—¿Y por qué el rey Stephen habría de nombrarme?
—Le apoyasteis contra el duque Henry con el resultado de que perdisteis vuestro Condado. Imagino que le gustaría recompensarte.
—Nadie hace jamás nada por gratitud —contestó William repitiendo una muletilla de su madre.
—Stephen no estará contento de que el conde de Shiring sea un hombre que luchó contra él. Es posible que quiera que su sheriff sea una fuerza compensadora frente a Richard.
Aquello parecía tener más lógica. William empezó a sentirse excitado contra su voluntad. Comenzó a creer que, en realidad, podría llegar a salir de aquel agujero llamado aldea Hamleigh. Tendría de nuevo una fuerza respetable de caballeros y hombres de armas, en lugar del lamentable puñado de guardianes de que disponía por el momento. Presidiría el tribunal del Condado de Shiring y quebrantaría la voluntad de Richard.
—El sheriff vive en el castillo de Shiring —dijo anhelante.
—Y serías de nuevo rico —añadió Waleran.
—Sí.
Si se sabía explotar bien, el cargo de sheriff podría resultar muy beneficioso. William haría casi tanto dinero como cuando era conde.
Pero se preguntaba por qué Waleran habría mencionado esa cuestión.
Un instante después, el propio Waleran le daba la respuesta.
—Al fin y al cabo, estarías de nuevo en condiciones de financiar la nueva iglesia.
De manera que era eso. Waleran jamás hacía nada sin un motivo ulterior. Quería que William fuera sheriff para que pudiera construirle una iglesia. William estaba más que dispuesto a colaborar con el plan. Si pudiera terminar la iglesia en memoria de su madre, tal vez se acabaran las pesadillas.
—¿Creéis de verdad que puede lograrse? —preguntó ansioso.
Waleran asintió.
—Naturalmente costará dinero, pero creo que puede hacerse.
—¿Dinero? —inquirió William inquieto de repente—. ¿Cuánto?
—Resulta difícil de decir. En algunos lugares como Lincoln o Bristol el cargo de sheriff te costaría de quinientas a seiscientas libras; pero allí son más ricos que los cardenales. En un lugar pequeño como Shiring, si eres el candidato que quiere el rey, y de eso yo puedo ocuparme, es posible que pudieras obtenerlo por cien libras.
—¡Cien libras!
Se derrumbaron las esperanzas de William. Desde el principio, había temido una decepción.
—¿Creéis que si tuviera cien libras estaría viviendo así?
—Puedes obtenerlas —dijo Waleran con tono ligero.
—¿De quién? —William tuvo una idea—. ¿Me las daréis vos?
—No seas estúpido —dijo Waleran con irritante condescendencia—. Para eso están los judíos.
William comprendió, con esa mezcla de esperanza y resentimiento que ya le era familiar, que una vez más el obispo tenía razón.
Habían pasado dos años desde que aparecieron las primeras grietas, y Jack todavía no había encontrado solución al problema. Y lo peor era que habían aparecido otras idénticas en el primer intercolumnio de la nave. En su boceto había algo básico que estaba equivocado. La estructura era lo bastante fuerte para soportar el peso de la bóveda, aunque no para ofrecer resistencia a los vientos que soplaban con tal fuerza contra los muros altos.
Permanecía en pie en el andamio a gran distancia del suelo, observando caviloso de cerca las nuevas grietas. Tenía que encontrar alguna forma de reforzar la parte superior del muro para que no se alterara con el viento.
Reflexionó en torno a la manera en que había quedado fortalecida la parte inferior del muro. En el exterior de la nave lateral, había pilares fuertes y gruesos que estaban conectados al muro de la nave mediante arbotantes ocultos en el tejado de esta. Los arbotantes y los pilares proyectaban el muro a cierta distancia, semejantes a contrafuertes remotos. Como los apoyos quedaban escondidos, el aspecto de la nave era ligero y elegante.
Tenía que concebir un sistema similar para la parte superior.
Podía hacer una nave lateral de dos pisos y limitarse a repetir los contrafuertes remotos. Pero con ello impediría la entrada de la luz que llegaba a través del trifolio, cuando todo el concepto del nuevo estilo de construcción se basaba en dejar entrar más luz en la iglesia.
Claro que no era la nave como tal la que aportaba el apoyo. Este procedía de los pesados pilares del muro lateral y de los arbotantes conectados. La nave ocultaba esos elementos estructurales. Si pudiera construir pilares y arbotantes para sostener el trifolio, sin incorporarlos dentro de una nave, habría resuelto de un golpe el problema.
Desde el suelo le llamó una voz.
Frunció el ceño. Parecía como si hubiera estado a punto de ocurrírsele algo antes de que le interrumpieran. Pero ya se le había escapado. Miró hacia abajo. Le estaba llamando Philip.
Entró en la torreta y descendió la escalera de caracol. El prior le estaba esperando abajo. Se hallaba tan furioso que echaba humo.
—¡Richard me ha traicionado! —dijo sin más preámbulo.
Jack se mostró sorprendido.
—¿Cómo?
En un principio Philip no contestó a la pregunta.
—Después de cuanto he hecho por él —prosiguió furibundo—. Compré a Aliena la lana cuando todo el mundo intentaba estafarla. De no haber sido por mí, es posible que nunca hubiera podido iniciarse. Luego, cuando todo se hundió, le proporcioné un trabajo como Jefe de Vigilancia. Y el pasado noviembre le di el soplo del Tratado de Paz, lo que le permitió apoderarse de Earlcastle. Y ahora que ha recuperado el Condado y que gobierna con todo esplendor, me ha dado la espalda.
Jack jamás había visto a Philip tan lívido. El prior, cuya afeitada cabeza estaba enrojecida por la indignación, no podía ni hablar, y tartamudeaba.
—¿De qué manera os ha traicionado Richard? —preguntó Jack.
Una vez más Philip hizo caso omiso a la pregunta.
—Siempre supe que Richard era un hombre débil. A lo largo de los años, prestó escaso apoyo a Aliena. Se limitó a recibir lo que quería de ella y jamás tuvo en cuenta las necesidades de su hermana. Pero no pensé que llegara a ser un bellaco tan redomado.
—¿Qué ha hecho exactamente?
Finalmente logró que Philip le dijera lo que ocurría.
—Se niega a permitirnos acceso a la cantera.
Jack se mostró escandalizado. En verdad que aquello era un acto de increíble ingratitud.
—¿Y cómo lo justifica?
—Ha quedado establecido que todo ha de ser devuelto a quienes lo poseían en tiempos del viejo rey Henry. Y la cantera nos la concedió a nosotros el rey Stephen.
La codicia de Richard era escandalosa pero a Jack no le enfurecía tanto como a Philip. Ahora ya estaba construida la mitad de la catedral, en su mayor parte con piedra que habían tenido que pagar y, como quiera que fuese, seguirían haciéndolo.
—Bien, supongo que desde un punto de vista estricto, Richard cumple lo estipulado —dijo Jack en tono razonador.
Philip se mostró ofendido.
—¿Cómo puedes decir semejante cosa?
—Es algo parecido a lo que vos me hicisteis a mí —contestó Jack—. Después de haberos traído la Madonna de las Lágrimas y de haceros un boceto maravilloso para vuestra nueva catedral, y de construir unas murallas alrededor de la ciudad para protegeros de William, me anunciasteis que no podía vivir con la mujer que es la madre de mis hijos. Eso también es ingratitud.
Philip se mostró escandalizado ante aquel paralelismo.
—¡Eso es algo completamente distinto! —protestó—. Y no quiero que viváis separados. Es Waleran quien ha impedido la anulación. Las leyes de Dios dicen que no cometerás adulterio.
—Estoy seguro de que Richard podría alegar algo similar —insistió Jack—. No ha sido él quien ha ordenado la devolución de propiedades. No hace más que cumplir la ley.
Sonó la campana de mediodía.
—Existe una diferencia entre las leyes de Dios y las del hombre —rebatió Philip.
—Pero tenemos que vivir con ambas —replicó Jack—. Y ahora me voy a almorzar con la madre de mis hijos.
Se alejó dejando a Philip con aspecto trastornado. En realidad, no creía que Philip fuera tan ingrato como Richard; pero, en cierto modo, había dado rienda suelta a sus sentimientos al expresarse así. Decidió que preguntaría a Aliena qué pasaba con la cantera. Después de todo, tal vez se pudiera convencer a Richard de que la cediera de nuevo. Ella lo sabría.
Salió del recinto del priorato y recorrió las calles hasta la casa en la que vivía con Martha. Como de costumbre. Aliena y los niños estaban en la cocina. Una buena cosecha durante el último año había terminado con el hambre. Los alimentos ya no eran escasísimos.
Sobre la mesa había pan de trigo y asado de cordero.
Jack besó a los niños. Sally le dio un suave beso infantil; pero Tommy, que ya tenía once años y estaba impaciente por crecer, le presentó la mejilla y parecía incómodo. Jack sonrió pero no dijo nada. Recordaba los tiempos en que a él los besos se le antojaban tontos.
Aliena parecía incómoda.
—Philip está furioso porque Richard no quiere darle la cantera —le comunicó Jack sentándose junto a ella en el banco.
—Es terrible —dijo Aliena con tono sosegado—. Richard es un desagradecido.
—¿Crees que se le podría convencer de que cambiara de idea?
—En verdad que no lo sé —respondió Aliena.
Parecía aturdida.
—No da la impresión de que te interese mucho el problema —observó Jack.
Ella lo miró desafiante.
—No. En efecto no me interesa.
Jack conocía aquel talante.
—Más vale que me digas lo que te bulle en la cabeza.
Aliena se puso en pie.
—Vayamos a la otra habitación.
Con una mirada lastimera a la pierna de cordero, Jack se levantó de la mesa y siguió a Aliena hasta el dormitorio. Dejaron la puerta abierta, como de costumbre, para evitar sospechas por si a alguien se le ocurría entrar en la casa. Aliena se sentó en la cama y se cruzó de brazos.
—He tomado una importante decisión —empezó diciendo.
Tenía una actitud tan seria que Jack se preguntó qué rayos podía haber pasado.
—Durante casi toda mi vida de adulta he soportado dos fardos abrumadores. Uno era el juramento que hice a mi padre cuando se hallaba moribundo. El otro, mis relaciones contigo.
—Pero ahora ya has cumplido el juramento que hiciste a tu padre —observó Jack.
—Sí. Y quiero quedar también libre del otro fardo. He decidido dejarte.
Jack sintió que se le paraba el corazón. Sabía que Aliena no decía esas cosas a la ligera. Hablaba en serio. Se quedó mirándola sin palabras. Se sentía desconcertado ante aquel anuncio, ya que nunca había imaginado que pudiera apartarse de él. ¿Cómo era posible que le ocurriera algo tan espantoso?
—¿Hay algún otro? —le preguntó.
Fue lo primero que se le vino a la cabeza.
—No seas estúpido.
—¿Entonces, por qué?
—Porque no puedo soportarlo más tiempo —dijo Aliena con los ojos llenos de lágrimas—. Hace ya diez años que esperamos esa anulación. Y jamás llegará, Jack. Estamos condenados a vivir así para siempre, a menos que nos separemos.
—Pero…
Trató de encontrar algo que decir. El anuncio de Aliena era tan desolador que parecía inútil discutir, igual que tratar de huir de un huracán. Sin embargo, lo intentó:
—¿No es mejor que nada? ¿No es mejor que la separación?
—A la larga no lo es.
—¿Y qué cambiará con que te vayas?
—Podría conocer a alguien, enamorarme de nuevo y vivir una vida normal —dijo ella.
Pero estaba llorando.
—Aun así seguirás casada con Alfred.
—Pero nadie lo sabrá ni tampoco les importará. Podría casarme un párroco que nunca haya oído hablar de Alfred Builder o que, aunque estuviera al tanto, no considerara el matrimonio válido.
—No puedo creer lo que estás diciendo. Y tampoco puedo aceptarlo.
—Diez años, Jack. He esperado diez años para tener una vida normal contigo. No esperaré más.
Aquellas palabras fueron como golpes. Aliena seguía hablando pero él ya no la oía. Sólo pensaba en cómo sería su vida sin ella.
—Veras, yo jamás he querido a nadie más —la interrumpió.
Aliena dio un respingo, como si hubiera sentido un gran dolor.
Pero siguió con lo que estaba diciendo.
—Necesito unas semanas para organizarlo todo. Alquilaré una casa en Winchester. Deseo que los niños se acostumbren a la idea antes de que empiecen su nueva vida.
—Me vas a quitar a mis hijos —dijo él como alelado.
Aliena asintió.
—Lo siento —dijo, y por primera vez pareció vacilar en su decisión—. Sé que te echarán de menos. Pero necesitan llevar una vida normal.
Jack no pudo soportar más. Dio media vuelta.
—No te vayas. Hemos de hablar más de ello, Jack —pidió Aliena.
Jack se alejó sin decir palabra. Oyó que lo llamaba:
—¡Jack!
Cruzó la sala de estar sin mirar a los niños y salió de la casa.
Aturdido, volvió a la catedral sin saber a qué otro sitio ir. Los constructores estaban todavía almorzando. No podía llorar. Era demasiado terrible para que pudiera resolverse en lágrimas. Sin pensarlo, subió la escalera del crucero norte hasta el final y salió al tejado. Allí arriba soplaba una brisa bastante fuerte, a pesar de que al nivel del suelo apenas se notaba. Jack miró hacia abajo. Si cayera desde allí aterrizaría en el tejado voladizo de la nave a lo largo del crucero. Probablemente moriría, pero no era seguro. Caminó hasta el cruce y quedó en pie allí donde el tejado terminaba a pico. Si la catedral, conforme al nuevo estilo, no era estructuralmente segura, y Aliena le iba a dejar, no tenía razón alguna para vivir.
Claro que la decisión de Aliena no había sido tan repentina como parecía. Hacía años que se sentía descontenta; ambos lo estaban. Pero se habían acostumbrado a la infelicidad. La recuperación de Earlcastle sacó a Aliena de su apatía y le hizo recordar que era dueña de su propia vida. Había desestabilizado una situación ya de por sí inestable. Algo semejante a la forma en que la tormenta había abierto grietas en las paredes de la catedral.
Observó el muro del crucero y el tejado de la nave lateral. Podía ver los pesados contrafuertes proyectándose desde el muro de la nave lateral y podía visualizar el arbotante que se hallaba debajo del tejado, conectando el contrafuerte con el pie del trifolio. Lo que estaba pensando, momentos antes de que Philip le distrajera aquella mañana, era que la solución del problema sería un contrafuerte más alto, acaso otros veinte pies de altura con un segundo arbotante cruzando la brecha hasta el punto del muro en el que estaban apareciendo las grietas. El arco y el contrafuerte alto darían apoyo a la mitad superior de la iglesia y mantendrían el muro rígido cuando soplara el viento.
Eso resolvería probablemente el problema. La dificultad estribaba en que, si construía una nave de dos pisos para ocultar el contrafuerte alargado y el arbotante secundario, perdería luz. Y si no lo hacía. ¿Y qué si no lo hago?, se dijo.
Tenía la sensación de que ya nada importaba demasiado, ya que su vida se estaba desmoronando y con semejante talante no podía ver que hubiera nada malo en la idea de contrafuertes descubiertos. De pie allí, en el tejado, podía imaginar fácilmente el aspecto que tendrían. Una fila de columnas macizas de piedra se alzaría desde el muro lateral de la nave. Desde la parte superior de cada columna, un arbotante atravesaría el espacio vacío hasta el trifolio. Tal vez pudiera poner un fastigio decorativo en la parte superior de cada columna, en el punto de arranque del arco. Eso era. Así tendría mejor aspecto.
Era una idea revolucionaria, construir grandes miembros de refuerzo en una posición en la que aparecieran claramente visibles. Pero formaba parte del nuevo estilo demostrar cómo se sostenía el edificio.
De cualquier modo, su instinto le decía que estaba en lo cierto.
Cuanto más pensaba en ello más le gustaba. Visualizó la iglesia desde el oeste. Los arbotantes se asemejarían a las alas de una bandada de aves que estuvieran en fila, en el preciso momento del despegue. No era preciso que fueran macizos. Siempre que estuvieran bien construidos, podían ser esbeltos y elegantes, ligeros aunque fuertes, como el ala de un ave. Contrafuertes alados, se dijo, para una iglesia tan ligera que podría volar.
Me pregunto si dará resultado.
De súbito una ráfaga de viento le hizo perder el equilibrio. Se balanceó al borde del tejado. Por un momento creyó que iba a caer y se iba a matar. Pero al fin recuperó el equilibrio y se apartó del borde con el corazón palpitante.
Fue retrocediendo despacio y con sumo cuidado a lo largo del tejado hasta alcanzar la puerta de la torreta. Y bajó.
En la iglesia de Shiring las obras habían quedado completamente paradas. Al prior Philip le produjo cierto deleite aquello. Después de tantas veces como hubo de contemplar, desconsolado, un enclave de construcción desierto, no podía evitar sentir cierto placer al ver que ahora les ocurría lo mismo a sus enemigos. Alfred Builder sólo había tenido tiempo de demoler la vieja iglesia y echar los cimientos del nuevo presbiterio antes de que William fuera despojado del Condado, con lo cual se acabó el dinero. Philip se decía que estaba cometiendo pecado al sentirse tan contento por la ruina de una iglesia.
Sin embargo era, a todas luces, la voluntad de Dios que la catedral fuera construida en Kingsbridge y no en Shiring. La mala fortuna que había desbaratado el proyecto de Waleran parecía un signo muy claro de las intenciones divinas.
Ahora que la iglesia más grande de la ciudad había sido derribada, las audiencias se celebraban en el gran salón del castillo. Philip cabalgaba colina arriba acompañado de Jonathan, a quien había designado su ayudante personal con ocasión de la total reorganización que siguió a la deserción de Remigius. Philip se había sentido conmocionado por aquella traición; aunque, por otro lado, se halló muy satisfecho de perderlo de vista. Desde que Philip derrotó a Remigius en las elecciones, este había sido una espina clavada en su carne. La vida en el priorato era más agradable desde que él se fue.
Milius era el nuevo sub-prior. Sin embargo seguía desempeñando el cargo de tesorero con otros tres monjes a sus órdenes en la tesorería.
Desde que Remigius se fue, nadie era capaz de imaginar lo que solía hacer durante todo el día.
Philip se sentía muy satisfecho de trabajar con Jonathan. Disfrutaba explicándole cómo debía gobernarse el monasterio, educándolo acerca de las maneras de regirse que tenía el mundo, mostrándole el mejor modo de tratar con las gentes. Por lo general, el muchacho resultaba simpático; pero a veces podía mostrarse acerbo y provocar la susceptibilidad de las gentes inseguras. Tenía que aprender que quienes le trataban de forma hostil lo hacían debido a su propia debilidad. Jonathan percibía la hostilidad y reaccionaba con enfado, en lugar de observar la debilidad y procurarles la seguridad en sí mismos.
Jonathan tenía una mente ágil y a menudo sorprendía a Philip por la rapidez con que comprendía las cosas. Philip se descubría a veces cometiendo pecado de orgullo al pensar lo parecido que el muchacho era a él.
Ese día lo llevaba consigo para enseñarle cómo actuaba el tribunal del Condado. Philip iba a pedir al sheriff que ordenara a Richard la apertura de la cantera al priorato. Estaba completamente seguro de que Richard estaba equivocadísimo desde el punto de vista legal. La nueva legislación sobre la devolución de la propiedad a quienes la poseían en la época del viejo rey Henry no afectaba en modo alguno los derechos del priorato. Su objeto era permitir al duque Henry la sustitución de los condes de Stephen por los suyos propios, y de esa manera recompensar a quienes le habían ayudado. Era evidente que no podía aplicarse a los monasterios. Philip tenía confianza en ganar el caso pero había que contar con un factor desconocido. El viejo sheriff había muerto y ese mismo día se anunciaría el nombre del sustituto. Nadie sabía quién podría ser. Se barajaban tres o cuatro nombres entre los ciudadanos más destacados de Shiring: David Merchant, el comerciante en sedas; Rees Welsh, un sacerdote que había actuado en el tribunal del rey; Giles Lionhert, un caballero terrateniente con propiedades en los alrededores de la ciudad; o Hugh the Bastard, el hijo clandestino del obispo de Salisbury. Philip esperaba que fuera Rees; no por tratarse de un colega sino porque lo más probable sería que favoreciese a la Iglesia. Pero Philip no estaba demasiado preocupado. Daba casi por hecho que cualquiera iba a sentenciar a su favor.
Entraron cabalgando en el castillo. No estaba demasiado fortificado. Como el conde de Shiring tenía un castillo aparte, fuera de la ciudad, Shiring se había librado de batallas durante varias generaciones. Más que fortaleza, era un centro administrativo, con despachos y viviendas para el sheriff y sus hombres. Y también mazmorras para quienes quebrantaban la ley. En el interior de los muros de piedra no había una verdadera torre del homenaje, sino una serie de edificaciones en madera. Philip y Jonathan acomodaron a sus caballos en la cuadra y se encaminaron hacia el edificio más amplio, el gran salón.
Las mesas de caballete que habitualmente formaban una T, habían sido colocadas de forma distinta. Se había observado la parte superior de la T montándola sobre un estrado que la situaba en un plano superior al del resto del salón. Las otras mesas estaban colocadas a los lados del salón, de manera que los demandantes se sentaran separados, evitando así la tentación de la violencia física.
El salón se encontraba ya repleto. Allí estaba el obispo Waleran, instalado en el estrado, con expresión malévola. Philip observó sorprendido a William Hamleigh sentado junto a él, hablando con el obispo por la comisura de la boca mientras observaban a la gente que iba llegando. ¿Qué hacía William allí? Durante nueve meses se había mantenido inactivo, sin apenas salir de su aldea. Philip, junto con otras muchas gentes del Condado, había albergado la esperanza de que siguiera así para siempre. Pero allí estaba, sentado en el banco como si todavía fuera el conde. El prior se preguntaba qué pequeña trama codiciosa, cruel y mezquina le habría llevado ese día al tribunal del Condado.
Philip y Jonathan se sentaron a un lado de la habitación y esperaron los procedimientos. En el tribunal se respiraba un ambiente activo y optimista. Como la guerra había llegado ya a su fin, la élite del país dirigía de nuevo su atención a los afanes de crear riqueza. Era una tierra fértil, que compensaba rápida sus esfuerzos. Ese año se esperaban cosechas excepcionales. El precio de la lana estaba subiendo. Philip había vuelto a emplear a casi todos los constructores que se fueron durante los momentos más duros de la época del hambre.
Las gentes que habían sobrevivido en todas partes eran las personas más jóvenes, más fuertes y más saludables, las cuales en aquellos momentos, rebosaban de esperanzas. Allí, en el gran salón del Castillo de Shiring, se hacía evidente, por sus cabezas erguidas, por el tono de sus voces, por las botas nuevas de los hombres y la elegante indumentaria de las mujeres; y, además, por el hecho de ser lo bastante prósperos para poseer algo digno de ser disputado ante un tribunal.
Se pusieron en pie al entrar el ayudante del sheriff y el conde Richard. Ambos hombres subieron al estrado y permanecieron en pie. El ayudante leyó el decreto real nombrando al nuevo sheriff.
Mientras comenzaba con la verborrea inicial, Philip miró en derredor en busca de los cuatro presuntos candidatos. Esperaba que el ganador tuviera valor. Lo necesitaba para imponer la ley ante magnates locales tan poderosos como el obispo Waleran, el conde Richard y Lord William. Era posible que el candidato triunfador conociera ya su nombramiento, puesto que no había motivo para mantenerlo secreto. Pero ninguno de los cuatro parecía muy animado. Normalmente, el designado permanecía en pie junto al ayudante mientras este leía la proclamación. Pero los únicos que estaban allá arriba con él eran Richard, Waleran y William. A Philip se le ocurrió la idea aterradora de que pudieran haber nombrado sheriff a Waleran. Pero de inmediato se sintió mucho más horrorizado al escuchar lo que el ayudante leyó a continuación.
—… designo para el cargo de sheriff de Shiring a mi servidor William de Hamleigh y ordeno a todos los hombres que le ayuden.
Philip miró a Jonathan.
—¡William! —exclamó.
Se oyeron murmullos de sorpresa y desaprobación entre los ciudadanos asistentes.
—¿Cómo habrá podido conseguirlo? —preguntó Jonathan.
—Supongo que pagando.
—¿Y de dónde sacó el dinero?
—Me imagino que habrá obtenido un préstamo.
William se dirigió sonriente hacia el trono de madera instalado en el centro. Philip recordó que un día había sido un joven apuesto. Todavía no había cumplido los cuarenta, estaba rondándolos; pero parecía más viejo. Tenía el cuerpo pesado y la tez congestionada por el vino. Había desaparecido la fuerza dinámica y el optimismo que prestan atractivo a los rostros jóvenes, siendo sustituidos por un aspecto disipado.
Al tiempo que William se sentaba, Philip se puso en pie.
—¿Nos vamos? —musitó Jonathan al tiempo que le imitaba.
—Sígueme —le dijo en voz queda.
Se hizo el silencio en el salón. Todas las miradas les seguían mientras atravesaban la sala del tribunal. El gentío iba abriéndoles paso. Llegaron a la puerta y salieron. Al cerrarse tras ellos, hubo un murmullo general de comentarios.