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Capítulo Diecisiete




Kingsbridge seguía creciendo. Hacía tiempo que había desbordado sus murallas primitivas, las cuales ya sólo protegían menos de la mitad de las casas. Habían transcurridos cinco años desde que la comunidad construyó nuevas murallas abarcando los suburbios que se habían ido formando extramuros. Y en esos momentos empezaban a formarse más suburbios fuera de las murallas nuevas. La pradera a la otra orilla del río, donde los ciudadanos habían celebrado tradicionalmente la fiesta de San Pedro Encadenado y la víspera de San Juan, se había convertido en una pequeña aldea llamada Newport.

Un frío domingo de Pascua el sheriff William Hamleigh cabalgó a través de Newport y cruzó el puente de piedra que conducía a lo que ahora se llamaba la ciudad vieja de Kingsbridge. Ese día iba a ser consagrada la nueva catedral recién terminada. Atravesó la imponente puerta de la ciudad y enfiló por la Calle Mayor que acababan de adoquinar. Las moradas a cada lado de la calle eran todas ellas casas de piedra con tiendas en la planta baja y viviendas encima. William se dijo con amargura que Kingsbridge era ya más grande, más bulliciosa, más rica de lo que jamás fue Shiring.

Al llegar al final de la calle, torció en dirección al recinto del priorato. Y allí, ante sus ojos, se alzaba el motivo del engrandecimiento de Kingsbridge y del declive de Shiring. La catedral.

Era deslumbradora.

Soportaban la altísima nave, una hilera de contrafuertes alados. El extremo oeste tenía tres grandes pórticos semejantes a puertas gigantes y sobre ellos hileras de altas y esbeltas ventanas ojivales flanqueadas por torres ahusadas. Los cruceros, terminados hacía dieciocho años, habían sido los precursores de la idea, pero esto era lo asombroso: jamás hubo en parte alguna de Inglaterra un edificio semejante.

El mercado seguía celebrándose allí los domingos y el césped que había delante de la puerta de la iglesia estaba abarrotado de puestos. William desmontó y dejó que Walter se ocupara de los caballos.

Atravesó cojeando el césped en dirección al templo. Tenía cincuenta y cuatro años, estaba abotagado y sufría un dolor constante en piernas y pies a causa de la gota. Por esa razón se mostraba siempre malhumorado.

En el interior la catedral resultaba aún más impresionante. La nave central se acomodaba al estilo de los cruceros, pero el maestro constructor había hecho más refinado su diseño al construir sus columnas todavía más esbeltas y las ventanas más grandes. Pero aún había una innovación más. William había oído hablar de las cristaleras de colores, obra de artesanos que Jack Jackson había llevado desde París. Se preguntaba a qué se debería todo aquel alboroto sobre ello, ya que se imaginaba que una ventana coloreada sería algo así como un tapiz o una pintura. En aquel momento comprendió a lo que se referían. La luz del exterior brillaba a través de los cristales de colores produciendo un resplandor y el efecto era en verdad mágico.

La iglesia estaba atestada de gentes que estiraban el cuello para poder ver las ventanas. Las imágenes representaban pasajes de la Biblia, el cielo y el infierno, santos, profetas, apóstoles y algunos ciudadanos de Kingsbridge que presumiblemente habían pagado los vitrales en que aparecían. Un panadero llevando una bandeja de hogazas, un curtidor y sus cueros, un albañil con sus compases y su nivel. Apuesto a que Philip obtuvo un jugoso beneficio de esas ventanas, se dijo William con acritud.

La iglesia estaba llena para el oficio pascual. El mercado se había extendido hasta el interior del edificio como siempre ocurría y mientras avanzaba por la nave a William le ofrecían cerveza fría, pan caliente de jengibre e incluso echar un polvo rápido junto al muro por tres peniques. El clero seguía intentando prohibir la entrada en las iglesias a los vendedores. Pero era tarea imposible. William intercambió saludos con los ciudadanos más importantes del Condado. Pese a todas aquellas distracciones sociales y comerciales, William sentía constantemente atraída su mirada hacia arriba, a las deslizantes líneas de la arcada. Sus pensamientos eran absorbidos por los arcos y las ventanas, los pilares con sus fustes agrupados, los nervios y segmentos del techo abovedado; todos parecían dirigirse hacia el cielo como ineludible recordatorio de que para él estaba construido el edificio.

El suelo se hallaba pavimentado, los pilares habían sido pintados y todas las ventanas tenían vitrales. Kingsbridge y el priorato eran ricos y toda la catedral proclamaba su prosperidad. En las capillas pequeñas de los cruceros había candelabros de oro y cruces incrustadas de piedras preciosas. Los ciudadanos también exhibían sus riquezas con túnicas de vistosos colores, broches y hebillas de plata y sortijas de oro.

Su mirada tropezó con Aliena.

Como cada vez que la veía, se le paró por un instante el corazón.

Estaba tan bella como siempre aunque ya debía pasar de los cincuenta. Conservaba su abundante pelo ondulado aunque lo llevaba más corto y parecía de un castaño algo más claro, como si se le hubiera descolorido un poco. Tenía unas atractivas arrugas en las comisuras de los ojos; había entrado ligeramente en años, pero no por ello resultaba menos deseable. Llevaba una capa azul orlada de seda roja y zapatos de piel roja. La rodeaba un grupo de personas deferentes. A pesar de que no fuera condesa sino tan sólo la hermana de un conde, su hermano se había instalado definitivamente en Tierra Santa y todos la trataban como si la condesa fuese ella. Su porte era el de una reina.

Sólo de verla William sintió en el estómago un odio amargo como bilis; había arruinado a su padre, le había violado, tomado su castillo, prendido fuego a su lana, y obligado a su hermano a exiliarse. No obstante, cada vez que creía haberla aplastado resurgía de la derrota con nuevas cotas de poder y de riquezas. Ahora que William estaba envejeciendo, sordo y atormentado por la gota se daba cuenta de que había pasado la vida bajo el influjo de un terrible encantamiento.

Junto a Aliena se encontraba un hombre alto y pelirrojo a quien, en un principio, William confundió con Jack. Sin embargo, al mirarle con mayor atención se fijó en que era demasiado joven y comprendió que debía ser su hijo. El muchacho iba vestido como un caballero y llevaba una espada. El propio Jack se encontraba a su lado. Era una o dos pulgadas más bajo que él y empezaba a clarearle el pelo rojo por las sienes. Cierto que era más joven que Aliena, unos cinco años si la memoria era fiel. Pero también él tenía arrugas alrededor de los ojos.

Hablaba animadamente con una joven que a buen seguro era su hija.

Se parecía a Aliena y era igual de bonita, pero llevaba el pelo severamente peinado hacia atrás y hecho trenzas. Además iba vestida con absoluta sencillez. Si debajo de aquella túnica marrón terroso se ocultaba un cuerpo voluptuoso, no quería que nadie lo supiera.

A William le embargaba un agrio resentimiento al contemplar la familia de Aliena próspera, enaltecida y feliz. Todo cuanto ellos tenían debería ser suyo. Pero todavía no había renunciado a la esperanza de vengarse.

Las voces de centenares de monjes se alzaron en un canto, ahogando las conversaciones y los gritos de los mercachifles. El prior Philip entró en la iglesia abriendo una procesión. Antes no había tantos monjes, pensó William. El priorato crecía al mismo ritmo que la ciudad. Philip, que ya tenía más de sesenta años, estaba casi calvo por completo y había engordado bastante, hasta el punto de que su cara, antaño delgada, era redonda. Como cabía esperar parecía satisfecho de sí mismo. La consagración de aquella catedral había sido el gran objetivo que persiguió desde que llegó a Kingsbridge hacía ya treinta y cuatro años.

Se alzó un murmullo de comentarios con la entrada del obispo Waleran vestido con sus ropas más suntuosas. Su rostro pálido y anguloso se mostraba hierático. Pero William sabía que en el fondo de su ser estaba bramando. Esa catedral era el símbolo triunfal de la victoria de Philip sobre Waleran. William también aborrecía a Philip; no obstante, disfrutaba en secreto viendo humillado, para variar, al altivo obispo Waleran.

Rara vez se le veía por allí. Se había construido al fin una iglesia nueva en Shiring, con una capilla especial dedicada a la memoria de la madre de William, y aunque no fuera ni mucho menos tan grande e impresionante como esa catedral, Waleran había hecho de la iglesia de Shiring una especie de sede general.

Sin embargo, Kingsbridge seguía siendo la iglesia catedral pese a todos los esfuerzos de Waleran. Durante una guerra que se prolongaba ya más de tres décadas, Waleran había hecho cuanto estaba en su mano por destruir a Philip, pero al final fue este quien triunfó. Era algo semejante a William y Aliena. En ambos casos la debilidad y los escrúpulos habían dado al traste con la fuerza y la crueldad. William nunca podría entenderlo.

Aquel día el obispo se había visto obligado a acudir a la catedral para la ceremonia de consagración. Habría resultado muy extraño que no se encontrara allí para recibir a los invitados de alta alcurnia.

Estaban presentes varios obispos de las diócesis vecinas, así como numerosos abates y priores distinguidos.

Thomas Becket, el arcediano de Canterbury, no estaría presente. Estaba enzarzado en una disputa con su viejo amigo el rey Henry, una disputa tan encarnizada y violenta, que el arcediano se había visto obligado a huir del país y refugiarse en Francia. Estaban enfrentados a causa de una serie de problemas legales; pero el quid de la disputa era muy simple: ¿Podía hacer el rey lo que le viniera en gana o tenía limitaciones? Era la disputa que el propio William había mantenido con el prior Philip. William era de la opinión de que el conde podía hacer cuanto le apeteciera porque para eso era conde. Henry pensaba igual en cuanto a los poderes del rey. Tanto el prior Philip como Thomas Becket estaban empeñados en restringir el poder de los gobernantes.

El obispo Waleran era un clérigo que estaba del lado de los gobernantes. Para él el poder estaba para ser utilizado sin cortapisas.

Las derrotas sufridas a lo largo de tres décadas no habían logrado debilitar su firme creencia de considerarse instrumento de la Voluntad de Dios ni su implacable decisión de cumplir con tan sagrado deber, William estaba seguro de que, incluso mientras procedía a la consagración de la catedral de Kingsbridge, estaba concibiendo alguna manera de empañar el instante de gloria de Philip.

William estuvo moviéndose durante todo el oficio. Sus piernas se resistían más estando quieto de pie que andando. Cuando acudía a la iglesia de Shiring, Walter llevaba un asiento consigo. Así podía dormitar de cuando en cuando. Sin embargo, allí había personas con las que hablar y muchos de los fieles aprovechaban la ocasión para hacer negocios. William deambulaba por el templo, congraciándose con los poderosos, intimidando a los débiles y recogiendo información de todos y cada uno. Ya no seguía provocando terror entre la población como en sus buenos viejos tiempos; pero como sheriff aún se le temía y se le evitaba.

El oficio proseguía interminable. Hubo un largo intervalo durante el cual los monjes salieron al exterior y dieron vuelta a la iglesia lanzando a sus muros aspersiones de agua bendita. Ya próximo el final, el prior Philip anunció la designación de un nuevo sub-prior. Era el hermano Jonathan, el huérfano del priorato. Jonathan, que estaba en la treintena y era altísimo, le recordaba a William al viejo Tom Builder, que también había sido una especie de gigante.

Una vez que el oficio llegó a su fin, los invitados distinguidos se dirigieron hacia el crucero sur y la pequeña nobleza del Condado se agolpó para saludarles. William se les unió cojeando. Hubo un tiempo en que trataba a los obispos como iguales. Pero ahora tenía que inclinarse y adularlos junto con los caballeros y los pequeños terratenientes.

—¿Quién es el nuevo sub-prior? —preguntó Waleran a William llevándolo aparte.

—El huérfano del priorato —repuso William.

—Parece muy joven para ocupar ese cargo.

—Es mayor de lo que era Philip cuando lo designaron como prior.

Waleran parecía pensativo.

—El huérfano del priorato. Refréscame la memoria.

—Cuando Philip llegó aquí traía con él una criatura.

La expresión de Waleran se iluminó con el recuerdo.

—¡Por la cruz, eso es! Había olvidado al bebé de Philip. ¿Cómo he podido permitir que eso se haya escabullido de mi memoria?

—Han pasado treinta años. ¿A quién puede importarle?

Waleran dirigió a William aquella mirada desdeñosa que él tanto aborrecía y que parecía decir: ¿No eres capaz, de imaginar algo tan sencillo, pedazo de buey? Sintió un dolor agudo en el pie y cambió de postura para intentar aliviarlo.

—Bien, ¿de dónde salió el niño? —preguntó Waleran.

William se tragó su resentimiento.

—Si mal no recuerdo, lo encontraron abandonado cerca de su vieja célula del bosque.

—Mejor que mejor —aseguró anheloso Waleran.

William seguía sin saber a lo que se refería.

—¿Y qué? —preguntó malhumorado.

—¿Tú dirías que Philip educó al niño como si fuera su propio hijo?

—Sí.

—Y ahora le nombra sub-prior.

—Es de suponer que lo hayan elegido los monjes. Creo que es muy popular.

—Quien sea sub-prior a los treinta y cinco años debe tener grandes posibilidades de llegar a ser prior.

William no estaba dispuesto a volver a decir: ¿Y qué? Así que se limitó a esperar sintiéndose como un colegial estúpido, a que Waleran se explicara.

—Jonathan es, a todas luces, hijo de Philip.

William se echó a reír. Había esperado una de aquellas profundas ideas y Waleran le salía con algo tan ridículo. Ante la gran satisfacción de William, su risotada hizo enrojecer un poco la tez cerúlea de Waleran.

—Nadie que conozca a Philip creería semejante cosa. Es un viejo sarmiento seco desde que naciera. ¡Vaya idea!

Volvió a estallar en risa. Es posible que Waleran se haya creído siempre muy listo pero esta vez ha perdido el sentido de la realidad.

El obispo mostró una altivez glacial.

—Y yo digo que Philip tenía una amante cuando dirigía aquel pequeño priorato del bosque. Al ser nombrado prior de Kingsbridge hubo de abandonar a la mujer. Ella no quería al bebé si no tenía al padre. De manera que se lo endosó a él. Como Philip es un sentimental se consideró obligado a cuidarse de la criatura de manera que lo hizo pasar por un niño abandonado.

—Increíble. Tratándose de otro, sí. Pero Philip de ninguna manera.

—Si la criatura fue abandonada ¿cómo podría demostrar de dónde procedía? —insistió Waleran.

—No puede —admitió William, y miró a través del crucero sur donde Philip y Jonathan hablaban con el obispo de Hereford—. Pero si ni siquiera se parecen.

—Tampoco tú te pareces a tu madre —adujo Waleran—. Dios sea alabado.

—Y ¿de qué sirve todo ello? —preguntó William—. ¿Qué va hacer al respecto?

—Denunciarlo ante un tribunal eclesiástico —afirmó Waleran.

Eso era diferente. Nadie que conociera a Philip creería por un solo instante la acusación de Waleran, pero un juez ajeno a Kingsbridge podría encontrarlo aceptable. William comprobó reacio que, después de todo, la idea de Waleran no era tan descabellada. Como siempre, era más astuto que William. Y además fariseo y provocador. Pero William estaba entusiasmado con la idea de hacer morder el polvo a Philip.

—¡Por Dios! —exclamó ansioso—. ¿Creéis que pueda hacerse?

—Depende de quién sea el juez. Pero es posible que yo consiga algo al respecto. Me pregunto…

William miró a través del crucero a Philip, triunfante y sonriente con su alto protegido al lado. Los amplios vitrales de las ventanas arrojaban sobre ellos una luz fascinante que les hacía parecer figuras de una ensoñación.

—Fornicación y nepotismo —exclamó William jubiloso—. ¡Dios mío!

—Si logramos hacer que se lo traguen será el fin de ese condenado prior —exclamó Waleran con fruición.

No era posible que ningún juez racional encontrara a Philip culpable.

La verdad era que nunca hubo de resistirse demasiado a la tentación de fornicar. Sabía, a través de la confesión, que algunos monjes luchaban desesperadamente contra los deseos carnales. Él no era de esos. Hubo un tiempo, a los dieciocho años más o menos, que había sufrido sueños impuros, pero aquella fase no había durado mucho. Durante toda su vida le había resultado muy fácil la castidad. Nunca realizó el acto carnal y, probablemente, ya era demasiado viejo para esas cosas.

Sin embargo, la Iglesia estaba tomando muy en serio la acusación.

Un tribunal eclesiástico había de juzgar a Philip. Estaría presente un arcediano de Canterbury. Waleran quería que el juicio se celebrara en Shiring. Pero Philip luchó con éxito contra aquella idea y, en consecuencia, se celebraría en Kingsbridge, que en definitiva era la ciudad catedralicia. En aquellos momentos, Philip se encontraba retirando sus efectos personales de la casa del prior para dejar sitio al arcediano que se alojaría en ella.

Sabía que era inocente de fornicación de lo que se deducía, con toda lógica, que también lo era de nepotismo, ya que no se puede hablar de trato privilegiado de un pariente cuando se beneficia a alguien con quien no se tiene parentesco alguno. Sin embargo, escudriñaba en el fondo de su corazón para comprobar si había hecho mal al elevar a Jonathan. Al igual que los pensamientos impuros eran una especie de sombra de pecado mortal, acaso el favoritismo hacia un huérfano, por el que sentía un afecto inmenso, tuviera un levísimo matiz de nepotismo. Se esperaba de los monjes que renunciaran al consuelo de la vida familiar; no obstante, Jonathan había sido como un hijo para Philip. Lo había hecho cillerero cuando todavía era muy joven y ahora le había promovido a sub-prior. ¿Lo hice por mi propio orgullo y satisfacción?, se preguntó.

Sí, en efecto, se respondió.

Había obtenido una satisfacción inmensa enseñando a Jonathan, viéndole crecer y observándole cómo aprendía a dirigir los asuntos del priorato. Pero ocurría que, aunque todas esas cosas no hubieran producido una satisfacción enorme a Philip, Jonathan seguiría siendo el administrador joven más capaz del priorato. Era inteligente, devoto, imaginativo y concienzudo. Al haber crecido en el monasterio no conocía otra vida y jamás había ansiado la libertad. El propio Philip se crio en una abadía.

Nosotros, los huérfanos monacales, somos los mejores monjes, se dijo.

Metió un libro en una bolsa. El Evangelio según San Lucas. Tan sabio. Había tratado a Jonathan como a un hijo, pero no había cometido pecado alguno merecedor de ser llevado ante un tribunal eclesiástico. La acusación era absurda.

Por desgracia, la mera acusación resultaría perniciosa. Reduciría su autoridad moral. Habría gentes que la recordarían y, en cambio, olvidarían el veredicto. La próxima vez que Philip se levantara y dijera: Los mandamientos dicen: No desearás la mujer de tu prójimo, algunos de los fieles estarían pensando: Pero tú te divertiste de lo lindo cuando eras joven.

Jonathan irrumpió jadeante en la habitación. Philip frunció el ceño. El sub-prior no debería irrumpir en las habitaciones jadeando. Philip estaba a punto de lanzarse a una homilía sobre la dignidad de los funcionarios monásticos, pero Jonathan no le dio tiempo.

—¡Ya está aquí el arcediano Peter!

—Muy bien, muy bien —le tranquilizó Philip—. De todas formas ya he terminado —alargó a Jonathan la bolsa—. Lleva esto al dormitorio y no vayas corriendo por todas partes. Un monasterio es un lugar de paz y quietud.

Jonathan aceptó la bolsa y la reprimenda.

—No me gusta la expresión del arcediano —dijo.

—Estoy seguro de que será un juez justo y eso es cuanto necesitamos —lo calmó Philip.

Abrióse de nuevo la puerta y el arcediano entró. Era un hombre alto de aspecto dinámico, más o menos de la edad de Philip, escaso ya el pelo gris y con expresión de superioridad. Le resultaba vagamente familiar.

—Soy el prior Philip —dijo alargándole la mano.

—Os conozco —respondió el arcediano con aspereza—. ¿No me recordáis?

Philip sí que recordó aquella voz grave y se le cayó el alma a los pies. Era su más viejo enemigo.

—Arcediano Peter —dijo ceñudo—. Peter de Wareham.

—Era un pendenciero —explicaba Philip a Jonathan una vez hubieron dejado al arcediano acomodándose en la casa del prior—. Solía lamentarse de que no trabajábamos con suficiente ahínco, o que comíamos demasiado bien, incluso de que los oficios eran muy cortos. Aseguraba que yo me mostraba indulgente. Estoy seguro de que quería ser prior. Y desde luego habría sido un desastre. Lo nombré limosnero para que se pasase fuera la mayor parte del tiempo. Lo hice sencillamente para librarme de él. Era lo mejor para el priorato y para él mismo. Pero estoy seguro de que, al cabo de treinta y cinco años, todavía me odia por ello —suspiró—. Cuando tú y yo visitamos St-John-in-the-Forest después de la gran carestía supe que Peter había ido a Canterbury. Y ahora va a ocupar aquí el estrado para juzgarme.

Se encaminaron al claustro. Hacía buen tiempo y el sol calentaba.

En la parte norte cincuenta muchachos de tres clases diferentes aprendían a leer y escribir. El murmullo ahogado de sus lecciones flotaba a través del cuadrángulo. Philip recordaba cuando sólo asistían a la escuela cinco muchachos y el maestro de novicios era un viejecito caduco. Pensó en todo lo que había hecho allí. La construcción de la catedral, la transformación de un priorato empobrecido y prácticamente en la ruina en una institución acaudalada, influyente y activa, el agrandamiento de la ciudad de Kingsbridge. En la iglesia más de cien monjes celebraban misa cantada. Desde donde estaba sentado podía ver la asombrosa belleza de los vitrales en las ventanas del trifolio. A su espalda, por el lado este, se alzaba una biblioteca construida en piedra. Contenía centenares de libros sobre teología, astronomía, ética, matemáticas y de todas las ramas del conocimiento humano. Afuera, las tierras del priorato administradas lúcidamente en interés propio por funcionarios monásticos, mantenían, no sólo a los monjes, sino también a centenares de trabajadores del campo. ¿Le iban a quitar todo aquello por una falsedad? ¿Entregarían ese priorato próspero y temeroso de Dios a cualquier otro, a un peón del obispo Waleran como el escurridizo arcediano Baldwin o a un loco farisaico como Peter de Wareham para que lo condujeran de nuevo a la penuria, al deterioro en menos tiempo del que Philip empleó para encumbrarlo? ¿Se reducirían los grandes rebaños de ovejas a un puñado de corderas escrupulosas? ¿Volverían las granjas a reducir el ritmo de cultivos y a su invalidez por la cizaña? ¿Se cubriría de polvo la biblioteca por falta de uso? ¿Se hundiría esa hermosa catedral por la incuria y el abandono? Dios me ayudó a lograr todo eso, se dijo, no puedo creer que su designio sea que quede en nada.

—De todas maneras es imposible que el arcediano Peter pueda encontraros culpable —opinó Jonathan.

—Creo que lo hará —repuso Philip con tono triste.

—¿Puede hacerlo en conciencia? —pregunto Jonathan.

—Creo que durante toda su vida ha estado alimentando el deseo de hallar un agravio contra mí y ahora se le presenta la oportunidad de demostrar que yo he sido siempre el pecador y él, el justo. Como quiera que sea, Waleran lo ha descubierto y se ha asegurado de que designaran a Peter para juzgar el caso.

—¿Pero existe alguna prueba?

—No necesita pruebas. Escuchará la acusación, luego la defensa, seguidamente rezará para encontrar el buen camino y comunicará su veredicto.

—Es posible que Dios lo conduzca por el camino recto.

—Peter no escucha a Dios. Nunca lo ha escuchado.

—¿Y qué ocurrirá?

—Seré relevado —contestó Philip ceñudo—. Tal vez me dejen continuar aquí como simple monje, para que haga penitencia por mi pecado, pero no es muy probable. Lo más seguro es que me expulsen de la Orden para evitar mi influencia aquí.

—¿Y entonces qué pasará?

—Tendrá que haber una elección, como es lógico. Y, al llegar a ese punto, entrará en acción, por desgracia, la política real. El rey Henry mantiene una disputa con el arcediano de Canterbury, Thomas Becket y este se encuentra exiliado en Francia. La mitad de sus arcedianos están con él, la otra mitad de los que se quedaron, se han puesto de parte del rey contra su arcediano. Es evidente que Peter pertenece a este grupo. El obispo Waleran se ha puesto también del lado del rey. Recomendará el prior que él elija, respaldado por los arcedianos de Canterbury y el rey. A los monjes de aquí les resultará dificilísimo oponerse a ella.

—¿Quién creéis que pueda ser?

—Permanece tranquilo. Seguro que Waleran ya ha pensado en alguien. Puede ser el arcediano Baldwin. O tal vez Peter de Wareham.

—¡Tenemos que hacer algo para evitarlo! —exclamó Jonathan.

Philip asintió.

—Pero todo está en contra nuestra. No hay nada que podamos hacer para modificar la situación política. La única posibilidad…

—¿Cuál es?

El caso parecía tan perdido que Philip prefirió no barajar ideas desesperadas. Sólo servirían para excitar el optimismo de Jonathan para que luego fuera mayor su decepción.

—Nada —contestó Philip.

—¿Qué ibais a decir?

Philip seguía rumiando las ideas.

—Si hubiera alguna manera de demostrar mi inocencia sin sombra de duda, sería imposible que Peter me declare culpable.

—¿Una prueba evidente a vuestro favor?

—Exacto.

—¿Cuál podría ser?

—No se puede demostrar una negativa. Habríamos de encontrar al verdadero padre.

Aquello despertó al punto el entusiasmo de Jonathan.

—¡Sí! ¡Eso es! ¡Eso es lo que hay que hacer!

—Tranquilízate —le recomendó Philip—. Ya lo intenté en su día. Y no es probable que resulte más fácil ahora, al cabo de tantos años.

Jonathan no estaba dispuesto a dejarse desalentar.

—¿No hubo indicio alguno sobre mi origen?

—Me temo que ninguno.

Philip se sentía preocupado por haber dado a Jonathan esperanzas; lo más seguro era que no llegaran a cumplirse. Aunque el muchacho no podía acordarse de sus padres, siempre le había perturbado el hecho de que le abandonaran. Ahora creía que podría resolver el misterio y encontrar alguna explicación que demostrara que en realidad había tenido su cariño. Philip estaba seguro de que ello sólo provocaría frustración.

—¿Preguntasteis a las gentes que vivían en las cercanías? —inquirió Jonathan.

—Nadie vivía en las cercanías. La célula se encuentra en el corazón del bosque. Tus padres debieron llegar a través de muchas millas, tal vez desde Winchester. Ya he analizado minuciosamente esa cuestión.

—Por aquel tiempo ¿no visteis viajero alguno en el bosque? —insistió Jonathan.

—No —repuso Philip.

Luego frunció el entrecejo. ¿Era eso verdad? Algo acudió a su memoria. El día en que se encontró al niño, Philip había dejado el priorato para acudir al palacio del obispo y durante el camino había hablado con alguien. De repente se acordó.

—Bueno, sí. Me encontré con Tom Builder y su familia.

Jonathan estaba asombrado.

—¡Nunca me lo habíais dicho!

—Nunca me pareció importante. Y sigo pensando lo mismo. Me los encontré un día o dos después. Les pregunté y me respondieron que no habían visto a nadie que pudiera ser la madre o el padre de la criatura abandonada.

Jonathan se mostró cabizbajo. Philip temía que la investigación resultara para él una doble decepción, la de no averiguar quiénes fueron sus padres y la de fracasar en la demostración de su inocencia.

Pero ya no había forma de pararle.

—De todos modos, ¿qué hacía en el bosque? —insistió.

—Tom iba camino del palacio el obispo. Buscaba trabajo. Así fue como recalaron aquí.

—Quiero volver a interrogarles.

—Bien. Tom y Alfred han muerto. Ellen vive en el bosque y sólo Dios sabe cuándo reaparecerá. Pero puedes hablar con Jack y Martha.

—Merece la pena intentarlo.

Acaso Jonathan tuviera razón. Poseía la energía de la juventud.

Philip se había mostrado pesimista y desalentado.

—Adelante —dijo al joven monje—. Yo me siento viejo y cansado. De lo contrario se me habría ocurrido a mí. Habla con Jack. Es un hilo muy sutil del que colgarse. Pero también es nuestra única esperanza.

El dibujo de la ventana había sido trazado y pintado sobre una gran mesa de madera lavada previamente con cerveza, para evitar que se corrieran los colores. El dibujo representaba una genealogía de Cristo en forma de imágenes. Sally cogió un pedazo grueso de cristal coloreado de rubí y lo colocó en el dibujo, sobre el cuerpo de uno de los reyes de Israel. Jack nunca estuvo seguro de cuál de ellos, ya que nunca había sido capaz de recordar el enrevesado simbolismo de las imágenes teológicas. Sally sumergió un pincel fino en un cuenco con greda triturada y disuelta en agua, y pintó el contorno del cuerpo sobre el cristal. Hombros, brazos y la falda del ropaje. En la lumbre que ardía en el suelo junto a su mesa había una varilla de hierro con mango de madera. La sacó del fuego y, con rapidez aunque con minucioso cuidado, la pasó a lo largo del perfil que había pintado. El cristal se rompió limpiamente alrededor de todo el contorno. Su aprendiz cogió el trozo de cristal y empezó a pulir los bordes con un hierro limador.

A Jack le encantaba contemplar cómo trabajaba su hija. Era rápida, precisa y parca en movimientos. De niña siempre se había sentido fascinada por el trabajo de los vidrieros que Jack hizo venir de París.

Aseguró en todo momento que era eso lo que quería hacer cuando fuera mayor. Y siguió en sus trece. Jack reconocía con cierta tristeza que cuando la gente llegaba por primera vez a la catedral de Kingsbridge, se sentía más deslumbrada por los vitrales de Sally que por la arquitectura de su padre.

El aprendiz entregó a la joven el cristal pulido, y ella empezó a pintar sobre la superficie los pliegues de la túnica, utilizando una pintura hecha con ganga de hierro, orina y goma arábiga para que se adhiriera. El cristal liso pronto empezó a tener la apariencia de un tejido suave con pliegues ondulantes. Era en extremo hábil. Terminó en seguida. Luego, colocó el cristal pintado junto a otros, en una gamella de hierro, cuyo fondo estaba cubierto de cal. Una vez llena, la gamella iba al horno. Con el calor, la pintura se fundía con el cristal.

Sally miró a Jack, esbozó una breve y deliciosa sonrisa y cogió otro trozo de cristal.

Jack se alejó. Podría pasarse el día mirando cómo trabajaba; pero había cosas que hacer. Como Aliena siempre decía, estaba encandilado con su hija. Cuando la contemplaba, se sentía a veces como asombrado de haber sido el responsable de la existencia de aquella joven inteligente, independiente y juiciosa. Y le emocionaba que fuese una artesana tan buena.

Lo irónico era que siempre había insistido con Tommy para que se dedicara a la construcción. Incluso le había obligado a trabajar en el enclave durante un par de años. Pero el chico en lo que estaba interesado era en las labores del campo, la equitación, la caza y la esgrima, todas aquellas cosas que dejaban frío a Jack. Finalmente, hubo de aceptar la derrota. Tommy había servido de escudero a uno de los señores locales y no tardó en ser nombrado caballero. Aliena le concedió una pequeña propiedad compuesta por cinco aldeas. Y resultó ser Sally la que tenía talento. Tommy se había casado con la hija del conde de Bedford y tenían tres hijos. Así que Jack era ya abuelo. Sin embargo, Sally seguía soltera a los veinticinco años. Se parecía muchísimo a su abuela Ellen. Era agresivamente independiente.

Jack se dirigió al extremo oeste de la catedral y miró hacia arriba, a las torres gemelas. Estaban casi terminadas. Una gran campana de bronce venía de camino desde la fundición de Londres. Por esos días, a Jack ya no le quedaba mucho por hacer. Mientras en un día llegó a controlar un ejército de musculosos canteros y carpinteros, que colocaban hiladas de piedras cuadradas y construían andamiajes, en aquellos momentos ya sólo tenía a sus órdenes un puñado de tallistas y pintores realizando un trabajo preciso y esmerado en pequeña escala. Realizaban estatuas para hornacinas, construían fastigios y doraban las alas de ángeles de piedra. No había nada que diseñar aparte de algún nuevo edificio ocasional para el priorato. Una biblioteca, una sala capitular, nuevos alojamientos para peregrinos, edificaciones para lavandería o lechería. Entre aquellos trabajos de poca monta, Jack se dedicaba también, por primera vez en muchos años, a tallar algo en piedra. Estaba impaciente por derribar el viejo presbiterio de Tom Builder y alzar un nuevo extremo este con su propio diseño. Pero el prior Philip quería disfrutar durante un año de la iglesia acabada antes de iniciar otra etapa de construcción. Philip empezaba a sentir el peso de los años. Jack temía que el pobre no viviera para ver reconstruido el presbiterio.

Sin embargo, el trabajo proseguiría después de la muerte de Philip, se dijo Jack al divisar la altísima figura del hermano Jonathan que se dirigía hacia él con grandes zancadas desde el patio de la cocina. Sería un excelente prior, quizás casi tan bueno como el propio Philip. Jack se sentía satisfecho de que la sucesión estuviera asegurada, ya que ello le permitía proyectar el futuro.

—Estoy preocupado por ese tribunal eclesiástico, Jack —le dijo Jonathan sin más preámbulos.

—Pensé que se trataba de una tormenta en un vaso de agua —respondió Jack.

—Eso creía yo… Pero resulta que el arcediano es un viejo enemigo del prior Philip.

—Maldición. Pero, de todos modos, no podrá declararle culpable.

—Puede hacer cuanto quiera.

Jack movió la cabeza asqueado. A veces se preguntaba cómo hombres como Jonathan podían seguir creyendo en la Iglesia existiendo tan abyecta corrupción.

—¿Qué vais a hacer?

—La única manera de demostrar su inocencia es averiguar quiénes eran mis padres.

—Algo tarde para eso, ¿no?

—Es nuestra única esperanza.

Jack se sintió algo turbado. No cabía duda de que estaban desesperados de verdad.

—¿Por dónde vais a empezar?

—Contigo. Tú estabas en la zona de St-John-in-the-Forest por la fecha en que yo nací.

—¿De veras? —Jack no comprendía adónde quería llegar Jonathan—. Viví allí hasta los once años, que son los que debo tener más que tú.

—El padre Philip dice que el mismo día que me hallaron, él se encontró con vosotros. Contigo, con tu madre, con Tom Builder y con los hijos de Tom.

—Sí, lo recuerdo. Devoramos toda la comida de Philip. Estábamos muertos de hambre.

—Procura recordar. ¿Visteis a alguien con un bebé o alguna mujer joven que pareciera haber estado encinta, en alguna parte de esa zona?

—Espera un momento. —Jack estaba perplejo—. ¿Me estás diciendo que te encontraron cerca de St-John-in-the-Forest?

—Eso es… ¿No lo sabías?

Jack apenas podía creer lo que estaba oyendo.

—No, no lo sabía —dijo hablando de forma pausada mientras en su mente bullían las implicaciones de esa revelación—. Cuando llegamos a Kingsbridge, tú te encontrabas ya aquí y, como es lógico, supuse que te habían encontrado en los bosques cercanos.

De repente sintió la necesidad de sentarse. Cerca había un montón de escombros de la construcción y se dejó caer sobre ellos.

—Bueno, dime, ¿visteis a alguien en el bosque? —insistió Jonathan impaciente.

—Pues claro —contestó Jack—. No sé cómo decírtelo, Jonathan.

El monje palideció.

—¿Sabes algo acerca de esto, verdad? ¿Qué viste?

—Te vi a ti, Jonathan. Eso es lo que vi.

Jonathan se quedó con la boca abierta.

—¿Qué…? ¿Cómo?

—Había amanecido. Yo iba a la caza de patos. Oí un llanto. Encontré a una criatura recién nacida, envuelta en la mitad de una capa vieja yaciendo junto al rescoldo de una hoguera.

Jonathan se quedó mirándolo.

—¿Algo más?

Jack asintió con un movimiento de cabeza.

—El bebé se encontraba sobre una tumba reciente.

Jonathan tragó con dificultad.

—¿Mi madre?

Jack asintió.

A Jonathan se le saltaron las lágrimas pero siguió haciendo preguntas.

—¿Qué hiciste?

—Fui en busca de mi madre. Pero, cuando volvimos al lugar, vimos a un sacerdote a caballo llevando al bebé.

—Francis —dijo Jonathan con voz ahogada.

—¿Qué?

A Jack seguía costándole tragar.

—Me encontró el hermano del padre Philip. De allí es de donde me recogió.

—Dios mío.

Jack se quedó mirando a aquel monje alto al que las lágrimas le corrían por las mejillas. Y aún no lo has oído todo, Jonathan, dijo para su fuero interno.

—¿Viste a alguien que pudiera haber sido mi padre?

—Sí —respondió Jack con voz solemne—. Sé quién era.

—¡Dímelo! —musitó Jonathan.

—Tom Builder.

—¿Tom Builder? —Jonathan se dejó caer pesadamente sobre el suelo—. ¿Tom Builder era mi padre?

—Sí. —Jack movió la cabeza asombrado—. Ahora sé a quién me recuerdas. Tú y él sois las personas más altas que jamás he conocido.

—Cuando era niño, siempre fue bueno para mí —rememoró Jonathan en actitud confusa—. Solía jugar conmigo. Me quería. Estaba con él tanto como con el prior Philip. —Las lágrimas le caían ya sin rebozo—. Era mi padre. Mi padre. —Alzó la mirada hacia Jack—. ¿Por qué me abandonó?

—Creían que de todas maneras ibas a morir. No tenían leche para darte. Ellos mismos se estaban muriendo de inanición. Lo sé. Se encontraban a millas de cualquier lugar habitado. Ignoraban que el priorato se hallaba cerca. Por alimento sólo tenían nabos y dártelos habría sido matarte.

—O sea que, después de todo, me querían.

Jack evocó la escena como si hubiera tenido lugar el día anterior, la hoguera medio apagada, la tierra recién removida de la tumba y el diminuto y sonrosado bebé agitando brazos y piernas dentro de la vieja capa gris. Era asombroso que aquella cosa diminuta se hubiera transformado en el hombre alto que, sentado en el suelo, lloraba frente a él.

—Sí, claro que te querían.

—¿Cómo es que nadie habló nunca de ello?

—Tom se sentía desde luego avergonzado —explicó Jack—. Mi madre debía saberlo y supongo que nosotros, los niños, lo sospechábamos. Como quiera que fuese, se trataba de un tema de conversación prohibido, y, desde luego, jamás relacionamos aquel bebé contigo.

—Tom sí que debió haberlo relacionado —opinó Jonathan.

—Sí.

—Me pregunto por qué no volvió a hacerse cargo de mí.

—Mi madre le dejó al poco tiempo de que llegásemos aquí —contestó Jack—. Al igual que Sally, era difícil de complacer. Como quiera que fuese, ello significaba que Tom había de contratar un ama para que se ocupara de ti. Creo que debió decirse: ¿Por qué no dejar que continúe en el monasterio? Aquí estabas muy bien cuidado.

Jonathan asintió.

—Por el querido Johnny Eightpence, que Dios tenga en su santa gloria.

—De esa manera Tom estaba más tiempo contigo. Te pasabas todo el día corriendo por el recinto del priorato y él se pasaba la jornada trabajando aquí. Si te hubiera llevado lejos y te hubiera dejado en casa con una mujer que cuidara de ti, habría estado a tu lado mucho menos tiempo. Y me imagino, con el paso de los años y por el hecho de haberte convertido en el huérfano del priorato y sentirte así feliz, fue encontrando cada vez más natural que permanecieras entre los monjes. De todas maneras, las gentes suelen dar un hijo a Dios.

—Todos estos años los he pasado haciendo cábalas sobre mis padres —confesó Jonathan y Jack sintió pena por él—; he tratado de imaginar cómo serían, pedí a Dios que me dejara conocerlos, me pregunté si me habrían querido, pensé qué motivos habrían tenido para abandonarme. Ahora ya sé que mi madre murió al traerme al mundo y que mi padre estuvo junto a mí el resto de su vida. —Sonrió a través de las lágrimas—. No puedo decirte lo feliz que me siento.

El propio Jack estaba al borde del llanto.

—Eres igual que Tom —dijo para disimular.

—¿De veras?

Jonathan se mostró complacido.

—¿No recuerdas lo alto que era?

—Entonces todos los adultos me parecían altos.

—Tenía unas facciones correctas como las tuyas. Bien cinceladas. Si llevaras barba, la gente te tomaría por él.

—Recuerdo el día de su muerte —evocó Jonathan—. Me llevó por toda la feria. Vimos la lucha del oso. Luego, trepé por el muro del presbiterio. Y me sentí demasiado asustado para bajar, así que subió él y me llevó consigo. Entonces vio que llegaban los hombres de William, así que me dejó en el claustro. No volví a verlo con vida.

—Lo recuerdo —asintió Jack—, presencié cómo bajaba contigo en brazos.

—Se aseguró de ponerme a salvo —musitó Jonathan con admiración y gratitud.

—Luego fue en busca de los demás —continuó Jack.

—En realidad me quería.

Entonces a Jack se le ocurrió algo.

—Todo esto influirá sobre el juicio de Philip, ¿no es así?

—Lo había olvidado —exclamó Jonathan—. Sí, claro que influirá. ¡Ave María!

—¿Tenemos una prueba irrefutable? —preguntó Jack—. Yo vi al sacerdote y al bebé; pero, en realidad, no vi que se lo llevara al priorato.

—Francis sí que lo vio. Pero como es hermano de Philip, su testimonio no será estimado.

—Mi madre y Tom se fueron juntos aquella mañana —reconstruyó Jack haciendo un esfuerzo de memoria—. Dijeron que iban en busca de un sacerdote. Apuesto a que se dirigieron al priorato para asegurarse de que la criatura se encontraba bien.

—Si lo dijera así ante el tribunal, el caso quedaría concluido —exclamó Jonathan ansioso.

—Philip cree que es bruja —le hizo observar Jack—. ¿La dejaría atestiguar?

—Podemos sorprenderle. Pero ella también lo aborrece. ¿Estaría dispuesta a testificar?

—No lo sé —dijo Jack—. Lo mejor es que se lo preguntemos.

—¿Fornicación y nepotismo? —exclamó la madre de Jack—. ¿Philip? —rompió a reír—. Jamás he oído cosa más absurda.

—Se trata de algo grave, madre —apuntó Jack.

—Philip no fornicaría aunque lo metieran en un barril con tres rameras —dijo—. ¡No sabría cómo hacerlo!

Jonathan parecía incómodo.

—A pesar de que la acusación sea absurda, el prior Philip se encuentra en graves dificultades —dijo.

—¿Y por qué habría yo de ayudar a Philip? —preguntó Ellen—. Sólo me ha dado aflicciones.

Jack se había temido aquello. Su madre jamás había perdonado al prior que los separara a ella y a Tom.

—Philip me hizo a mí lo mismo que a ti. Si yo he podido perdonarle, tú también puedes.

—No soy de las que perdonan —contestó Ellen.

—Entonces no lo hagas por Philip, hazlo por mí. Quiero seguir construyendo en Kingsbridge.

—¿El qué? La iglesia está acabada.

—Quiero derribar el presbiterio de Tom y reconstruirlo de acuerdo con un nuevo estilo.

—Por todos los cielos…

—Philip es un buen prior, madre; y cuando él se vaya Jonathan ocupará su puesto. Eso, naturalmente, si vienes a Kingsbridge y dices la verdad ante el tribunal.

—Odio los tribunales —repuso ella—. Nunca sale nada bueno de ellos.

Era irritante. Tenía la clave del juicio de Philip, podía asegurar que fuera declarado inocente. Pero era una anciana testaruda. Jack albergaba serios temores de no llegar a convencerla. Intentaría aguijonearla para que consintiera.

—Comprendo que es un camino demasiado largo de recorrer para alguien de tus años —insinuó artero—. ¿Qué edad tienes… sesenta y ocho?

—Sesenta y dos y no intentes provocarme —le dijo con brusquedad—. Estoy mejor que tú, muchacho.

Es posible que sea así, se dijo Jack. Tenía el pelo blanco como la nieve y el rostro con muchas arrugas, pero sus sorprendentes ojos dorados eran los mismos de siempre. Tan pronto como vio a Jonathan supo quién era.

—Bien, no necesito preguntarte por qué estas aquí —le había dicho—. Has descubierto tu procedencia, ¿verdad? Por Dios que eres tan alto como tu padre y casi tan fornido.

También ella seguía siendo tan independiente y terca como siempre.

—Sally es igual que tú —le dijo Jack.

Ellen pareció complacida.

—¿De veras? —sonrió—. ¿En qué sentido?

—En el de su obstinación.

—Humm —parecía enojada—. Entonces le irá de perlas.

Jack llegó a la conclusión de que ya sólo le quedaba suplicar.

—Por favor, madre. Ven con nosotros a Kingsbridge y di la verdad.

—No sé —respondió Ellen.

—Tengo algo más que pedirte —le dijo Jonathan.

Jack se preguntó con qué saldría ahora. Temía que dijera algo que pudiera provocar el rechazo de su madre. Era fácil, sobre todo tratándose del clero. Contuvo el aliento.

—¿Podrías llevarme adónde mi madre está enterrada? —preguntó Jonathan.

Jack se tranquilizó. No había nada malo en eso. Por el contrario, Jonathan no podía haber pensado en algo mejor para enternecerla.

Ellen abandonó de inmediato su actitud desdeñosa.

—Claro que te llevaré —dijo—. Estoy segura de que podré encontrar el lugar.

Jack se mostraba reacio a perder el tiempo. El juicio empezaba el día siguiente por la mañana y les quedaba un largo camino por recorrer. Pero tuvo la sensación de que debía dejar que la suerte siguiera su curso.

—¿Quieres ir ahora allí? —preguntó Ellen a Jonathan.

—Si es posible sí. Por favor.

—Muy bien.

Ellen se puso en pie. Cogió una capa corta de piel de conejo y se la echó por los hombros. Jack estuvo a punto de decirle que tendría demasiado calor con aquello; pero se abstuvo. Las personas mayores siempre tienen más frío.

Abandonaron la cueva con su olor a manzanas almacenadas y humo de leña, atravesaron los matorrales de alrededor de la entrada, que servían para ocultarla, y salieron bajo los rayos del sol primaveral. La madre se puso en marcha sin vacilar. Jack y Jonathan desataron sus caballos y la siguieron. No podían cabalgar a causa de la excesiva vegetación. Jack se fijó en que su madre andaba más despacio que antes. No estaba tan en forma como pretendía.

Jack no habría podido encontrar el lugar por sí mismo. Hubo un tiempo en que era capaz de recorrer aquel bosque con la misma facilidad con que ahora se movía por Kingsbridge. Pero, en la actualidad, un calvero le parecía semejante a otro, al igual que las casas de Kingsbridge se le antojaban todas iguales a un forastero. Madre seguía una cadena de senderos de cabras a través del espeso bosque. De cuando en cuando, Jack reconocía algún punto de referencia asociado a un recuerdo infantil. Un enorme roble viejo donde en cierta ocasión se refugió de un jabalí, una conejera que les había proporcionado más de una cena, un arroyo truchero en el que recordó que había pescado peces gordos en un santiamén. Durante un trecho, sabía dónde se encontraba; pero al instante se sentía otra vez perdido.

Era asombroso pensar que hubo una época durante la cual aquel lugar que en esos momentos le parecía un lugar extraño, era como su casa. Las cañadas y sotos se hallaban tan carentes de sentido para él como sus dovelas y gálibos para los campesinos. Si en aquellos días hubiera querido imaginar cómo sería su vida, jamás se habría acercado siquiera a la realidad.

Caminaron algunas millas. Era un día cálido de primavera. Jack estaba sudando; pero madre seguía con la piel de conejo puesta. Hacia media tarde, se detuvo en un calvero penumbroso. Jack se dio cuenta de que respiraba anhelante y tenía la tez algo gris. En definitiva, ya era hora de que dejara el bosque y se fuera a vivir con él y con Aliena. Decidió esforzarse al máximo para convencerla.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó.

—Pues claro que me encuentro bien —contestó ella tajante—. Ya estamos.

Jack miró en derredor. No lo reconocía.

—¿Es aquí? —preguntó Jonathan.

—Sí —le aseguró Ellen.

—¿Dónde está el camino? —preguntó Jack.

—Hacia allí.

Una vez que Jack se hubo orientado, el calvero empezó a parecerle familiar. Allí estaba el enorme castaño de Indias. Por entonces, sus ramas aparecían desnudas y se veían pericarpios espinosos por todo el suelo del bosque. Pero, en esos momentos, el árbol se hallaba en flor, unas grandes flores blancas, semejantes a velas, que lo cubrían todo.

Habían empezado ya a caer y cada dos por tres se desprendía una nube de pétalos.

—Martha me ha contado lo ocurrido —dijo Jack—. Os detuvisteis aquí porque tu madre no podía seguir adelante. Tom encendió fuego e hirvió algunos nabos para cenar. No había otra cosa. Madre te trajo al mundo exactamente aquí, sobre el suelo. Tú naciste en perfecto estado, pero algo fue mal y ella murió.

A unos cuantos pies de la base del árbol, el suelo estaba algo ondulado.

—¡Mirad! —exclamó Jack—. ¿Veis el pequeño montículo?

Jonathan asintió con el rostro rígido por la emoción contenida.

—Esta es la tumba.

Mientras Jack hablaba, unas flores cayeron del árbol sobre el montículo y lo cubrieron con una especie de alfombra de pétalos. Jonathan se arrodilló junto a la tumba y empezó a rezar.

Jack guardó silencio. Recordaba el momento en que descubrió a sus parientes en Cherburgo. Había sido una experiencia abrumadora. Pero la situación que atravesaba Jonathan debía ser de una emoción todavía más intensa.

Al fin se puso en pie.

—Cuando sea prior —dijo con tono solemne—, construiré exactamente aquí un pequeño monasterio con una capilla y un hostal para que, en adelante, nadie que viaje por este trecho del camino, haya de pasar una noche fría de invierno durmiendo al aire libre. Dedicaré el hostal a la memoria de mi madre. —Se quedó mirando a Jack—. Supongo que nunca supiste su nombre, ¿verdad?

—Se llamaba Agnes —dijo Ellen con voz queda—. El nombre de tu madre era Agnes.

El obispo Waleran presentó un caso convincente.

Empezó exponiendo ante el tribunal el precoz avance de Philip.

Cillerero de su monasterio cuando sólo tenía veintiún años; prior de la célula de St-John-in-the-Forest a los veintitrés, prior de Kingsbridge a la asombrosa edad de veintiocho. Insistía sin cesar en la juventud de Philip, logrando dar la impresión de que había cierta arrogancia en quienquiera que aceptara responsabilidades a edades tan tempranas.

Luego describió St-John-in-the-Forest, su lejanía y aislamiento, y habló de la libertad e independencia de las que podía disfrutar quien fuese su prior.

—A nadie puede extrañar —dijo— que, al estar cinco años haciendo lo que le apetecía, sólo con una supervisión ligera de cuando en cuando, ese inexperto joven de sangre ardiente tuviera un hijo.

Daba la impresión de que había sido algo inevitable. Waleran lo presentaba odiosamente creíble. A Philip le hubiera gustado estrangularlo.

Waleran siguió exponiendo que, cuando Philip llegó a Kingsbridge, llevó consigo a Jonathan y con él a Johnny Eightpence. Los monjes habían quedado escandalizados al ver aparecer a su nuevo prior con un bebé y una niñera. Eso sí que era verdad. Por un instante, Philip, olvidando las tensiones del momento, hubo de contener una sonrisa nostálgica.

Jugó con Jonathan de pequeño, le dio lecciones y más adelante hizo al muchacho su ayudante personal, seguía diciendo Waleran, como cualquier hombre haría con su propio hijo. Sólo que no se espera que los monjes tengan hijos.

—Jonathan se mostró precoz al igual que Philip —dijo Waleran—. Al morir Cuthbert Whitehead, fue nombrado cillerero, a pesar de que sólo tenía veintiún años. ¿No había en realidad en este monasterio de más de cien monjes ninguno capaz de desempeñar ese cargo? ¿Nadie capacitado, salvo un muchacho de veintiún años? ¿O era que Philip estaba dando preferencia a quien llevaba su propia sangre? Cuando Milius se fue para ser prior de Glastonbury, Philip designó a Jonathan tesorero. Tiene treinta y cuatro años de edad. ¿Es acaso el más prudente y devoto de todos los monjes de aquí? ¿O simplemente el favorito de Philip?

Philip observó al tribunal. Se había instalado en el crucero sur de la catedral de Kingsbridge. El arcediano Peter se encontraba sentado en un gran sillón profundamente tallado, semejante a un trono. Todo el personal de Waleran se hallaba presente, como también la gran mayoría de los monjes de Kingsbridge. Poco se trabajaría en el monasterio durante el juicio al prior. Todo eclesiástico importante del Condado estaba allí, e incluso algunos de los párrocos más humildes. Había también representantes de las diócesis vecinas. La comunidad eclesiástica del sur de Inglaterra esperaba el veredicto del tribunal. Claro que no les interesaba la virtud de Philip o la falta de ella. Estaban siguiendo el pulso final entre el prior y el obispo.

Cuando Waleran se hubo sentado, Philip, tras prestar juramento, empezó a narrar la historia ocurrida hacía ya tantos años. Comenzó con el trastorno provocado por Peter de Wareham. Quería que todo el mundo supiera que tenía resentimiento contra él. Luego, llamó a Francis para que contara cómo había encontrado al bebé.

Jonathan se había ido, dejando un mensaje en el que le decía que estaba tras el rastro de una nueva información concerniente a sus padres. Jack también había desaparecido, por lo que Philip había llegado a la conclusión de que ese viaje tenía que ver con la madre de Jack, la bruja, y que Jonathan había temido que, de saberlo Philip, le hubiera prohibido ir a verla. Deberían estar ya de regreso, pero no era así. De cualquier modo, Philip no creía que Ellen tuviera nada que añadir a la historia que Francis estaba contando.

Cuando este concluyó su relato, Philip empezó a hablar.

—Ese niño no era mío —afirmó sin rodeos—. Juro que no lo era. Lo juro sobre mi alma inmortal. Jamás he tenido comercio carnal con una mujer y hasta hoy permanezco en el estado de castidad que nos recomendó el apóstol Pablo. El señor obispo pregunta que por qué traté entonces al bebé como si fuera mío.

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