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Capítulo Dieciséis 86




A Philip le asaltó una idea.

¿Por qué te ha enviado Henry a Inglaterra? preguntó.

Para vigilar el reino.

¿Qué has encontrado?

Que impera la anarquía y que está muriendo de inanición, azotado por las tormentas y asolado por la guerra.

Philip asintió, pensativo. El joven Henry era duque de Normandía porque era el hijo mayor de Maud, que fue la única hija legítima del viejo rey Henry, que fue duque de Normandía y rey de Inglaterra.

Por aquella línea de descendencia, Henry podía reclamar su derecho a la corona.

Su madre también había hecho la misma reclamación, y se le había negado por ser mujer y porque su marido era angevino. Pero el joven Henry no sólo era varón, sino que tenía además la ventaja de ser normando por su madre y angevino por su padre.

¿Va a intentar Henry ocupar el trono de Inglaterra? preguntó Philip.

Depende de mi informe contentó Francis.

¿Y qué le dirás?

Que nunca habrá un momento mejor que este.

Alabado sea Dios repuso Philip.

De camino hacia el castillo del obispo Waleran, el conde William se detuvo en una de sus propiedades, Crowford Mill. El molinero, un tipo duro de mediana edad llamado Wulfric, tenía derecho a moler el grano cultivado en once de las aldeas cercanas. En pago, de cada veinte sacos retenía dos, uno para él y el otro para William. William iba allí a recoger lo que le pertenecía. No solía hacerlo personalmente. Pero los tiempos no eran normales. Por aquellos días tenía que hacer que cada carro transportando harina o cualquier cosa comestible fuera acompañada por una escolta armada. A fin de utilizar a su gente de la manera más económica posible, había tomado la costumbre de llevar consigo uno o dos carros siempre que iba a alguna parte con su séquito de caballeros, y pasar a recoger cuanto le era posible.

La proliferación de delitos por parte de los proscritos era uno de los desafortunados efectos de la política firme que aplicaba a sus arrendatarios que no cumplían. Las gentes sin tierras se dedicaban con frecuencia al robo. En general no eran más eficientes como ladrones que lo habían sido como granjeros, y William confiaba en que la mayoría de ellos murieran durante el invierno. En un principio, sus esperanzas se habían cumplido. Los proscritos solían atacar a viajeros solitarios que no tenían mucho que pudieran robarles, o hacer incursiones mal organizadas contra objetivos bien defendidos.

Sin embargo, en los últimos tiempos habían mejorado las tácticas de los bandoleros. Siempre que atacaban, lo hacían con un número doble de hombres que el que tenían las fuerzas defensoras. Llegaban cuando los graneros estaban rebosantes, señal de que existía una cuidadosa labor de reconocimiento. Sin embargo, no se quedaban para luchar sino que cada hombre salía de estampida tan pronto como echaba mano a una oveja, un jamón, un queso, un saco de harina o una bolsa de monedas de plata. No valía la pena perseguirlos porque se evaporaban en el bosque, separándose y corriendo en todas direcciones. Alguien los estaba dirigiendo y lo hacía exactamente como lo habría hecho William.

El éxito de los proscritos le humillaba. Le hacía parecer como un bufón incapaz de proteger su propio Condado. Y, para empeorar las cosas, los proscritos rara vez robaban a algún otro. Parecía como si le estuvieran desafiando de manera deliberada. Nada aborrecía tanto William como la sensación de que se rieran a sus espaldas. Se había pasado la vida obligando a la gente a que lo respetaran, a él y a su familia, y esa banda de proscritos estaba deshaciendo toda su obra. Y lo que le soliviantaba de manera especial era que la gente fuera diciendo a espaldas suyas que le estaba bien empleado. Había tratado con extrema dureza a sus arrendatarios y ahora ellos se vengaban. Todo era culpa suya. Semejantes comentarios provocaban en él una furia apoplética.

Los aldeanos de Crowford observaron sobresaltados y temerosos la llegada de William con sus caballeros. Él contempló desdeñoso los rostros flacos y aprensivos que le seguían con la mirada desde las puertas y que al punto desaparecían. Aquellas gentes le habían enviado a su párroco para que le suplicara que ese año les permitiera moler su propio grano, alegando que les era imposible dar al molinero un diezmo. William se sintió inclinado a arrancarle la lengua al cura por su insolencia.

Hacía frío y había hielo en la represa del molino.

La noria estaba parada y la amoladera silenciosa. Una mujer salió de la casa que había al lado. Al mirarla, William sintió el aguijón del deseo. Tendría unos veinte años, una cara bonita y una masa de bucles densos. A pesar del hambre, sus senos eran grandes y los muslos fuertes. Salió sonriendo con descaro; pero, a la vista de los caballeros de William, se le borró la sonrisa y volvió a entrar con precipitación en la casa.

No parece que le gustemos comentó Walter. Debe de haber visto a Gervase.

Era una vieja broma pero que hizo reír a todos.

Ataron sus caballos. No era exactamente el mismo grupo que William reunió al empezar la guerra civil. Por supuesto, Walter seguía con él y también Ugly Gervase y Hugh Axe. Pero Gilbert había muerto en la inesperada y sangrienta batalla contra los canteros y fue sustituido por Guillaume. Miles había perdido un brazo en un duelo a espada por culpa de los dados en una cervecería de Norwich, y Louis se había unido a la escolta. Ya no eran ni mucho menos muchachos; pero hablaban y actuaban como si lo fueran. Reían y bebían, jugaban y andaban de putas. William había perdido la cuenta de las cervecerías que había destruido, de los judíos que había atormentado y de las vírgenes que había desflorado.

Salió el dueño del molino. Su expresión acre se debía, sin duda, a la perenne impopularidad de los molineros. Su aspecto malhumorado revelaba inquietud. Eso estaba bien. A William le gustaba que la gente se sintiera inquieta ante su presencia.

No sabía que tuvieras una hija, Wulfric dijo William mirándolo de reojo. Me la has estado ocultando.

Es Maggie, mi mujer dijo.

Mierda. Tu mujer es un espantajo, vieja y arrugada. La recuerdo bien.

Mi May murió el año pasado, señor. Me he vuelto a casar.

¡Condenado vejacón! exclamó William con una sonriente mueca. Esta debe tener treinta años menos que tú.

Veintinueve.

Dejemos esto. ¿Dónde está mi harina? Un saco de cada veinte.

Toda está aquí, señor. Haced el favor de pasar.

Para ir al molino tenían que atravesar la casa. William y los caballeros siguieron a Wulfric hasta la única habitación. La nueva y joven mujer del molinero se encontraba arrodillada delante del fuego poniendo leños. Al inclinarse, la túnica se le tensó por el trasero. William observó que tenía unas caderas poderosas. Naturalmente, la mujer de un molinero era la última en tener hambre durante los tiempos de escasez.

William se detuvo a mirarle el trasero. Los caballeros hicieron una mueca burlona y el molinero se afanó inquieto. La joven volvió la vista, se percató de que la estaban mirando y se puso en pie en actitud confusa.

Tráenos algo de cerveza, Maggie. Somos hombres sedientos le dijo William guiñándole un ojo.

Atravesaron la puerta del molino. La harina estaba apilada en sacos alrededor de la parte exterior de la era circular. No había muchos. Lo habitual era que los montones alcanzaran una altura superior a la de un hombre.

¿Esto es todo? preguntó William.

La cosecha fue muy mala, señor repuso Wulfric nervioso.

¿Dónde están los míos?

Aquí, señor.

Señaló hacia una pila de ocho o nueve sacos.

¿Cómo? William sintió la sangre subírsele a la cara. ¿Esto es lo mío? Tengo dos carros fuera, ¿y tú me ofreces esto?

La expresión de Wulfric pareció aún más doliente.

Lo siento, señor.

William los contó.

¡Sólo nueve sacos!

Es cuanto hay dijo Wulfric, que estaba a punto de prorrumpir en llanto. Verás los míos que están junto a los suyos; es el mismo número.

¡Maldito embustero! exclamó furioso William. Los has vendido.

No, señor insistió Wulfric. Eso es todo lo que ha habido.

Maggie entró con una bandeja y seis vasos de barro con cerveza. Se la presentó a los caballeros y cada uno cogió un cubilete. Bebieron con ansia. William la ignoró. Estaba demasiado irritado para beber. Maggie permaneció allí esperando con el último cubilete en la bandeja.

¿Qué es todo esto? preguntó William a Wulfric señalando el resto de los sacos.

Esperando a que se los lleven, señor. Puede ver las marcas de sus propietarios.

Y así era. Cada saco iba marcado con una letra o símbolo. Naturalmente podía tratarse de un truco. No había manera de que William pudiera saber la verdad. Pero esa no era su forma de aceptar aquel tipo de situación.

No te creo dijo. Has estado robándome.

Wulfric insistió respetuosamente a pesar de que la voz le temblaba.

Soy honrado, señor.

Aún no ha nacido el molinero que sea honrado.

Señor. Wulfric tragó a duras penas. Jamás os he estafado un solo grano de trigo, señor.

Apostaría a que me has estado robando a mansalva.

A pesar del tiempo frío, a Wulfric le caía el sudor por la cara. Se limpió la frente con la manga.

Puedo jurar por Jesús y todos los santos.

Cierra la boca.

Wulfric quedó mudo.

William se enfurecía cada vez más; pero todavía seguía sin decidir lo que iba a hacer. Quería dar a Wulfric un buen susto. Tal vez dejar que Walter le sacudiera con los guantes de cota de malla, posiblemente llevarse parte o toda la propia harina de Wulfric. Y entonces su mirada se encontró con Maggie, sosteniendo la bandeja con un cubilete de cerveza, rígida por el pánico su bonita cara, los grandes y juveniles senos pugnando bajo la túnica enharinada. Y pensó en el correctivo perfecto para Wulfric.

Agarra a la mujer ordenó a Walter y luego se volvió a Wulfric. Voy a enseñarte una lección que no olvidarás.

Maggie vio a Walter ir hacia ella pero ya era demasiado tarde para huir, pues la agarró por un brazo y tiró. La bandeja cayó al suelo con estrépito, derramándose la cerveza por el suelo al retroceder Maggie a la fuerza. Walter le retorció el brazo por detrás de la espalda y la mantuvo sujeta. La joven temblaba de terror.

¡No! Dejadla a ella. ¡Por favor! suplicó Wulfric aterrado.

William hizo un gesto de asentimiento satisfecho. Wulfric iba a ver a su joven esposa violada por varios hombres sin poder hacer nada para protegerla. La próxima vez se aseguraría de tener grano suficiente para satisfacer a su señor.

Tu mujer está engordando con el pan hecho de harina robada, Wulfric, mientras que nosotros hemos de apretarnos los cinturones ¿Os parece que veamos cuánto ha engordado?

Hizo una seña con la cabeza a Walter.

Walter agarró la túnica de Maggie por el cuello y dio un violento tirón. La prenda se rasgó y cayó al suelo. Debajo, la muchacha llevaba una camisa de hilo que le llegaba a las rodillas. Sus grandes senos subían y bajaban al jadear de pánico. William se puso frente a ella. Walter le retorció con más fuerza el brazo haciéndola arquearse por el dolor, y sus senos se hicieron aún más evidentes. William miró a Wulfric. Luego, puso las manos sobre los pechos de Maggie y los amasó. Los sentía suaves y pesados.

Wulfric dio un paso adelante.

Maldito dijo.

Sujetadlo dijo William tajante. Y Louis agarró por los brazos al molinero manteniéndole inmóvil.

William rasgó la camisola de la joven.

La garganta se le quedó seca al contemplar el cuerpo blanco y voluptuoso.

No, por favor suplicó Wulfric.

William se sentía cada vez más enardecido por el deseo.

Tumbadla y sujetadla dijo.

Maggie empezó a chillar.

William se quitó el cinto y lo dejó caer al suelo al tiempo que los caballeros agarraban a Maggie por los brazos y las piernas. No le quedaba esperanza alguna de poder resistirse a cuatro hombres fuertes. Así y todo seguía retorciéndose y chillando. A William le gustaba eso. Sus senos saltaban al tiempo que se movía y los muslos se abrían y cerraban mostrando y ocultando su sexo. Los cuatro caballeros la sujetaron contra la era.

William se arrodilló entre las piernas de Maggie, levantándose la falda de su túnica. Contempló al marido. Wulfric estaba como demente. Miraba horrorizado y farfullaba súplicas de clemencia que no podían oírse entre los chillidos. William saboreaba aquel instante. La mujer aterrada, los caballeros sujetándola contra el suelo, el marido mirando.

Fue entonces cuando Wulfric apartó la mirada.

William tuvo la sensación de peligro. En la habitación, todos tenían los ojos fijos en él y en la muchacha. Lo único capaz de distraer la atención de Wulfric era la posibilidad de ayuda salvadora. William volvió la cabeza y miró hacia la puerta.

En ese mismo instante, algo duro y pesado le golpeó en la cabeza.

Lanzando un rugido de dolor se derrumbó sobre Maggie. Su cara golpeó contra la de ella. De repente, pudo oír a hombres gritando. Muchos. Por el rabillo del ojo vio caer a Walter, al que también habían golpeado. Los caballeros soltaron a Maggie. William descubrió en su rostro una expresión de asombro y alivio. Empezó a retorcerse para salir de debajo de él. William la dejó ir y rodó rápidamente.

Lo primero que vio sobre él fue a un hombre de aspecto salvaje enarbolando un hacha de leñador, y se dijo: ¡Por todos los santos! ¿Quién es este? ¿El padre de la mujer? Vio a Guillaume levantarse y volverse y, a renglón seguido caer el hacha con fuerza sobre su cuello desprotegido. La hoja se hundió profundamente en él. Guillaume cayó muerto sobre William. Su sangre le empapó la túnica.

William apartó el cuerpo de él. Cuando pudo volver a mirar, observó que el molino había sido invadido por una multitud de hombres sucios, con harapos, los pelos revueltos, armados con estacas y hachas. Había un buen número de ellos. Se dio cuenta de que se encontraba en una situación apurada. ¿Habían acudido los aldeanos a salvar a Maggie? ¡Cómo se habían atrevido! Antes de terminar el día, habría algunos ahorcamientos en la aldea. Enfurecido, se puso en pie con dificultad y echó mano a su espada.

No la tenía. Se había quitado el cinto para violar a Maggie.

Hugh Axe, Ugly Gervase y Louis luchaban encarnecidamente contra lo que parecía una gran muchedumbre de mendigos. En el suelo había varios campesinos muertos. Pese a todo, los tres caballeros se estaban viendo forzados a un lento retroceso a través de la era. William vio a Maggie desnuda, todavía chillando, abriéndose camino frenéticamente entre aquel maremágnum en dirección a la puerta y, a pesar de su confusión y de su miedo, sintió un espasmo de pesaroso deseo ante aquel trasero blanco y redondo. Entonces vio a Wulfric luchando cuerpo a cuerpo con algunos de los atacantes. ¿Por qué el molinero se enfrentaba a los hombres que habían acudido a salvar a su mujer? ¿Qué diablos estaba pasando?

William miró en derredor, desconcertado, en busca de su arma.

Se hallaba en el suelo, casi a sus pies. Recogió el cinturón y desenvainó la espada. Luego, retrocedió tres pasos para permanecer un instante más fuera del círculo de la lucha. Mirando por encima de él, vio que la mayoría de los atacantes se mantenían apartados del combate.

Lo que hacían era coger sacos de harina y salir corriendo. William empezó a comprender. Aquello no era una operación de rescate por parte de los aldeanos ultrajados. Era una incursión desde el exterior. No estaban interesados en Maggie e ignoraban que William y sus caballeros se encontraran en el interior del molino. Todo cuanto querían era asaltarlo y robar la harina. Resultaba evidente quiénes eran los atacantes. Proscritos.

Sintió un arrebato. Esa era su oportunidad para devolver el golpe a la jauría rabiosa que había estado aterrorizando al Condado y vaciando sus graneros.

Sus caballeros estaban peleando con gran desventaja. Había al menos veinte atacantes. William se sentía asombrado ante el valor de los proscritos. Los campesinos se dispersaban por lo general como gallinas ante una guardia de caballeros, aunque superaran a estos en una proporción de diez a uno. Pero esa gente luchaba con dureza y no se desalentaba al ver caer a uno de los suyos. Parecían incluso dispuestos a morir de ser necesario. Tal vez porque de todas maneras morirían de hambre a menos que pudieran robar la harina.

Louis se enfrentaba a dos hombres al mismo tiempo cuando llegó un tercero por detrás de él, y le golpeó con un pesado martillo de carpintero. Louis cayó al suelo y allí quedó. El hombre soltó el martillo y cogió la espada de Louis. Ahora quedaban dos caballeros frente a los veinte proscritos. Pero Walter se estaba recuperando del golpe en la cabeza y, desenvainando la espada, se incorporó a la refriega. William enarboló su arma y atacó también.

Los cuatro formaban un formidable equipo de luchadores. Estaban haciendo retroceder a los proscritos, que intentaban desesperados contener las centelleantes espadas con sus cachiporras y hachas. William empezaba a pensar que se estaba desmoronando la moral de los asaltantes y que pronto huirían a la desbandada.

¡El legítimo conde! gritó entonces uno de ellos.

Fue como una especie de grito reunificador. Otros lo corearon y los proscritos lucharon con más saña. El incesante grito de ¡El legítimo conde! ¡El legítimo conde! heló el corazón de William a pesar de que estaba luchando por salvar la vida. Significaba que quienquiera que estuviera al frente de los proscritos tenía sus miras puestas en el título que él poseía. Luchó con una mayor dureza, como si esa escaramuza pudiera decidir el futuro del Condado.

William se fijó en que, en realidad, tan sólo la mitad de los proscritos se hallaban luchando contra los caballeros. El resto se estaba llevando la harina. El combate quedó reducido a un intercambio constante de acometidas y paradas, de ataques y retrocesos. Los proscritos, al igual que soldados sabedores de que pronto va a sonar la retirada, peleaban de un modo cauteloso, a la defensiva. Detrás de los que se mantenían luchando, los otros sacaban del molino los últimos sacos de harina. Empezaron a retroceder hacia la puerta que conducía de la era a la casa. En menos que canta un gallo todo el Condado sabría que le habían robado ante sus propias narices. Y se convertiría en su hazmerreír. A tal punto le enfureció aquella idea, que lanzó un furioso ataque contra su adversario, atravesándole el corazón con una clásica acometida.

Luego, un proscrito alcanzó a Hugh con un afortunado ataque en el hombro derecho que lo dejó fuera de combate. En aquel momento eran dos los proscritos que se encontraban en la puerta conteniendo a los tres caballeros supervivientes. La situación era en sí humillante. Pero entonces, con impresionante arrogancia, uno de los proscritos indicó con un gesto al otro que se fuera. El hombre desapareció y el que quedó fue retrocediendo sin inmutarse hasta la única habitación de la casa del molinero.

Tan sólo uno de los caballeros podía permanecer en la puerta y luchar contra el proscrito. William se abrió paso apartando a Walter y a Gervase. Quería para sí a aquel hombre. Al cruzar las espadas, William supo de inmediato que el hombre no era un campesino desposeído. Era un duro y experto luchador como el propio William. Miró por primera vez el rostro del proscrito y el sobresalto fue tan descomunal que a punto estuvo de dejar caer la espada.

Su adversario era Richard de Kingsbridge.

La cara de Richard rebosaba de odio. William pudo ver la cicatriz en la oreja mutilada. La fuerza del rencor de Richard aterró a William más de lo que pudiera hacerlo su espada centelleante. William creía haber aplastado para siempre a Richard; pero este había vuelto a la lid al frente de un ejército de harapientos que habían dejado en ridículo a William.

Richard cargó con dureza contra él, aprovechando su momentáneo desconcierto. William evitó una acometida, alzó su espada parando un golpe y retrocedió. Richard siguió avanzando. Pero William se encontraba ya, en parte, protegido por la puerta, lo que reducía el campo de movimiento de Richard hasta llevar a William hasta la era del molino, en tanto que Richard quedaba en la puerta. Walter y Gervase se lanzaron contra Richard, quien retrocedió de nuevo bajo la presión de los tres. Tan pronto como quedó la puerta libre, Walter y Gervase hubieron de retroceder y William volvió a quedar enfrentado a Richard.

William se dio cuenta de que Richard se encontraba en posición casi desesperada. Tan pronto como ganaba terreno, se veía enfrentado a los tres hombres. Cuando William se cansara, podía ceder el puesto a Walter. Para Richard era casi imposible contener a los tres por tiempo indefinido. Estaba librando una batalla perdida de antemano. Después de todo, tal vez ese día no terminara con la humillación de William. Era posible que acabara con su más viejo enemigo. Richard debía de estar pensando lo mismo y era de presumir que hubiese llegado a idéntica conclusión. Sin embargo, no daba muestras de perder energía ni decisión. Miró a William con una sonrisa cruenta que acobardó a este, y saltó hacia delante con una estocada larga. William la evitó, pero dio un traspié. Walter se abalanzó para evitar el golpe de gracia a William. Richard, en lugar de seguir atacando, dio media vuelta y salió corriendo. William se puso en pie, lo que provocó un encontronazo con Walter mientras que Gervase intentaba pasar entre ambos. Les costó un momento librarse unos de otros pero, en ese instante, Richard cruzó la pequeña habitación y salió de la casa cerrando la puerta de golpe. William fue tras él y la abrió. Los proscritos se aprestaban ya a la retirada y, para colmo de humillación, lo hacían montados en los caballos de los caballeros de William, el cual, al salir precipitadamente de la casa, pudo ver que Richard ocupaba la silla de su propia montura, un soberbio caballo de batalla que le había costado el rescate de un rey. Era evidente que habían desatado al caballo y lo tenían preparado. A William le asaltó la mortificante idea de que era la segunda vez que le robaba su caballo de batalla. Richard lo espoleó en las ijadas y el caballo se encabritó porque no acogía bien a los extraños. Pero Richard era un excelente jinete y permaneció en la silla. Tiró de las riendas, haciendo bajar la cabeza al caballo. En ese momento, William se precipitó hacia delante y se lanzó contra él blandiendo su espada. Debido a que el caballo corcoveaba, William falló su objetivo, quedando clavada la punta de su hoja en la madera de la silla. Luego, el animal salió corriendo y bajó como una flecha la calle de la aldea en seguimiento de los demás proscritos montados. William contempló cómo se marchaban. Se sentía embargado por un odio mortal.

El legítimo conde, se dijo. El legítimo conde.

Dio media vuelta. Walter y Gervase permanecían en pie detrás de él. Hugh y Louis estaban heridos, aunque ignoraba si sus heridas eran graves. Guillaume estaba muerto y había empapado de sangre la túnica de William. Experimentó una terrible humillación. Apenas era capaz de levantar la cabeza.

Por suerte, la aldea se encontraba desierta. Los campesinos se habían refugiado en los bosques sin esperar a ser testigos de la ira de William. El molinero y su mujer también se habían esfumado. Los proscritos se llevaron todas las monturas de los caballeros, dejando tan sólo los dos carros con los bueyes.

William miró a Walter.

¿Viste quién era? Me refiero al último.

Sí.

Walter tenía la costumbre de hablar lo menos posible cuando su amo estaba furioso.

Era Richard de Kingsbridge contestó William.

Walter asintió.

Y le llamaban el legítimo conde agregó William.

Walter no dijo ni una palabra.

William atravesó de nuevo la casa y entró en el molino.

Hugh se hallaba sentado, apretándose el hombro derecho con la mano izquierda. Estaba pálido.

¿Cómo va eso? le preguntó.

No es nada contestó. ¿Quiénes eran esas gentes?

Proscritos repuso lacónico William.

Miró en derredor. En el suelo se encontraban siete u ocho proscritos, unos muertos y otros heridos. Vio a Louis tumbado boca arriba con los ojos abiertos. En principio, creyó que no vivía; entonces Louis parpadeó.

Louis dijo William.

El herido levantó la cabeza pero parecía confuso. Todavía no se había recuperado.

Hugh, ayuda a Louis a subir al carro y tú, Walter, pon el cuerpo de Guillaume en el otro ordenó William.

Los dejó cumpliendo sus órdenes y salió.

Ninguno de los aldeanos tenía caballo, pero el molinero sí. Era una jaca que se hallaba pastando en la hierba rala junto a la orilla del río. William encontró la silla y se la puso. Algo más tarde, abandonaba Crowford con Walter y Gervase conduciendo las yuntas de bueyes.

Su furia no amainó durante el viaje hasta el castillo del obispo Waleran. Por el contrario, iba en aumento mientras rumiaba sobre lo que había descubierto. Ya era bastante terrible que los proscritos hubieran sido capaces de desafiarle, pero todavía era mucho peor que estuvieran acaudillados por su viejo enemigo Richard. Y lo que ya resultaba por completo intolerable era que le llamaran el legítimo conde. Si no se acababa con ellos de manera definitiva, muy pronto Richard los utilizaría para lanzar un ataque directo contra él. Claro que sería ilegal que Richard se apoderara de esa manera del Condado. Pero William tenía la impresión de que cualquier queja de ataque ilegal, presentada por él tal vez no fuera acogida con simpatía. El hecho de que William hubiera caído en una emboscada siendo vencido y robado por los proscritos y de que pronto todo el Condado estuviera riéndose a mandíbula batiente de su humillación, no era el peor de sus problemas. De repente, su derecho al Condado se veía amenazado en serio.





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