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Capítulo Dieciséis 81 страница




—No sé qué hacer —se limitó a decir—. Tendrás que enseñarme.

Aquello no era del todo tal y como William se lo había imaginado.

Se acercó a ella. Elizabeth levantó la cara y él la besó en los suaves labios. Aquel beso no pareció despertar excitación alguna.

—Quítate la camisa y échate en la cama —le dijo.

La joven se sacó la camisa por la cabeza. Estaba más bien rellena. Sus grandes senos tenían unos minúsculos pezones. El pubis estaba cubierto de un vello ralo color castaño. Se acercó a la cama y se tumbó, obediente, boca arriba.

William se quitó las botas. Se sentó en el lecho junto a ella y le estrujó los senos. Tenía la piel suave. Aquella joven dulce complaciente y risueña no se parecía en nada a la imagen que a él le hacía que la garganta se le quedara seca: la de una mujer atenazada por la pasión gimiendo y sudando debajo de su cuerpo. Se sintió engañado.

Le puso la mano entre los muslos y ella separó de inmediato las piernas; metió el dedo dentro de ella. La joven dolorida lanzó una exclamación entrecortada.

—Está bien, no te preocupes —se apresuró a decir Elizabeth.

Por un instante William se preguntó si no estaría siguiendo un camino equivocado. Tuvo una imagen fugaz de una escena diferente en la que los dos se encontraban tumbados uno al lado del otro tocándose, charlando y empezando a conocerse de forma gradual. Sin embargo, el deseo se había despertado al fin en él al oírla jadear dolorida. Se quitó aquellas estúpidas ideas de la cabeza y movió el dedo con mayor brusquedad, mientras miraba a la muchacha, que se esforzaba por soportar el sufrimiento en silencio.

William se subió a la cama y se arrodilló entre las piernas de ella. No estaba del todo excitado. Se frotó el miembro para que se le endureciese, pero lo consiguió sólo a medias. Estaba seguro de que era aquella condenada sonrisa de Elizabeth lo que provocaba su impotencia. Le metió dos dedos dentro y ella lanzó un grito de dolor. Eso estaba mejor. Y entones la estúpida zorra empezó de nuevo a sonreír. William llego a la conclusión de que tendría que borrarle aquella sonrisa de la cara. La abofeteó con fuerza. La joven gritó y el labio empezó a sangrarle. Eso ya estaba mejor.

Volvió a golpearla.

Elizabeth comenzó a llorar.

Después de aquello todo fue bien.

El domingo siguiente era el de Pentecostés, y se esperaba que una inmensa multitud acudiera a la catedral. El obispo Waleran celebraría el oficio. Incluso había más gente de la habitual, ya que todo el mundo quería ver los nuevos cruceros recién terminados. Según los rumores eran algo asombroso. Durante el servicio de ese día William mostraría su mujer a los ciudadanos corrientes del Condado. No había estado en Kingsbridge desde que levantaron las murallas. Pero Philip no podía impedirle que acudiera a la iglesia.

Su madre había muerto dos días antes de Pentecostés.

Rondaba los sesenta. Fue algo repentino. El viernes después de cenar sintió que no respiraba bien y se fue pronto a la cama. Poco antes de la madrugada su doncella fue a decir a William que su madre se encontraba mal. Levantóse de la cama y se dirigió vacilante hacia su dormitorio, frotándose la cara. La encontró haciendo terribles esfuerzos para respirar, sin poder hablar, con la mirada llena de terror.

William quedó espantado ante aquellos estremecidos y convulsos jadeos y también por su mirada. No apartaba los ojos de él como si esperara que hiciera algo. Estaba tan asustado que se dispuso a abandonar la habitación. Dio media vuelta. Pero entonces vio a la doncella en pie junto a la puerta, y se sintió avergonzado por su miedo. Se forzó a volver a mirar a madre. Su cara parecía cambiar de forma de manera incesante bajo la luz temblorosa de una vela. Su respiración, ronca y entrecortada, iba haciéndose cada vez más estentórea, hasta que pareció que iba a explotarle en la cabeza. William no podía comprender cómo no había despertado a todo el castillo. Se llevó las manos a los oídos para protegerse de aquel ruido. No obstante, seguía oyéndolo. Era como si le estuviera gritando igual que cuando era un chiquillo y le dirigía aquellas furiosas y demenciales filípicas. Su cara también parecía enfurecida, con la boca abierta, los ojos de mirada fija, el pelo enmarañado. Cada vez era más fuerte la certeza de que le estaba pidiendo algo. Él seguía sintiendo que iba haciéndose más joven y pequeño, hasta que llegó a poseerle un terror ciego que no sentía desde su infancia, un terror que emanaba del convencimiento de que la única persona a la que quería era un monstruo rabioso. Siempre había sido así. Siempre que ella le ordenaba, y lo hacía de continuo, que se acercara, o que se alejara, o que montara su pony o que se fuera, William se había mostrado lento en cumplir sus órdenes, y entonces su madre le gritaba, con lo que él se asustaba tanto que no podía comprender lo que le estaba pidiendo que hiciera. Entonces llegaban a un punto muerto, ella gritando cada vez más y él quedándose ciego, sordo y mudo por el terror.

Pero esa vez fue diferente.

Esa vez ella murió.

Primero cerró los ojos. Entonces William empezó a calmarse. La respiración de ella fue debilitándose poco a poco. El rostro adquirió un tono ceniciento a pesar de los granos. Incluso la llama de la vela parecía arder con menor intensidad y las sombras oscilantes ya no asustaban a William. Por ultimo dejó de respirar.

—Bueno, ahora ya se encuentra bien, ¿no? —comentó William.

La doncella prorrumpió en llanto.

Él se sentó junto a la cama y contempló el rostro inmóvil. La doncella fue en busca del sacerdote.

—¿Por qué no me habéis llamado antes? —preguntó este indignado.

William apenas le oyó. Se quedó con ella hasta la salida del sol. Entonces, las sirvientas le pidieron que se fuera para que pudieran «prepararla». William bajó al vestíbulo donde los habitantes del castillo, caballeros, hombres de armas, clérigos y sirvientes estaban tomando el desayuno. Sentóse a la mesa junto a su joven esposa y bebió algo de vino. Uno o dos caballeros y el mayordomo de la casa le hablaron. Pero William no les contestó. Finalmente llegó Walter y se sentó a su lado. Había vivido con William muchos años y sabía cuándo permanecer callado.

—¿Están preparados los caballos? —preguntó William al cabo de un rato.

Walter pareció sorprendido.

—¿Para qué?

—Para el viaje a Kingsbridge. Dura dos días, así que habremos de salir esta mañana.

—No creo que debiéramos ir, dadas las circunstancias.

Por alguna razón aquello disgustó a William.

—¿Acaso dije que no fuéramos a ir?

—No, Lord.

—¡Entonces iremos!

—Sí, Lord. —Walter se puso en pie—. Me ocuparé de inmediato.

Se pusieron en marcha mediada la mañana. El conde, Elizabeth y el séquito habitual de caballeros y escuderos. William tenía la sensación de caminar en sueños. Parecía como si el paisaje se alejara de él en lugar de ser él quien lo hacía. Elizabeth cabalgaba junto a su marido, magullada y en silencio. Cada vez que se detenían, Walter se ocupaba de todo. Y a cada comida William tomaba algo de pan y bebía varias copas de vino. Por la noche dormitaba a intervalos.

Cuando se aproximaban ya a Kingsbridge podían ver a cierta distancia, y a través de los campos, la catedral. La vieja catedral había sido una construcción ancha y achaparrada, con ventanas pequeñas como unos ojillos debajo de unas cejas de arcos redondeados. El aspecto de la nueva iglesia era radicalmente distinto, a pesar de que no estaba todavía terminada. Era alta y esbelta, y las ventanas tenían una altura que parecía inconcebible. Al acercarse más observó que empequeñecía los edificios alrededor del priorato como la vieja catedral nunca lo hizo.

El camino bullía de jinetes y caminantes. Todos ellos se dirigían a Kingsbridge. El oficio del domingo de Pentecostés era muy popular, porque tenía lugar a principios de verano, cuando el tiempo ya era muy bueno y los caminos estaban secos. Ese año había todavía más gente de la habitual, atraída por la novedad del nuevo edificio.

La última milla la recorrieron William y su grupo a medio galope, dispersando a los caminantes descuidados, y atravesaron ruidosamente el puente levadizo de madera que salvaba el río. Ahora ya, Kingsbridge era una de las ciudades más fortificadas de Inglaterra. Tenía un recio muro de piedra con un parapeto encastillado, y allí donde el anterior puente conducía directamente a la calle mayor, el camino estaba atravesado por una barbacana construida en piedra con unas puertas zunchadas enormes y pesadísimas que en aquellos momentos se encontraban abiertas pero que, por la noche, quedaban siempre cerradas a cal y canto. Supongo que ya nunca me será posible volver a incendiar esta ciudad, se dijo vagamente William.

La gente lo miraba mientras cabalgaba por la calle mayor en dirección al priorato. Claro que la gente siempre miraba a William. Era el conde. Aquel día se mostraban también interesados por la joven novia que cabalgaba a su izquierda. A su derecha lo hacía, como siempre, Walter.

Entraron en el recinto del priorato y desmontaron delante de las cuadras. William dejó su caballo al cuidado de Walter y se volvió a mirar la iglesia. El extremo oriental, la parte superior de la cruz, se encontraba en la zona más alejada del recinto, oculta a la vista. El extremo occidental, el pie de la cruz, aún no estaba construido; pero su forma se hallaba marcada en el suelo con estacas y cordel, y ya se habían lanzado algunos de los cimientos. Entre medias, se encontraba la parte nueva, los brazos de la cruz, consistente en los cruceros norte y sur, con el espacio entre ambos llamado crujía. Las ventanas eran tan grandes como le habían parecido. William jamás en su vida había visto un edificio semejante.

—Es fantástico —exclamó Elizabeth rompiendo su sumiso silencio.

William deseó haberla dejado en el castillo.

Un poco desconcertado, avanzó lento por la nave, entre las hileras de estacas y cordel, con Elizabeth a la zaga. El primer intercolumnio había sido construido en parte, y parecía como si sostuviera el inmenso arco ojival que formaba la entrada occidental en dirección al cruce. William atravesó aquel arco increíble y se encontró en la atestada crujía.

El nuevo edificio parecía irreal. Era demasiado alto, demasiado esbelto, demasiado airoso y frágil para mantenerse en pie. Daba la impresión de que no tuviera muros, nada que sostuviera el tejado salvo una hilera de curiosas pilastras alzándose expresivas. Al igual que todos los que se encontraban allí, William hubo de estirar el cuello para mirar hacia arriba, y vio que las pilastras continuaban hasta el techo curvado para encontrarse en el coronamiento de la bóveda, semejantes a las ramas más altas de un grupo de olmos entrelazados en el bosque.

Empezó el oficio. El altar había sido instalado en el extremo más próximo del presbiterio, con los monjes detrás de él de manera que la crujía y las dos naves de crucero quedaban libres para los fieles, pero, así y todo, la multitud invadía la nave todavía sin construir. William se abrió camino hasta la parte preferente, como era su prerrogativa, y quedó en pie, próximo al altar con los demás nobles del condado, quienes le hicieron una inclinación de cabeza y hablaron entre sí en voz baja.

El techo de madera pintada del viejo presbiterio se encontraba desmañadamente yuxtapuesto con el alto arco oriental del cruce, y era evidente que el constructor tenía la intención de acabar demoliendo el presbiterio y reconstruirlo a tono con el nuevo estilo.

Un momento después de que a William se le hubiera ocurrido aquella idea, su mirada tropezó con el constructor en cuestión: Jack Jackson. Era un apuesto diablo con abundante cabellera roja, y vestía una túnica granate, bordada en la parte inferior y en el cuello, igual que un noble. Parecía satisfecho de sí mismo, sin duda por haber construido los cruceros con tanta rapidez y porque todo el mundo hubiera quedado tan asombrado de su diseño. Llevaba cogido de la mano a un muchacho de nueve años que era su viva imagen. William comprendió, sobresaltado, que debía de tratarse del hijo de Aliena y le invadió un agudo sentimiento de envidia. Un momento después, descubrió a la propia Aliena. Se encontraba de pie al lado de Jack, un poco retrasada, con una leve sonrisa de orgullo. A William el corazón le dio un salto. Estaba tan encantadora como siempre. Elizabeth era una pobre sustituta, una pálida imitación de aquella mujer real y ardiente. Aliena llevaba en brazos a una niña de unos siete años, y William recordó que había tenido un segundo hijo con Jack a pesar de no estar casados.

William miró con más detenimiento a Aliena. Después de todo, no seguía tan encantadora como antes. Tenía arrugas alrededor de los ojos, seguramente por las preocupaciones, y detrás de su orgullosa sonrisa había una sombra de tristeza. Claro que, al cabo de todos aquellos años, todavía no había podido casarse con Jack, se dijo William con satisfacción. El obispo Waleran había mantenido su promesa, impidiendo una y otra vez la anulación. Aquella idea solía reconfortar a menudo a William.

Entonces William se apercibió de que era Waleran quien en ese momento estaba en pie ante el altar, alzando la hostia sobre su cabeza para ofrecerla a la mirada de los fieles. Centenares de personas cayeron de rodillas. En ese instante, el pan ya se había convertido en Cristo, una transformación que nunca dejaba de admirar a William, aunque no tuviera ni idea de lo que representaba.

Durante un rato, se concentró en el servicio, observando los gestos místicos de los sacerdotes, escuchando las incomprensibles frases en latín y farfullando fragmentos familiares de las respuestas. Persistía en él la sensación de aturdimiento que había tenido en el último día. La nueva iglesia mágica, con la luz del sol jugueteando en sus increíbles columnas, contribuía a intensificar la impresión de que se encontraba en un sueño.

El oficio estaba a punto de terminar. El obispo Waleran se volvió y se dirigió a los fieles.

—Y ahora rezaremos por el alma de la condesa Regan Hamleigh, madre del conde William de Shiring, la cual murió en la noche del viernes.

Hubo un ronroneo de comentarios al escuchar la gente la noticia, pero William miraba horrorizado al obispo. Al fin se había dado cuenta de lo que ella trataba de decirle mientras se moría. Había estado pidiendo un sacerdote… y William no envió a buscarlo. La había visto ir perdiendo fuerzas, la había visto cerrar los ojos, la había oído dejar de respirar y la había dejado morir sin confesión. ¿Cómo pudo haber hecho algo semejante? Desde el viernes por la noche, el alma de ella había estado en el infierno, sufriendo los tormentos que tan gráficamente le describió a menudo, sin oraciones que le dieran el descanso. Pesaba tanto la culpa sobre su corazón que le pareció sentir que sus latidos iban disminuyendo y, por un instante, pensó que también él iba a morir. ¿Cómo había podido dejar que se extinguiera con el alma desfigurada por los pecados al igual que el rostro por los furúnculos, mientras anhelaba la paz del cielo?

—¿Qué voy a hacer? —dijo en voz alta.

La gente que le rodeaba lo miró sorprendida.

Una vez concluida la plegaria y cuando los monjes ya habían salido en procesión, William seguía arrodillado delante del altar. Los restantes fieles fueron saliendo a la luz del sol ignorándole. Todos excepto Walter, que permanecía cerca de él vigilando y esperando. William rezaba con gran fervor. Tenía la imagen de su madre en la mente mientras repetía el Padrenuestro y todos los retazos de oraciones y oficios que era capaz de recordar. Al cabo de un rato, se olvidó de que había otras cosas que podía hacer. Podía encender velas, podía pagar a sacerdotes y monjes para que dijeran misas por ella con regularidad, podía incluso hacer construir una capilla especial en beneficio de su alma. Pero todo cuanto se le ocurría le parecía insuficiente. Era como si pudiese verla, moviendo la cabeza mostrándose dolida y decepcionada por él, al tiempo que decía: ¿Cuánto tiempo dejarás que tu madre sufra?

Sintió que una mano se posaba sobre su hombro y levantó los ojos. El obispo Waleran estaba frente a él, todavía vestido con el magnífico ropaje que se ponía en Pentecostés. Sus ojos negros se clavaron en los de William, el cual sintió que no tenía secretos bajo aquella penetrante mirada.

—¿Por qué lloras? —le preguntó Waleran.

William se dio cuenta entonces de que tenía la cara húmeda por las lágrimas.

—¿Dónde está ella? —preguntó a su vez.

—Ha ido a ser purificada por el fuego.

—¿Sufre?

—Sufre muchísimo. Pero podemos hacer que las almas de nuestros seres queridos atraviesen rápidamente ese lugar terrible.

—¡Haré lo que sea! —sollozó William—. ¡Decidme qué puedo hacer! ¡Por favor!

Los ojos de Waleran brillaban, codiciosos.

—Construye una iglesia —le dijo—. Una igual que esta. Pero en Shiring.

Aliena se sentía amargada por una ira sorda cada vez que viajaba por las propiedades que fueron parte del Condado de su padre. La sacaban de quicio todas las zanjas bloqueadas, las cercas rotas y vacías, los establos en ruinas. Le entristecían las praderas abandonadas y le rompían el corazón las aldeas desiertas. No se trataba sólo de las malas cosechas. El Condado podía haber alimentado a su gente incluso ese año, si hubiera estado bien administrado. Pero William Hamleigh no tenía idea de cómo manejar sus tierras. Para él, el Condado era sólo un cofre de tesoros particular y no unas propiedades que alimentaban a miles de personas. Cuando sus siervos no tenían alimentos, morían de inanición. Cuando sus arrendatarios no podían pagar las rentas, los echaba a la calle. Desde que William era conde, los acres cultivados se habían reducido de manera increíble, ya que las tierras de algunos arrendatarios expulsados habían vuelto a su estado natural. Y ni siquiera tenía cerebro para darse cuenta de que, a la larga, ello iba en contra de sus propios intereses.

Lo peor de todo era que Aliena se sentía en parte responsable. Se trataba de las propiedades de su padre y, tanto ella como Richard, no habían sido capaces de recuperarlas para la familia. Habían renunciado al ser nombrado William conde y perder Aliena todo su dinero. Pero el fracaso seguía irritándola y no había olvidado la promesa que hizo.

En el camino que iba de Winchester a Shiring, con un cargamento de hilaza y un musculoso carretero con una espada al cinto, recordaba las cabalgadas con su padre por ese mismo camino. Él siempre estaba poniendo nuevas tierras en condiciones de cultivo, despejando zonas de bosque, desecando pantanos o arando laderas de colina. En los años de carestía, tenía reservas suficientes de semillas para cubrir las necesidades de quienes habían sido poco previsores o estaban demasiado hambrientos para conservar las suyas. Jamás obligó a sus arrendatarios a vender sus animales o arados para pagar la renta, porque sabía que, si lo hicieran, al año siguiente se encontrarían imposibilitados de trabajar.

Trataba bien la tierra, conservando su capacidad de producción al igual que un buen granjero cuidaría de una vaca lechera.

Cada vez que pensaba en los viejos tiempos con su rígido, pero inteligente y orgulloso padre junto a ella, sentía como una herida de dolor de la pérdida. La vida había empezado a ir cuesta abajo cuando se lo llevaron. Visto de manera retrospectiva, todo cuanto ella hizo desde entonces parecía no tener sentido. Vivir en el castillo con Matthew en un mundo de ensueño, ir a Winchester con la vana esperanza de ver al rey, incluso luchar por mantener a Richard mientras él combatía en la guerra civil. Había alcanzado lo que otras gentes consideraban un éxito. Se había convertido en una próspera comerciante de lanas. Pero ello sólo le aportó una apariencia de felicidad. Había encontrado una manera de vivir y una posición en la sociedad que le proporcionaba seguridad y estabilidad. Sin embargo, en el fondo de su corazón, continuaba dolida y perdida. Hasta que Jack entró en su vida.

Desde entonces la imposibilidad de casarse con él lo había agostado todo. Llegó a aborrecer al prior Philip, a quien una vez consideró como su salvador y mentor. Hacía años que no mantenía con él una conversación tranquila y amable. Claro que no era culpa suya que no pudieran obtener la anulación del matrimonio, pero fue él quien insistió en que vivieran separados. Aliena no podía por menos que sentirse resentida con él.

Quería a sus hijos, pero se preocupaba por ellos al verlos crecer en un hogar tan poco natural en el que el padre se va de casa a la hora de acostarse. Por fortuna, eso no había tenido hasta el momento efectos negativos. Tommy era un muchacho guapo y fuerte al que le gustaba la pelota, las carreras y jugar a los soldados; y Sally una chiquilla dulce y reflexiva que contaba cuentos a sus muñecas y a la que le encantaba contemplar a Jack en su zona de dibujo. Sus continuas necesidades y su cariño sencillo eran los únicos elementos sólidamente normales en la excéntrica vida de Aliena.

Claro que, además, contaba con su trabajo. Durante la mayor parte de su vida adulta había comerciado con algo. En la actualidad, tenía docenas de hombres y mujeres en aldeas dispersas, hilando y tejiendo para ella en sus hogares. Hacía tan sólo unos años habían sido centenares, pero, al igual que todos, también sentía los efectos de la hambruna y de nada le serviría hacer más tejido del que pudiera vender. Incluso si estuviera casada con Jack seguiría queriendo conservar su trabajo independiente.

El prior Philip decía de continuo que la anulación podía ser concedida cualquier día. Pero hacía ya siete largos años que Aliena y Jack vivían aquella irritante vida, comiendo y criando a sus hijos juntos pero durmiendo separados.

Aliena sentía la infelicidad de Jack de un modo más profundo que la suya propia. Podía decirse que lo adoraba. Nadie sabía lo mucho que lo quería, salvo tal vez Ellen, su madre, que lo veía todo. Lo quería porque la había devuelto a la vida. Hasta entonces había sido como una larva, y Jack la había sacado de su envoltura mostrándole que era una mariposa. Hubiera pasado toda su vida ajena a los gozos y sufrimientos del amor, si él no hubiera compartido con ella sus historias, y no la hubiera besado con tanta suavidad, despertando luego, lenta y cariñosamente, el amor que yacía dormido en su corazón. Había sido tan impaciente y tolerante pese a su juventud… Sólo por eso lo amaría siempre.

Mientras atravesaba el bosque, se preguntaba si no se encontraría con Ellen, la madre de Jack. La veían de cuando en cuando en la feria de alguna ciudad y, más o menos una vez al año, solía ir a Kingsbridge a la caída del sol para pasar la noche con sus nietos. Aliena se sentía afín a Ellen, ambas eran mujeres fuera de serie, que no encajaban con lo que se esperaba de ellas. Sin embargo, salió finalmente del bosque sin tropezar con Ellen.

Mientras viajaba a través de tierras cultivadas, observaba las mieses madurando en los campos. Se dijo que ese año habría buenas cosechas. El verano no había sido demasiado propicio, porque llovió e hizo frío. Pero no habían sufrido las inundaciones ni las plagas que agitaron las tres anteriores. Aliena se sintió agradecida. Miles de personas vivían casi al borde del hambre, y otro invierno malo acabaría con la mayoría de ellas.

Se detuvo para que sus bueyes bebieran en la fuente que se alzaba en el centro de una aldea llamada Monksfield, la cual formaba parte de las propiedades del conde. Era un lugar bastante grande rodeado de algunas de las mejores tierras del Condado y tenía su propio sacerdote y una iglesia construida con piedra. Sin embargo, tan sólo la mitad más o menos de esos campos habían sido cultivados ese año. Los que lo fueron estaban ya cubiertos de trigales amarillos, mientras que el resto se encontraba invadido por la cizaña.

Otros dos viajeros se habían detenido junto a la fuente para dar de comer a sus caballos. Aliena los observó cautelosa. En ocasiones convenía unirse a otras gentes a fin de protegerse mutuamente. Sin embargo, para una mujer también podía ser peligroso. Aliena había llegado a la conclusión que un hombre como aquel carretero estaba perfectamente dispuesto a hacer cuanto ella le dijera siempre que estuvieran solos, pero si hubiera otros hombres presentes era posible que se mostrara inclinado a la subordinación.

Sin embargo, uno de aquellos dos viajeros que se encontraban en Monksfield era una mujer. Luego de mirarla con atención cambió la palabra «mujer» por la de «joven». Aliena la reconoció. Había visto a aquella muchacha el domingo en Pentecostés en la catedral de Kingsbridge. Era la condesa Elizabeth, la mujer de William Hamleigh. Parecía desdichada e intimidada. La acompañaba un taciturno hombre de armas, sin duda su guardián. Esa suerte pude haber corrido yo, se dijo Aliena, si me hubiera casado con William. Gracias a Dios me rebelé.

El hombre de armas hizo un breve saludo al carretero, ignorando a Aliena, quien pensó que lo mejor sería prescindir de ellos.

Mientras descansaban, el cielo empezó a encapotarse y sopló un viento frío.

—Tormenta de verano —opinó lacónico el carretero.

Aliena miró ansiosa al cielo. No le importaba mojarse pero la tormenta podría obligarles a marchar más despacio y acaso se encontraran en campo abierto al caer la noche. Cayeron algunas gotas de lluvia. Tendrían que buscar refugio, se dijo reacia.

—Más vale que sigamos aquí un rato —dijo la condesa a su guardián.





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