–Sabes que no se trata de eso.
–Entonces, puede que sea la atracción de lo prohibido. Estoy casada, Nick. Aunque no sea el mejor matrimonio del mundo, todavía significa algo. Por favor, olvidemos lo de anoche –sintiendo la mirada de Nick, bajó la vista al café.
–Aquí tienes el café y las tostadas –los interrumpió Angie, obligando a Nick a inclinarse hacia atrás mientras le dejaba el plato y la taza, aunque él seguía mirando a Maggie–. ¿Te apetece alguna otra cosa? –le preguntó sólo a Nick.
–Maggie, ¿te apetece tomar algo más? –repuso Nick a propósito, y al instante Angie se mostró avergonzada.
–No, gracias.
–Muy bien –dijo Angie, ansiosa por marcharse.
Permanecieron un minuto en incómodo silencio. Luego, Maggie dijo:
–Has dicho que el juez Murphy está dándote largas con la orden de registro de la casa parroquial. ¿Por qué? –quería concentrarse en el caso, pero seguía rehuyendo la mirada de Nick.
–Murphy y mi padre se han criado pensando que los curas son intocables –dijo, mientras se untaba la tostada de mantequilla con movimientos rápidos y enérgicos.
–Entonces, ¿es posible que nos dé la orden o no?
–Intenté convencerlo de que era Ray Howard a quien queríamos atrapar.
–Todavía crees que es Howard.
–No lo sé –apartó la tostada sin probar bocado y se frotó la mandíbula rasposa. Maggie volvió a fijarse en la venda.
–¿Qué te has hecho en la mano?
Se la quedó mirando un momento, como si no lograra recordarlo.
–No tiene importancia. Oye –dijo, y volvió a inclinarse hacia delante–, el padre Keller me dijo anoche que Ray Howard había dejado el seminario el año pasado. Mientras esperaba a Murphy he hecho algunas averiguaciones. Howard estuvo en un seminario de Silver Lake, en New Hampshire. Está cerca de la frontera con Maine y a ochocientos kilómetros de Wood River.
Maggie se incorporó, alerta.
–¿Cuánto tiempo estuvo allí?
–Los tres últimos años.
–Eso lo descarta como posible autor del asesinato de Wood River.
–Tal vez, pero ¿no te parece demasiada casualidad? Tres años en el seminario, debería saber cómo dar la extremaunción.
–¿Estaba aquí cuando tuvieron lugar los primeros asesinatos?
–Le he pedido a Hal que lo compruebe. Pero hablé con el director del seminario. El padre Vincent no quiso darme detalles, pero dijo que le pidieron que se marchara por mala conducta. Lo dijo como si fuera una especie de prueba.
–Mala conducta en un seminario puede ser cualquier cosa desde romper un voto de silencio hasta escupir en la acera. No sé, Nick. Howard no me parece lo bastante astuto para cometer estos asesinatos.
–Quizá sea eso lo que quiere hacer creer a todo el mundo.
Maggie vio cómo doblaba la servilleta de papel una y otra vez, revelando su tumulto interior. Bajo la mesa, oyó cómo daba golpecitos en el suelo con el pie.
–Tanto Howard como Keller tuvieron oportunidad de deshacerse del padre Francis.
–Dios, Maggie. Pensé que lo decías porque estabas borracha. ¿De verdad dudas de que fuera un accidente?
–Ayer por la mañana, el padre Francis me dijo que tenía algo importante que contarme. Sé que alguien estaba escuchando la conversación; oí el clic.
–Puede que fuera una coincidencia.
–Hace tiempo que descubrí que hay pocas coincidencias. Una autopsia podría mostrar si lo empujaron o se cayó.
–Sin pruebas, no podemos pedir una autopsia –Nick jugaba con el móvil, haciendo patente su intranquilidad.
–Podría hablar con la familia del padre Francis. O con la archidiócesis.
–Maggie, no tenemos tiempo para esperar permisos, autopsias u órdenes de registro. ¿Sabes qué? Me gustaría darle un susto de muerte a ese Howard.
Maggie no podía creer que siguiera sospechando del conserje. Quizá fuera su desesperación lo que lo incitaba a aferrarse a soluciones fáciles. En lugar de replicar, dijo:
–Tanto si es Howard como si es Keller, tenemos que proceder con cautela. Si le entra el pánico... –se interrumpió al recordar que era Timmy, el sobrino de Nick, la posible víctima, y no un niño anónimo. No le había revelado a Nick su descubrimiento de la aceleración del asesino. Lo miró y supo que lo había adivinado.
–No tenemos mucho tiempo, ¿verdad? El asesino se está embalando –Maggie asintió–. Vamonos de aquí –arrojó unos cuantos billetes sobre la mesa sin contarlos y volvió a ponerse la chaqueta.
–¿Adonde vamos? –le preguntó Maggie.
–Yo tengo que registrar una camioneta, y tú tienes que pedirle disculpas al padre Keller por lo de anoche.
El padre Keller tenía un aspecto bastante formal en aquella ocasión, cuando abrió la puerta de la casa parroquial. Sin embargo, Nick reparó de inmediato en las Nike blancas que asomaban por debajo de la larga sotana negra.
–Sheriff Morrelli, agente O'Dell. Vaya, es una sorpresa.
–¿Podemos pasar unos minutos, padre? –Nick se frotó las manos para disipar el frío. Aunque el sol había hecho acto de presencia por primera vez en muchos días, la nieve acumulada y el viento cortante mantenían la temperatura por debajo de los cero grados. Incluso en Nebraska era un tiempo inusual en octubre.
El padre Keller vaciló, como si no supiera si atreverse a dejar pasar a Maggie. Después, sonrió y se apartó de la puerta para conducirlos al salón, donde el fuego ardía en la enorme chimenea. Aquella mañana se percibía un leve olor a quemado... como si las llamas hubieran recibido algo más que leña. Nick se preguntó si Keller estaría intentando destruir alguna prueba.
–No sé en qué puedo ayudarlos. Anoche...
–En realidad, padre Keller –lo interrumpió Maggie, de nuevo serena y templada como de costumbre–, quería disculparme por mi comportamiento de anoche –lanzó una mirada a Nick, y éste vio un destello de indignación en sus ojos–. Había bebido demasiado y el alcohol me saca la vena combativa. Le aseguro que no era nada personal. Espero que lo comprenda y que acepte mi disculpa.
–Por supuesto que lo entiendo. Y me alivia saber que no era por mi culpa. A fin de cuentas, no nos conocíamos.
Nick contempló el rostro del cura. La disculpa de Maggie lo había relajado; hasta dejó caer las manos a los costados en lugar de retorcerlas a la espalda.
–Estaba a punto de prepararme un té. ¿Les apetece?
–Hemos venido por un asunto oficial, padre –dijo Nick.
–¿Un asunto oficial?
Nick vio cómo el joven sacerdote se metía las manos en los bolsillos de la sotana, repentinamente incómodo, aunque siguiera hablando con notable tranquilidad. ¿Habría aprendido aquella pose en el seminario? Sacó la orden de registro del bolsillo de la chaqueta y empezó a desplegarla mientras decía:
–Anoche nos fijamos en la vieja camioneta que tiene en la parte de atrás.
–¿Camioneta? –el padre Keller parecía sorprendido. ¿Sería posible que no lo supiera o, una vez más, no era más que parte de su adiestramiento?
–La que está aparcada entre los árboles. Coincide con la descripción que dio una testigo de la camioneta a la que vio subir a Danny Alverez el día en que desapareció –Nick aguardó, atento a la reacción.
–No sé ni siquiera si anda todavía. Creo que Ray la usa cuando va a cortar leña junto al río.
Nick le pasó la orden al padre Keller. El cura la sostuvo por una esquina y se la quedó mirando como si fuera un objeto extraño que segregara limo.
–Como le dije anoche –repuso Nick con calma–, sólo intento verificar el mayor número de pistas posible. Sabrá que la oficina del sheriff está recibiendo muchas críticas últimamente. No quiero que nadie diga que no lo hemos comprobado. ¿Tiene las llaves, padre?
–¿Las llaves?
–De la camioneta.
–Dudo que esté cerrada con llave. Espere, me pondré el abrigo y unas botas y lo acompañaré.
–Gracias, padre. Se lo agradezco –Nick vio al cura dirigirse al costado de la chimenea y ponerse las botas de goma que había visto manchadas de nieve la noche anterior. De modo que eran de él. Claro que quizá la nieve se debiera a que había salido un momento a recoger más leña.
Los tres echaron a andar hacia la puerta. De pronto, Maggie se aferró a una pequeña mesa y se inclinó hacia delante.
–Oh, no. Creo que voy a vomitar otra vez –balbució.
–Maggie, ¿estás bien? –Nick lanzó una mirada al padre Keller–. Lleva así toda la mañana –le susurró. Después, se dirigió a Maggie–. ¿Se puede saber qué bebiste anoche?
–¿Podría usar el servicio?
–Por supuesto –los ojos del padre Keller recorrían el suelo, claramente preocupado por la alfombra de color perla–. Por el pasillo, la segunda puerta a la derecha –dijo rápidamente, como si quisiera apremiarla.
–Gracias. Enseguida os alcanzo –desapareció por la esquina, sujetándose el costado.
–¿Se pondrá bien? –el padre Keller parecía preocupado.
–Sí. Créame, no le conviene acercarse mucho a ella. Hace un rato, me puso las botas perdidas.
El cura hizo una mueca y miró las botas de Nick; después, lo siguió fuera, a la parte posterior de la casa parroquial.
La camioneta estaba encajada en un ventisquero, y tuvieron que abrir un camino con la pala para rescatar el viejo montón de chatarra. La puerta chirrió al abrirse. Un olor acumulado de humedad y de aire viciado llenó las fosas nasales de Nick. Daba la impresión de que no la hubieran usado desde hacía años. Nick sintió una punzada de decepción; estaba harto de seguir pistas infructuosas. Aun así, subió a la cabina empuñando una linterna y sin tener la menor idea de lo que estaba buscando. Debería dejar el registro a los expertos, pero se le estaba acabando el tiempo.
Se tumbó sobre el asiento agrietado de vinilo, alargó el brazo y lo dobló para buscar a tientas por la moqueta. Le costaba maniobrar en aquel espacio tan estrecho. El volante se le clavaba en el costado y la palanca de cambios se le hundía en el pecho... como cuando, a los dieciséis años, había usado el viejo Chevy de su padre para darse el lote con sus novias; sólo que su cuerpo ya no era tan flexible como antes.
–Dudo que haya nada salvo ratas en este montón de chatarra –dijo el padre Keller, de pie junto a la puerta.
–¿Ratas? –Nick detestaba las ratas. Retiró la mano rápidamente, golpeándose los nudillos con un muelle salido. Cerró los ojos de dolor y se mordió el labio para reprimir las blasfemias. A continuación, abrió la guantera e inundó de luz el agujero con la linterna.
Con cuidado, removió los contados objetos: un manual amarillento del conductor, una aerosol de aceite multiusos, varias servilletas de McDonald's, una caja de cerillas de un lugar llamado La Dama de Rosa, una hoja plegada con direcciones y códigos que no reconocía y un pequeño destornillador. Cubrió la caja de cerillas con la mano sintiendo la mirada del padre Keller en la espalda. Antes de cerrar la guantera, deslizó los dedos por el fondo, por la honda ranura. Notó algo pequeño, liso y redondo, lo rescató y se lo metió en la mano, junto con la caja de cerillas. Se guardó los dos objetos en el bolsillo de la chaqueta después de comprobar que el padre Keller no podía verlo. Cuando empezó a cerrar el compartimento, vio una lista escrita en la hoja plegada. Como no podía leerla desde aquel ángulo, agarró el papel y lo escondió debajo de la manga. Después, cerró la guantera con fuerza.
–Aquí no hay nada –dijo mientras sacaba las piernas y se guardaba el papel en el bolsillo. Echó un último vistazo a su alrededor y advirtió que, aunque el habitáculo olía a moho y a cerrado, todo, el salpicadero, el asiento, la moqueta, estaba bastante limpio.
–Siento que haya sido una pérdida de tiempo –dijo el padre Keller, volviéndose hacia la casa parroquial.
–Todavía tengo que registrar la parte de atrás, padre.
El sacerdote se detuvo, vaciló y se volvió hacia él. El viento le agitaba la sotana con violencia y la hacía chasquear. En aquella ocasión, Nick reconoció una chispa de frustración en los ojos azules del padre Keller: frustración e impaciencia. De no ser un sacerdote, habría dicho que el padre Keller estaba cabreado.
Fuera lo que fuera, allí había algo más; algo que le hizo ansiar y temer a un tiempo lo que encontraría en la parte de atrás de la camioneta.
Maggie volvió a mirar por la ventana. Nick y el padre Keller seguían junto a la camioneta. Prosiguió su búsqueda por el largo pasillo, deteniéndose ante cada una de las puertas cerradas, escuchando y asomándose con cuidado a todas las habitaciones que no tenían echada la llave. Varias eran oficinas, una un cuarto de provisiones. Por fin, encontró un dormitorio.
Era una habitación sobria y pequeña de suelos de madera y paredes blancas. Un crucifijo sencillo adornaba la pared contra la que se apoyaba el cabecero de la estrecha cama. En el rincón vio una mesa pequeña con dos sillas y un velador en el que descansaban un viejo tostador y una tetera. La lámpara de la mesilla de noche desentonaba en aquel entorno tan sobrio por su pie con relieves de querubines; era el único objeto que llamaba la atención. Por lo demás, no había desorden.
Se dio la vuelta para salir y su mirada se posó en tres re–producciones enmarcadas colgadas de la pared contigua a la puerta. Eran reproducciones de cuadros renacentistas. Aunque no le resultaban familiares, reconocía el estilo: los cuerpos perfectamente definidos, el movimiento y el color. Cada uno representaba la tortura sangrienta de un hombre. Se acercó y leyó los títulos escritos en letra pequeña en la esquina inferior.
El martirio de San Sebastián, 1475, de Antonio del Pollaivolo mostraba a San Sebastián atado a un pedestal y con flechas clavadas en el cuerpo. En El martirio de San Erasmo, 1629, de Nicolás Poussin, unos querubines sobrevolaban a un gentío de hombres que sacaba las entrañas de otro que estaba encadenado.
Maggie no entendía cómo alguien podía adornar las paredes de su dormitorio con aquellas obras de arte. Echó un vistazo a la última reproducción: El martirio de San Hermión, 1512, de Matthias Anatello, mostraba a un hombre atado a un árbol y a sus acusadores rajándole el cuerpo con cuchillos y machetes. Ya estaba saliendo por la puerta cuando algo la hizo fijarse otra vez en la última reproducción. Sobre el pecho del mártir había varios tajos sangrientos, dos diagonales perfectas que se cruzaban para crear una cruz serrada o, desde donde estaba Maggie, una equis inclinada. ¡Pues claro! Por fin lo entendía. Los cortes en los pechos de los niños no eran una equis, sino una cruz. Y la cruz era parte de su ritual, una marca, un símbolo. ¿Creía estar convirtiendo a los niños en mártires?
Oyó pasos acercándose hacia el dormitorio. Maggie salió al pasillo justo cuando Ray Howard doblaba la esquina. Encontrarla allí lo sobresaltó, pero se fijó en que tenía la mano en el pomo de la puerta.
–Usted es esa agente del FBI –dijo en tono acusador.
–Sí, he venido con el sheriff Morrelli.
–¿Qué hacía en la habitación del padre Keller?
–Ah, ¿era la habitación del padre Keller? Estoy buscando el cuarto de baño, pero no lo encuentro.
–Porque está al otro lado del pasillo –la regañó, señalando el lugar correcto y siguiéndola con la mirada como si no se fiara de ella.
–¿De verdad? Gracias –Maggie pasó junto a él, recorrió el pasillo y se detuvo delante de la puerta indicada. Volvió a mirarlo–. ¿Aquí?
–Sí.
–Gracias otra vez –entró y pegó el oído a la puerta durante varios minutos. Cuando volvió a asomarse, vio a Ray Howard entrando en el dormitorio del padre Keller.
La parte posterior de la camioneta estaba llena de nieve, pero Nick saltó por encima de la cancela posterior.
–¿Podría pasarme la pala, padre?
El sacerdote permanecía paralizado, contemplando la nieve que engullía las piernas de Nick. Keller tenía las manos desnudas en el pecho, con los dedos largos entrelazados, como si estuviera rezando. El viento le agitaba el pelo negro y ondulado. Tenía las mejillas coloradas y los ojos de un color azul aguado.
–Padre Keller, la pala, por favor –volvió a pedirle Nick, señalándosela en aquella ocasión.
–Claro –se dirigió al árbol en el que la habían dejado apoyada–. Dudo que haya ahí nada que pueda serle de utilidad.
–Enseguida lo veremos.
Nick tuvo que inclinarse bastante para agarrar la pala, ya que el padre Keller no hizo esfuerzo alguno por pasársela. El comportamiento del cura le disparaba la adrenalina. Allí había algo, lo presentía. Empezó a cavar con frenesí, pero se obligó a calmarse y a dar paladas más pequeñas para no arrojar las pruebas fuera de la caja. El cierre lateral para el ganado crujía con cada ráfaga de viento. El frío le traspasaba la chaqueta y, sin embargo, notaba el sudor en la espalda y dentro de los guantes de cuero que había encontrado con la pala en el cobertizo de herramientas.
De pronto, la pala chocó contra algo duro, incrustado bajo la nieve. Aquel ruido sordo alertó al padre Keller, que se aproximó a la cancela de atrás para escudriñar el agujero que Nick estaba haciendo.
Nick cavó en torno al objeto con cuidado. Incapaz de contener la curiosidad, soltó la pala e hincó las rodillas en la nieve. Palpaba los bordes del objeto, pero seguía sin poder determinar lo que era. Estaba envuelto en nieve y trocitos de hielo, así que debía de haber estado caliente al caer sobre el montón de nieve.
Por fin, Nick vio algo que parecía piel. El corazón se le desbocó. Con las manos retiraba y rompía el hielo. Se desprendió un trozo enorme, y Nick retrocedió, sorprendido.
–¡Santo Dios! –exclamó, con náuseas repentinas.
Miró al padre Keller, que hizo una mueca y retrocedió. Encajado en la tumba de nieve yacía un perro muerto; tenía el pelaje negro levantado, la piel hecha jirones y el cuello cortado.
Nick y el padre Keller estaban subiendo los peldaños justo cuando Maggie salía por la puerta principal de la casa parroquial. Nick la miró a los ojos de inmediato, ansioso de ver si había averiguado algo, pero no leyó nada en la rápida mirada que le lanzó ni en la sonrisa que le dirigió al padre Keller.
–¿Se encuentra mejor? –el padre Keller parecía sinceramente preocupado.
–Mucho mejor, gracias.
–Me alegro de que no nos hayas acompañado –comentó Nick, todavía con el estómago levantado. ¿Quién podía ser capaz de descuartizar a un perro indefenso? Pero se sintió ridículo: era evidente quién lo había hecho.
–¿Por qué? ¿Qué habéis encontrado? –quiso saber Maggie.
–Luego te lo cuento.
–¿Les apetece ahora un poco de té? –les ofreció el padre Keller.
–No, gracias. Tenemos que...
–Pues sí –lo interrumpió Maggie–. Puede que así se me asiente el estómago. Bueno, si no es mucha molestia, padre.
–Por supuesto que no. Pasen. Veré si tenemos algunos dulces.
Entraron detrás del sacerdote y, una vez más, Nick intentó intercambiar una mirada con Maggie, porque no entendía aquel repentino entusiasmo por pasar más tiempo en compañía de un sacerdote al que aborrecía.
–Me alegra ver que invierte en los comerciantes locales –comentó el padre Keller mientras le quitaba la parka. Ella sonrió sin darle explicaciones y entró en el salón. Nick empezó a sacudirse las botas en el felpudo del vestíbulo, alzó la vista y sorprendió al padre Keller admirando los vaqueros ajustados de Maggie. No era una simple ojeada, sino una mirada larga y placentera. De pronto, el sacerdote volvió la cabeza, y Nick se inclinó sobre la cremallera de la chaqueta, fingiendo estar forcejeando con ella. Antes de que el recelo y el enojo afloraran en su mente, recordó que el padre Keller también era un hombre. Y Maggie estaba magnífica en vaqueros y con ese jersey rojo ajustado. Un hombre tenía que estar muerto para no darse cuenta.
El padre Keller desapareció por el pasillo, y Nick se reunió con Maggie delante de la chimenea.
–¿Qué pasa? –susurró.
–¿Tienes el móvil de Christine?
–Lo llevo en el bolsillo de la chaqueta.
–¿Podrías traérmelo?
Se la quedó mirando, esperando una explicación, pero ella se puso en cuclillas delante del fuego para calentarse las manos. Cuando Nick regresó con el móvil, estaba removiendo las cenizas con un atizador. Nick se mantuvo de pie de espaldas a ella, como si estuviera montando guardia.
–¿Qué haces? –costaba susurrar con los labios apretados.
–Antes he olido a goma quemada.
–Volverá de un momento a otro.
–Fuera lo que fuera, ya ha quedado reducido a cenizas.
–¿Leche, limón, azúcar? –el padre Keller apareció con una bandeja llena. Cuando la dejó en el banco que estaba junto a la ventana, Maggie ya estaba de pie junto a Nick.
–Limón, por favor –contestó Maggie con naturalidad.
–Con leche y azúcar para mí –dijo Nick, y se percató de que estaba dando golpecitos en el suelo con el pie.
–Si me disculpáis, tengo que hacer una llamada –anunció Maggie de repente.
–Hay un teléfono en el despacho, al final del pasillo –señaló el padre Keller.
–No, gracias. Usaré el móvil de Nick. ¿Puedo?
Nick le pasó el teléfono, todavía buscando alguna pista de lo que Maggie estaba tramando. Ella se refugió en el vestíbulo para disponer de cierta intimidad mientras el padre Keller le entregaba a Nick una taza de té humeante.
–¿Quiere un dulce? –el sacerdote le ofreció una fuente de pasteles variados.
–No, gracias –Nick intentó seguir a Maggie con la mirada, pero había desaparecido.
Empezó a sonar un teléfono. El timbre se oía lejano pero insistente. El padre Keller se mostró perplejo; después, salió rápidamente al pasillo.
–¿Se puede saber qué hace, agente O'Dell?
Nick dejó la taza con estrépito, quemándose la mano. Salió del salón y vio a Maggie con el móvil pegado a la oreja mientras caminaba por el pasillo, deteniéndose y escuchando en cada puerta. El padre Keller la seguía de cerca, interrogándola sin recibir respuesta.
–¿Se puede saber qué hace, agente O'Dell? –intentó bloquearle el paso, pero Maggie se coló por un lateral. Nick se acercó corriendo por el pasillo, con los nervios de punta y la adrenalina nuevamente disparada.
–¿Qué está pasando, Maggie?
El timbre ahogado del teléfono seguía sonando, cada vez más cerca. Por fin, Maggie abrió la última puerta de la izquierda y el sonido se volvió claro y enérgico.
–¿De quién es esta habitación? –preguntó Maggie desde el umbral. Una vez más, el padre Keller estaba paralizado. Parecía confuso, pero también indignado–. Padre Keller, ¿sería tan amable de buscar el teléfono? –preguntó con educación, apoyándose en la jamba de la puerta, con cuidado de no entrar–. Suena como si estuviera en uno de esos cajones.
El sacerdote seguía sin moverse; tenía la mirada clavada en la habitación. A Nick el timbre lo estaba desquiciando. Entonces, comprendió que era Maggie quien había marcado el número. Vio el móvil de Christine iluminado y parpadeando con cada timbrazo del teléfono escondido.
–Padre Keller, por favor, busque el teléfono –le volvió a decir.
–Ésta es la habitación de Ray. No creo que sea correcto que rebusque entre sus cosas.
–Saque el teléfono, por favor. Es negro, pequeño, de ésos que se abren.
Se la quedó mirando un momento más; después entró en el dormitorio despacio y con paso vacilante. A los pocos segundos, los timbrazos cesaron. El sacerdote regresó al umbral y le pasó el pequeño teléfono móvil. Maggie se lo arrojó a Nick.
–¿Dónde está el señor Howard, padre Keller? Tiene que venir a la oficina del sheriff para contestar a unas preguntas.
–Debe de estar limpiando la iglesia. Iré a buscarlo.
Nick esperó a que el padre Keller hubiera desaparecido.
–¿Qué pasa, Maggie? ¿Por qué estás convencida de pronto de que hay que interrogar a Howard? ¿Y por qué llamas a su móvil? ¿Cómo diablos has averiguado su número?
–No he marcado el número de Howard, Nick, sino el de mi teléfono móvil. El que perdí en el río.
Christine intentó ponerse cómoda en la silla giratoria, arrancando gemidos de la mujer pelirroja que sostenía la paleta de maquillaje. Como si quisiera castigarla, la mujer le puso aún más colorete en las mejillas.
–Conectamos dentro de diez minutos –dijo el hombre alto y calvo de los auriculares.
Christine pensó que se estaba dirigiendo a ella y asintió; después, comprendió que estaba hablando al micrófono de los auriculares. El hombre se inclinó sobre ella para engancharle un minúsculo micrófono en el cuello, y Christine no pudo evitar notar el brillo de su lustrosa cabeza. Aquellos focos la cegaban, su calor resultaba asfixiante e intensificaba los nervios que sentía en el estómago. Su rostro no tardaría en fundirse y en dejar un charco de colorete de color ciruela, base beige clara y rímel negro.
Había una mujer sentada en la silla que tenía delante. Pasaba rápidamente las hojas que acababan de entregarle como si Christine no existiera. Apartó la mano del hombre calvo y le quitó el micrófono para enganchárselo ella misma.