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Miércoles, 29 de octubre 4 страница




Subió al coche justo cuando un guardia de seguridad con un bloc de multas echaba a andar hacia él. Se separó del bordillo y sorteó los vehículos que estaban descargando. Sería noche cerrada cuando instalara a Timmy en su cuarto, pero había merecido la pena dar aquel rodeo para ver la cara que ponía la agente especial O'Dell.

El viento arreciaba, creando remolinos de nieve y prometiendo ventisqueros al día siguiente. La estufa de queroseno, la lámpara y el saco de dormir que había preparado para la acampada le vendrían de perillas. Haría un alto en el McDonald's; a Timmy le encantaban los Big Mac, y él empezaba a tener hambre.

Se incorporó al tráfico, y dio las gracias con la mano a la mujer pelirroja del Mazda que le hizo hueco. Había aprovechado bien el día. Aceleró, sin prestar atención a los patinazos de los neumáticos sobre el pavimento helado. Otra vez era dueño de sí.

 

 

–Ese tipo te está dejando en ridículo –sermoneaba Antonio Morrelli a Nick, cómodamente sentado detrás de la mesa, girando a izquierda y derecha el sillón de cuero que había sido suyo. Era la única pieza del recargado mobiliario de su padre que Nick había conservado al sustituirlo al frente de la oficina del sheriff–. Tienes que pasar más tiempo con esa gente de la tele –prosiguió–, para que sepan que sabes lo que haces. Anoche, Peter Jennings te pintó como un sheriff pueblerino que no supiera hacer la o con un canuto. ¡Maldita sea, Nick, Peter Jennings!

Nick miraba por la ventana, más allá de las calles cubiertas de nieve y de las farolas, hacia el oscuro horizonte. Una luna naranja asomaba por detrás del velo de nubes.

–¿Has venido con mamá? –preguntó sin mirar a su padre, haciendo caso omiso de sus improperios. Era el mismo juego de siempre. Su padre le lanzaba insultos y órdenes, y Nick guardaba silencio y fingía escucharlo. Casi siempre, seguía las instrucciones; era lo más fácil.

–Está con tu tía Minnie en Houston, donde hemos dejado la caravana –contestó su padre, pero su mirada indicaba que no pensaba desviarse del tema principal–. Tienes que empezar a apresar a sospechosos. Ya sabes, a la escoria de siempre. Interrógalos. Haz que parezca que controlas la situación.

–Sí, tengo a un par de sospechosos –dijo Nick de pronto, recordando que era cierto.

–Perfecto, vamos por ellos. El juez Murphy podrá tener lista la orden de registro mañana por la mañana. ¿Quiénes son tus sospechosos?

Nick se preguntó si habría sido así de fácil con Jeffreys: una orden de registro nocturna utilizada sólo después de que las pruebas hubiesen sido convenientemente amañadas.

–¿Quiénes son tus sospechosos, hijo? –repitió.

Quizá sólo quería desconcertar a su padre. El sentido común debería haberlo hecho callar pero, en cambio, le dio la espalda a la ventana y dijo:

–Uno de ellos es el padre Michael Keller.

Vio cómo su padre dejaba de mecerse en el sillón. Su rostro reflejó sorpresa; después, movió la cabeza y la frustración arrugó su frente curtida.

–¿Qué cojones pretendes, Nick? Un cura... los medios de comunicación te crucificarán. ¿Es idea tuya o de esa bonita agente del FBI de la que me han hablado los chicos?

Los chicos. «Sus» chicos. «Su» oficina. Nick los imaginaba riendo y haciendo bromas sobre Maggie y él.

–El padre Keller encaja en el perfil de la agente O'Dell.

–Nick, ¡cuántas veces tengo que decírtelo! No puedes dejar que tu pene tome las decisiones por ti.

–Y no lo hago –Nick se estaba sonrojando de calor. Volvió a mirar por la ventana, fingiendo que miraba las calles, pero el enojo le nublaba la vista–. O'Dell hace su trabajo.

–Y seguro que también hace una buena tortilla de desayuno después de pasarse la noche en la cama contigo. Eso no significa que tengas que escucharla.

Nick se frotó la mandíbula y la boca para impedir que la rabia formara sus propias palabras. Tragó saliva, esperó, y volvió a encararse con su padre.

–Ésta es mi investigación, mi decisión, y voy a traer al padre Keller a la oficina para interrogarlo.

–Bien –su padre elevó las manos en un gesto de rendición–. Si quieres ser el hazmerreír de todos... –se levantó y echó a andar hacia la puerta–. Mientras tanto, veré si Gillick y Benjamín pueden echarles el lazo a algunos sospechosos de verdad.

Esperó a que su padre saliera por la puerta y se alejara por el pasillo. Después, Nick se dio la vuelta y hundió el puño en la pared. La textura áspera le abrió los nudillos y el coletazo de dolor le recorrió el brazo. Intentó controlar la respiración, a la espera de que la rabia remitiera y el dolor sofocara la frustración y la humillación. Después, sin pensar, secó la sangre que corría por la pared con la manga blanca de la camisa. Ya tenía que pagar la puerta rota de cristal; no podía permitirse que le dieran una mano de pintura al despacho.

 

 

La casa estaba a oscuras cuando Christine aparcó delante. Colocó el envase caliente de pizza sobre el portátil y se dijo que tendría que comer a solas la pizza si Timmy no había regresado todavía de casa de uno de sus amigos. Volvería haciendo detalladas descripciones culinarias sobre asados de carne y purés de patatas, comidas que no salían de una lata, una caja o un envase de cartón. Debía de recordar la época en la que ella preparaba cenas de verdad y las tenía puestas en la mesa a la misma hora todas las noches. Se preguntó si echaría de menos su vida en familia. ¿Qué le estaba costando a su hijo que ella recuperara la autoestima?

Entró a tientas en el vestíbulo hasta que encontró el interruptor de la luz. Sin saber por qué, la quietud le provocó un escalofrío; quizá sólo fuera el viento. Cerró la puerta con el pie y se detuvo junto al contestador de camino a la cocina. La luz roja no parpadeaba, luego no había mensajes. ¿Cuántas veces tenía que decirle a Timmy que llamara para decirle dónde estaba? No tenía excusa, y menos desde que llevaba el móvil, aunque ni siquiera ella había memorizado todavía el número.

Arrojó el abrigo sobre una silla de la cocina y dejó el ordenador y el bolso sobre el asiento. El aroma de la pizza le hizo recordar lo hambrienta que estaba. Después de la visita de Eddie Gillick a Wanda's, había perdido el apetito y se había dejado casi todo el almuerzo en el plato.

Se sirvió una copa de vino, sostuvo el periódico doblado bajo el brazo y tomó una porción de pizza, usando únicamente una servilleta como plato. Con las manos llenas, se quitó los zapatos con los pies y anduvo descalza hacia el salón para refugiarse en el cómodo sofá. Estaba prohibido comer allí, sobre todo en el sofá, e imaginó a Timmy apareciendo por la puerta y pillándola in fraganti.

Dejó la cena sobre la mesa de centro y desplegó el periódico. La edición de la tarde tenía el mismo titular que el de la mañana: Otro niño hallado muerto. Sólo que en el artículo había confirmado que se trataba del cuerpo de Matthew Tanner. El reportaje de aquella noche también incluía una cita de George Tillie. Encontró el párrafo y releyó sus palabras, con las que confirmaba que los asesinatos eran obra de un asesino en serie.

Había rematado el artículo con unas palabras que había recogido de Michelle Tanner el lunes, una súplica melodramática para que le devolvieran a su hijo. Christine había añadido como colofón: Una vez más, el ruego desesperado de una madre ha caído en saco roto. En aquellos momentos, al verlo impreso, le pareció un poco excesivo; sin embargo, a Corby le había encantado.

De pronto, recordó la hora y se abalanzó sobre el mando a distancia para encender la tele y poner el Canal Cinco. Darcy McManus aparecía tan impecable como siempre con un traje púrpura y blusa carmesí. Christine se fijó en el pelo negro y sedoso de McManus, en los enormes ojos castaños, realzados por el lápiz de ojos y un rastro de sombra en los párpados. El pintalabios era atrevido, un carmín a juego con la blusa. Christine no se imaginaba ocupando el lugar de McManus. Necesitaría renovar todo su vestuario, pero podría permitírselo con lo que Ramsey había prometido pagarle.

Tenía que reconocer que la idea de aparecer en televisión la entusiasmaba. La filial de ABC de Omaha tenía una audiencia de casi un millón de espectadores en toda la zona oriental de Nebraska. Sería una celebridad y hasta cubriría noticias nacionales. Aunque le había dicho a Ramsey que necesitaba tiempo para pensárselo, ya estaba decidida. No podía rechazar el dinero cuando las facturas seguían acumulándose y existía la posibilidad remota de que perdiera la casa. No, no podía permitirse tener principios. Aceptaría el puesto al día siguiente por la mañana, pero sólo después de hablar con Corby.

Apuró el vino. Le apetecía tomar otra porción de pizza pero, de pronto, estaba demasiado agotada para moverse. Decidió reclinar la cabeza durante diez, quince minutos a lo sumo. Cerró los ojos y pensó en todas las cosas que Timmy y ella podrían comprar con su nuevo salario. A los pocos minutos, se quedó dormida.

 

 

–¿Por qué no pruebas el Big Mac? –estaba diciendo el hombre que llevaba la careta del presidente muerto.

Timmy se acurrucó en el rincón. Los muelles de la cama chirriaban cada vez que se movía. Lanzaba miradas por la pequeña habitación, pobremente alumbrada por una lámpara que descansaba sobre una vieja caja de embalaje. La luz creaba sombras inquietantes en las paredes repletas de grietas. Estaba temblando y no podía controlarlo, al igual que el invierno pasado, cuando enfermó tanto que su madre tuvo que llevarlo a urgencias. Y también tenía náuseas, aunque la sensación era distinta que otras veces. Estaba temblando porque tenía miedo, porque no sabía dónde estaba ni cómo había llegado allí.

Hasta el momento, el hombre alto de la máscara había sido amable con él. Cuando había llamado a Timmy cerca de la iglesia para pedirle indicaciones, llevaba un pasamontañas negro, de ésos que usaban los ladrones en las películas. Pero hacía frío, y el hombre parecía perdido y confundido, y nada temible. Incluso cuando se apeó del coche para enseñarle un mapa, Timmy tampoco sintió miedo. Había algo en él que le resultaba familiar. Fue entonces cuando el hombre lo agarró y le puso la tela blanca en la cara. Timmy no recordaba nada más, salvo haberse despertado allí.

El viento aullaba por los tablones podridos que condenaban las ventanas, pero la habitación estaba templada. Timmy vio una estufa de queroseno en el rincón; se parecía a la que había usado su padre en las acampadas que hacían juntos. Sólo que de eso hacía siglos, cuando su padre todavía se preocupaba por él.

–Deberías comer algo. Sé que no has tomado nada desde el almuerzo.

Timmy se quedó mirando al hombre, que estaba más ridículo que temible vestido con jersey, vaqueros y unas Nike blancas relucientes que parecían nuevas salvo porque uno de los cordones se le había roto y lo llevaba anudado. Había unas botas enormes negras y chorreantes junto a la puerta, sobre una bolsa de papel. A Timmy le parecía extraño que unas Nike nuevas pudieran tener ya un cordón deteriorado. Si él tuviera unas Nike nuevas, cuidaría mejor de ellas.

La voz amortiguada le resultaba familiar, pero no sabía por qué. Intentó pensar en el nombre del presidente, el de la careta. Era el tipo de la nariz grande que tuvo que dimitir. ¿Por qué no se acordaba? El año anterior, habían memorizado la lista de presidentes.

No quería temblar, pero le dolía intentar controlar los estremecimientos, así que dejó que le castañetearan los dientes.

–¿Tienes frío? ¿Puedo traerte alguna otra cosa? –preguntó el hombre, y Timmy lo negó con la cabeza–. Mañana te traeré algunos tebeos y algunos cromos de béisbol –el hombre se levantó, tomó la lámpara de encima de la caja y empezó a marcharse.

–¿Puedo quedarme con la lámpara? –su propia voz lo sorprendió. Sonaba clara y serena, a pesar de que su cuerpo no dejaba de temblar. El hombre lo miró, y Timmy vio sus ojos a través de los agujeros de la careta. A la luz de la lámpara, centelleaban como si estuviera sonriendo.

–Claro, Timmy. Dejaré la lámpara.

Timmy no recordaba haberle dicho su nombre. ¿Lo conocía?

El hombre dejó la lámpara sobre la caja, se puso las gruesas botas de goma y se marchó, cerrando la puerta con varios clics desde fuera. Timmy esperó, aguzando el oído para escuchar más allá de los latidos de su corazón. Contó dos minutos enteros y, cuando estuvo convencido de que el hombre no volvería, paseó la mirada más despacio por la habitación. Las tablillas podridas de la ventana eran su mejor apuesta.

Se descolgó de la cama y tropezó con su trineo, que estaba en el suelo. Se dirigía hacia la ventana cuando algo lo tiró de la pierna. Bajó la vista y vio que tenía una esposa plateada en torno al tobillo, con una cadena gruesa de metal unida con un candado al poste de la cama. Tiró de la cadena, pero la estructura metálica de la cama no cedió. Se puso de rodillas y forcejeó con la esposa hasta que se le pusieron rojos los dedos y empezó a dolerle el tobillo. De pronto, dejó de luchar.

Paseó otra vez la mirada por la habitación y, entonces, lo supo. Allí era donde habían tenido secuestrados a Danny y a Matthew. Gateó hasta su trineo de plástico y se hizo un ovillo.

–Señor –rezó en voz alta, y el temblor de su voz lo asustó aún más–. Por favor, no dejes que me maten como a Danny y a Matthew.

Entonces, intentó pensar en algo, en cualquier otra cosa, y empezó a nombrar a los presidentes:

–Washington, Adams, Jefferson...

 

 

Después de hacer varias llamadas sin obtener respuesta, Nick decidió acercarse a la casa parroquial. No podía refugiarse en la granja. Al final, allí sería a donde iría su padre. Aquélla era la única desventaja de vivir en la casa de sus padres: éstos entraban y salían siempre que querían. Y, aunque la vieja granja era bastante espaciosa, Nick no quería ver ni hablar con su padre durante lo que quedara de día.

La casa parroquial era una construcción tipo rancho, unida a la iglesia por un pasaje cerrado de ladrillo. La vidriera de la iglesia sólo dejaba traspasar un parpadeo de velas, pero la casa parroquial estaba iluminada por dentro y por fuera como si se fuera a celebrar una fiesta. Sin embargo, Nick tuvo que esperar largo rato a que le abrieran la puerta.

El padre Keller apareció en el umbral, envuelto en un largo albornoz negro.

–Sheriff Morrelli, perdone la tardanza. Me estaba duchando –dijo sin sorpresa, como si hubiera estado esperándolo.

–Intenté llamar antes de venir.

–¿En serio? No he salido en toda la tarde, pero quizá no haya oído el teléfono desde el baño. Pase.

El fuego ardía con fuerza en la enorme chimenea que presidía el salón. Delante, se extendía una colorida alfombra oriental con varios sillones dispuestos en semicírculo. Había libros apilados junto a una de las sillas, y a Nick le bastó una ojeada para comprobar que eran de arte: Degas, Monet, pintura renacentista... Se sentía absurdo esperando que trataran de temas religiosos o filosóficos. A fin de cuentas, los sacerdotes eran personas. Cómo no, tenían otros intereses, aficiones, pasiones y adicciones.

–Por favor, siéntese –el padre Keller le señaló uno de los sillones. Aunque lo conocía sólo de las contadas ocasiones en las que había ido a misa los domingos, costaba trabajo no sentir simpatía por él. Además de ser alto, atlético y agraciado, con cara de niño, el padre Keller poseía una calma, una serenidad, que enseguida lo hacían sentirse cómodo. Lanzó una mirada a las manos del joven cura. Tenía dedos largos, limpios y tersos, con uñas bien cuidadas, sin una cutícula a la vista. Desde luego, no parecían las manos de un estrangulador de niños. Maggie iba muy descaminada. Tendría que estar interrogando a Ray Howard, no a Keller.

–¿Puedo servirle un café? –preguntó el padre Keller, como si de verdad quisiera complacer a su visitante.

–No, gracias. No tardaré mucho –Nick se bajó la cremallera de la chaqueta y extrajo un bloc y un bolígrafo. Le dolía la mano. Los nudillos le sangraban a través del vendaje que se había hecho. Dejó la mano medio escondida en la manga para que no llamara la atención.

–Temo no poder contarle gran cosa, sheriff. Creo que ha sufrido un ataque al corazón.

–¿Cómo dice?

–El padre Francis. Por eso ha venido, ¿no?

–¿Qué pasa con el padre Francis?

–Dios mío, lo siento. Pensaba que había venido por eso. Creemos que sufrió un ataque al corazón y que se cayó por la escalera del sótano esta mañana.

–¿Se encuentra bien?

–Lamento decirle que ha muerto, sheriff. Que Dios lo acoja en su seno –el padre Keller tiró de un hilo de la bata y eludió la mirada de Nick.

–Vaya, lo siento. No lo sabía.

–Ha sido una sorpresa para todos, sinceramente. Usted fue monaguillo del padre Francis, ¿verdad? En la antigua Santa Margarita.

–Parece que fue hace siglos –Nick se quedó mirando el fuego, recordando lo frágil que había notado al anciano cuando Maggie lo había estado interrogando.

–Disculpe, sheriff, pero si no ha venido por el padre Francis, ¿en qué puedo ayudarlo?

En un primer momento, el motivo se le escapó. Entonces, recordó el perfil de Maggie. El padre Keller encajaba en la descripción física; hasta los pies desnudos parecían del número 46. Pero, al igual que las manos, los tenía demasiado limpios, demasiado suaves para haber estado en el frío, corriendo entre rocas y ramas.

–Sheriff Morrelli, ¿se encuentra bien?

–Sí, estoy bien. Había venido a hacerle unas cuantas preguntas sobre... sobre el campamento de verano que usted organiza.

–¿El campamento de verano? –¿era una mirada de confusión o de alarma? Nick no podía estar seguro.

–Tanto Danny Alverez como Matthew Tanner asistieron a su campamento este verano.

–¿En serio?

–¿No lo sabía?

–Este año tuvimos a más de doscientos niños. Ojalá pudiera llegar a conocerlos a todos, pero no hay tiempo.

–¿Se fotografía con todos ellos?

–¿Cómo dice?

–Mi sobrino, Timmy Hamilton, tiene una fotografía de unos quince o veinte niños posando con usted y con el señor Howard.

–Ah, sí –el padre Keller se pasó los dedos por su pelo grueso y sólo entonces advirtió Nick que no estaba mojado–. Las fotos con las canoas. No todos los niños podían participar en las carreras pero, sí, sacamos fotos con los participantes. El señor Howard es un consejero voluntario. He intentado incluir a Ray en tantas actividades eclesiásticas como me ha sido posible desde que dejó el seminario el año pasado y vino a trabajar para nosotros.

Howard había estado en el seminario. Nick esperó a oír más.

–Así que Timmy Hamilton es su sobrino. Es un niño estupendo.

–Sí, sí, lo es –¿se atrevería a hacer más preguntas sobre Howard o era precisamente la distracción que buscaba el padre Keller? No había tenido necesidad de mencionar que Howard había dejado el seminario.

–Organizó un campamento de verano similar para niños en su anterior parroquia, ¿verdad, padre Keller? En Maine –Nick fingió consultar su bloc, aunque estaba en blanco–. En Wood River, creo que era –buscó una reacción, pero no vio ninguna.

–Así es.

–¿Por qué dejó Wood River?

–Me ofrecieron un puesto de segundo párroco ayudante aquí, en Platte City. Podría decirse que fue un ascenso.

–¿Tuvo conocimiento del asesinato de un niño en la zona de Wood River poco antes de su marcha?

–Vagamente. No sé si entiendo adonde quiere ir a parar, sheriff. ¿Me está acusando de saber algo sobre los asesinatos?

Su voz seguía sin reflejar alarma ni actitud defensiva, sólo preocupación.

–Sólo estoy comprobando el mayor número de pistas posibles –de pronto, se sentía ridículo. ¿Cómo podía Maggie haberlo impulsado a creer que un sacerdote católico podía ser un asesino? Entonces, cayó en la cuenta–. Padre Keller, ¿cómo sabía que fui monaguillo del padre Francis en la antigua iglesia de Santa Margarita?

–No lo sé. El padre Francis debe de habérmelo mencionado –una vez más, el cura eludió mirar a Nick a los ojos. Un repentino golpe de nudillos en la puerta los interrumpió, y el padre Keller se levantó rápidamente, casi demasiado, como si estuviera ansioso por escapar–. No estoy vestido para recibir visitas –sonrió a Nick mientras se remetía las solapas de la bata y se ajustaba el cinturón.

Nick aprovechó la oportunidad para escapar del calor del fuego. Se levantó y empezó a dar vueltas por la habitación. Había pocos adornos: un lustroso crucifijo de madera oscura con un extremo afilado poco común... casi parecía una daga. También había varios cuadros originales de un artista desconocido. Bastante bonitos, aunque Nick no sabía mucho sobre arte. Las pinceladas de color verde brillante resultaban hipnóticas, al igual que los remolinos de amarillos y rojos sobre el fondo púrpura.

Fue entonces cuando las vio. Colocadas a un costado de la chimenea de ladrillo había un par de botas negras de goma todavía manchadas de nieve y dispuestas sobre un viejo felpudo. ¿Le habría mentido el padre Keller al decirle que no había salido en toda la tarde? O quizá fueran las botas de Ray Howard.

Nick oyó voces en el vestíbulo, un ápice de frustración en la del padre Keller y acusaciones en boca de una mujer. Se dirigió a paso rápido a la entrada, donde vio al padre Keller tratando de permanecer sereno y amable mientras Maggie O'Dell lo acosaba a preguntas.

 

 

Al principio, Nick no reconoció la voz de Maggie. Era ruidosa, estridente y beligerante... y la profería una mujer que parecía la quintaesencia del autodominio.

–Quiero ver ahora mismo al padre Francis –dijo, y apartó a un lado al padre Keller antes de que éste pudiera explicarse. Estuvo a punto de tropezar con Nick. Retrocedió, sobresaltada. Se miraron a los ojos. Había algo frenético y oscuro en los de ella... algo descontrolado, a juego con su voz–. Nick, ¿qué haces aquí?

–Podría preguntarte lo mismo. ¿No tienes que tomar un avión?

Parecía pequeña con el chaquetón verde demasiado grande y los vaqueros azules. Sin maquillaje y con el pelo alborotado, podría haber pasado por una universitaria.

–Han retrasado los vuelos.

–Disculpen –los interrumpió el padre Keller.

–Maggie, no conoces al padre Michael Keller. Padre Keller, ésta es la agente especial Maggie O'Dell.

–¿Así que usted es Keller? –había acusación en su voz–. ¿Qué ha hecho con el padre Francis?

De nuevo, la beligerancia. Nick no comprendía aquella nueva estrategia. ¿Qué había sido de la mujer templada y serena que lo hacía parecer un irreflexivo?

–He intentado explicarle... –probó a decir el padre Keller otra vez.

–Sí, tiene muchas cosas que explicar. El padre Francis debía reunirse conmigo en el hospital a eso de las cuatro. No se presentó –miró a Nick–. Llevo llamando toda la tarde.

–Maggie, ¿por qué no pasas y te tranquilizas?

–No quiero tranquilizarme, quiero respuestas. Quiero saber qué diablos está pasando aquí.

–Esta mañana ha ocurrido un accidente –le explicó Nick, ya que Maggie no dejaba hablar al padre Keller–. El padre Francis se cayó por la escalera del sótano. Mucho me temo que ha muerto.

Maggie guardó silencio, repentinamente inmóvil.

–¿Un accidente? –entonces, miró al padre Keller–. Nick, ¿estás seguro de que fue un accidente?

–¡Maggie!

–¿Cómo sabes que no lo empujaron? ¿Ha examinado alguien el cuerpo? Yo misma haré la autopsia si es necesario.

–¿La autopsia? –repitió el padre Keller.

–Maggie, estaba viejo y frágil.

–Exacto. ¿Por qué iba a bajar la escalera del sótano?

–En realidad, es la bodega –intentó explicar el padre Keller.

Maggie se lo quedó mirando, y Nick advirtió que tenía los puños cerrados. No lo habría sorprendido si hubiera asestado un puñetazo al cura. Nick no entendía su comportamiento. Si estaba jugando a «poli malo, poli bueno», quería saberlo.

–¿Qué es lo que insinúa, padre Keller? –preguntó por fin.

–¿Insinuar? No insinúo nada.

–Maggie, creo que debemos irnos –dijo Nick, y la agarró con suavidad del brazo. Ella se desasió de inmediato y le lanzó una mirada que lo hizo retroceder. Volvió a clavar la vista en el padre Keller; después, se abrió paso entre los dos hombres y salió por la puerta.

Nick miró al sacerdote, que parecía tan avergonzado y confundido como él se sentía. Sin decir palabra, salió detrás de Maggie. La alcanzó en la acera, hizo ademán de agarrarle el brazo para frenarla un poco, pero se lo pensó mejor y se limitó a apretar el paso para mantenerse a su altura.

–¿A qué diablos ha venido eso? –inquirió.





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