—No teníamos posibilidad de éxito con William en el cargo —comentó Jonathan.
—Habría sido aún peor —dijo Philip—. Si hubiéramos presentado nuestra demanda es posible que hubiéramos perdido otros derechos.
—La verdad es que nunca pensé en ello.
Philip asintió tristemente.
—Con William de sheriff, Waleran de obispo y el desleal Richard de conde, ya es del todo imposible que el priorato de Kingsbridge obtenga justicia en este Condado. Pueden hacernos cuanto quieran.
Mientras un mozo de cuadra les ensillaba los caballos, siguió exponiendo sus ideas.
—Voy a suplicar al rey que otorgue la condición de municipio a Kingsbridge. De esa manera, tendremos nuestro propio tribunal y pagaremos nuestros impuestos directamente al rey. Estaríamos fuera de la jurisdicción del sheriff.
—En el pasado siempre fuisteis contrario a ello —observó Jonathan.
—Estaba en contra porque concede a la ciudad el mismo poder que al priorato. Pero ahora creo que podemos aceptarlo como precio de la independencia. La alternativa es William.
—¿Nos concederá tal cosa el rey Stephen?
—Es posible por un precio. Pero, si no lo hace él, tal vez lo haga Henry cuando suba al trono.
Montaron sus caballos atravesando con gran desánimo la ciudad.
Traspusieron la puerta y pasaron junto al vaciadero de desperdicios que había en los campos yermos, nada más salir. Algunas gentes decrépitas hurgaban en la basura buscando algo que pudieran comer, ponerse o quemar para calentarse. Philip los miró indiferente al pasar. De repente, uno de ellos le llamó la atención. Una figura alta y familiar se encontraba inclinada sobre un montón de harapos, rebuscando entre ellos los que pudieran servir, Philip detuvo su caballo.
Jonathan lo imitó.
—Mira —dijo Philip.
Jonathan siguió la dirección de su mirada.
—Remigius —murmuró en voz queda al cabo de un minuto.
Philip se quedó observándolo. Era evidente que Waleran y William se habían desentendido de él hacía ya algún tiempo, al agotarse los fondos para la nueva iglesia. Ya no le necesitaban. Remigius había traicionado a Philip, al priorato y a Kingsbridge, todo ello por la esperanza de ser nombrado deán de Shiring. Pero el premio se había reducido a cenizas.
Philip hizo salir a su caballo del camino y atravesar el campo yermo hasta donde se encontraba Remigius. Jonathan le siguió. Se sentía un olor nauseabundo que parecía ascender del suelo semejante a la niebla. Al acercarse, observó que Remigius estaba flaco hasta parecer casi un esqueleto. Llevaba el hábito sucio e iba descalzo.
Tenía sesenta años y había pasado toda su vida de adulto en el priorato de Kingsbridge. Nadie le enseñó jamás a vivir en la miseria. Philip le vio sacar de aquella basura un par de zapatos de cuero. Tenían grandes agujeros en las suelas pero Remigius los miró con la expresión de un hombre que acabara de encontrar un tesoro oculto.
Cuando se disponía a probárselos, vio a Philip. Se enderezó. En su rostro podía verse la lucha que mantenían sus sentimientos de vergüenza y de desafío.
—Bien, ¿has venido a deleitarte con mi situación? —preguntó al cabo de un momento.
—No —contestó Philip con voz tranquila.
Su viejo enemigo ofrecía una imagen tan lamentable que Philip sólo sentía compasión por él. Desmontó y sacó un frasco de sus alforjas.
—He venido a ofrecerte un trago de vino.
Remigius no hubiera querido aceptar pero estaba demasiado necesitado para andarse con remilgos. Vaciló tan sólo un instante y le arrebató el frasco. Olfateó el vino con suspicacia y se llevó el frasco a la boca. Una vez que hubo empezado a beber no veía la manera de parar. Sólo quedaba media pinta y la apuró en cuestión de segundos.
Cuando apartó el frasco, se tambaleó un poco.
Philip le cogió el recipiente vacío y volvió a meterlo en las alforjas.
—Más vale que comas también algo —dijo al tiempo que sacaba una pequeña hogaza.
Remigius cogió el pan que le tendía y empezó a zampárselo. Era evidente que hacía días que no había comido y, probablemente, no había tenido una comida decente durante semanas. Puede morirse pronto, se dijo con tristeza Philip. Si no de hambre, es muy posible que de vergüenza.
El pan desapareció como por encanto.
—¿Quieres volver? —le preguntó Philip.
Oyó a Jonathan emitir una exclamación entrecortada. Al igual que muchos monjes, Jonathan esperaba no ver jamás a Remigius. Debió pensar que Philip se había vuelto loco al ofrecerle regresar al monasterio.
—¿Volver? ¿En calidad de qué? —dijo, recuperando por un instante los resabios del viejo Remigius.
Philip movió la cabeza pesaroso.
—En mi priorato nunca volverás a ocupar cargo alguno, Remigius. Vuelve sencillamente como un humilde monje. Pide a Dios que te perdone tus pecados y vive el resto de tu vida en oración y contemplación, preparando tu alma para el cielo.
Remigius echó la cabeza hacia atrás y Philip esperó recibir una negativa desdeñosa. Pero nunca llegó. Remigius abrió la boca para hablar; a continuación volvió a cerrarla y bajó la mirada. Philip permaneció inmóvil y callado, observando, preguntándose qué iría a pasar. Se hizo el silencio durante largo rato. Philip contenía el aliento. Al alzar de nuevo Remigius el rostro lo tenía húmedo por las lágrimas.
—Sí, padre, por favor —dijo—. Quiero volver a casa.
Philip se sintió embargado por un ardiente gozo.
—Entonces pongámonos en marcha —decidió—. Monta mi caballo.
Remigius quedó pasmado.
—¿Qué estáis haciendo, padre? —preguntó Jonathan.
—Vamos, haz lo que te digo —insistió Philip a Remigius.
Jonathan se hallaba horrorizado.
—¿Pero cómo viajaréis, padre?
—Iré andando —contestó Philip con expresión feliz—. Uno de nosotros ha de hacerlo.
—¡Que sea Remigius! —protestó Jonathan con tono ultrajado.
—Dejémoslo que cabalgue —dijo a su vez Philip—. Hoy ha complacido a Dios.
—¿Y que me decís de vos? ¿No habéis complacido a Dios más que Remigius?
—Jesús dijo que hay más gozo en el cielo por un pecador arrepentido que por noventa y nueve justos —replicó Philip— ¿Acaso no recuerdas la parábola del hijo prodigo? Cuando volvió a casa, su padre mató el becerro bien cebado. Los ángeles se regocijan con las lágrimas de Remigius. Lo menos que puedo hacer yo es darle mi caballo.
Cogió las riendas del animal y lo condujo a través del campo yermo hasta el camino. Jonathan le siguió.
—Por favor padre, coged mi caballo y dejad que camine yo —pidió Jonathan desmontando cuando hubieron llegado al camino.
Philip se volvió hacia él y le habló con cierta severidad.
—Monta de nuevo tu caballo y deja de polemizar conmigo. Limítate a reflexionar acerca de lo que se está haciendo y por qué.
Jonathan pareció perplejo, pero volvió a montar y quedó callado.
Tomaron el camino de regreso a Kingsbridge. Se encontraba a veinte millas de distancia. Philip empezó a caminar. Se sentía feliz. El retorno de Remigius compensaba con creces la cantera. He perdido en el tribunal, se dijo, pero no eran más que piedras. Lo que he ganado es algo infinitamente más valioso. Hoy he ganado el alma de un hombre.
En el barril flotaban las manzanas frescas y maduras, brillando rojas y amarillas mientras el sol reverberaba sobre el agua. Sally, de nueve años, se inclinaba excitada sobre el borde del barril con las manos entrelazadas a la espalda, intentando coger una manzana con los dientes. Al escurrírsele, hundió la cara en el agua. La sacó al punto, escupiendo y muerta de risa. Aliena sonrió un poco y le secó la cara.
Era una tarde cálida de finales de verano. Se celebraba la fiesta de un santo y la mayor parte de la ciudad se encontraba reunida en la pradera al otro lado del río para el juego de la manzana. Esa era una de las ocasiones con las que Aliena siempre disfrutaba. Pero el hecho de que iba a ser su última fiesta de santo en Kingsbridge atormentaba de continuo su mente, haciendo decaer su ánimo; seguía decidida a dejar a Jack, pero desde el mismo instante en que tomó esa determinación, empezó a sentir el dolor de la pérdida.
Tommy merodeaba alrededor del barril y Jack lo llamó.
—¡Vamos, Tommy, inténtalo!
—Todavía no —le contestó.
A los once años, Tommy sabía que era más listo que su hermana, y también pensaba que iba muy por delante de la mayoría de los demás. Estuvo durante un rato observando, dedicado a estudiar la técnica de quienes lograban hacerse con la manzana. Aliena se fijaba en su observación, sentía por el muchacho un cariño especial. Jack tenía más o menos su edad cuando lo conoció, y Tommy era idéntico a él de muchacho. Cuando lo miraba, sentía la nostalgia de la infancia. Jack quería que Tommy fuera constructor, pero, hasta entonces, no había mostrado interés alguno por la construcción, sin embargo había mucho tiempo por delante.
Por fin se detuvo ante el barril. Se inclinó sobre él y fue bajando muy despacio la cabeza, con la boca completamente abierta hundió en el agua la manzana que había elegido y metió toda la cara. Luego, la sacó triunfante con la manzana entre los dientes.
Tommy tendría éxito con todo cuanto se propusiera; había en él algo de su abuelo, el conde Bartholomew. Tenía una voluntad muy fuerte y un sentido algo inflexible acerca del bien y del mal. Era Sally la que había heredado la naturaleza despreocupada de Jack y su desdén por las reglas del hombre. Cuando el padre contaba historias a los niños, Sally siempre simpatizaba con los desheredados, en tanto que Tommy lo más probable era que los enjuiciara. Cada uno de los chiquillos tenía la personalidad de uno de sus progenitores y el físico del otro. La despreocupada Sally tenía las facciones correctas y la maraña de bucles oscuros de su madre, en tanto que el decidido Tommy tenía el pelo color zanahoria de su padre así como su tez blanca y sus ojos azules.
—¡Aquí llega tío Richard! —gritó en ese momento Tommy.
Aliena dio media vuelta y siguió la dirección de su mirada. En efecto, su hermano el conde llegaba cabalgando a la pradera acompañado de unos cuantos caballeros y escuderos. Aliena estaba horrorizada ¿Cómo era posible que tuviera la desfachatez de dejarse ver por allí después de la faena que había hecho a Philip con la cantera?
Se acercó al barril sonriendo a todo el mundo y estrechando manos.
—Intenta pescar una manzana, tío Richard. ¡Puedes hacerlo! —dijo Tommy.
Richard metió la cabeza en el barril y la sacó con una manzana entre los dientes blancos y fuertes y con el pelo rubio chorreando.
Siempre ha sido más hábil en los juegos que en la vida real, se dijo Aliena.
No iba a permitir que se saliera con la suya, como si nada malo hubiera hecho. Era posible que otros temieran decirle algo porque se trataba del conde. En cambio, para ella era tan sólo su estúpido hermano pequeño.
Se acercó a darle un beso: pero ella le apartó.
—¿Cómo has podido robar la cantera al priorato? —le increpó. Jack, presintiendo que se avecinaba una pelea, cogió de la mano a los niños y se alejó.
Richard pareció dolido.
—Todas las propiedades han sido devueltas a quienes las poseían en…
—No me vengas con esas —le interrumpió Aliena—. ¡Después de todo lo que Philip ha hecho por ti!
—La cantera forma parte de mi herencia —dijo.
La llevó aparte y empezó a hablar en voz baja para que nadie más pudiera oírles.
—Además —explicó— necesito el dinero que obtengo con la venta de la piedra, Alie.
—Eso es porque no haces otra cosa que ir de caza y practicar la cetrería.
—¿Y qué habría de hacer?
—Lo que debieras hacer es preocuparte de que la tierra produzca riqueza. ¡Hay tanto por hacer! Reparar los daños causados por la guerra y el hambre, introducir nuevos métodos de cultivos, limpiar los bosques y desecar los pantanos. ¡Así es como aumentarías tu riqueza! Y no robando la cantera que el rey Stephen dio al priorato de Kingsbridge.
—Jamás he cogido nada que no fuera mío.
—¡Si no has hecho otra cosa! —le rebatió Aliena.
Estaba ya lo bastante enfadada para decir cosas que era mejor callar.
—Jamás has trabajado para conseguir algo. Cogiste mi dinero para tus estúpidas armas, cogiste el trabajo que te dio Philip, cogiste el Condado cuando yo te lo entregué en bandeja de plata. Y ahora ni siquiera eres capaz de gobernarlo sin coger cosas que no te pertenecen.
Dio media vuelta y se alejó furiosa.
Richard iba a seguirla pero alguien se interpuso inclinándose para saludarle y preguntarle cómo estaba. Aliena le oyó dar una respuesta cortés y entablar luego una conversación. Tanto mejor. Había dicho lo que se proponía y no quería discutir más con él. Llegó al puente y miró hacia atrás. Alguien más hablaba en aquel momento con Richard, el cual le hizo una señal con la mano indicándole que quería seguir hablando con ella pero que en ese momento se hallaba ocupado. Vio a Jack, a Tommy y a Sally que empezaban a jugar con un palo y una pelota. Se quedó mirándolos mientras se divertían juntos al sol.
Comprendió que no podía separarlos. ¿Pero de qué otra manera puedo llevar una vida normal?, se preguntó:
Cruzó el puente y entró en la ciudad. Quería estar un rato sola.
Había alquilado una casa en Winchester. Era muy grande. Tenía una tienda en la planta baja y, encima, una gran sala de estar y dos dormitorios separados. También había, al final del patio, un enorme almacén, para sus tejidos. Pero cuanto más se acercaba la fecha del traslado, menos deseos tenía de llevarlo a cabo.
Hacía calor en las calles de Kingsbridge, las cuales se hallaban polvorientas. El aire estaba lleno de las moscas que se alimentaban en los incontables estercoleros. Todas las tiendas y casas permanecían cerradas a cal y canto. La ciudad se encontraba desierta. Todo el mundo se había ido a la pradera.
Se dirigió a casa de Jack. Allí era adonde acudirían todos una vez terminado el juego de la manzana. Vio la puerta abierta. Frunció el ceño irritada. ¿Quién la habría dejado así? Demasiada gente tenía la llave. Ella, Jack, Richard y Martha. No había gran cosa que robar. Desde luego Aliena no tenía allí su dinero. Hacía ya años que Philip la dejaba guardarlo en la tesorería del priorato. Pero la casa se estaría llenando de moscas.
Entró. Había una fresca penumbra. Las moscas revoloteaban en el centro de la habitación. Unos moscardones se arrastraban por la mantelería y dos avispas peleaban furiosas alrededor de la tapa del tarro de miel.
Y Alfred estaba sentado sobre la mesa.
Aliena lanzó un leve grito de terror pero se recuperó de inmediato.
—¿Cómo has entrado? —le preguntó.
—Tengo una llave.
La ha guardado durante mucho tiempo, se dijo Aliena. Se quedó mirándolo. Tenía huesudos los anchos hombros, y la cara demacrada.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó.
—He venido a verte.
Aliena notó que estaba temblando; no de miedo sino de ira.
—Pues yo no quiero volver a verte a ti, ni ahora ni nunca —le espetó—. Me trataste como a un perro y luego a Jack le diste lástima y te empleó. Pero traicionaste su confianza y te llevaste a todos los artesanos contigo a Shiring.
—Necesito dinero —dijo con un tono en el que se mezclaban la súplica y el desafío.
—Entonces trabaja.
—En Shiring han suspendido la construcción y aquí en Kingsbridge no puedo encontrar trabajo.
—Pues vete a Londres. O a París.
Insistió con la tozudez de un buey.
—Pensé que tú me ayudarías a salir adelante.
—Aquí no te necesitamos para nada. Más vale que te vayas.
—¿No tienes piedad? —le preguntó.
Su tono ya no era desafiante sino pura súplica. Aliena se apoyó sobre la mesa para mantenerse firme.
—¿Todavía no has comprendido, Alfred, que te aborrezco?
—¿Por qué? —inquirió.
Parecía ofendido, como si aquello fuera una sorpresa para él. Santo cielo, es realmente estúpido, se dijo Aliena. Es cuanto puede decirse de él como excusa.
—Dirígete al monasterio si quieres caridad —respondió cautelosa—. La capacidad para el perdón que tiene el prior Philip es sobrehumana. La mía no.
—Pero eres mi mujer —alegó Alfred.
Eso sí que era bueno.
—No soy tu mujer —dijo apretando los dientes—. Tú no eres mi marido, jamás lo fuiste. Y ahora sal de esta casa.
La cogió por sorpresa y la agarró por el pelo.
—Eres mi mujer —repitió.
La atrajo hacia sí sobre la mesa y con la mano libre le agarró un seno apretándoselo con fuerza.
Aquello desconcertó a Aliena. Era lo último que esperaba de un hombre que durante nueve meses había dormido en la misma habitación con ella sin haber logrado una sola vez realizar el acto sexual.
Empezó a chillar intentando apartarse de él. Pero la tenía fuertemente sujeta por el cabello y la atrajo de nuevo hacia sí.
—Nadie te oirá gritar —le dijo—. Todos están del otro lado del río.
Aliena sintió de súbito auténtico miedo. Estaban solos y Alfred era muy fuerte. ¡Al cabo de tantas millas recorriendo los caminos, de tantos años de arriesgar el cuello viajando, la estaba atacando, en su casa, el hombre con el que se había casado!
—Estás asustada, ¿eh? Más te valdrá ser amable —la coaccionó Alfred viendo el pánico en sus ojos.
Luego, la besó en la boca. Aliena le mordió el labio con toda la fuerza de que era capaz, y él lanzó un rugido de dolor.
Aliena no vio el golpe que se avecinaba. Explotó con tal fuerza contra su mejilla que, al momento, pensó aterrada que le había roto los huesos. Por un instante perdió la visión y el equilibrio. El golpe la apartó de la mesa y sintió que caía. Los junquillos del suelo amortiguaron el impacto. Sacudió la cabeza para aclarársela y trató de sacar la daga que llevaba sujeta al brazo izquierdo. Antes de que pudiera hacerlo, sintió que la agarraban por las muñecas y oyó a Alfred decir.
—Sé lo de esa pequeña daga. Te he visto desnudarte, ¿recuerdas?
Le soltó las manos, la golpeó de nuevo en la cara y cogió la daga.
Aliena intentó zafarse. Alfred se sentó sobre sus piernas y, con la mano izquierda, la agarró por la garganta. Ella agitó los brazos desesperada. De repente, la punta de la daga se encontró a una pulgada de su ojo.
—Estate quieta o te sacaré los ojos —la amenazó Alfred.
Se quedó rígida. Le aterraba la idea de quedarse ciega. Había visto hombres a los que a modo de castigo habían dejado ciegos. Recorrían las calles pidiendo limosnas con sus cuencas vacías clavadas de un modo horrible en el transeúnte. Los chiquillos los atormentaban pellizcándoles y poniéndoles la zancadilla hasta lograr enfurecerlos, en su vano intento de pescar a alguno de sus atormentadores, lo que hacía el juego más divertido. Por lo general morían al cabo de uno o dos años.
—Pensé que esto te calmaría —dijo Alfred.
¿Por qué hacía aquello? Jamás le demostró sentir el menor deseo. ¿Sería porque estaba vencido y furioso y ella era vulnerable? ¿Acaso representaba el mundo que le había rechazado?
Alfred se inclinó hacia delante sujetándola con una rodilla a cada lado de las caderas, sin apartar la daga de su ojo. Una vez más, acercó su cara a la de ella.
—Ahora muéstrate cariñosa —le aconsejó, besándola otra vez.
La barba sin afeitar le rascaba la cara. El aliento le olía a cerveza y cebolla. Aliena apretó con fuerza la boca.
—No eres muy cariñosa —le reprochó—. Bésame tú.
Volvió a besarla al tiempo que le acercaba más la punta de la daga.
Cuando le rozó el párpado Aliena movió los labios. El sabor de su boca le produjo náuseas. Alfred metió su áspera lengua entre los labios de ella, que sintió como si fuera a vomitar e intentó desesperadamente contenerse por miedo a que la matara. Él se apartó de nuevo, aunque manteniendo la daga junto a su cara.
—Ahora toca esto —le dijo.
Le cogió la mano y la metió por debajo de su túnica. Aliena rozó su órgano.
—Cógelo —le dijo.
Ella obedeció.
—Ahora frótalo suavemente.
Así lo hizo Aliena. Pensó que, si le daba placer total, tal vez evitaría de esa manera el que la penetrara. Lo miró a la cara con terror. Estaba congestionado y tenía los ojos cargados. Se lo frotó hasta el final, recordando que eso enloquecía a Jack. Mucho se temía que nunca iba a volver a disfrutar con aquello, y los ojos se le llenaron de lágrimas.
Alfred hizo con la daga un movimiento peligroso.
—¡No tan fuerte! —le gritó.
Aliena se concentró.
Y entonces se abrió la puerta.
El corazón de Aliena saltó esperanzado. Por una rendija, entró en la habitación un brillante rayo de sol que la deslumbró a través de las lágrimas. Alfred se quedó rígido. Ella apartó la mano.
Los dos miraron hacia la puerta. ¿Quién era? Aliena no podía ver. Que no sea uno de los niños, por favor, Dios mío, suplicó. Me sentiría tan avergonzada. Se escuchó un rugido de ira. Era la voz de un hombre. Parpadeó intentando ver y reconoció a su hermano. El pobre Richard. Era casi peor que si se hubiera tratado de Tommy. Richard, que en la oreja izquierda, en lugar del lóbulo, tenía una cicatriz que le recordaba siempre la terrible escena que le obligaron a presenciar cuando sólo tenía catorce años. Y ahora estaba presenciando otra. ¿Cómo podría soportarlo?
Alfred empezaba a ponerse en pie. Pero Richard fue demasiado rápido para él. Aliena tuvo una visión borrosa de su hermano atravesando la pequeña habitación y levantando el pie calzado con la bota, el cual alcanzó con un golpe tremendo la mandíbula de Alfred, que se estrelló contra la mesa. Richard se lanzó sobre él, pisando a Aliena sin darse siquiera cuenta, y le atacó con los puños y los pies. Ella se quitó de en medio a duras penas. El rostro de Richard era una máscara de furia indómita. No miró a Aliena. Ella se dio cuenta de que no le importaba. Estaba enfurecido, no por lo que Alfred le hubiera hecho en esos momentos, sino por lo que William y Walter le hicieran a él, Richard, dieciocho años antes. Entonces era joven, débil e indefenso; pero se había convertido ya en un hombre alto y fuerte, en un luchador experimentado, y al fin encontraba un blanco para la ira enloquecedora que alimentó durante todos esos años.
Golpeó a Alfred una y otra vez con ambos puños. Alfred retrocedía tambaleándose alrededor de la mesa, y hacía un débil intento de protegerse con los brazos levantados. Richard le alcanzó en la barbilla con un potente derechazo y Alfred cayó de espaldas.
Quedó tumbado sobre los junquillos mirando hacia arriba aterrado. Aliena se hallaba asustada por la violencia de su hermano.
—¡Basta ya, Richard! —le gritó.
Él la ignoró por completo y se adelantó para seguir dando puntapiés a Alfred, el cual, de repente, se dio cuenta de que todavía tenía en la mano la daga de Aliena. Esquivó los golpes y, poniéndose rápidamente en pie, atacó con el arma. Richard, cogido por sorpresa, saltó hacia atrás. Alfred se lanzó de nuevo contra él, haciéndole retroceder a través de la habitación. Aliena observó que los dos hombres eran de estatura y constitución semejantes. Richard era un luchador nato pero Alfred tenía un arma. Las fuerzas estaban ya desgraciadamente equilibradas. De repente, Aliena temió por su hermano. ¿Qué pasaría si fuera Alfred quien venciera? Entonces sería ella la que habría de luchar contra Alfred.
Miró en derredor buscando algo con que atacar. Clavó los ojos en el montón de leña que había junto al hogar. Cogió un pesado tronco.
Alfred se lanzó de nuevo contra Richard. Este le esquivó. Luego, cuando Alfred tenía el brazo tensado, Richard lo agarró por la muñeca y tiró de él. Alfred avanzó hacia delante tambaleándose, perdido el equilibrio. Richard le dio rápidos y repetidos golpes con los puños en el cuerpo y la cara. Richard tenía el rostro contraído en una mueca salvaje, la sonrisa de un hombre que estaba tomándose venganza.
Alfred empezó a gimotear levantando de nuevo los brazos para protegerse.
Richard vaciló jadeante. Aliena pensó que aquello acababa allí. Pero, de repente, Alfred atacó de nuevo con rapidez sorprendente y esa vez la punta de la daga rozó la mejilla de Richard, quien retrocedió de un salto, sintiendo el escozor del rasguño. Alfred avanzó con la daga en alto. Aliena comprendió que iba a matar a su hermano.
Corrió hacia Alfred enarbolando el leño con todas sus fuerzas. No acertó con la cabeza; pero le alcanzó en el hombro derecho. Oyó el crujido al chocar el madero con el hueso. La mano de Alfred quedó inerte por el golpe y se le cayó la daga.
Aquello terminó de una manera espantosamente rápida.
Richard se inclinó, cogió la daga de Aliena y, con ese mismo movimiento, cogiendo a Alfred desprevenido se la hundió en el pecho con terrible fuerza.