos enmascaradas.
A Jack no parecía preocuparle que se hubiera descubierto su engaño.
—¿Cómo lo adivinó? —preguntó haciendo una mueca.
—No creo que ese hombre haya visto un higo en su vida. Y Damasco no está en África. ¿Qué significa esta falsedad?
—Es un engaño inofensivo —contestó Jack al tiempo que esbozaba su simpática sonrisa.
—No existe eso que tú llamas un engaño inofensivo —repuso con frialdad Philip.
—Muy bien. —Jack se dio cuenta de que Philip estaba enfadado y se puso serio—. Su objetivo es el mismo que un dibujo coloreado en una página de la Biblia. No es la verdad, es una ilustración. Mis hombres de Dorset teñidos de marrón están representando el hecho real de que la Madonna de las Lágrimas procede de tierras sarracenas.
Los dos sacerdotes y Aliena se habían apartado del gentío que se agolpaba alrededor de la Madonna, y se reunieron con Philip y Jack.
—No te asusta dibujar una serpiente. Una ilustración no es un embuste.
—Tus sarracenos no son una ilustración, son sencillamente impostores —replicó Philip haciendo caso omiso de los demás.
—Desde que se incorporaron los sarracenos hemos recogido mucho más dinero —alegó Jack.
Philip miró los peniques amontonados en el suelo.
—Los ciudadanos deben creer que ahí hay suficiente para construir toda una catedral —dijo—. A mí me da la impresión de que habrá un centenar de libras. Tú sabes bien que con eso no se cubre siquiera un año de trabajo.
—El dinero es como los sarracenos —contestó Jack—. Es simbólico. Sabéis que tenéis el dinero para empezar a construir.
Eso era verdad. No había nada que impidiera a Philip construir. La Madonna era tan sólo el incentivo que se necesitaba para hacer volver a la vida a Kingsbridge. Atraería gente a la ciudad, peregrinos y estudiosos, así como curiosos ociosos. Daría nuevo impulso a la vitalidad ciudadana. Se la consideraría como un buen presagio. Philip había estado esperando una señal de Dios y ansiaba realmente creer que estuviera allí. Pero desde luego no daba la impresión de que así fuera. Parecía más bien una trapacería de Jack.
—Soy Reynold y este es Edward, trabajamos para el arzobispo de Canterbury —dijo el más joven de los sacerdotes—. Él nos envió para acompañar a la Madonna de las Lágrimas.
—Si tenéis la bendición del arzobispo, ¿a qué necesitáis un par de falsos sarracenos para dar legitimidad a la Madonna? —les preguntó Philip.
Edward pareció algo avergonzado.
—Fue idea de Jack. Pero confieso que yo no encontré que hubiera en ello nada de malo. ¿No albergará dudas sobre la Madonna, Philip? —preguntó Reynold.
—Puedes llamarme padre —le contestó el prior con voz tajante—. Que trabajes para el arzobispo no te da derecho a mostrarte confianzudo con tus superiores. La respuesta a tu pregunta es que sí. Siento dudas respecto a la Madonna. No voy a instalar esta estatua en el recinto de la catedral de Kingsbridge hasta tener la convicción de que se trata de una imagen sagrada.
—Una estatua de madera llora —arguyó Reynold—. ¿Qué más milagro queréis?
—El llanto no tiene explicación. Pero ello no lo convierte en milagro. También es inexplicable la transformación del agua líquida en hielo sólido. Sin embargo, no es un milagro.
—El arzobispo se sentirá muy decepcionado si rechazáis a la Madonna. Hubo de librar una auténtica batalla para evitar que el abad Suger ordenara que permaneciera en Saint-Denis.
Philip sabía que le estaban amenazando. El joven Reynold habrá de esforzarse mucho más si quiere intimidarme, se dijo.
—Estoy seguro de que el arzobispo no querrá que acepte la Madonna sin hacer antes algunas indagaciones de rutina respecto a su legitimidad —respondió con afabilidad.
Se sintió un movimiento en el suelo. Philip miró hacia abajo y vio al tullido en el que ya se había fijado antes. El desgraciado avanzaba penosamente por el suelo, arrastrando tras de sí las piernas paralizadas, intentando acercarse a la estatua. En cualquier dirección que se moviese encontraba el paso cerrado por el gentío. Philip se hizo a un lado de manera automática para dejarle el camino libre. Los sarracenos permanecían vigilantes para que la gente no tocara la estatua. Pero el tullido se les pasó por alto. Philip vio al hombre alargar la mano. En circunstancias normales, el prior hubiera impedido que alguien tocara una reliquia sagrada; pero todavía no había aceptado a aquella imagen como tal, así que le dejó hacer. El tullido tocó el borde de la túnica de madera. De repente lanzó un grito triunfal.
—¡Lo siento! —empezó a clamar—. ¡Lo siento!
Todo el mundo se quedó mirándolo.
—¡Siento que me vuelven las fuerzas! —vociferó.
Philip lo miró incrédulo, sabedor de lo que vendría después. El hombre dobló una pierna, luego la otra.
Hubo un murmullo sobresaltado entre los mirones. El tullido alargó una mano y alguien se la cogió. Con un esfuerzo, el hombre logró ponerse en pie.
La multitud pareció enfervorizada.
—¡Intenta andar! —gritó alguien.
El hombre, sin soltar la mano de quien le había prestado ayuda, trató de dar un paso, luego otro. Se había hecho un silencio mortal. Al dar el tercer paso, el hombre vaciló y estuvo a punto de caer. Hubo un sobresalto general. Pero el hombre, recuperando el equilibrio, empezó a andar.
Hubo una explosión de vítores.
Empezó a andar por el pasillo seguido de la gente. Al cabo de unos cuantos pasos, echó a correr. Los vítores arreciaron al atravesar la puerta de la iglesia y salir a la luz del sol, seguido por la mayoría de los fieles.
Philip miró a los sacerdotes. Reynold estaba maravillado y a Edward le caían lágrimas por las mejillas. Era evidente que no habían tomado parte en aquello.
—¿Cómo has tenido la osadía de recurrir a semejante truco? —preguntó furioso Philip volviéndose hacia Jack.
—¿Truco? ¿Qué truco? —dijo Jack.
—A ese hombre nunca se le ha visto por aquí hasta hace sólo unos días. Dentro de dos o tres desaparecerá con los bolsillos repletos de tu dinero, y jamás se le volverá a ver. Sé cómo se hacen esas cosas Jack. Lamentablemente no eres la primera persona que simula un milagro. A ese hombre no le ha pasado nada en las piernas, ¿verdad? Es otro pescador de Wareham.
La acusación resultó confirmada por la expresión culpable de Jack.
—Ya te dije que no debías hacerlo, Jack —le recordó Aliena.
Los dos sacerdotes se habían quedado petrificados. Lo habían creído de buena fe. Reynold estaba furioso. Se volvió hacia Jack.
—¡No tenías derecho! —dijo con voz entrecortada.
Philip se sentía triste al tiempo que embargado por la ira. En el fondo de su corazón albergaba la esperanza de que la Madonna resultara ser auténtica, porque sabía muy bien que contribuiría a revitalizar el priorato y la ciudad. Pero no estaba de Dios que fuera así. Recorrió con la mirada la pequeña iglesia parroquial. Allí sólo quedaba un puñado de fieles que seguían mirando la estatua.
—Esta vez has ido demasiado lejos —amonestó a Jack.
—Las lágrimas son auténticas, ahí no hay truco alguno —alegó—. Pero reconozco que el tullido fue un error.
—Ha sido algo peor que un error —dijo Philip enfadado—. Cuando la gente sepa la verdad, les hará perder la fe en todos los milagros.
—¿Qué necesidad tienen de conocer la verdad?
—Porque tendré que explicarles la razón por la que la Madonna no será instalada en la catedral. Porque, como es natural, ahora ya está descartado que acepte la estatua.
—Me parece que esa decisión es algo precipitada… —empezó a decir Reynold.
—Cuando quiera tu opinión, joven, ya te la pediré —contestó Philip con tono tajante.
Reynold cerró la boca. No así Jack.
—¿Estáis seguros de tener derecho a privar a vuestra gente de la Madonna? Miradlos.
Señaló un puñado de fieles que habían quedado rezagados. Entre ellos se encontraba Meg Widow. Estaba arrodillada delante de la estatua derramando abundantes lágrimas. Philip se dio cuenta de que Jack ignoraba que Meg hubiera perdido a toda la familia en el derrumbamiento del techo de Alfred. La emoción de la mujer conmovió a Philip y se preguntó si, después de todo, no tendría razón Jack. ¿Por qué privar de aquello a la gente? Porque no es honrado, se amonestó con severidad. Creían en la estatua porque habían visto operarse un falso milagro. Se forzó a mostrarse insensible.
Jack se arrodilló junto a Meg.
—¿Por qué estás llorando? —le preguntó.
—Es muda —le advirtió Philip.
—La Madonna ha sufrido como yo —dijo entonces Meg—. Ella lo comprende.
Philip se quedó de piedra.
—¿Lo veis? La estatua dulcifica su sufrimiento… ¿qué estáis mirando?
—Es muda —repitió Philip—. Durante más de un año no ha dicho una sola palabra.
—¡Es verdad! —exclamó Aliena—. Meg se quedó muda después de que su marido y sus hijos murieran al derrumbarse la bóveda.
—¿Esta mujer? —dijo Jack—. Pero si acaba…
Reynold parecía desconcertado.
—¿Queréis decir que este es un milagro? —preguntó—. ¿Un milagro auténtico?
Philip observó la expresión de Jack. Se hallaba tan asombrado como todos. Esta vez no había engaño. El prior estaba conmovido. Había visto alzarse la mano de Dios y obrar un milagro. Temblaba ligeramente.
—Muy bien, Jack —dijo con voz insegura—. Pese a cuanto has hecho para desacreditar a la Madonna de las Lágrimas, parece como si, después de todo, Dios tenga la intención de hacer maravillas.
Por una vez en su vida, Jack se había quedado sin palabras.
Philip dio media vuelta y fue junto a Meg. La asió por ambas manos y le hizo levantarse con miramiento.
—Dios ha hecho que vuelvas a estar bien, Meg —le dijo con voz temblorosa por la emoción—. Ahora podrás empezar una nueva vida. —Entonces recordó que había dicho un sermón referido a la historia de Job y las palabras volvieron a él—. «Y así el Señor bendijo las postrimerías de Job más que sus principios…».
Había dicho a la ciudad de Kingsbridge que lo mismo sería verdad para ellos. Al contemplar el éxtasis en la cara de Meg, bañada por las lágrimas, se preguntó si eso podría ser, acaso, el comienzo de ello.
En la sala capitular se produjo un tumulto al presentar Jack su boceto para la nueva catedral.
Philip le había advertido ya que habría dificultades. Como era natural, el prior había visto los dibujos de antemano. Una mañana temprano, Jack le llevó a su casa un plano y un alzado, dibujados sobre argamasa con marcos de madera. Los habían estudiado juntos bajo la clara luz matinal.
—Esta va a ser la iglesia más hermosa de Inglaterra, Jack —había dicho Philip—, pero tendremos dificultades con los monjes.
Jack sabía ya, de la época que pasó como novicio, que Remigius y sus compinches seguían oponiéndose de manera sistemática a cualquier proyecto que le fuera querido a Philip, a pesar de que hubieran transcurrido ya ocho años desde que Philip triunfó en la elección frente a Remigius. Rara vez lograban un apoyo numeroso del resto de los hermanos. Pero, en esta ocasión, Philip se sentía inseguro. Eran tan conservadores casi todos ellos que existía la posibilidad de que les asustara un proyecto tan revolucionario. Sin embargo nada podía hacerse salvo mostrarles los dibujos e intentar convencerlos. Lo cierto era que Philip no podía seguir adelante y construir la catedral sin el pleno apoyo de la mayoría de los monjes.
Al día siguiente, Jack estuvo presente en la sala capitular y presentó sus planes. Los dibujos estaban colocados sobre un banco y adosados al muro. Los monjes se agolparon alrededor para mirarlos. Mientras examinaban los detalles, hubo un murmullo de discusiones que fue ascendiendo hasta convertirse en alboroto. Jack se sintió desalentado. El tono era desaprobador, bordeando casi la afrenta. Las voces fueron ascendiendo de tono cuando empezaron a discutir entre ellos, unos atacando el boceto y otros defendiéndolo.
Al cabo de un rato, Philip los llamó al orden y se tranquilizaron.
—¿Por qué son puntiagudos los arcos? —inquirió Milius Bursar, pregunta que había sido preparada de antemano.
—Se trata de una nueva técnica que están utilizando en Francia —explicó Jack—. Ya la he visto en varias iglesias. El arco ojival es más fuerte. Eso es lo que me permitirá construir la iglesia tan alta. Probablemente será la más alta de Inglaterra.
Jack se dio cuenta de que aquella idea les gustaba.
—Las ventanas son muy grandes —apuntó alguien más.
—No son necesarios los muros gruesos —afirmó Jack—. Lo han demostrado en Francia. Son las pilastras las que soportan la construcción, especialmente con la bóveda de nervios. Y el efecto de las ventanas grandes es imponente. En Saint-Denis el abad ha puesto cristal en colores con imágenes. La iglesia se convierte entonces en un lugar soleado y aireado en lugar de tenebroso y triste.
Varios monjes movían la cabeza en señal de asentimiento. Tal vez no eran tan conservadores, se dijo Philip.
Pero el siguiente en hablar fue Andrew Sacristán.
—Hace dos años eras un novicio entre nosotros. Se te castigó por atacar al prior y evitaste el castigo fugándote. Y ahora regresas queriendo decirnos cómo construir nuestra iglesia.
Antes de que Jack tuviera tiempo de hablar se elevó la protesta de uno de los monjes más jóvenes.
—¡Eso no tiene nada que ver con lo que estamos hablando! ¡Lo que se halla en discusión es el proyecto, no el pasado de Jack!
Varios monjes intentaron hablar al mismo tiempo, algunos de ellos gritando. Philip les hizo callar a todos y pidió a Jack que contestara la pregunta.
Jack había esperado que ocurriría algo semejante y estaba preparado.
—Peregriné a Santiago de Compostela como penitencia por ese pecado, padre Andrew, y abrigo la esperanza de que el hecho de haberos traído a la Madonna de las Lágrimas se considere como compensación a mi iniquidad —dijo con mansedumbre—. No estoy predestinado a ser monje, pero espero servir a Dios de manera diferente como su constructor.
Todos parecieron aceptar su alegato.
Sin embargo Andrew no había terminado.
—¿Qué edad tienes? —le preguntó, aunque con toda seguridad conocía la respuesta.
—Veinte años.
—Eres muy joven para maestro de obras.
—Aquí todo el mundo me conoce. He vivido en Kingsbridge desde que era muchacho. — Desde que prendí fuego a vuestra iglesia, se dijo para sus adentros, sintiéndose culpable—. Hice mi aprendizaje a las órdenes del maestro de obras original. Habéis visto mi trabajo con la piedra. Cuando era novicio trabajé con el prior Philip y con Tom Builder como oficial de las obras. Pido humildemente a los hermanos que me juzguen por mi trabajo, no por mi edad.
Era otra parrafada preparada. Observó que uno de los monjes sonreía al oír lo de humildemente, pensó que tal vez hubiera cometido un pequeño error. Todos sabían que entre las cualidades que pudiera tener, no figuraba en modo alguno la humildad.
Andrew aprovechó rápido su lapsus.
—¿Humilde tú? —exclamó al tiempo que su faz enrojecía como si le hubieran ofendido—. No fue un acto de humildad por tu parte anunciar a los albañiles de París hace tres meses que ya habías sido designado aquí como maestro de obras.
De nuevo se produjeron murmullos de indignación entre los monjes. Jack se lamentó para sus adentros. ¿Cómo diablos le había llegado a Andrew esa información? Tal vez Reynold o Edward habían sido indiscretos.
—Esperaba poder atraer de esa manera a Kingsbridge a algunos de aquellos artesanos —contestó mientras se hacía el silencio—. Serán útiles quienquiera que sea el maestro de obras. No creo que mi presunción pudiera resultar en modo alguno perjudicial —intentó esbozar una simpática sonrisa—. Pero siento no haber sido más humilde.
Esa declaración no pareció tener muy buena acogida.
Milius Bursar lo sacó del apuro formulando otra pregunta preparada de antemano.
—¿Qué te propones hacer con el presbiterio actual que se encuentra derrumbado en parte?
—Lo he examinado con muchísimo cuidado —contestó Jack—. Puede repararse. Si hoy designáis maestro de obras, en un año lo pondré en condiciones de ser utilizado de nuevo. Además, podéis continuar haciendo uso de él mientras construyo los cruceros y la nave de acuerdo con el nuevo proyecto. Luego, una vez terminada la nave, propongo la demolición del presbiterio para construir uno nuevo que armonice con el resto de la iglesia.
—¿Pero cómo sabremos que el viejo presbiterio no se derrumbará de nuevo? —inquirió Andrew.
—El derrumbamiento se debió a la bóveda en piedra de Alfred, que no estaba incluida en los planes originales. Los muros no eran lo bastante fuertes para sostenerla. Propongo volver a utilizar el proyecto de Tom y construir un techo de madera.
Hubo murmullos de sorpresa. El motivo del derrumbamiento del techo había sido un asunto de controversia.
—Pero Alfred aumentó el tamaño de los contrafuertes a fin de que soportaran el mayor peso —alegó Andrew.
Aquello también había tenido intrigado a Jack; pero creía haber encontrado la respuesta.
—Seguían sin ser lo bastante fuertes, sobre todo en la parte superior. Si estudiáis las ruinas, podréis ver que la parte de la estructura que cedió fue el trifolio. A ese nivel, el refuerzo era muy flojo.
Aquello pareció satisfacerles. Jack tuvo la impresión de que su habilidad para dar una respuesta decidida había servido para afirmar su posición como maestro de obras.
Remigius se puso en pie. Jack se había estado preguntando cuándo pensaría aportar su grano de arena.
—Me gustaría leer un verso de las Sagradas Escrituras a los hermanos capitulares —dijo en tono más bien teatral.
Miró a Philip, y este le dio su asentimiento.
Remigius se acercó al facistol y abrió la gran Biblia. Jack estudió al hombre. Su boca de labios finos se movía de continuo con gesto nervioso y tenía los acuosos ojos azules algo saltones, lo cual le daba una permanente expresión de indignación. Era la imagen viva del resentimiento. Hacia años llegó a creer que estaba destinado a ser un líder; pero, en realidad, tenía un carácter demasiado débil y ahora ya estaba condenado a vivir una vida decepcionante, intentando perturbar a hombres mejores que él.
—El Libro del Éxodo —salmodió mientras pasaba las hojas del pergamino—. Capítulo veinte. Versículo catorce.
Jack se preguntó qué estaría pergeñando. Remigius leyó:
—«No cometerás adulterio».
Cerró el libro de golpe y volvió a su asiento.
—¿Tal vez querrás decirnos, hermano Remigius, por qué elegiste leernos ese breve versículo en plena discusión sobre los planes de construcción de la catedral? —preguntó Philip con tono de exasperada tranquilidad.
Remigius apuntó a Jack con dedo acusador.
—¡Porque el hombre que quiere ser nuestro maestro de obras está viviendo en pecado! —tronó.
Jack apenas podía creer que hablara en serio.
—Es verdad que nuestra unión no ha sido bendecida por la Iglesia debido a circunstancias especiales, pero nos casaremos tan pronto como queráis —alegó indignado.
—No podéis. Aliena ya está casada —afirmó Remigius en tono triunfal.
—Pero esa unión nunca llegó a consumarse.
—Sin embargo la pareja se casó en la iglesia.
—Si no me dejáis casarme con ella, ¿cómo puedo evitar cometer adulterio? —preguntó Jack ya enfadado.
—¡Basta! —Era la voz de Philip.
Jack le miró. Parecía furioso.
—¿Estás viviendo en pecado con la mujer de tu hermano, Jack? —le preguntó.
Jack se quedó de piedra.
—¿No lo sabíais?
—¡Naturalmente que no! —rugió Philip—. ¿Acaso crees que de haberlo sabido hubiera permanecido callado?
Se hizo el silencio. En Philip no era habitual gritar. Jack se dio cuenta de que se enfrentaba a dificultades reales. Sin duda su delito no era más que un tecnicismo pero todos sabían que los monjes se mostraban muy estrictos respecto a tales cosas. Y el hecho de que Philip no hubiera estado enterado de que se hallara viviendo con Aliena empeoraba aún más la cuestión. Había permitido a Remigius coger a Philip por sorpresa haciéndole quedar en ridículo. Y ahora Philip habría de mostrarse firme y demostrar que era severo.
—Pero no podéis construir una pobre iglesia sólo para castigarme —alegó Jack con tono lastimero.
—Habrás de dejar a la mujer —repuso Remigius redondeándose.
—Vete al cuerno, Remigius —replicó Jack—. Tiene un hijo mío de un año.
Remigius volvió a sentarse con expresión satisfecha.
—Si sigues hablando de esa manera en la sala capitular, tendrás que irte, Jack —le advirtió Philip.
Jack sabía que debería calmarse; sin embargo, era superior a sus fuerzas.
—¡Pero es ridículo! —exclamó—. ¡Me estáis diciendo que abandone a mi mujer y a nuestro hijo! Eso no es moralidad, es una falacia.
Como quiera que fuese, la ira de Philip pareció calmarse y Jack vio en sus claros ojos azules la mirada de simpatía que le era más familiar.
—Jack, tú puedes considerar de forma pragmática las leyes de Dios, pero nosotros preferimos mostrarnos más rígidos… Esa es la razón de que seamos monjes. Y no podemos tenerte como constructor mientras sigas practicando el adulterio.
Jack recordó una cita de las Escrituras.
—Jesús dijo: «Quien esté libre de pecado que arroje la primera piedra».
—Sí; pero Jesús dijo a la mujer adúltera: «Ve y no vuelvas a pecar». —Y luego volvióse hacia Remigius—. Si el adulterio cesara, ¿he de suponer que retirarías tu oposición?
—¡Desde luego! —aseguró Remigius.
Pese a sentirse furioso y desgraciado, Jack se dio cuenta de que Philip había ganado por la mano a Remigius. Había convertido el adulterio en la cuestión decisiva, eludiendo de esa manera todo el problema del nuevo proyecto. Pero Jack no estaba dispuesto en modo alguno a aceptar aquello.
—¡No voy a dejarla! —afirmó.
—Es posible que no sea por mucho tiempo.
Jack hizo una pausa. Aquello le había cogido por sorpresa.
—¿Qué queréis decir?
—Podrás casarte con Aliena si obtiene la anulación de su primer matrimonio.
—¿Puede hacerse?
—Sería automático si, como dices, el matrimonio no llegó a consumarse.
—¿Qué he de hacer?
—Hacer una petición a un tribunal eclesiástico. En circunstancias normales, sería el tribunal del obispo Waleran; pero, en este caso, probablemente deberías hacerlo directamente al arzobispo de Canterbury.
—¿Y puedo esperar que el arzobispo dé su consentimiento?
—En justicia sí.
Jack comprendió al punto que aquella respuesta no era totalmente inequívoca.
—Pero entre tanto, ¿tendremos que vivir separados?
—Así es…, si quieres ser designado maestro de obras de la catedral de Kingsbridge.
—Me estáis pidiendo que elija entre las dos cosas que más amo en todo el mundo —dijo Jack.
—No por mucho tiempo —le aseguró Philip.
La inflexión de su voz hizo que Jack lo mirara muy atento. Había en ella auténtica compasión. Philip sentía de veras tener que hacer tal cosa.
—¿Por cuánto tiempo? —le preguntó.
—Podría ser hasta un año.
—¡Un año!
—No tendréis que vivir en ciudades diferentes —dijo Philip—. Puedes seguir viendo a Aliena y al niño.
—¿Sabéis que fue hasta España para buscarme? —preguntó Jack—. ¿Podéis imaginároslo? —Pero los monjes no tenían ni idea de lo que era el amor—. Y ahora tendré que decirle que hemos de vivir separados —murmuró con amargura.
Philip se puso en pie y dejó caer la mano sobre el hombro de Jack.
—Te aseguro que el tiempo pasará más deprisa de lo que tú crees —dijo—. Y estarás ocupado… construyendo la nueva catedral.
En ocho años el bosque había crecido y cambiado. Jack pensó que nunca podría perderse en un terreno que un día conoció como la palma de su mano. Pero en eso se había equivocado. Los antiguos rastros habían desaparecido bajo la invasión de la vegetación y otros habían resultado hollados por los venados, los verracos y los ponys salvajes. Los arroyos habían cambiado su curso, muchos árboles viejos habían caído y los jóvenes eran más altos. Todo parecía haberse reducido, las distancias daban la impresión de ser más cortas y las colinas con menos pendiente. Pero lo más asombroso de todo era que allí se sentía como un extraño. Cuando un joven venado se le quedó mirando sobresaltado a través de una cañada, Jack fue incapaz de distinguir a qué familia pertenecía o dónde estaría su madre. Cuando una bandada de patos salió volando, no supo al instante de qué parte de las aguas habían salido y por qué. Y se hallaba nervioso porque no tenía idea de dónde estaban los proscritos.