Mientras Philip ayudaba a trasladar a los gimientes heridos y a los cuerpos inertes de los muertos desde las ruinas de su catedral, decidió que, en el futuro, dejaría en manos de Dios el mostrarse ambicioso y apremiante. Él, Philip, adoptaría una actitud pasiva aceptando cuanto ocurriera. Si Dios quisiera una catedral, él aportaría la cantera, si incendiaban la ciudad había de considerarse como una señal de que Dios no quería que hubiera una feria del vellón, y ahora que la iglesia se había hundido, Philip no la reconstruiría.
Mientras tomaba aquella decisión, vio a William Hamleigh.
El nuevo conde de Shiring se encontraba sentado en el suelo del tercer intercolumnio, cerca de la nave norte, con el rostro ceniciento y estremeciéndose de dolor. Le había caído una gran piedra sobre el pie. Mientras ayudaba a retirar la piedra, Philip se preguntaba por qué Dios había permitido que murieran tantas gentes buenas y dejado que se salvara un animal como William.
El conde estaba haciendo grandes alardes de dolor por lo del pie; pero, por lo demás, se encontraba perfectamente. Le ayudaron a ponerse en pie. Luego, apoyándose en el hombro de un hombretón más o menos de su misma constitución, se alejó cojeando. Y entonces se oyó el llanto de una criatura.
Todo el mundo lo oyó. Pero no se veían bebés por parte alguna. La gente, desconcertada, miró en derredor. Volvió a oírse el llanto y entonces Philip se dio cuenta de que procedía de debajo de un gran montón de piedras en la nave.
—¡Por aquí! —llamó, se encontró con la mirada de Alfred y le hizo una seña de que se acercara—. Debajo de todo eso hay un niño vivo —le dijo.
Todos habían oído el llanto. Parecía el de una criatura muy pequeña, prácticamente recién nacida.
—Tenéis razón —convino Alfred—. Vamos a retirar algunas de estas piedras grandes.
Él y sus ayudantes empezaron a apartar escombros de un montón que bloqueaba por completo el arco del tercer intercolumnio. Philip se unió a ellos. No podía recordar quién, entre las mujeres de la ciudad, había dado a luz durante las últimas semanas. Claro que tal vez el nacimiento podía no haber llegado a su conocimiento, ya que a pesar de que durante el año último, la población de la ciudad se había reducido, todavía era lo bastante numerosa como para que no se enterara de un hecho tan corriente.
De repente dejó de oírse el llanto. Todo el mundo se quedó quieto a la escucha. Pero no volvió a empezar. Reanudaron la tarea cariacontecidos. Era una operación arriesgada, ya que si se retiraba una piedra podía provocarse la caída de otras. Ese era precisamente el motivo de que Philip hubiera encargado el trabajo a Alfred. Sin embargo, este no se mostraba tan cauteloso como a él le hubiera gustado y parecía dejar que todo el mundo hiciera las cosas a su modo, apartando las piedras sin seguir un plan organizado.
—¡Esperad! —gritó Philip en un momento dado en que el montón osciló de forma peligrosa.
Todos se detuvieron. Philip se dio cuenta de que Alfred se encontraba demasiado impresionado para organizar a la gente de manera adecuada. Habría de hacerlo él mismo.
—Si hay alguien vivo ahí debajo, algo debe de haberles protegido —dijo—, y si dejamos que ese montón oscile podrían perder esa protección y nuestros propios esfuerzos les matarían. Hagamos esto con cuidado. —Señaló a un grupo de canteros que se encontraban allí en pie—. Vosotros tres, subid al montón y empezad a quitar piedras de encima. Pero no os las llevéis vosotros mismos; dad cada una a uno de nosotros y las dejaremos aparte.
Empezaron de nuevo a trabajar siguiendo el plan de Philip. Parecía más rápido y seguro.
Como el bebé había dejado de llorar, no sabían muy bien la dirección que debían seguir, de manera que despejaron un trecho muy amplio, casi toda la anchura del intercolumnio. Algunos de los escombros eran de los que habían caído de la bóveda; pero el tejado de la nave se había derrumbado en parte, de modo que había trozos de madera y pizarra, así como piedras y argamasa.
Philip trabajaba infatigable. Quería que la criatura sobreviviera.
A pesar de que había docenas de personas muertas, el bebé parecía más importante. Tenía la sensación de que, si lograban rescatarle con vida, aún habría esperanza para el futuro. Mientras apartaba las piedras tosiendo y medio cegado por el polvo, rezaba fervoroso para que pudieran encontrarlo vivo.
Finalmente pudo atisbar sobre el montón de escombros el muro exterior de la nave y parte de la ahondada ventana. Parecía haber un espacio detrás del montón. Tal vez quedara allí alguien vivo. Un albañil trepó con dificultad por el cúmulo de piedras y escrutó.
—¡Jesús! —exclamó.
Por una vez Philip no tuvo en cuenta la irreverencia.
—¿Está bien el niño? —preguntó.
—No sabría decirlo —repuso el albañil.
Philip quería preguntarle qué había visto o, mejor aún, echar un vistazo él mismo; pero el hombre había reanudado el trabajo de limpieza de piedras con renovado vigor y nada pudo hacer salvo seguir ayudando, aguijoneado por la curiosidad.
El montón fue reduciéndose deprisa. Había una piedra enorme prácticamente a nivel del suelo, tuvieron que intervenir tres hombres para moverla. Al quedar apartada a un lado, Philip vio al bebé.
Estaba desnudo y acababa de nacer. La blanca piel se hallaba sucia de sangre y del polvo de la construcción, pero aún pudo ver que tenía la cabeza cubierta de un asombroso pelo color zanahoria. Al observarlo más de cerca, Philip comprobó que era un chico. Se encontraba sobre el pecho de una mujer y mamaba de ella. Ella también estaba viva. Sus ojos se encontraron con los de Philip y esbozó una sonrisa, fatigada y feliz.
Era Aliena.
Aliena nunca regresó a la casa de Alfred.
Este había ido pregonando por doquier que la criatura no era suya y, a modo de prueba, alegaba el pelo rojo del chiquillo del mismo color que el de Jack. Sin embargo, no intentó hacer daño alguno al bebé ni a Aliena, aparte de asegurar que no estaba dispuesto a que vivieran en su casa.
Ella se trasladó de nuevo a la casa de una sola habitación, en el barrio pobre, con su hermano Richard. Se sentía aliviada por el hecho de que la venganza de Alfred hubiera sido tan leve, y además contenta de no tener que seguir durmiendo en el suelo a los pies de la cama de él, como un perro. Pero, sobre todo, se sentía orgullosa y emocionada con su encantador bebé. Tenía el pelo rojo, los ojos azules y una tez blanquísima y le recordaba en todo momento a Jack.
Nadie sabía por qué se había derrumbado la iglesia. Sin embargo abundaban las teorías. Algunos alegaban que Alfred no tenía capacidad para ser maestro de obras. Otros culpaban a Philip, por lo mucho que había apremiado a fin de que la bóveda estuviera terminada para Pentecostés. Algunos albañiles afirmaban que la cimbra se había retirado antes de que la argamasa fraguara por completo. Un albañil viejo comentó que, en principio, los muros no estaban preparados para soportar el peso de una bóveda de piedra.
Habían resultado muertas setenta y nueve personas, incluidas las que fallecieron después a causa de las heridas. Todo el mundo afirmaba que hubieran sido muchas más si el prior Philip no hubiera conducido a tanta gente hacia el extremo oriental. El cementerio del priorato estaba ya pleno como resultado del incendio durante la feria del vellón el año anterior, y la mayoría de los muertos hubieron de ser enterrados en la iglesia parroquial. Mucha gente aseguraba que la catedral estaba maldita.
Alfred se llevó a todos sus albañiles a Shiring, donde estaba construyendo casas en piedra para las gentes acaudaladas de la ciudad. Los demás artesanos fueron yéndose a Kingsbridge. En realidad no se despidió a ninguno, y Philip seguía pagando los salarios; pero los hombres no tenían otra cosa que hacer que retirar los escombros y adecentar el lugar, por lo que, al cabo de unas semanas, todos se habían marchado. Ya no acudían voluntarios a trabajar los domingos, el mercado quedó reducido a unos cuantos puestos desprovistos de entusiasmo, y Malachi cargó a su familia y sus posesiones en una inmensa carreta tirada por cuatro bueyes y abandonó la ciudad en busca de pastos más verdes.
Richard alquiló su caballo de guerra a un granjero, y Aliena y él vivían del rédito. Sin el apoyo de Alfred, no podía seguir viviendo como un caballero y, de cualquier manera, ya poco importaba habiendo sido William nombrado conde. Aliena seguía ligada al juramento que hizo a su padre; pero, por el momento, no había nada que ella pudiera hacer para cumplirlo. Richard se sumió en la inercia. Se levantaba tarde, pasaba la mayor parte del día sentado al sol y las noches en la cervecería.
Martha continuaba viviendo en la casa grande, sola, salvo por una sirviente ya de edad. Sin embargo, pasaba la mayor parte del tiempo con Aliena, le encantaba ayudarle con el bebé, sobre todo siendo tan parecido a su queridísimo Jack. Deseaba que Aliena hiciera volver a este; pero ella se mostraba remisa siquiera a nombrarle, por razones que ni ella misma alcanzaba a entender del todo.
El verano pasó para Aliena envuelta en un aura de gozo maternal. Pero, una vez recogida la cosecha, al refrescar algo y hacerse las tardes más cortas, comenzó a sentirse inquieta.
Siempre que pensaba en su futuro le venía Jack a la mente. Se había ido, ella no tenía idea de a dónde, y probablemente jamás volvería. Pero seguía estando con ella, siempre presente en sus pensamientos, rebosante de vida y energía, una imagen tan clara y vívida que era como si le hubiera visto tan sólo el día anterior. Consideró la posibilidad de trasladarse a otra ciudad y hacerse pasar por viuda; pensó en intentar convencer a Richard para que se ganara la vida de alguna manera; reflexionó sobre la posibilidad de tejer o lavar ropa, incluso entrar como sirvienta en casa de alguna de las escasas familias que aún eran lo bastante ricas para poder pagar al servicio. Pero cada uno de sus nuevos proyectos era recibido con risa desdeñosa por el Jack imaginario que habitaba en su cabeza: «Nada te saldrá bien sin mí». Hacer el amor con Jack en la mañana de su boda con Alfred era el pecado más grave que había cometido, y no le cabía la menor duda de que ahora la estaban castigando por ello. No obstante, había veces en que sentía que era la única cosa buena que había hecho en toda su vida y, cuando miraba a su hijito, le resultaba imposible lamentarlo. Sin embargo se hallaba inquieta. Un niño no era suficiente. Se sentía incompleta, vacía. Su casa le parecía demasiado pequeña, Kingsbridge era una ciudad medio muerta, la vida resultaba demasiado monótona.
Empezó a mostrarse impaciente con el chiquillo y regañona con Martha.
Al terminar el verano, el granjero les devolvió el caballo de guerra. Ya no lo necesitaba y, de repente, Richard y Aliena se encontraron sin ingresos.
Cierto día, a principios de otoño, Richard fue a Shiring a vender su armadura. Mientras se encontraba fuera y Aliena estaba comiendo manzanas para ahorrar dinero, apareció en la casa la madre de Jack.
—¡Ellen! —exclamó Aliena.
Se sobresaltó mucho. Su voz denotaba consternación, ya que Ellen había maldecido una ceremonia nupcial en la iglesia, y el prior Philip aún podía castigarla por ello.
—He venido a ver a mi nieto —dijo con calma Ellen.
—¿Pero cómo sabías que…?
—Se oyen cosas incluso en el bosque. —Se acercó a la cuna que estaba en un rincón y contempló al niño dormido, se suavizó su expresión—. Bien, bien. No cabe la menor duda de quién es su padre. ¿Está sano?
—Jamás ha tenido nada… Es pequeño pero fuerte —respondió Aliena con orgullo, y luego añadió—: Como su abuela.
Observó a Ellen. Estaba más delgada que cuando se fue y también más atezada. Vestía una túnica de cuero corta que descubría sus curtidas pantorrillas. Iba descalza. Tenía un aspecto joven y parecía mantenerse en buena forma. Era evidente que la vida en el bosque le sentaba bien. Aliena le calculó treinta y cinco años.
—Pareces encontrarte muy bien —le dijo.
—Os echo de menos a todos —respondió Ellen—. Te echo de menos a ti y a Martha. Incluso a tu hermano Richard. Y echo de menos a mi Jack. Y también a Tom.
Su expresión era de tristeza.
Aliena seguía preocupada por la seguridad de Ellen.
—¿Te ha visto alguien entrar aquí? Tal vez los monjes quieran castigarte.
—No hay monje alguno en Kingsbridge con arrestos suficientes para detenerme —alegó Ellen, sonriendo burlona—. Pero de todas formas he andado con mucho cuidado… Nadie me ha visto.
Hubo una pausa. Ellen dirigió una mirada penetrante a Aliena, la cual se sintió un poco incómoda ante los extraños ojos color miel de Ellen, la cual por fin dijo:
—Estás desperdiciando tu vida.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó Aliena.
Las palabras de Ellen hicieron vibrar de inmediato una fibra de su ser.
—Tendrías que ir en busca de Jack.
Aliena se sintió maravillosamente esperanzada.
—Pero no puedo —contestó.
—¿Por qué no?
—En primer lugar no sé dónde está.
—Yo sí.
A Aliena empezó a latirle el corazón con fuerza. Pensaba que nadie sabía a dónde había ido Jack. Era como si se hubiera desvanecido de la faz de la tierra. Pero ahora ya podía imaginárselo en un lugar determinado, real. Eso lo cambiaba todo. Acaso estuviera en alguna parte cerca de allí. Podría enseñarle a su hijo.
—Al menos sé a dónde se dirigía —siguió diciendo Ellen.
—¿A dónde? —preguntó Aliena con tono apremiante.
—A Santiago de Compostela.
—¡Dios mío!
Todas sus esperanzas se derrumbaron y se sintió decepcionada y sin esperanzas. Compostela era la ciudad de España en la que estaba enterrado el apóstol Santiago. Eran necesarios varios meses para llegar a ella. En definitiva era como si Jack se encontrara en el otro extremo del mundo.
—Esperaba hablar con los juglares que encontrara de camino y averiguar algo sobre su padre.
Aliena asintió desconsolada. Era lógico. Jack siempre se había sentido dolido de saber tan poco acerca de su padre. Incluso cabía la posibilidad de que no volviera jamás. Durante un viaje tan largo era casi seguro que encontraría una catedral en la que quisiera trabajar y acaso luego se instalara allí definitivamente. Al ir en busca del padre, probablemente perdería a su hijo.
—Está tan lejos —se lamentó Aliena—. Me gustaría ir en su busca.
—¿Por qué no? —replicó Ellen—. Miles de personas van allí en peregrinación ¿Acaso no puedes hacerlo tú?
—Juré a mi padre ocuparme de Richard hasta que fuera conde —le contestó Aliena—. No puedo dejarlo.
Ellen se mostró escéptica.
—¿Cómo te imaginas que lo haces ahora mismo? —le preguntó—. No tenéis un céntimo y William es el nuevo conde. Richard ha perdido toda posibilidad de recuperar el Condado. Le ayudas tan poco en Kingsbridge como si estuvieras en Compostela. Has consagrado tu vida a ese estúpido juramento. Pero ahora ya no puedes hacer nada más. No veo por qué motivo habrías de merecer los reproches de tu padre. Si quieres mi opinión, el mayor favor que podrías hacer a Richard sería el de apartarte de él por un tiempo, y darle la oportunidad de que aprenda a ser independiente.
Aliena se dijo que todo aquello era verdad, que de momento no podía prestar ayuda alguna a su hermano, tanto si se quedaba en Kingsbridge como si no ¿Sería posible que ya estuviera libre? ¿Libre para ir en busca de Jack? Sólo de pensarlo el corazón le latía con fuerza.
—Pero no tengo dinero para ir de peregrinación —objetó.
—¿Qué ha sido de aquel enorme caballo de guerra?
—Aún lo tenemos.
—Véndelo.
—No podría. Es de Richard.
—¡Por Dios Santo! ¿Quién demonios lo compró? —preguntó Ellen enfadada—. ¿Realizó Richard durante años un duro trabajo para establecer un negocio de lanas? ¿Acaso Richard negoció con los codiciosos campesinos y los ladinos compradores flamencos? ¿Compró Richard la lana y la almacenó, y estableció un puesto de mercado y la vendió? ¡No me digas que el caballo es de Richard!
—Se pondrá tan furioso…
—Estupendo. Esperemos que se ponga lo bastante furioso que se sienta impulsado a trabajar por primera vez en su vida.
Aliena abrió la boca para hablar, pero en seguida volvió a cerrarla.
Ellen tenía razón. Richard siempre había contado con ella para todo.
Mientras su hermano había estado luchando por recuperar su patrimonio, Aliena se había sentido obligada a mantenerle. Pero ya había dejado de luchar. Por lo tanto no tenía derecho a exigirle nada. Ella fue quien compró el condenado caballo y por lo tanto podía venderlo.
Se imaginó encontrándose de nuevo con Jack. Veía ya su cara sonriéndole. Se besarían. Experimentó un estremecimiento de placer en la espalda. Y sintió que empezaba a sentir humedad en aquella parte con sólo pensar en ello. Eso le hizo sentirse incómoda.
—Claro que viajar resulta arriesgado —reconoció Ellen.
Aliena sonrió.
—Eso es algo que no me preocupa lo más mínimo. He estado viajando desde que tenía diecisiete años. Puedo cuidar de mí.
—Como quiera que sea, habrá centenares de personas en el camino a Compostela. Puedes unirte a un grupo grande de peregrinos. No tienes por qué viajar sola.
Aliena suspiró.
—Verás. Si no tuviera el bebé creo que lo haría.
—Por él precisamente debes hacerlo —le aconsejó Ellen—. Necesita un padre.
Aliena no lo había considerado desde aquel punto de vista. Sólo había pensado en el viaje de una forma egoísta. En aquel momento comprendió que el niño necesitaba a Jack tanto como ella. En su obsesión por el cuidado cotidiano de la criatura no había pensado en su futuro. De súbito le pareció terriblemente injusto que el niño creciera sin conocer al genio único, adorable y deslumbrador que era su padre.
Se dio cuenta de que se estaba convenciendo a sí misma de hacer el viaje y sintió un ramalazo de aprensión.
Entonces surgió una dificultad.
—No puedo llevarme el bebé a Compostela.
Ellen se encogió de hombros.
—No encontrará diferencia alguna entre España e Inglaterra. Pero no es forzoso que te lo lleves.
—¿Qué otra cosa puedo hacer?
—Déjalo conmigo. Lo alimentaré con leche de cabra y miel silvestre.
Aliena negó con la cabeza.
—No soportaría estar separada de él. Lo quiero demasiado.
—Si tanto lo quieres, ve y encuentra a su padre —le dijo Ellen.
Aliena halló un barco en Wareham. Cuando de jovencita navegaba para ir a Francia con su padre, lo hacían en uno de los barcos de guerra normandos. Eran unas embarcaciones largas y estrechas cuyos costados se curvaban hasta formar una punta alta y aguda a babor y estribor. Llevaban hileras de remeros a cada lado y una vela de cuero cuadrada. En esta ocasión, el barco que había de llevarla a Normandía era similar a aquellos barcos de guerra, pero más ancho en el centro y más profundo para poder contener la carga; procedía de Burdeos, y Aliena había visto a los marineros descalzos descargar grandes toneles de vino destinados a las bodegas de las gentes acaudaladas.
Sabía que tenía que dejar a su bebé, pero ello le partía el corazón. Cada vez que lo miraba, se repetía todos los argumentos y acababa decidiendo una vez más que debía irse. Pese a todo, no quería separarse del niño.
Ellen había ido a Wareham con ella allí. Aliena se reunió con dos monjes de la abadía de Glastonbury que iban a visitar su propiedad en Normandía. En el barco iban otros tres pasajeros. Un joven escudero que había pasado cuatro años con un pariente inglés y regresaba a Toulouse con sus padres, y dos jóvenes albañiles que habían oído decir que los salarios eran más altos y las jóvenes más bonitas al otro lado de las aguas. La mañana que tenían que zarpar, todos ellos esperaron en la cervecería mientras la tripulación cargaba en el barco pesados lingotes de estaño de Cornualles. Los albañiles bebieron varias jarras de cerveza, pero no parecían embriagados. Aliena abrazaba al niño y lloraba en silencio.
Por último, el barco se dispuso a zarpar. La yegua negra y robusta que Aliena compró en Shiring jamás había visto el mar y se negaba a subir por la plancha. El escudero y los albañiles aportaron su colaboración entusiasta y finalmente el caballo subió a bordo.
Las lágrimas cegaban a Aliena cuando entregó el bebé a Ellen.
—No puedes hacer esto. Me equivoqué al sugerírtelo —dijo al tiempo que cogía al chiquillo.
Arreció el llanto de Aliena.
—Pero está Jack —dijo sollozando—. No puedo vivir sin Jack. Sé que no puedo. Tengo que buscarlo.
—Sí, claro —se mostró de acuerdo Ellen—. No quiero decirte que renuncies al viaje. Pero no puedes dejar detrás de ti al niño. Llévatelo contigo.
Aliena se sintió embargada por la gratitud y siguió llorando sin cesar.
—¿Crees que estará bien?
—Durante todo el camino hasta aquí se ha sentido feliz cabalgando contigo. El resto del viaje será por el estilo. Y desde luego no le gusta demasiado la leche de cabra.
—Vamos, señoras. La marea está subiendo —les dijo el capitán del barco.
Aliena cogió de nuevo al bebé y besó a Ellen.
—Gracias. Soy tan feliz.
—Buena suerte.
Aliena dio media vuelta y subió corriendo por la plancha hasta el barco.
Se hicieron a la mar de inmediato; siguió saludando a Ellen con la mano, hasta que sólo fue un punto sobre el muelle. Cuando salieron de Poole Harbour empezó a llover. Arriba no había dónde refugiarse, por lo que Aliena se sentó en el fondo con los caballos y el cargamento. La cubierta parcial, sobre la que se sentaban los remeros, y que estaba por encima de su cabeza, no llegaba a protegerle del todo del mal tiempo, pero pudo mantener seco al niño envuelto en su capa; parecía como si el vaivén del barco le gustara porque se quedó dormido. Al caer las sombras y echar anclas el barco, Aliena se unió a los monjes en sus oraciones. Luego, dormitó inquieta, manteniéndose sentada y erguida con el bebé en brazos.
Al día siguiente, desembarcaron en Barfleur, y Aliena encontró hospedaje en la ciudad más cercana, Cherburgo. Pasó otro día recorriendo la ciudad, hablando con posaderos y constructores, preguntándoles si habían visto a un joven albañil inglés con el pelo de un rojo llameante. Nadie lo recordaba. Había montones de normandos pelirrojos y por ello tal vez no les llamara la atención. O acaso hubiera embarcado en otro puerto.
Pensándolo bien, Aliena no esperaba encontrar tan pronto el rastro de Jack, aunque de todos modos se sintió descorazonada. Al día siguiente, se puso en marcha, dirigiéndose hacia el sur. Viajó con un vendedor de cuchillos, su gorda y alegre mujer y sus cuatro hijos. Avanzaban muy despacio y Aliena estaba contenta de que mantuvieran aquel ritmo, sin llegar a cansar al caballo, que habría de llevarla durante un largo camino. A pesar de la protección que le proporcionaba viajar con una familia, seguía llevando bajo su manga izquierda, siempre dispuesta, la larga y afilada daga. No parecía adinerada, su indumentaria era caliente, pero no primorosa, y el caballo daba la impresión de fuerza aunque no de brío. Tenía buen cuidado de mantener a mano algunas monedas, sin mostrar nunca el pesado cinturón con dinero que llevaba sujeto a la cintura debajo de la túnica. Amamantaba al bebé con discreción, sin permitir que hombres extraños le vieran el pecho.
Aquella noche recibió una inmensa dosis de optimismo gracias a un golpe de suerte. Se detuvieron en una pequeña aldea llamada Lessay y en ella Aliena encontró a un monje que recordaba con toda claridad a un joven albañil inglés que se había mostrado fascinado ante el nuevo y revolucionario castillaje de la bóveda en la iglesia abadía. Aliena no cabía en sí de gozo. El monje recordaba incluso que Jack había dicho que había desembarcado en Honfleur, lo que explicaba que en Cherburgo no se encontrara rastro de él. A pesar de que eso ocurrió hacía ya un año, el monje hablaba con agrado de Jack, y era evidente que su personalidad le había resultado muy simpática. Aliena estaba emocionada por estar hablando con alguien que le había visto. Aquello le confirmaba que se encontraba en el buen camino.
Finalmente se separó del monje y se echó a dormir sobre el suelo de la casa de huéspedes de la abadía. Antes de quedarse dormida, abrazó con fuerza al bebé.
—Vamos a encontrar a tu padre —le susurró junto a la diminuta y rosada oreja.
En Tours el bebé cayó enfermo.
La ciudad era rica, sucia y se hallaba atestada de gente. Las ratas corrían en gran número por los inmensos almacenes de grano junto al río Loira. Estaba llena de peregrinos. Tours era un punto de salida tradicional para peregrinar a Compostela. Y además se avecinaba la fiesta de San Martín, primer obispo de Tours, y muchos habían acudido a la iglesia de la abadía para visitar su tumba. San Martín era famoso por haber cortado su capa en dos para dar la mitad a un mendigo desnudo. Con motivo de esa fiesta, las posadas y casas de huéspedes de Tours se encontraban abarrotadas. Aliena se vio obligada a aceptar lo que a duras penas pudo encontrar y se quedó en una pobre taberna junto a los muelles, dirigida por dos hermanas que eran demasiado viejas y frágiles para mantener el lugar limpio.