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Miércoles, 29 de octubre 5 страница




–Miente. Dudo que fuera un accidente.

–El padre Francis era un anciano, Maggie.

–Tenía algo importante que contarme. Cuando hablamos por teléfono esta mañana, noté que alguien más estaba escuchando la conversación. ¿No lo entiendes, Nick? –se detuvo en seco y se volvió para mirarlo–. Quien quiera que estuviera escuchando decidió detener al padre Francis antes de que pudiera contarme lo que sabía. Quizá la autopsia revele si lo empujaron o no. Yo misma la haré si...

–Maggie, para. No habrá ninguna autopsia. Keller no empujó a nadie, y no creo que tuviera nada que ver con los asesinatos. Esto es una locura. Tenemos que empezar a buscar a algunos sospechosos de verdad. Tenemos que...

Tenía cara de estar poniéndose enferma. Palideció y encogió los hombros; tenía los ojos llorosos.

–¿Maggie?

Se dio la vuelta y se alejó corriendo de la acera en dirección a la nieve, por detrás de la casa parroquial y lejos de las brillantes farolas. Resguardada del viento y sujetándose a un árbol, dobló la cintura y empezó a vomitar. Nick hizo una mueca y mantuvo la distancia. Por fin comprendía la beligerancia, las ruidosas acusaciones, la ira tan poco característica de ella. Maggie O'Dell estaba borracha.

Esperó a que terminara, montando guardia en las sombras, manteniéndose de espaldas a ella por si acaso después de las arcadas se quedaba lo bastante sobria para sentir vergüenza.

–Nick.

Cuando se dio la vuelta, se estaba alejando de él, caminando por detrás de la casa parroquial en dirección a un bosquecillo que separaba la propiedad de la ladera de Cutty's Hill.

–Nick, mira –se detuvo y señaló, y Nick se preguntó si no estaría sufriendo alucinaciones. Entonces, la vio, y a él también se le revolvió el estómago. Resguardada entre los árboles, había una vieja camioneta azul con barrotes en la caja para el transporte de ganado.

 

 

–Mañana a primera hora, le pediré al juez Murphy que nos dé una orden de registro –seguía explicando Nick cuando regresaron a la habitación de hotel de Maggie. Ella deseaba que cerrara la boca de una vez; le dolía la cabeza y el estómago. ¿Cómo se le había ocurrido beber tanto whisky con el estómago vacío?

Arrojó el portátil y la parka sobre la cama y se tumbó al lado. Tenía suerte de haber recuperado la habitación con tantos motoristas aislados por la nieve. Nick se quedó en el umbral, con cara de sentirse incómodo, pero no hizo ademán de irse.

–No podía creer cómo le estabas gritando a Keller. Dios, pensaba que ibas a darle un puñetazo.

–Sé que no me crees, pero Keller tiene algo que ver con todo esto. O entras o sales, pero no te quedes ahí parado en el umbral. Todavía tengo una reputación que mantener.

Nick sonrió, entró y cerró la puerta. Una vez dentro, dio vueltas hasta que vio que ella lo miraba con el ceño fruncido. Acercó una silla a la cama para que pudiera mirarlo sin tener que moverse.

–Entonces, ¿qué pasó? ¿Decidiste festejar tu marcha?

–Me pareció buena idea en su momento.

–¿No vas a perder el vuelo?

–Ya lo habré perdido.

–¿Y qué pasa con tu madre?

–Llamaré mañana por la mañana.

–¿Así que has vuelto sólo para decirle a Keller cuatro verdades?

Maggie se apoyó en un codo y hurgó en los bolsillos de la parka. Le pasó un pequeño sobre y volvió a tumbarse.

–¿Qué es esto?

–Estaba en la cafetería del aeropuerto cuando el camarero me dio eso... Dijo que un tipo de la barra le había pedido que me lo diera, sólo que ya se había ido cuando yo la recibí.

Lo vio leerlo. Había confusión en su rostro, y Maggie recordó que no le había hablado de la primera nota.

–Es del asesino.

–¿Cómo sabe dónde vives y cómo se llama tu marido?

–Está indagando en mi vida, al igual que yo en la suya.

–Dios, Maggie.

–Forma parte del trabajo. No es tan insólito –cerró los ojos y se frotó las sienes–. Nadie contestó al teléfono de la casa parroquial durante horas. Tuvo tiempo de sobra para ir al aeropuerto y volver.

Cuando abrió los ojos, Nick la estaba observando. Se incorporó, sintiéndose repentinamente vulnerable bajo aquella mirada de preocupación. Tenía la silla cerca de la cama. Sus rodillas casi se rozaban. La habitación empezó a dar vueltas, inclinándose a la derecha, moviéndolo todo. Casi esperaba ver los muebles resbalar por el suelo.

–Maggie, ¿te encuentras bien?

Lo miró a los ojos y sintió la corriente eléctrica antes incluso de que sus dedos le tocaran la cara y la palma le acariciara la mejilla. Buscó el contacto, cerró los ojos otra vez y dejó que su cuerpo absorbiera el mareo y la electricidad. De pronto, se apartó bruscamente de la mano y se levantó a duras penas de la cama para alejarse de él. Respiraba con dificultad, y se sostuvo apoyando las dos manos en la cómoda. Alzó la vista y lo vio en el espejo, detrás de ella. Sus miradas se cruzaron en el reflejo, y ella sostuvo la de él aunque lo que veía en sus ojos le provocaba hormigueos en el estómago. En aquella ocasión, no era por el alcohol.

Vio cómo se acercaba por detrás, y sintió su aliento en el cuello antes de que bajara la cabeza para besarlo. La sudadera de los Packers había resbalado por su hombro, y observó en el espejo cómo los labios suaves y húmedos de Nick empezaban a moverse despacio, deliberadamente, desde el cuello hasta el hombro y espalda. Cuando volvieron a ascender por su cuello, a Maggie le costaba trabajo respirar.

–Nick, ¿qué haces? –jadeó, sorprendida por la reacción e incapaz de controlarla.

–Llevo días queriendo tocarte.

Le lamió el lóbulo de la oreja con la lengua, y Maggie sintió débiles las rodillas. Se recostó en él por temor a caerse.

–No es buena idea –brotó como un susurro, en absoluto convincente. Y, desde luego, no impidió que Nick le rodeara la cintura con sus manos grandes y firmes y apoyara una palma en su estómago, desatando un estremecimiento por su espalda y haciendo que el hormigueo del estómago se propagara entre sus muslos–. Nick...

Era inútil. No podía hablar, no podía respirar, y los labios suaves y apremiantes de Nick la devoraban con tiernas y húmedas exploraciones al tiempo que deslizaba las manos por su cuerpo. Maggie vio el vendaje que tenía en torno a los nudillos. Quería preguntarle lo que había ocurrido, pero no podía concentrarse en nada salvo en respirar.

Vio en el espejo cómo colocaba las manos sobre sus senos, engulléndolos e iniciando una caricia circular, dejándola completamente indefensa. Era demasiado, una sobrecarga sensorial. Ya estaba húmeda entre las piernas antes de que él bajara una de las manos y empezara a acariciarla allí, con dedos suaves y expertos. La estaba acercando al límite cuando, por fin, Maggie reunió fuerzas para darse la vuelta y empujarlo. Pero cuando apoyó las manos en el pecho de Nick, éstas la traicionaron e iniciaron su propia exploración desabrochándole la camisa, desesperadas por acceder a su piel.

Nick tembló cuando por fin unió su boca a la de ella. Maggie vaciló, sorprendida de sus propios gemidos, de su propia urgencia. Nick la apremiaba con mordisquitos suaves pero persistentes, hasta que ella no pudo resistir más y lo besó con la misma intensidad. Una vez más, su cuerpo estaba indefenso, y se apoyó en la cómoda para intentar alejarse del magnetismo ardiente de Nick. Estaba recobrando el aliento cuando él separó sus labios de los de ella y los deslizó por su cuello hasta los senos. Una vez allí, empezó a lamerle los pezones a través del algodón de la sudadera. La sacudida fue tan fuerte que Maggie tuvo que aferrarse al borde de la cómoda.

–Dios mío, Nick –jadeó. Tenía que parar, pero no podía. La habitación daba vueltas otra vez. Le pitaban los oídos. El corazón le golpeaba las costillas y la sangre le abandonaba la cabeza. Y aquel pitido insistente. No, no era en sus oídos, era el teléfono. El teléfono, la realidad, la hizo volver en sí–. Nick... el teléfono –logró decir.

Nick estaba arrodillado delante de ella. Se detuvo y alzó la vista, con las manos en la cintura de Maggie, los ojos llenos de deseo. ¿Cómo había permitido que la cosa fuera tan lejos?, se regañó ella. Había sido el whisky, la condenada nebulosa que tenía en la cabeza. Era aquella boca deliciosa y aquellas manos fuertes. Maldición, debía recuperar el control.

Se apartó de él y se acercó tambaleándose a la mesilla de noche, derribando el teléfono y atrapando el auricular justo cuando la base chocaba contra el suelo. Se mantuvo de espaldas a Nick, para rehuir su mirada y poder detener el temblor de su cuerpo.

–¿Sí? –dijo, todavía sin resuello–. Soy Maggie O'Dell.

–Maggie, gracias a Dios que te encuentro. Soy Christine Hamilton. No sé qué hacer. Perdona que te llame tan tarde. He intentado localizar a Nicky, pero nadie sabe dónde está.

–Tranquilízate, Christine –lanzó una mirada a Nick.

El nombre de su hermana lo hizo reaccionar. Maggie vio cómo forcejeaba con los botones de la camisa, como si Christine hubiera entrado en la habitación y los hubiera sorprendido en aquel estado. Maggie cruzó los brazos en un intento de controlar el hormigueo de sus senos, de borrar el recuerdo de los labios de Nick en la sudadera todavía húmeda. Volvió a darle la espalda a Nick, evitando la distracción, y se retiró el pelo de la cara para recogerse los mechones detrás de las orejas.

–Christine, ¿qué pasa?

–Es Timmy. No estaba en casa cuando llegué. Pensé que habría ido a cenar a casa de uno de sus amigos. Pero he llamado. Nadie lo ha visto desde esta tarde. Fueron a montar en trineo a Cutty's Hill. Los demás niños dicen que lo vieron marcharse a casa, pero no está aquí. Dios mío, Maggie, no está aquí. Hace más de cinco horas de eso. Tengo tanto miedo, no sé qué hacer.

Maggie cubrió el micrófono y se sentó en el borde de la cama antes de que las rodillas le fallaran.

–Timmy ha desaparecido –dijo con calma, pero sintió el pánico en la boca del estómago. Vio cómo en los ojos de Nick se reflejaba el mismo terror.

–¡Dios, no! –exclamó, y se quedaron mirándose a los ojos, mientras la atracción era reemplazada por una aterradora sospecha.

 

 

Christine se mordía las uñas, una vieja costumbre de la infancia que había resurgido mientras veía a su padre dar vueltas por su salón. Al principio, cuando llamó a Nick y fue su padre quien contestó, sintió sorpresa y alivio. Pero ya no le procuraba consuelo verlo pasearse de un lado a otro mientras ladraba órdenes a los ayudantes que llenaban su casa y jardín. Se sentía aún más indefensa en su presencia. De pronto, volvía a ser esa niña invisible, incapaz de hacer nada.

–¿Por qué no vas a echarte un rato, cariño? Descansa un poco –dijo su padre una de las veces al pasar a su lado.

Ella se limitó a mover la cabeza en señal de negativa, incapaz de hablar. Como no sabía qué más hacer, su padre hizo como si ella no estuviera.

Cuando Nick y Maggie se abrieron paso en el salón atestado de agentes, Christine se puso en pie de un salto y a punto estuvo de correr hacia su hermano. Se reprimió y se balanceó sobre sus débiles rodillas, cerca del sofá. Pese al pánico, abrazar a su hermano le resultaba violento. Como si lo hubiera percibido, Nick atravesó la habitación y vaciló delante de ella; después, la atrajo con suavidad y la envolvió con sus fuertes brazos sin decir palabra. Hasta aquel momento, había mantenido el tipo... como el soldadito fuerte de su padre. De repente, las lágrimas afloraron con una virulencia que la sacudió por entero. Se aferró a Nick, ahogando sus sollozos desgarradores en la tela rígida de su chaqueta. Le dolía todo el cuerpo del intento fallido de frenar los temblores.

Nick la condujo de nuevo al sofá manteniendo un brazo alrededor de ella. Cuando Christine por fin alzó la mirada, Maggie estaba delante de ellos, pasándole un vaso de agua. Era un esfuerzo beber sin echarse el agua encima. Buscó a su padre con los ojos, y no la sorprendió ver que había desaparecido. Cómo no, no quería presenciar aquella muestra lacrimosa de debilidad.

–¿Estás segura de que lo has buscado por todas partes? –preguntó Nick.

–He llamado a todo el mundo –la mucosidad le distorsionaba la voz, y le costaba trabajo respirar. Maggie le pasó varios pañuelos de papel–. Todos dijeron lo mismo, que volvía a casa después de montar en trineo.

–¿Podría haberse pasado por algún sitio de regreso aquí? –preguntó Maggie.

–No lo sé. Aparte de la iglesia, sólo hay casas entre Cutty's Hill y aquí. Probé a llamar a la casa parroquial, pero no contestaban –vio que Maggie y Nick intercambiaban una mirada–. ¿Qué pasa?

–Nada –dijo Nick–. Maggie y yo acabábamos de estar allí. Voy a ver qué órdenes ha dado papá a mis hombres. Enseguida vuelvo.

Maggie se quitó la chaqueta y se sentó junto a ella. La impecable agente O'Dell llevaba una sudadera de fútbol cedida y deformada y unos vaqueros azules. Tenía el pelo alborotado y la piel sonrojada.

–¿Te he sacado de la cama? –preguntó Christine, y la sorprendió ver que la pregunta avergonzaba a Maggie.

–No, para nada –se pasó los dedos por el pelo alborotado y bajó la vista, como si sólo entonces advirtiera lo inadecuado que era su atuendo–. En realidad, estaba volviendo a mi casa... a mi casa de Virginia, pero retrasaron el vuelo. Ya había facturado el equipaje –bajó la vista a su reloj–. Ahora mismo, debe de estar sobrevolando Chicago.

–Puedo prestarte algo, si quieres.

Maggie vaciló. Christine ya estaba convencida de que rechazaría el ofrecimiento, cuando dijo:

–¿Seguro que no te importa?

–Para nada. Vamos.

Christine condujo a Maggie a su dormitorio, sorprendida de que a su cuerpo le quedara algo de energía, pero alegrándose de tener algo que hacer. Cerró la puerta del dormitorio detrás de ellas, aunque no lograba ahogar los sonidos de voces y pisadas. Abrió el armario y varios cajones. Era más alta que Maggie pero, por lo demás, de la misma talla, con la excepción de que ella estaba casi plana en comparación con los senos llenos de Maggie.

–Sírvete tú misma –Christine se sentó en el borde de la cama mientras Maggie, con mucho recelo, sacaba un jersey rojo de cuello alto de uno de los cajones.

–¿No tendrás un sujetador que pudieras prestarme?

–En el primer cajón de la cómoda, pero puede que los míos sean demasiado pequeños. Quizá prefieras una combinación o una camiseta para ponerte debajo. Están en el último cajón.

Percibió la incomodidad de Maggie; hacía mucho tiempo que Christine no tenía amigas lo bastante íntimas como para compartir un vestidor. Pensó en salir de la habitación, pero antes de que pudiera ponerse en pie, Maggie se estaba quitando la sudadera de fútbol de espaldas a ella y poniéndose una combinación de color crema. Satisfecha con el resultado, se la remetió en el pantalón. El jersey rojo de cuello alto le quedaba ceñido, pero la combinación suavizaba el resultado. Se lo dejó por encima de los vaqueros.

–Gracias –dijo, volviéndose hacia Christine.

–Los cadáveres de Danny y Matthew estaban descuarti–zados, ¿verdad? –le preguntó de repente, sin venir a cuento. Antes, Christine había querido conocer todos los detalles sórdidos para realzar sus artículos, pero en aquellos momentos necesitaba saberlo por ella misma.

La franca Maggie O'Dell se mostró incómoda, incluso un poco turbada.

–Encontraremos a Timmy. A decir verdad, Nick ya ha llamado al juez Murphy. Vamos a conseguir una orden de registro, y tenemos a un sospechoso.

La periodista que tenía dentro debería estar haciendo preguntas. ¿Quién era el sospechoso? ¿Qué iban a registrar? Pero la madre no podía desechar la imagen de su pequeño y frágil niño encogido en un rincón oscuro en alguna parte, completamente solo. ¿De verdad podrían encontrarlo antes de que su piel suave y blanca apareciera llena de cortes rojos?

–Le salen cardenales tan fácilmente...

Ù

Capítulo 7

Jueves, 30 de octubre

El sol que se filtraba por las tablillas podridas despertó a Timmy. Al principio, no recordaba dónde estaba; después, olió el queroseno y las paredes mohosas. La cadena de metal resonó cuando se incorporó. Le dolía el cuerpo de estar acurrucado en el trineo de plástico. El pánico inundó su estómago vacío; debía controlarlo antes de que volviera a dar paso a las convulsiones.

–Piensa en cosas bonitas –dijo en voz alta.

A la luz del sol, reparó en los pósters que cubrían las paredes agrietadas y descascarilladas. Se parecían a los que tenía en su habitación. Había varios de los Cornhuskers de Nebraska, un Barman y dos distintos de La guerra de las galaxias. Intentó oír ruidos de tráfico, pero sólo el viento se colaba por las rendijas, haciendo vibrar el cristal roto.

Si pudiera llegar a la ventana, estaba seguro de poder arrancar las tablillas. La abertura era pequeña, pero podría pasar por ella y, tal vez, pedir ayuda. Intentó mover la cama, pero ésta no cedía. Y él se sentía débil y mareado por falta de comida.

Se metió algunas patatas fritas en la boca. Estaban frías, pero saladas. También encontró dos chocolatinas Snickers, una bolsa de Cheetos y una naranja. Tenía el estómago un poco revuelto, pero devoró la naranja y las chocolatinas y empezó a atacar los Cheetos mientras examinaba la cadena que lo unía al poste de la cama. Los eslabones eran de metal y tenían una rendija muy fina cada uno, pero era imposible abrirlos, ni siquiera para deslizar uno por la rendija del siguiente. Era inútil. No era lo bastante fuerte y, una vez más, detestó sentirse impotente y pequeño.

Oyó pasos al otro lado de la puerta. Se subió a la cama y se metió debajo de las mantas mientras los cerrojos gemían y la puerta se abría con un chirrido. El hombre entró despacio. Iba vestido con una gruesa chaqueta de esquí, las botas negras de goma y una gorra de punto sobre la careta que le cubría toda la cabeza.

–Buenos días –balbució. Dejó una bolsa de papel sobre la caja, pero no se quitó el abrigo ni las botas para quedarse–. Te he traído algunas cosas –hablaba en voz baja y amable.

Timmy se acercó al borde de la cama, mostrándose interesado y fingiendo no estar asustado. El hombre le pasó varios tebeos; eran antiguos, pero estaban en buen estado. También le pasó un fajo de cromos de béisbol, unidos por una goma elástica. Después, empezó a sacar algunos alimentos y a llenar la caja en la que Timmy había encontrado las chocolatinas. Vio cómo sacaba cereales azucarados, más Snickers, triángulos de maíz y varias latas de raviolis.

–He intentado comprarte tu comida favorita –dijo mirando a Timmy, tratando de agradar.

–Gracias –se sorprendió diciendo automáticamente. El hombre asintió, y los ojos volvieron a centellearle como si estuviera sonriendo–. ¿Cómo sabe que me encantan los cereales azucarados?

–Tengo buena memoria –dijo con suavidad–. No puedo quedarme. ¿Quieres que te traiga alguna otra cosa?

Timmy lo vio apagar la lámpara de queroseno y sintió una punzada de pánico.

–¿Piensa volver antes de que anochezca? No me gusta estar a oscuras.

–Lo intentaré –echó a andar hacia la puerta, pero volvió a mirar a Timmy. Suspiró, se metió la mano en los bolsillos y extrajo un objeto brillante–. Te dejaré mi mechero, por si acaso no vuelvo. Pero ten cuidado, Timmy, no vayas a provocar un incendio –arrojó el encendedor metálico a la cama, cerca de donde estaba. Después, se fue.

El pánico volvió a revolverle el estómago. Quizá fuera toda la comida basura que había devorado. Detestaba estar encerrado pero, al menos, si el hombre no volvía, no podría hacerle daño. Disponía de todo el día para planear su fuga. Recogió el mechero y deslizó los dedos por el acabado pulido. Se fijó en el logotipo que tenía estampado en un lateral, y reconoció la estrella dorada. La había visto muchas veces en las chaquetas y uniformes que gastaban su abuelo y su tío Nick. Era el símbolo de la oficina del sheriff.

 

 

El olor del café le levantaba el estómago, pero parecía ser el único remedio contra los efectos del whisky. Maggie picoteaba los huevos revueltos con tostada sin dejar de lanzar miradas a la puerta de la cafetería. Nick había afirmado que sólo tardaría diez o quince minutos, y ya había pasado una hora. El pequeño establecimiento empezaba a llenarse con la clientela del desayuno, granjeros con gorras junto a hombres y mujeres de negocios trajeados.

No le había hecho gracia dejar a Christine aquella mañana, aunque sabía que su presencia no era un gran consuelo. A fin de cuentas, apenas la conocía; una cena no creaba lazos de amistad. Sin embargo, el pequeño rostro pecoso de Timmy seguía grabado en su mente. Durante los ocho años que llevaba persiguiendo a criminales, todas las víctimas habían sido personas desconocidas... Aunque los cadáveres la acompañaban, y sus fantasmas formaban parte permanente de su libro de recortes mental. No se imaginaba añadiendo a Timmy a ese portafolios de imágenes torturadas.

Por fin, Nick entró en la cafetería. La divisó al momento y la saludó con la mano antes de abrirse camino hacia ella. Llevaba su acostumbrado uniforme de vaqueros y botas de cowboy sólo que, en aquella ocasión, bajo la chaqueta abierta podía ver una sudadera roja de los Cornhuskers de Nebraska. Se le había bajado la hinchazón de la mandíbula, pero seguía magullada; tenía cara de agotado, y ni siquiera se había molestado en peinarse ni en afeitarse después de la ducha. Estaba aún más atractivo de lo que recordaba.

Se sentó en el reservado frente a ella y tomó una de las cartas de detrás del servilletero.

–El juez Murphy se está haciendo de rogar con la orden de registro de la casa parroquial –dijo en voz baja, mientras miraba la carta–. No tuvo problema con la camioneta, pero cree que...

–Hola, Nick. ¿Qué vas a tomar?

–Ah, hola, Angie.

Maggie contempló la escena de Nick hablando con la bonita camarera rubia y enseguida supo que la mujer no estaba acostumbrada a ser sólo quien tomara nota de su almuerzo.

–¿Qué tal estás? –preguntó, tratando de que pareciera una conversación espontánea, aunque Maggie advirtió que no había quitado los ojos de encima a Nick.

–Liadísimo. ¿Podría tomar un café con tostadas? –eludía mirarla a los ojos; su incomodidad le aceleraba el habla.

–Pan de trigo, ¿no? Y café con mucha leche.

–Sí, gracias –parecía ansioso de que se fiiera.

La bonita camarera sonrió y dejó la mesa sin ni siquiera fijarse en Maggie, aunque antes de la llegada de Nick había estado lo bastante interesada en ella como para rellenarle la taza tres veces.

–¿Una vieja amiga? –preguntó Maggie, sabiendo que no tenía derecho, pero disfrutando de su nerviosismo.

–¿Quién, Angie? Sí, supongo que sí –se sacó el teléfono móvil de Christine del bolsillo de la chaqueta, lo dejó en la mesa y se despojó de la prenda–. Detesto estos cacharros –dijo, refiriéndose al teléfono, desesperado por cambiar de tema.

–Parece muy agradable –Maggie no estaba dispuesta a dejarlo tranquilo todavía.

En aquella ocasión, alzó la vista, y sus intensos iris azules la miraron con intensidad, haciéndole recordar una vez más sus besos de la noche anterior.

–Es agradable, pero no me pone las manos sudorosas ni las rodillas trémulas, como tú –dijo en voz baja, con gravedad, y logrando desatar un nuevo hormigueo en el estómago de Maggie. Ésta bajó la mirada y se concentró en untar de mantequilla la tostada fría, como si le hubiera entrado hambre de repente.

–Oye, Nick, en cuanto a lo de anoche...

–Espero que no creas que estaba intentando aprovecharme de ti. Ya sabes, habías bebido más de la cuenta.

Ella lo miró. Nick la observaba con rostro grave, sinceramente preocupado. ¿Habría significado algo más para él que sus acostumbrados escarceos con las mujeres? Algo le hacía desear que así fuera, pero dijo:

–Será mejor que olvidemos lo de anoche.

Pareció dolerle, porque hizo una leve mueca; después, volvió a hablarle con la misma intensidad.

–¿Y si yo no quiero olvidarlo? Maggie, hacía mucho tiempo que no me sentía así. No puedo...

–Por favor, Nick. No soy una camarera ingenua. No tienes que usar ningún truco ni hacer como si...

–No es ningún truco. Ayer, cuando pensé que te ibas y que no volvería a verte nunca más, fue como si alguien me hubiera dado un puñetazo en el estómago. Y después, lo de anoche. Dios, Maggie, me pones a cien. Me dejas mudo y con las rodillas de goma. Créeme, no me suele pasar eso con las mujeres.

–Hemos pasado mucho tiempo juntos. Los dos estamos agotados.

–Yo no estaba tan agotado. Y tú tampoco.

Maggie se lo quedó mirando. ¿Habría sido tan obvio su propio deseo, o sólo era el ego de Nick el que hablaba?

–¿Qué esperabas que ocurriera, Nick? ¿Te molesta que no puedas añadir otro nombre a tu lista de conquistas? –miró a su alrededor, pero nadie parecía oír sus susurros airados.





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