—¿Qué pasa? —preguntó Reynold a Jack, cuando las gentes, en número cada vez mayor, empezaron a seguirles.
—No lo sé.
—Están más interesados en ti que en la estatua. ¿Has estado aquí?
—Nunca.
—Son los de más edad quienes se fijan en Jack. Los jóvenes miran la estatua —observó Aliena.
Tenía razón. Los niños y los jóvenes reaccionaban con curiosidad ante la estatua. Era la gente de mediana edad quien miraba a Jack. Este intentó devolverles la mirada y se dio cuenta de que estaban atemorizados. Uno, al verle, llegó a hacer la señal de la Cruz.
—¿Qué tienen contra mí? —se preguntó en voz alta.
No obstante, su procesión atraía seguidores con la misma rapidez de siempre y llegaron a la plaza del mercado con un gran gentío a la zaga.
Colocaron a la Madonna en el suelo, delante de la iglesia. El aire olía a agua salada y a pescado fresco. Varias personas entraron en el templo.
Lo que solía ocurrir a continuación era que salía el párroco y hablaba con Reynold y Edward. Se discutía y se daban explicaciones y luego se entraba la estatua en la iglesia donde pudiera llorar. La Madonna sólo les había fallado en una ocasión, en un día frío cuando Reynold insistió en realizar el proceso pese a la advertencia de Jack de que era posible que no ocurriera nada. Ahora ya aceptaban su consejo.
Ese día el tiempo era perfecto pero algo andaba mal. En los rostros atezados y curtidos de los marineros y pescadores que les rodeaban, se reflejaba un temor supersticioso. Los jóvenes percibían la inquietud de sus mayores y todo el mundo se mostraba suspicaz y un poco hostil. Nadie se acercó al pequeño grupo para hacer preguntas acerca de la imagen. Permanecían a cierta distancia, hablando en voz baja y a la espera de que ocurriera algo.
Al final apareció el sacerdote. En las otras ciudades el cura se había acercado con cautelosa curiosidad. El de Cherburgo llegó al modo de un exorcista, con la cruz alzada delante de él como un escudo, y llevando un cáliz con agua bendita en la otra mano.
—¿Qué cree que va a tener que hacer… ahuyentar a los demonios? —preguntó Reynold.
El sacerdote avanzó, entonando algo en latín y se acercó a Jack.
Luego, le dijo en francés:
—Te ordeno a ti, espíritu diabólico, que vuelvas al lugar de los Fantasmas. En el nombre del…
—¡Yo no soy un espíritu, condenado loco! —estalló Jack, que se sentía irritado.
—… Padre, del Hijo y del Espíritu Santo… —siguió diciendo el sacerdote.
—Viajamos con una misión del arzobispo de Canterbury —protestó Reynold—. Él mismo nos ha bendecido.
—No es un espíritu. Le conozco desde los doce años —alegó Aliena.
El sacerdote empezó a mostrarse inseguro.
—Sois el espíritu de un hombre de este pueblo que murió hace veinticuatro años —alegó.
Varias personas entre aquel gentío vocearon su acuerdo y el sacerdote empezó de nuevo con su conjuro.
—No tengo más que veinte años —protestó Jack—. Tal vez me parezca al hombre que murió.
Alguien salió de entre la muchedumbre.
—No es sólo que te parezcas —dijo—. Tú eres él…, idéntico desde el día que moriste.
La multitud murmuraba con temor supersticioso. Jack, ya muy nervioso, miró a quien así hablaba. Era un hombre de unos cuarenta años, de barba gris, vistiendo las ropas de un artesano con buena fortuna o de un pequeño mercader. No era uno de esos tipos histéricos. Jack se dirigió a él con voz algo quebrada.
—Mis compañeros me conocen —dijo—. Dos son sacerdotes. La mujer es mi esposa. El chiquillo, mi hijo. ¿Son ellos también espíritus?
El hombre pareció vacilar.
Entonces habló una mujer de pelo blanco, en pie junto a él.
—¿No me conoces, Jack?
Jack dio un salto como si le hubieran pinchado. Ahora ya estaba asustado, de verdad.
—¿Cómo sabes mi nombre? —le preguntó.
—Porque soy tu madre —le contestó ella.
—No lo es —gritó Aliena y Jack detectó también una nota de pánico en su voz—. ¡Conozco a su madre y no eres tú! ¿Qué está pasando?
—Magia demoníaca —sentenció el sacerdote.
—Esperad un minuto —pidió Reynold—. Es posible que Jack estuviera emparentado con el hombre que murió. ¿Tenía hijos?
—No —respondió con firmeza el hombre de la barba canosa.
—¿Estás seguro?
—Nunca llegó a casarse.
—No es necesario.
Una o dos personas rieron. El sacerdote las miró con severidad.
—Murió a los veinticuatro años y este Jack dice que sólo tiene veinte —dijo el hombre de la barba gris.
—¿Cómo murió? —preguntó Reynold.
—Ahogado.
—¿Visteis el cuerpo?
Se hizo el silencio.
—No, jamás vi su cuerpo —aseguró el hombre de la barba gris.
—¿Alguien lo vio? —insistió Reynold, alzando la voz ante el atisbo de la victoria.
Nadie contestó.
—¿Vive tu padre? —preguntó Reynold dirigiéndose a Jack.
—Murió antes de que yo naciera.
—¿Qué hacía?
—Era juglar.
Corrió un murmullo entre la multitud.
—Mi Jack era juglar —dijo la mujer del pelo blanco.
—Pero este Jack es cantero —afirmó Reynold—. Yo mismo he visto su trabajo. Sin embargo sí que puede ser hijo del trovador. —Se volvió hacia Jack—. ¿Cómo se llamaba tu padre? Supongo que Jack Jongleur.
—No. Le llamaban Jack Shareburg.
El sacerdote repitió el nombre, pronunciándolo de manera ligeramente diferente.
—¿Jacques Cherbourg?
Jack estaba estupefacto. Nunca había entendido el nombre de su padre, pero ahora estaba claro. Como a tantos hombres viajeros, se le llamaba por el nombre de la ciudad de la que era originario.
—Sí —repitió Jack asombrado—. Claro. Jacques Cherbourg.
Al fin había encontrado las huellas de su padre, mucho tiempo después de haber renunciado a seguir buscando. Había recorrido todo el camino de Normandía. Por fin había hallado respuesta al interrogante. Sentía una satisfacción fatigada, como si acabara de dejar en el suelo un pesado fardo, después de haberlo cargado durante un largo camino.
—Entonces todo ha quedado claro —afirmó Reynold, mirando triunfalmente a todo aquel gentío—. Jacques Cherbourg no se ahogó, sobrevivió. Fue a Inglaterra, vivió allí durante un tiempo, dejó encinta a una muchacha y murió. La joven dio a luz a un niño al que puso el nombre del padre. Jack tiene ahora veinte años, y es idéntico a su padre cuando vivía aquí hace veinticuatro. —Reynold miró al sacerdote—. No son necesarios los exorcismos, padre. Es sólo una reunión de familia.
Aliena pasó el brazo por el de Jack y le apretó la mano. Estaba estupefacto. Tenía un centenar de preguntas por hacer; pero no sabía por dónde empezar. Lanzó una al azar.
—¿Por qué estáis tan seguros de que murió?
—Todos los que iban a bordo del White Ship murieron.
—¿El White Ship?
—Recuerdo lo del White Ship —intervino Edward—. Fue un desastre de grandes repercusiones. En él murió ahogado el heredero del trono. Luego, Maud se convirtió en la heredera y ese es el motivo de que ahora tengamos a Stephen.
—¿Pero por qué iba él en ese barco? —preguntó Jack.
Le contestó la anciana que había hablado antes.
—Tenía que entretener a los nobles durante el viaje —miró a Jack—. Entonces tú debes de ser su hijo. Mi nieto. Siento haber creído que eras un espíritu. ¡Te pareces tanto a él!
—Tu padre era mi hermano —explicó el hombre de la barba gris—. Soy tu tío Guillaume.
Jack comprendió entonces, con una sensación cálida, que aquella era la familia que tanto había anhelado, los parientes de su padre. Ya no estaba solo en el mundo. Al fin había encontrado sus raíces.
—Bueno, este es mi hijo Tommy —dijo—. Mirad su pelo rojo.
La mujer del cabello blanco miró con cariño al chiquillo.
—¡Por las ánimas benditas! —exclamó luego en tono sobresaltado—. ¡Si soy bisabuela!
Todos rieron.
—Me pregunto cómo llegaría mi padre a Inglaterra.
Capítulo Trece
—Así que Dios dijo a Satanás: «Mira a mi hombre Job. Míralo. Ahí tienes a un hombre bueno como jamás vi otro». —Philip hizo una pausa para causar más efecto; naturalmente aquello no era una traducción, era una versión libre de la historia—. «Dime si no es un hombre perfecto y recto que tiene el temor de Dios y no comete pecado». Y Satanás dijo: «Es natural que te adore. Le has dado todo cuanto puede desear. Siete hijos y tres hijas. Siete mil ovejas y tres mil camellos así como quinientas parejas de bueyes y quinientos asnos. Esa es la razón de que sea un hombre bueno». Así que Dios dijo: «Muy bien. Despójale de todo ello y observa lo que pasa». Y eso fue precisamente lo que hizo Satanás.
Mientras Philip predicaba, su mente volvía sin cesar a una misteriosa carta que había recibido aquella misma mañana del arzobispo de Canterbury. Empezaba felicitándole por haber entrado en posesión de la Madonna de las Lágrimas. Philip ignoraba qué podía ser una Madonna de las Lágrimas pero de lo que sí estaba seguro era de que él no tenía ninguna. El arzobispo se congratulaba de que Philip hubiera reanudado la construcción de la nueva catedral. Philip no había hecho tal cosa. Esperaba una señal de Dios antes de empezar a hacer nada y, entretanto, celebraba los oficios del domingo en la nueva iglesia parroquial, más bien pequeña. Por último, el arzobispo Theobald alababa su agudeza al designar a un maestro de obras que había trabajado en el nuevo presbiterio de Saint-Denis. Claro que Philip había oído hablar de la abadía de Saint-Denis y del famoso abad Suger, el eclesiástico más poderoso del reino de Francia; pero nada sabía del nuevo presbiterio que habían construido allí, y tampoco había designado maestro de obras alguno, de ninguna parte. A Philip se le ocurrió que acaso la carta estuviera en un principio destinada a otra persona y que se la hubieran enviado por error.
—Ahora bien, ¿qué dijo Job al perder todas sus riquezas y morir sus hijos? ¿Maldijo a Dios? ¿Adoró a Satanás? ¡No! Dijo: «Nací desnudo y desnudo moriré. El Señor lo da y el Señor lo quita. ¡Bendito sea el Nombre del Señor!». Esto es lo que dijo Job. Y entonces Dios dijo a Satanás: «Ya te lo dije». Y Satanás dijo: «Muy bien, pero sigue teniendo salud, ¿no? Y un hombre es capaz de cualquier cosa siempre que tenga buena salud». Y Dios vio que habría que hacer sufrir más aún a Job para demostrar cómo era, así que dijo: «Entonces despójale de su salud y observa qué pasa». Y Satanás hizo que Job cayera enfermo, quedando cubierto de pústulas desde la cabeza hasta las plantas de los pies.
En las iglesias empezaban a hacerse más frecuentes los sermones. Durante la juventud de Philip solían ser raros. El abad Peter era contrario a ellos, pues afirmaba que predisponían al sacerdote a sentirse pagado de sí mismo. El punto de vista anticuado sostenía que los fieles debían de ser meros espectadores, siendo testigos silenciosos de los misteriosos ritos sagrados, escuchando las palabras en latín sin entenderlas, confiando a ciegas en la eficacia de la intercesión del sacerdote. Pero las ideas habían cambiado. En los tiempos que corrían, los pensadores progresistas ya no veían a los fieles como observadores mudos de una ceremonia mística. Se consideraba a la Iglesia como formando parte integral de su vida cotidiana. Marcaba los hitos de su existencia, desde el bautismo, a través del matrimonio y del nacimiento de los hijos, hasta la extremaunción y la sepultura en tierra sagrada. Podía ser el señor, el juez, el empleado o el cliente.
Cada vez se esperaba más de los cristianos que lo fueran todos los días, no sólo los domingos. Desde el punto de vista moderno necesitaban algo más que los ritos. Necesitaban explicaciones, gobierno, aliento y exhortación.
—Y ahora he de deciros que creo que Satanás tuvo una conversación con Dios sobre Kingsbridge —dijo Philip—. Creo que Dios dijo a Satanás: «Mira a mi gente de Kingsbridge. ¿Acaso no son buenos cristianos? Míralos trabajar con ahínco durante toda la semana en sus campos y talleres y luego pasar todo el domingo construyendo una nueva catedral para mí. ¡Dime, si puedes, que no es buena gente!». Y Satanás dijo: «Son buenos porque les va bien. Les has dado buenas cosechas y un hermoso tiempo, clientes para sus tiendas y protección frente a los malvados condes. Pero quítales todo eso y ellos se vendrán conmigo». Así que Dios dijo: «¿Qué quieres hacer?». Y Satanás dijo: «Incendiar la ciudad». Y Dios dijo: «Muy bien, incéndiala y veamos qué pasa». Así que Satanás envió a William Hamleigh para que prendiera fuego a nuestra feria del vellón.
A Philip le proporcionaba inmenso consuelo la historia de Job. Al igual que él, Philip había trabajado duro durante toda su vida para cumplir la voluntad de Dios lo mejor que sabía. Y, al igual que Job, sólo había recibido a cambio mala suerte, fracaso e ignorancia. Pero la finalidad del sermón era levantar el espíritu de la gente de la ciudad, y Philip podía darse cuenta de que no lo estaba logrando. Sin embargo la historia todavía no había terminado.
—Y entonces Dios dijo a Satanás: «¡Y ahora mira! Has hecho arder toda la ciudad hasta los cimientos y todavía siguen construyendo una catedral nueva para mí. ¡Ahora dime que no es buena gente!». Pero Satanás dijo: «Fui demasiado indulgente con ellos. La mayoría escaparon al incendio y pronto construyeron de nuevo sus pequeñas casas de madera. Déjame que les envíe un auténtico desastre y entonces veremos qué pasa». Dios suspiró y dijo: «Así pues, ¿qué te propones hacer ahora?». Y Satanás dijo: «Voy a hacer que el techo de la iglesia se desplome sobre sus cabezas». Y así lo hizo… como todos sabemos.
Al recorrer con la mirada a los fieles allí reunidos, Philip vio que eran muy pocos los que no habían perdido algún pariente en aquel espantoso derrumbamiento. Allí estaba la viuda Meg, que tuvo un buen marido y tres mocetones de hijos, todos muertos en la catástrofe. Desde entonces no había hablado una sola palabra y el pelo se le había vuelto blanco. Otros sufrieron mutilaciones. A Peter Pony le había aplastado la pierna y cojeaba. Antes fue un excelente capturador de caballos; pero, desde el accidente, trabajaba con su hermano haciendo sillas de montar. Apenas había una familia en la ciudad que no hubiera sufrido las consecuencias del derrumbamiento. Sentado en el suelo, en primera fila, se encontraba un hombre que había perdido el uso de las piernas. Philip frunció el ceño. ¿Quién era aquel hombre? No había quedado inválido al desplomarse la bóveda. Philip nunca lo había visto hasta entonces. Luego, recordó que le habían dicho que por la ciudad mendigaba un tullido que dormía en las ruinas de la catedral. Philip había ordenado que le dieran una cama en la casa de huéspedes.
Su mente empezaba a vagar de nuevo. Volvió a tomar el hilo del sermón.
—¿Y qué hizo entonces Job? Su mujer le dijo: «¡Maldice a Dios y muere!». Pero ¿lo hizo él? No lo hizo. ¿Perdió su fe? No la perdió. Job había decepcionado a Satanás. Y yo os digo… —Philip alzó la mano con gesto dramático para subrayar sus palabras—. Y yo os digo que ¡Satanás va a sentirse decepcionado con la gente de Kingsbridge! Porque nosotros seguiremos adorando al Dios verdadero al igual que lo adoró Job a pesar de todas sus tribulaciones.
Hizo una nueva pausa para dejarles que digirieran aquello; pero se dio cuenta de que había fracasado en su empeño por conmoverlos.
Los rostros que le miraban estaban interesados, pero no estimulados.
De hecho él no era un predicador capaz de despertar entusiasmo. Era un hombre con los pies en la tierra. No podía atraer a una congregación sólo con su personalidad. Era verdad que la gente llegaba a mostrarle intensa lealtad; pero no de inmediato. Era algo que se producía con lentitud, al paso del tiempo, cuando llegaban a comprender cómo era su vida y todo cuanto había logrado. A veces su trabajo inspiraba a las gentes, o lo había hecho en los viejos tiempos; pero sus palabras nunca.
Sin embargo todavía estaba por llegar la mejor parte de la historia.
—¿Qué le pasó a Job después de que Satanás le hubiera hecho pasar por las peores vicisitudes? Dios le dio más de lo que tuvo en un principio. ¡Le dio el doble! Donde habían pastado siete mil ovejas, lo hicieron catorce mil. Los tres mil camellos que había perdido fueron sustituidos por seis mil. Y fue padre de otros siete varones y de tres hijas más.
Todos parecían indiferentes. Philip prosiguió con la siembra.
—Y llegará día en que la prosperidad vuelva a Kingsbridge. Las viudas se casarán de nuevo y los viudos encontrarán esposa. Y aquellas cuyos hijos murieron volverán a concebir. Y nuestras calles estarán rebosantes de gentes y en nuestras tiendas abundarán el pan y el vino, el cuero y el latón, las hebillas y los zapatos. Y un día reconstruiremos nuestra catedral.
La dificultad estribaba en que no estaba seguro de creerlo él mismo, y quizás por ello no podía decirlo con convicción. No era de extrañar que los fieles allí congregados permanecieran impasibles.
Bajó la vista al grueso libro que tenía delante y que había sido traducido del latín al inglés.
—«Y Job vivió después de esto ciento cuarenta años más, y vio a sus hijos y a los hijos de sus hijos hasta la cuarta generación. Y murió anciano y colmado de días».
Hubo cierta confusión al fondo de la pequeña iglesia. Philip levantó la vista irritado. Se daba cuenta de que su sermón no había producido el efecto que esperaba. Sin embargo, quería que se guardaran unos momentos de silencio una vez que lo hubo terminado. La puerta de la iglesia estaba abierta y los que se encontraban al final miraban hacia fuera. El prior pudo apreciar que había un gentío. Se dijo que allí debería encontrarse todo habitante de Kingsbridge que no estuviera en la iglesia. ¿Qué estaba pasando?
Se le ocurrieron varias posibilidades, que había habido una pelea, un incendio, que alguien se estaba muriendo, que se acercaba una gran tropa de jinetes… Pero estaba desprevenido en absoluto para lo que en realidad ocurrió. Primero llegaron dos sacerdotes portando la estatua de una mujer sobre una tabla cubierta con una sabanilla de altar bordada. Su porte solemne daba a entender que la estatuilla representaba a una santa, con toda posibilidad a la Virgen. Detrás de los sacerdotes avanzaban otras dos personas. Y fueron ellas las que le proporcionaron la mayor sorpresa. Una era Aliena y la otra Jack.
Philip miró a Jack con afecto mezclado de exasperación. ¡Ese muchacho!, se dijo. El primer día que llegó aquí ardió la vieja catedral y desde entonces nada de lo relacionado con él ha sido normal. Pero Philip se sentía más complacido que irritado con la entrada de Jack. Pese a todas las dificultades que creó, hacía la vida interesante. ¡Muchacho! Philip volvió a mirarle. Jack no era ya un muchacho. Había estado fuera dos años pero había envejecido diez y su mirada era fatigada y experimentada. ¿Dónde había estado? ¿Y cómo lo había encontrado Aliena?
La procesión avanzó hacia el centro de la iglesia. Philip decidió no hacer nada y esperar acontecimientos. Se escuchó un murmullo excitado al reconocer la gente a Jack y Aliena. Luego, se oyó algo diferente, como un murmullo maravillado y alguien dijo:
—¡Está llorando!
Otras voces lo repitieron a modo de letanía:
—¡Está llorando, está llorando!
Philip escrutó la imagen. En efecto, de los ojos le brotaba agua. De repente recordó la misteriosa carta del arzobispo sobre la milagrosa Madonna de las Lágrimas. Así que se trataba de esto. En cuanto a que el llanto fuera un milagro Philip se reservaría por el momento su juicio. Podía ver que los ojos parecían estar hechos de piedra, o acaso alguna clase de cristal, en tanto que el resto de la estatua era de madera. Tal vez tuviera que ver algo con eso.
Los sacerdotes, dando media vuelta, colocaron la tabla en el suelo, de manera que la Madonna quedaba de cara a los fieles. Fue entonces cuando Jack empezó a hablar.
—La Madonna de las Lágrimas vino a mí en un país muy, muy lejano —empezó a decir.
A Philip no le gustó que Jack se apropiara el oficio divino, pero decidió no actuar de modo precipitado. Dejaría que dijera lo que se proponía. De cualquier forma estaba intrigado.
—Me la dio un sarraceno converso —siguió diciendo Jack.
Entre los fieles se produjo un murmullo de sorpresa. En tales historias, los sarracenos eran, por lo general, el enemigo bárbaro de rostro negro y muy pocos eran los que sabían que algunos de ellos se habían convertido al cristianismo.
—Al principio me pregunté por qué me la habrían dado a mí. Sin embargo la llevé conmigo, durante muchas millas.
Jack tenía a los fieles pendientes de sus labios. Es un predicador de sermones mucho mejor que yo, se dijo Philip tristemente. Puedo darme cuenta de la tensión que se está formando.
Jack prosiguió:
—Hasta que al fin empecé a darme cuenta de que lo que ella quería era ir a casa. ¿Pero dónde estaba su casa? Finalmente lo descubrí. Quería venir a Kingsbridge.
Por la congregación corrió un murmullo de asombro. Philip se sentía escéptico. Había una diferencia entre la manera en que Dios actuaba y la forma en que lo hacía Jack. Y esta llevaba sin duda la marca de Jack. Sin embargo Philip permaneció en silencio.
—Pero entonces me dije: ¿A dónde puedo llevarla? ¿Qué capilla tendrá en Kingsbridge? ¿En qué iglesia encontrará al fin reposo? —miró en derredor al sencillo interior enjalbegado de la iglesia parroquial como diciendo: «Esta desde luego no sirve»—. Y fue como si ella hubiera hablado y me dijera: «Tú, Jack Jackson, harás una capilla para mí y me construirás una iglesia».
Philip empezó a comprender lo que maquinaba Jack. La Madonna era la chispa que prendería de nuevo el entusiasmo del pueblo por la construcción de una nueva catedral. Lograría lo que el sermón de Philip sobre Job no había conseguido. A pesar de ello, Philip seguía preguntándose: ¿Es la Voluntad de Dios o sólo la de Jack?
—Así que le pregunté: «¿Con qué? No tengo dinero». Y ella dijo: «Yo os proveeré de él». Bien. Nos pusimos en camino con la bendición del arzobispo Theobald de Canterbury. —Al nombrar al arzobispo Jack miró de reojo a Philip.
Me está diciendo algo, pensó el prior. Está diciendo que tiene un respaldo poderoso para esto.
Jack volvió a dirigir la mirada a los fieles.
—Y, a lo largo de todo el camino, desde París a través de Normandía, cruzando la mar y luego en la ruta hasta Kingsbridge, cristianos devotos han venido dando dinero para la construcción de la capilla de la Madonna de las Lágrimas.
A continuación, Jack hizo una seña a alguien que se encontraba en el exterior.
Un instante después, dos sarracenos tocados con un turbante entraron solemnemente en la iglesia llevando sobre los hombros un cofre zunchado.
Los aldeanos retrocedieron atemorizados. Incluso Philip estaba asombrado. Sabía que, en teoría, los sarracenos tenían la tez morena pero jamás había visto uno y la realidad resultaba asombrosa. Sus ropajes ondulantes y multicolores resultaban también muy llamativos. Avanzaron entre los maravillados fieles y se arrodillaron delante de la Madonna. Con ademán reverente, depositaron el cofre en el suelo.
Se escuchó un ruido como el de una cascada y del cofre brotó un chorro de peniques de plata, centenares, miles. La gente se agolpaba para mirarlos. Ninguno de ellos había visto en su vida tanto dinero junto.
Jack alzó la voz para que pudieran oírle a través de sus exclamaciones.
—La he traído a casa y ahora la entrego para la construcción de la nueva catedral.
Se volvió y clavó los ojos en los de Philip, al tiempo que hacía una leve inclinación de cabeza como diciendo: Ahora os toca a vos.
Philip aborrecía que le manipularan de aquella manera; aunque, al mismo tiempo, no tenía más remedio que reconocer que todo aquello se había llevado con maestría inigualable. No obstante; eso no significaba que fuera a admitirlo sin más. La gente podría aclamar a la Madonna de las Lágrimas; pero a Philip correspondía decidir si debía permanecer en la catedral de Kingsbridge junto con los huesos de san Adolphus. Y todavía no estaba convencido.
Algunos fieles empezaron a hacer preguntas a los sarracenos.
Philip, bajando de su púlpito se acercó más para escuchar.
—Vengo de un país muy, muy lejano —estaba diciendo uno de ellos.
El prior quedó sorprendido al oír que hablaba inglés exactamente igual que un pescador de Dorset; pero la gran mayoría de los aldeanos ni siquiera sabían que los sarracenos tenían lengua propia.
—¿Cómo se llama tu país? —le preguntó alguien.
—Mi país se llama África —contestó el sarraceno.
Claro que, como Philip bien sabía, aunque no así la casi totalidad de los ciudadanos, en África había más de un país, y Philip se preguntaba a cuál de ellos pertenecería aquel sarraceno. Resultaría en extremo excitante que fuera de algunos de los que mencionaba la Biblia, como Egipto o Etiopía.