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Capítulo Dieciséis 73 страница




Aliena sonrió.

—No tengo mala opinión de ti —le respondió—. Me siento contenta.

Jack se quedó mirándola con avidez.

—Te quiero cuando me miras así —le dijo Aliena.

Jack tragó con dificultad.

Aliena le tendió los brazos y él se acercó y la abrazó.

Habían transcurrido casi dos años desde la única vez que hicieron el amor. Aquella mañana ambos se habían sentido arrebatados por el deseo y el dolor. Pero ahora ya eran tan sólo dos amantes en el campo. De repente a Aliena la embargó la ansiedad. ¿Iría todo bien?

Sería terrible que algo fuera mal al cabo de todo aquel tiempo.

Se tumbaron en la hierba, uno junto al otro y se besaron. Aliena cerró los ojos y abrió la boca. Sintió la mano ansiosa de él en su cuerpo, explorándolo apremiante. Notó excitación en la parte baja de la espalda. Jack le besó los párpados y la punta de la nariz.

—Todo este tiempo te he añorado hasta el dolor. Cada día —le dijo.

Aliena lo abrazó con fuerza.

—Me siento muy contenta de haberte encontrado.

Hicieron el amor tranquilamente, felices, al aire libre, con el sol cayendo sobre ellos y el arroyo fluyendo cantarín a su lado. Tommy durmió durante todo el tiempo y despertó cuando ya habían terminado.

La estatuilla de madera de la dama no había llorado desde que salió de España. Jack no sabía cómo funcionaba, así que no entendía por qué no había llorado fuera de su propio país. Sin embargo, tenía la idea general de que las lágrimas brotaban al anochecer y eran debidas a la súbita frialdad del aire. Además, como se había dado cuenta de que las puestas de sol eran más graduales en los territorios septentrionales, sospechaba que el problema estaba relacionado con los anocheceres más lentos. Sin embargo conservó la estatua. Resultaba un tanto voluminosa para llevarla de camino, pero era un recuerdo de Toledo y le traía a la memoria a Raschid y también a Aysha, aunque eso no se lo dijo a Aliena. Pero, cuando un cantero de Saint-Denis necesitó un modelo para una estatua de la Virgen, Jack llevó a la dama de madera al alojamiento de los albañiles y la dejó allí.

La abadía le había contratado para que trabajara en la reconstrucción de la iglesia. El nuevo presbiterio que de tal manera le había deslumbrado, aún no estaba del todo completo y habían de terminarlo a tiempo para la ceremonia de consagración a mediados de verano. Pero el enérgico abad estaba preparando ya la reconstrucción de la nave de acuerdo con el nuevo estilo revolucionario, y empleó a Jack para que esculpiera por anticipado piedras a tal fin.

La abadía le alquiló una casa en la aldea y a ella se trasladó con Aliena y Tommy.

Durante la primera noche que pasaron en ella, hicieron el amor cinco veces. Vivir juntos como marido y mujer parecía la cosa más natural del mundo. Al cabo de unos días, Jack se sintió como si hubieran estado juntos toda la vida. Nadie les preguntó si su unión había sido bendecida por la Iglesia.

El maestro de obras de Saint-Denis era el más grande albañil que jamás conoció Jack. Mientras terminaban el nuevo presbiterio y se preparaban para reconstruir la nave, Jack observaba al maestro y asimilaba cuanto hacía. Los avances técnicos introducidos allí se debían a él, no al abad. En general, Suger se mostraba favorable a las nuevas ideas, aunque estaba más interesado en el ornamento que en la estructura. Su proyecto favorito era el de una nueva tumba para los restos de Saint-Denis y de sus dos compañeros, Rusticus y Eleutherius. Las reliquias se conservaban en la cripta. Pero Suger tenía la intención de subirlas al nuevo presbiterio para que todo el mundo pudiera venerarlos. Los tres ataúdes descansarían en una tumba de piedra revestida de mármol negro. La parte superior de la tumba era una iglesia en miniatura hecha con madera dorada. En su nave central y las laterales, había tres ataúdes vacíos, uno por cada mártir.

La tumba sería instalada en el centro del nuevo presbiterio, adosada a la parte de atrás del nuevo altar mayor. Ya estaban colocados en su sitio tanto el altar como la base de la tumba. La iglesia en miniatura se encontraba en el taller de los carpinteros, donde un minucioso artesano iba dorando cuidadosamente la madera con pintura de oro inapreciable. Suger no era hombre que hiciera las cosas a medias.

Conforme se aceleraban los preparativos para la consagración, Jack advirtió que el obispo era un organizador formidable. Suger invitó a todo aquel que era alguien, y en su mayoría aceptaron. En especial el rey y la reina de Francia y diecinueve arzobispos y obispos, incluido el arzobispo de Canterbury. Los artesanos pescaban aquellos retazos de noticias mientras trabajaban dentro y fuera de la iglesia. Jack veía con frecuencia al propio Suger, con su hábito de tejido casero, caminando alrededor del monasterio al tiempo que daba instrucciones a un rebaño de monjes que le seguían como patitos obedientes. Le recordaba a Philip de Kingsbridge. Al igual que los de él, los orígenes de Suger eran humildes. También como Philip había reorganizado las finanzas y administrado con rigidez las propiedades del monasterio haciendo que los ingresos fueran mucho mayores; y, lo mismo que Philip, había gastado ese dinero extra en construir. Por último, era tan activo, enérgico y de firmes ideas como Philip.

Sólo que, según Aliena, Philip ya no era nada de eso.

Jack encontraba aquello difícil de creer. Imaginarse a un Philip doblegado y abúlico, era tan inimaginable como pensar en un Waleran Bigod amable. Sin embargo, Philip había sufrido toda una serie de terribles decepciones. Primero el incendio de la ciudad. Jack todavía se estremecía al recordar aquel día espantoso. El humo, el terror, los siniestros jinetes con sus teas llameantes y el pánico ciego de la muchedumbre histérica. Acaso fuera ya entonces cuando Philip perdió su ánimo. La ciudad quedó sin impulso. Jack lo recordaba bien. Un ambiente de miedo e incertidumbre había invadido aquel lugar, semejante al débil pero inconfundible olor de decadencia. No era de extrañar que Philip hubiera querido que la ceremonia de inauguración del nuevo presbiterio fuera un símbolo de renovada esperanza. Y, al dar como resultado un nuevo desastre, debió de haber renunciado de manera definitiva.

Ahora ya los constructores se habían dispersado, el mercado había ido declinando y la población reduciéndose. Aliena dijo que la gente joven empezaba a irse a Shiring. Naturalmente no era más que un problema de moral. El priorato seguía conservando todas sus propiedades, incluidos los grandes rebaños de ovejas que aportaban centenares de libras cada año. Si sólo fuera cuestión de dinero, era innegable que Philip podía permitirse comenzar de nuevo a construir, hasta cierto punto. Claro que no sería fácil. Los albañiles se sentirían supersticiosos de tener que trabajar en una iglesia que ya se había derrumbado una vez. Y resultaría difícil despertar de nuevo el entusiasmo de las gentes locales. Pero, a juzgar por lo que Aliena había explicado, el principal problema residía en que Philip había perdido el ánimo. A Jack le hubiera gustado poder hacer algo para ayudarle a recuperarlo.

Entretanto, dos o tres días antes de la ceremonia empezaron a llegar a Saint-Denis los obispos, arzobispos, duques y condes. A todos los notables les llevaron a visitar la construcción. El propio Suger escoltó a los visitantes más distinguidos. A los dignatarios menos importantes, los acompañaron en el recorrido monjes o artesanos. Todos ellos quedaron maravillados ante la ligereza de la nueva construcción y el soleado efecto de las grandes ventanas con cristales multicolores. Como casi todos los jefes de la Iglesia más destacados de Francia estaban contemplando aquello, Jack tuvo la impresión de que el nuevo estilo sería muy imitado y se propagaría mucho. De hecho, aquellos albañiles que pudieran decir que habían trabajado en Saint-Denis serían solicitadísimos. Acudir allí resultó ser una decisión más inteligente de lo que nunca imaginara. Había aumentado en gran manera sus oportunidades de proyectar y construir él mismo una catedral.

El rey Luis llegó el sábado, con su mujer y su madre, y se instalaron en casa del abad. Aquella noche se entonaron maitines desde el crepúsculo vespertino hasta el amanecer. Al salir el sol, había ya una multitud de campesinos y ciudadanos parisienses fuera de la iglesia, esperando lo que prometía ser la más grande asamblea de hombres santos, y también de hombres poderosos, que la mayoría de ellos pudieran ver jamás. Jack y Aliena se unieron a los congregados tan pronto como ella hubo dado de mamar a Tommy.

Llegará el día, se decía Jack, en que diga a Tommy: Tú no lo recuerdas, pero cuando tenías exactamente un año viste al rey de Francia.

Compraron pan y sidra para el desayuno y lo comieron mientras esperaban a que comenzara el acto solemne. Claro que al público no le estaba permitido entrar en la iglesia, y además los hombres de armas del rey lo mantenían a distancia. Pero todas las puertas estaban abiertas y las gentes se arracimaban en aquellos lugares desde donde podían ver mejor. La nave se hallaba atestada de damas y caballeros pertenecientes a la nobleza. Por fortuna, el presbiterio estaba elevado varios pies debido a la gran cripta que había debajo de él, de manera que a Jack le era posible seguir la ceremonia.

Al otro extremo de la nave se produjo una gran actividad y, de repente, todos los nobles se inclinaron. Por encima de sus agachadas cabezas, Jack pudo ver al rey que entraba en la iglesia por el lado sur. No podía distinguir los rasgos del rey, aunque sí su túnica púrpura, que era como una explosión vívida de color mientras avanzaba hacia el centro de la crujía y se arrodillaba ante el altar mayor. Inmediatamente después, iban los obispos y arzobispos, todos ellos vestidos con deslumbrantes ropajes blancos bordados en oro, y cada obispo llevaba su báculo de ceremonia. En realidad, debería ser un sencillo cayado de pastor, pero había tantos adornados con piedras preciosas fabulosas que toda la procesión centelleaba semejante a un arroyo de montaña bajo los rayos del sol.

Todos ellos atravesaron despacio la iglesia y subieron los peldaños hasta el presbiterio para ocupar los lugares para ellos reservados alrededor de la pila bautismal, que contenía, como Jack sabía, porque había presenciado todos los preparativos, varios galones de agua bendita. A ello siguió un periodo de calma, durante el que se dijeron oraciones y se cantaron himnos. El gentío se agitaba inquieto y Tommy parecía fastidiado. Luego, los obispos se pusieron de nuevo en marcha formando procesión.

Salieron de la iglesia por la puerta sur y desaparecieron en el interior del claustro ante la decepción de los espectadores; pero luego emergieron desde los edificios monásticos y desfilaron por delante de la fachada de la iglesia. Cada obispo llevaba en la mano una especie de pincel llamado hisopo y una vasija con agua bendita. A medida que pasaban cantando, introducían el hisopo en el agua y asperjaban los muros de la iglesia. El gentío se abalanzó, pidiendo una bendición e intentando tocar los pajes blancos como la nieve de los santos varones. Los hombres de armas del rey sacudían a las gentes con bastones para hacerlas retroceder. Jack permanecía bastante alejado. No necesitaba bendición alguna y prefería mantenerse distante de aquellos bastones.

La procesión hizo su majestuoso recorrido a lo largo de la parte norte de la iglesia, y la multitud la siguió, pisoteando las tumbas del cementerio. Algunos espectadores se habían anticipado a tomar posiciones allí y se resistían al empuje de los recién llegados. Se iniciaron una o dos peleas.

Los obispos, dejando atrás el pórtico norte siguieron caminando alrededor del semicírculo del extremo este, la parte nueva. Allí era donde se habían construido los talleres de los artesanos y, en esos momentos, la muchedumbre invadía aquel terreno amenazando con derribar las ligeras edificaciones de madera. Al empezar a desaparecer de nuevo la cabeza de la procesión en el interior de la abadía, las gentes más histéricas que se hallaban entre la muchedumbre, empezaron a mostrarse exasperadas y empujaron hacia delante con una mayor determinación. Los hombres del rey respondieron con creciente violencia.

Jack empezó a sentirse inquieto.

—No me gusta el cariz que toma esto —dijo a Aliena.

—Estaba a punto de decirte lo mismo —le contestó ella—. Más valdrá que nos vayamos de aquí.

Antes siquiera de que pudieran moverse, estalló una refriega entre los hombres del rey y un grupo de jóvenes que se encontraban en primera línea. Los hombres de armas los vapuleaban ferozmente con sus garrotes; pero los jóvenes, en lugar de amilanarse, peleaban a su vez. El obispo que iba al final se apresuró a entrar en el claustro, con una aspersión a todas luces rutinaria de la última parte del presbiterio. Una vez que los santos varones hubieran desaparecido de la vista, el gentío concentró su atención en los hombres de armas. Alguien arrojó una piedra que le dio en la frente a uno de ellos. Su caída fue acompañada de vítores. Pronto se generalizó la pelea cuerpo a cuerpo. Otros hombres de armas acudían corriendo desde la fachada oeste de la iglesia para defender a sus camaradas.

Aquello llevaba trazas de convertirse en un motín.

Y no cabía la esperanza de que la ceremonia retuviera la atención de todos ellos en los escasos momentos siguientes. Jack sabía que los obispos y el rey descendían en aquel instante a la cripta para recoger los restos de San Denis. Desfilarían con ellos alrededor de todo el claustro pero no saldrían al exterior. Los dignatarios no comparecerían de nuevo hasta que hubiera terminado el oficio sagrado. El abad Suger no había previsto un número tal de espectadores, y tampoco había tomado medida alguna para mantenerlos contentos y distraídos. Y, en aquellos momentos, estaban insatisfechos, tenían calor, porque el sol estaba ya alto, y querían desahogar sus emociones.

Los hombres del rey iban armados pero los espectadores no. En un principio, los primeros llevaban las de ganar, hasta que alguien tuvo la feliz idea de irrumpir en las cabañas de los artesanos en busca de herramientas. Un par de jóvenes derribaron de un puntapié la puerta de los albañiles y, un momento después, salieron enarbolando sendos martillos de cabeza. Entre la multitud había albañiles, y algunos de ellos se abrieron camino hasta la cabaña e intentaron impedir que la gente entrara. Pero se vieron incapaces de contener el alud y fueron apartados bruscamente. Jack y Aliena intentaban salir del maremágnum. Pero la gente que había detrás de ellos empujaba apremiante y se encontraron inmovilizados. Jack mantenía a Tommy apretado contra el pecho, protegiendo la espalda del chiquillo con los brazos y cubriéndole la cabecita con las manos al tiempo que forcejeaba por mantenerse cerca de Aliena. Entonces vio a un hombre pequeño, de barba negra y aspecto furtivo, salir de la cabaña de los albañiles llevando en las manos la estatua de madera de la dama llorosa. Nunca más volveré a verla, se dijo apenado. Pero estaba demasiado ocupado intentando salir de aquella horrible situación para preocuparse de que la estuvieran robando.

Pese a todos sus esfuerzos, se vio impulsado hacia delante, hacia el pórtico norte donde la lucha era más encarnizada. Y se dio cuenta de que lo mismo le estaba ocurriendo al ladrón de la barba negra. El hombre intentaba huir con su botín, apretando contra su pecho la estatua de madera igual que Jack hacía con Tommy. Pero también él se veía obligado a seguir donde estaba debido a la presión de la muchedumbre.

De repente, a Jack se le ocurrió una idea. Hizo que Aliena cogiera a Tommy.

—Sigue pegada a mí —le dijo.

Luego, agarrando al ladrón, intentó quitarle la estatua. El hombre se resistió por un instante, pero Jack era más grande y, además, al ladrón le interesaba ya más salvar el pellejo que robar la estatua. Así que, al cabo de un momento, soltó su presa.

Jack alzó la estatuilla sobre la cabeza.

—¡Reverenciad a la Madonna!

En un principio nadie le prestó atención. Pero luego dos personas lo miraron.

—¡No tocar a la Virgen Santa! —gritó con todas sus fuerzas.

La gente que le rodeaba retrocedió supersticiosa, dejando un hueco en derredor de Jack, el cual empezó a enfervorizarse con el tema.

—¡Es pecado profanar la imagen de Nuestra Señora!

Manteniendo la estatua bien alta sobre su cabeza, siguió caminando hacia delante, en dirección a la iglesia. Es posible que esto resulte, se dijo sintiendo renacer la esperanza. La mayoría de la gente dejó de pelear para averiguar lo que estaba ocurriendo. Jack volvió la cabeza para mirar detrás de sí. Aliena le seguía. Por otra parte, no podía dejar de hacerlo debido al empuje de la gente. Sin embargo la lucha empezaba a decaer rápidamente. El gentío cambió de dirección hacia Jack y entre ellos se empezaban a repetir sus palabras con un murmullo maravillado.

—Es la Madre de Dios… Salve, Regina… Abrid paso a la Santísima Virgen…

Todo cuanto la gente quería era espectáculo y, ahora que Jack les ofrecía uno, dejaron de luchar casi por completo y sólo dos o tres grupitos seguían peleándose en los extremos. Jack continuaba avanzando con toda solemnidad. Se hallaba un tanto atónito por la facilidad con que había cortado el motín. La muchedumbre le siguió hasta el pórtico norte de la iglesia. Allí, depositó la estatua en el suelo, con gran reverencia, bajo la sombra fresca del umbral de la puerta. Medía algo más de dos pies de altura y, sobre el suelo parecía menos impresionante.

La gente se agolpó ante la puerta a la expectativa. Jack no sabía qué podía hacer. Probablemente esperaban oír un sermón. Se había comportado como un eclesiástico, llevando en alto la estatua y pronunciando sonoras advertencias; pero con ella había llegado al límite de sus habilidades sacerdotales. Se sentía temeroso. ¿Qué haría toda aquella gente si ahora les decepcionaba?

De repente se escuchó una general exclamación entrecortada.

Jack miró hacia atrás. Algunos de los nobles de la congregación formaban un grupo en el crucero norte, mirando hacia fuera. Pero Jack no veía nada que justificara el aparente asombro de la gente.

—¡Un milagro! —gritó alguien y otros repitieron su grito.

—¡Un milagro!

—¡Un milagro!

Jack miró la estatua y al punto lo comprendió todo. De sus ojos brotaba agua. En un principio quedó maravillado como el resto de la gente, pero un instante después recordó su teoría de que la dama lloraba cuando se producía un cambio súbito del calor al frío, como sucedía en las regiones del sur al caer la noche. La estatua acababa de ser trasladada de la calina del día al pórtico norte. Ello explicaría las lágrimas. Pero claro, la gente no sabía eso. Todo cuanto veían era una estatua que lloraba, lo cual los tenía maravillados.

Una mujer que se encontraba delante, arrojó una pequeña moneda de plata francesa equivalente al penique, a los pies de la imagen.

Jack hubo de contenerse para no echarse a reír. ¿De qué servía arrojar dinero a un pedazo de madera? Pero la gente había sido adoctrinada por la Iglesia hasta tal punto que su reacción automática ante algo sagrado era la de dar dinero. Otros muchos entre la multitud siguieron el ejemplo de la mujer.

A Jack nunca se le ocurrió que el juguete de Raschid pudiera producir dinero. En realidad no podía hacerlo para Jack. La gente no lo daría si creyese que su destino final era su bolsa particular. Pero representaría una fortuna para cualquier iglesia.

Al comprenderlo así, vio de súbito lo que tenía que hacer.

Fue como un fogonazo y empezó a hablar antes siquiera que él mismo hubiera comprendido las complicaciones. Las palabras acudieron a su boca al propio tiempo que los pensamientos.

—La Madonna de las Lágrimas no me pertenece a mí, sino a Dios —empezó diciendo.

Se hizo el silencio entre las gentes. Aquel era el sermón que habían esperado. Detrás de Jack los obispos estaban cantando dentro de la iglesia; pero ya nadie se interesaba por ellos. Jack continuó:

—Durante centenares de años ha languidecido en tierras de los sarracenos.

No tenía idea de cuál sería la historia de la estatua; pero eso no parecía importar. Los propios sacerdotes jamás indagaban demasiado a fondo la verdad sobre las historias de milagros y reliquias sagradas.

—Ha recorrido muchas millas —siguió diciendo Jack—, pero su viaje todavía no ha terminado. Su destino es la iglesia catedral de Kingsbridge, en Inglaterra.

Se encontró con la mirada de Aliena que le escuchaba asombrada.

No resistió la tentación de guiñarle el ojo para que supiera que lo estaba inventando a medida que hablaba.

—Yo tengo la misión sagrada de llevarla a Kingsbridge. Allí encontrará al fin la paz. —Mientras miraba a Aliena se le ocurrió la inspiración más brillante y definitiva, y agregó—: He sido designado maestro de obras de la nueva iglesia en Kingsbridge.

Aliena se quedó con la boca abierta. Jack miró hacia otro lado.

—La Madonna de las Lágrimas ha ordenado que se construya en su honor, en Kingsbridge, una iglesia nueva y más gloriosa y, con su ayuda, construiré para ella una capilla como el nuevo presbiterio que ha sido erigido aquí para los sagrados restos de Saint-Denis.

Bajó la vista y el dinero del suelo le dio la idea para el toque final.

—Vuestras monedas se utilizarán para la construcción de la nueva iglesia —dijo—. La Madonna da su bendición a todo hombre, mujer y niño que ofrezca un donativo para ayudar a la construcción de su nuevo hogar.

Hubo un momento de silencio. Luego, los que allí se encontraban empezaron a arrojar monedas al suelo alrededor de la base de la estatua. Algunos exclamaban «Aleluya» o «Alabado sea Dios», mientras que otros pedían una bendición e incluso algunos un favor específico: «Haced que Robert se ponga bien» o «Permitid que Anne conciba» e incluso «Dadnos una buena cosecha». Jack estudiaba los rostros. Aquellas personas se sentían excitadas, transportadas y felices. Empujaban hacia delante, dándose codazos unas a otras en su empeño por entregar sus peniques a la Madonna de las Lágrimas. Jack bajó de nuevo los ojos contemplando maravillado cómo se amontonaba el dinero a sus pies semejante a la nieve arrastrada por la ventisca.

La Madonna de las Lágrimas produjo el mismo efecto en todas las ciudades y aldeas de camino hacia Cherburgo. Solía acudir una multitud mientras atravesaban en procesión la calle mayor y luego una vez que se detenían ante la fachada de la iglesia para dar tiempo a que acudiera toda la población, conducían la estatua al interior de la iglesia donde empezaba a llorar. A partir de ese momento las gentes tropezaban unas con otras en su ansia de dar dinero para la construcción de la Catedral de Kingsbridge.

En un principio casi estuvieron a punto de perderla. Los obispos y arzobispos examinaron la estatua y la proclamaron genuinamente milagrosa. El abad Suger quiso quedársela para Saint-Denis; ofreció a Jack una libra, luego diez y, finalmente, cincuenta. Cuando comprendió que a Jack no le interesaba el dinero amenazó con quedarse con la estatua por la fuerza. Pero el arzobispo Theobald de Canterbury se lo impidió. Theobald intuyó también el potencial económico de la estatua y quería que fuese a Kingsbridge, que pertenecía a su diócesis. Suger cedió de mala gana, expresando groseras reservas sobre la realidad del milagro.

En Saint-Denis, Jack había dicho a los artesanos que contrataría a cualquiera de ellos que quisiera seguirle hasta Kingsbridge. Tampoco aquello le gustó demasiado a Suger. De hecho la mayoría de ellos se quedarían dónde estaban, por aquello de que más vale pájaro en mano que ciento volando, pero había algunos que habían ido allí desde Inglaterra, y acaso se sintieran tentados de regresar. Y finalmente otros harían correr la voz, porque era deber de todo albañil hacer saber a sus hermanos la existencia de nuevos enclaves en construcción. En cuestión de semanas, artesanos de toda la cristiandad empezarían a afluir a Kingsbridge, tal como Jack hizo en los seis o siete enclaves en los que había trabajado durante los dos últimos años. Aliena preguntó a Jack qué haría si el priorato de Kingsbridge no le nombrara maestro de obras. Jack no tenía idea. Había hecho aquel anuncio de sopetón, pero no poseía planes alternativos para el caso de que las cosas salieran mal.

El arzobispo Theobald, después de haber reclamado a la Madonna de las Lágrimas para Inglaterra, no estaba dispuesto a que Jack se la llevara sin más. Envió a dos sacerdotes de su séquito, Reynold y Edward, para que lo acompañaran, a él y a Aliena, durante su viaje.

En un principio a Jack le molestó; pero pronto simpatizó con ellos. Reynold era un joven de rostro fresco, dado a la polémica y de mente viva. Estaba muy interesado en las matemáticas que Jack había aprendido en Toledo. Edward era un hombre de más edad, de modales tranquilos, y algo tragaldabas. Su principal tarea consistía como era natural, en asegurarse de que nada del dinero recaudado con las donaciones fuera a parar a la bolsa de Jack. De hecho los sacerdotes utilizaron aquellas donaciones para pagar sus gastos de viaje, en tanto que Aliena y Jack se pagaron los suyos propios, de manera que el arzobispo hubiera hecho mucho mejor en confiar en Jack.

Fueron a Cherburgo de camino hacia Barfleur, donde habían de tomar el barco para Wareham. Jack supo que algo andaba mal mucho antes de que llegaran al centro del pequeño pueblo costero. La gente no miraba a la Madonna. A quien miraban era a Jack.

Los sacerdotes se dieron cuenta al cabo de un rato. Llevaban la estatua sobre unas pequeñas andas de madera, como hacían siempre que entraban en una ciudad.





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