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Capítulo Dieciséis 29




Antes de que nos vayamos, señor obispo, hay algo que los hermanos me han pedido que os diga dijo Remigius.

Y ahora ¿qué?, pensó de nuevo Philip.

Waleran enarcó escéptico una ceja.

¿Y por qué habrían de pedirte a ti en vez de a su prior que plantees una cuestión?

Porque el prior Philip hace oídos sordos a su queja.

Philip estaba furioso y perplejo. No había tenido queja alguna. Remigius estaba intentando poner en una situación incómoda a Philip provocando una escena ante el obispo electo. Philip encontró la mirada interrogante de Waleran. Se encogió de hombros e hizo un esfuerzo por parecer despreocupado.

Estoy impaciente por saber a qué queja se refiere dijo. Adelante por favor, hermano Remigius, si es que estás completamente seguro de que la cuestión es lo bastante importante para merecer la atención del obispo.

Hay una mujer viviendo en el priorato dijo Remigius.

¡Otra vez con las mismas! exclamó Philip exasperado. Es la mujer del constructor y vive en la casa de invitados.

Es una bruja afirmó Remigius.

Philip se preguntaba por qué estaba haciendo eso Remigius. Este había montado ya en una ocasión aquel caballo y no hubo manera de hacerlo correr. El asunto era discutible, pero el prior tenía la autoridad y Waleran apoyaría sin duda alguna a Philip, a menos que quisiera que recurrieran a él cada vez que Remigius estuviera en desacuerdo con su superior.

No es una bruja dijo Philip con tono cansado.

¿Has interrogado a la mujer? inquirió Remigius.

Philip recordó que había prometido hablar con ella. No llegó a hacerlo. Había visto al marido aconsejándole que le recomendara circunspección, pero en realidad él no había hablado con la mujer. Era una lástima porque ello permitía a Remigius apuntarse un tanto. Pero era un tanto sin importancia, y Philip estaba seguro de que no influiría en Waleran para que diera la razón a Remigius.

No la he interrogado admitió Philip. Pero no existe indicio alguno de brujería y toda la familia es perfectamente honesta y cristiana.

Es una bruja y una fornicadora afirmó Remigius, sofocado de justa indignación.

¿Qué? explotó Philip. ¿Con quién fornica?

Con el constructor.

¿Estás loco? Si es su marido.

No, no lo es dijo Remigius con tono de triunfo. No están casados y sólo se conocen desde hace un mes.

Si Remigius decía la verdad, entonces la mujer era técnicamente una fornicadora. Era el tipo de fornicación al que normalmente se hacía la vista gorda, ya que muchas parejas no acudían a que fuera bendecida su unión por un sacerdote hasta haber pasado cierto tiempo juntos, a menudo hasta que era concebido el primer hijo. En realidad en zonas muy pobres o remotas del país las parejas vivían con frecuencia como marido y mujer durante décadas y criaban hijos, y luego desconcertaban a un sacerdote visitante pidiéndole que solemnizara su unión para cuando ya estaban naciendo sus nietos. Sin embargo una cosa era que un párroco se mostrase indulgente entre los pobres campesinos en las márgenes de la Cristiandad, y otra muy distinta que un empleado importante del priorato estuviera cometiendo el mismo acto dentro de las lindes del monasterio.

¿Qué te hace pensar que no estén casados? preguntó escéptico Philip, aunque en su fuero interno estuviera seguro de que Remigius habría comprobado los hechos antes de plantear la cuestión delante de Waleran.

Encontré a los hijos peleándose y me dijeron que no eran hermanos. Luego salió a relucir toda la historia.

Philip se sintió decepcionado por Tom. La fornicación era un pecado bastante común, aunque especialmente aborrecible para los monjes que renunciaban a toda carnalidad. ¿Cómo podía haber hecho eso Tom? Debería saber que era algo odioso para Philip. Estaba más furioso con Tom que con el propio Remigius. Pero este había actuado con malicia.

¿Por qué no hablaste conmigo, con tu prior, sobre esto? le preguntó Philip.

No lo he sabido hasta esta mañana.

Philip se reclinó en su asiento, derrotado. Remigius le tenía bien cogido. Había hecho aparecer a Philip como un necio. Así se vengaba de su derrota en la elección. Philip miró a Waleran. La queja se había presentado ante este y era él quien tenía que pronunciar la sentencia.

Waleran no dudó un solo instante.

El caso es bastante claro dijo. La mujer deberá confesar su pecado y hacer penitencia pública por él. Deberá abandonar el priorato y vivir en castidad, separada del constructor, durante un año. Luego podrán casarse.

Un año separados era una sentencia dura. Philip creía que la mujer se lo merecía por haber profanado el monasterio. Pero se sentía inquieto pensando en cómo la recibiría.

Tal vez no se someta a tu juicio dijo.

Entonces arderá en los infiernos repuso Waleran encogiéndose de hombros.

Me temo que si abandona Kingsbridge, Tom se irá con ella.

Hay otros constructores.

Desde luego.

Philip sentiría perder a Tom. Pero por la expresión de Waleran se daba cuenta de que a este no le importaría lo más mínimo el que Tom y su mujer abandonaran Kingsbridge y nunca más volvieran. Y de nuevo se preguntó por qué sería tan importante aquella mujer.

Y ahora iros todos y dejadme hablar con vuestro prior dijo Waleran.

Un momento intervino enérgico Philip. Después de todo aquella era su casa y aquellos sus monjes. Él sería quien les convocara y les despidiera, no Waleran. Yo mismo hablaré con el constructor sobre este asunto. Ninguno de vosotros deberá mencionarlo a nadie, ¿me habéis comprendido? Habrá un duro castigo si me desobedecéis. ¿Está claro, Remigius?

Sí repuso este.

Muy bien. Podéis iros.

Remigius, Andrew, Milius, Cuthbert y el deán Baldwin se apresuraron a salir. Waleran se sirvió un poco más de vino caliente y estiró los pies hacia el fuego.

Las mujeres siempre crean problemas dijo. Cuando hay una yegua en las cuadras, todos los sementales empiezan a mordisquear a los mozos de los establos, a dar coces en sus casillas, y en general a causar problemas. Incluso los castrados empiezan a portarse mal. Los monjes son como ellos, les está negada la pasión física pero aún pueden oler las nalgas.

Philip se sentía incómodo. Le parecía que no era necesario hablar de manera tan explícita. Se miró las manos.

¿Qué hay de la reconstrucción de la iglesia? preguntó.

Sí. Debes de haber oído que ese asunto del que viniste a hablarme, lo del conde Bartholomew y la conspiración contra el rey Stephen, nos ha sido beneficioso.

Sí. Parecía que hubiera pasado mucho tiempo desde que Philip había ido al palacio del obispo asustado y tembloroso para hablar del complot contra el rey elegido por la Iglesia. He oído que Percy Hamleigh atacó el castillo del conde y le hizo prisionero.

Así es. Bartholomew se encuentra ahora en una mazmorra en Winchester esperando a conocer su sentencia dijo Waleran con satisfacción.

¿Y el conde Robert de Gloucester? Era el conspirador más poderoso.

Y por lo tanto su castigo es el más benévolo. De hecho no recibe castigo alguno. Ha jurado lealtad al rey Stephen y su parte en el complot ha sido pasada por alto.

¿Y qué tiene que ver esto con nuestra catedral?

Waleran se puso en pie y se acercó a la ventana. En sus ojos había auténtica tristeza mientras contemplaba la iglesia en ruinas, y Philip se dio cuenta de que pese a sus aires mundanos había en él un fondo de piedad.

El papel que jugamos en la derrota de Bartholomew hace del rey Stephen nuestro deudor. No pasará mucho tiempo antes de que tú y yo vayamos a verle.

¡A ver al rey! exclamó Philip. Se sentía algo intimidado ante aquella perspectiva.

Nos preguntará qué queremos como recompensa.

Philip se dio cuenta de a dónde iba Waleran y se sintió emocionado hasta el fondo de su alma.

Y le diremos

Waleran, se apartó de la ventana y se quedó mirando a Philip. Sus ojos parecían dos piedras preciosas negras, centelleantes de ambición.

Le diremos que queremos una catedral nueva para Kingsbridge dijo.

Tom sabía que Ellen se subiría por las paredes.

Ya estaba furiosa por lo ocurrido a Jack. Lo que Tom necesitaba era apaciguarla. Pero la noticia de su penitencia contribuiría a encenderla aún más. Hubiera querido retrasar uno o dos días el decírselo, para dar tiempo a que se tranquilizara, pero el prior Philip había dicho que debería estar fuera del recinto antes de la anochecida. Tenía que decírselo de inmediato y teniendo en cuenta que Philip se lo había dicho a Tom a mediodía, habría de decírselo a Ellen durante la comida.

Entraron en el refectorio con los otros empleados del priorato cuando los monjes terminaron de comer y se marcharon. Las mesas estaban llenas, pero Tom pensó que quizás no fuera mala cosa porque tal vez la presencia de otras personas la hicieran contenerse. Pronto supo a sus expensas que se había equivocado de medio a medio en sus cálculos.

Intentó dar la noticia de modo gradual.

Saben que no estamos casados fue lo primero que dijo.

¿Quién se lo ha dicho? preguntó ella furiosa. ¿Algún aguafiestas?

Alfred. Pero no le culpes, se lo sacó ese astuto monje llamado Remigius. De todas formas nunca dijimos a los niños que lo mantuvieran en secreto.

No culpo al muchacho dijo ella ya más tranquila. ¿Y qué han dicho?

Tom se inclinó sobre la mesa y habló en voz baja.

Dicen que eres una fornicadora le confesó, esperando que nadie más pudiera oírle.

¿Una fornicadora? dijo Ellen en voz alta. ¿Y qué me dices de ti? ¿Acaso esos monjes no saben que para fornicar se necesitan dos?

Las gentes sentadas cerca de ellos se echaron a reír.

¡Chiss! dijo Tom. Dicen que tenemos que casarnos.

Ellen le miró fijamente.

Si eso fuera todo no tendrías esa cara de pocos amigos, Tom Builder. Cuéntame el resto.

Quieren que confieses tu pecado.

Pervertidos hipócritas dijo Ellen asqueada. Se pasan toda la noche unos traseros con otros y tienen la cara dura de llamar pecado a lo que hacemos nosotros.

Se recrudecieron las risas. La gente dejó de hablar para escuchar a Ellen.

Habla bajo le suplicó Tom.

Supongo que también querrán que haga penitencia. La humillación forma parte de todo ello. ¿Qué quieren que haga? Vamos, dime la verdad, no puedes mentir a una bruja.

¡No digas eso! dijo entre dientes Tom. No harás más que empeorar las cosas.

Entonces dímelo.

Tendremos que vivir separados durante un año y tú tienes que mantenerte casta

¡Me meo en eso! gritó Ellen.

Ahora ya todo el mundo les miraba.

¡Y me meo en ti, Tom Builder! siguió diciendo Ellen que se había dado cuenta de que tenía público. ¡Y también me meo en todos vosotros! añadió. La mayoría de la gente sonreía. Resultaba difícil ofenderse, tal vez porque estaba encantadora con la cara encendida y los ojos dorados tan abiertos. Se puso en pie. ¡Y me meo en el priorato de Kingsbridge! Se subió a la mesa de un salto y recibió una ovación. Empezó a pasear por ella. Los comensales retiraban precipitadamente sus boles de sopa de cerveza, apartándolos de su camino, y volvían a sentarse riendo. ¡Me meo en el prior! dijo. ¡Me meo en el sub-prior y en el sacristán, en el cantor, en el tesorero y en todas sus escrituras y cartas de privilegios, y en sus cofres llenos de peniques de plata! había llegado al final de la mesa. Cerca de ella había otra mesa más pequeña donde solía sentarse alguien para leer en voz alta mientras comían los monjes. Sobre ella había un libro abierto. Ellen saltó de la mesa de comer a la mesa de lectura.

De repente Tom se dio cuenta de lo que iba a hacer.

¡Ellen! clamó. ¡No lo hagas, por favor!

¡Me meo en la regla de san Benito! dijo ella a voz en grito.

Luego se levantó las faldas, dobló las rodillas y orinó sobre el libro abierto.

Los hombres rieron estrepitosamente, golpearon sobre las mesas, patearon, silbaron y vitorearon. Tom no estaba seguro de si compartían el desprecio de Ellen por la regla de san Benito o sencillamente estaban disfrutando viendo exhibirse a una mujer hermosa. Había algo erótico en su desvergonzada vulgaridad, pero también resultaba excitante ver a alguien burlarse del libro hacia el que los monjes se mostraban tan tediosamente solemnes. Fuera cual fuese la razón, aquello les había encantado.

Ellen saltó de la mesa y corrió hacia la puerta entre nutridos aplausos.

Todos empezaron a hablar al mismo tiempo. Nadie había visto en su vida algo semejante. Tom se sentía horrorizado e incómodo, sabía que las consecuencias serían catastróficas. Y sin embargo una parte de él se decía ¡Vaya mujer!

Al cabo de un momento Jack se levantó y siguió a su madre afuera del refectorio, con una sombra de sonrisa en su cara hinchada. Tom miró a Alfred y Martha. Alfred tenía una expresión desconcertada, pero Martha hacía risitas.

Vamos fuera les dijo Tom, y los tres salieron del refectorio.

A Ellen no se la veía por ninguna parte. Atravesaron el césped y la encontraron en la casa de invitados. Estaba sentada en una silla esperándole. Llevaba la capa y tenía en la mano su gran bolsa de piel; parecía haber recuperado su sangre fría y la calma. Tom se quedó frío al ver la bolsa, pero simuló no haberse fijado.

Vamos a tener un infierno dijo.

No creo en el infierno le aseguró Ellen.

Espero que te dejarán confesar y cumplir la penitencia.

No pienso confesar.

¡No te vayas, Ellen! le suplicó él, perdido ya el control.

Ella parecía triste.

Escucha, Tom. Antes de conocerte tenía para comer y un lugar donde vivir. Estaba a salvo y segura, y me bastaba a mí misma. No necesitaba a nadie. Desde que estoy contigo he permanecido más cerca de morir de hambre de lo que nunca ocurriera en mi vida. Ahora tienes trabajo aquí, aunque sin seguridad. El priorato no tiene dinero para construir una nueva iglesia y el próximo invierno quizás te encuentres de nuevo recorriendo los caminos.

Philip encontrará dinero de alguna manera adujo Tom. Estoy seguro de que lo hará.

No puedes estar seguro le rebatió ella.

Tú no crees dijo Tom con amargura. Luego añadió sin poder contenerse. Eres como Agnes, no crees en mi catedral.

Si sólo fuera yo me quedaría, Tom le aseguró Ellen con tristeza. Pero mira a mi hijo.

Tom miró a Jack. Tenía la cara morada y con heridas, las orejas se le hablan hinchado el doble de lo normal, las aletas de la nariz estaban cubiertas de sangre seca y tenía roto uno de los dientes delanteros.

Temía que creciera como un animal si nos quedábamos en el bosque siguió diciendo Ellen. Pero si es este el precio que hay que pagar por enseñarle a vivir con otra gente, resulta demasiado caro, así que me vuelvo al bosque.

No digas eso dijo Tom desesperado. Hablemos sobre ello. No tomes una decisión precipitada.

No es precipitada, no es precipitada, Tom afirmó Ellen tristemente. Me siento tan triste que ni siquiera puedo estar furiosa. De veras que quería ser tu mujer. Pero no a cualquier precio.

Tom se dijo que si Alfred no hubiera perseguido a Jack nada de todo eso hubiera pasado. Pero sólo había sido una pelea de niños. O quizás Ellen estuviera en lo cierto al decir que Alfred era su punto flaco. Tom empezó a pensar que se había equivocado. Tal vez hubiera debido mantenerse más firme con Alfred. Las peleas entre muchachos era una cosa, pero Jack y Martha eran más pequeños que Alfred. Tal vez fuera un pendenciero.

Pero ahora ya era demasiado tarde para cambiar.

Quédate en la aldea dijo Tom desesperado. Espera un tiempo y veremos qué pasa.

No creo que ahora los monjes me dejaran.

Comprendió que Ellen tenía razón. La aldea pertenecía al priorato y cuantos allí vivían pagaban el alquiler a los monjes, por lo general en días de trabajo y los monjes podían negarse a dar alojamiento a quien no les gustara. Y no se les podía culpar por rechazar a Ellen. Ella había tomado su decisión y se había orinado literalmente en sus posibilidades de retractación.

Entonces me iré contigo dijo Tom. El monasterio me debe ya setenta y dos peniques. Recorreremos de nuevo los caminos. Ya hemos sobrevivido antes.

¿Y qué me dices de tus hijos? le preguntó Ellen con dulzura.

Tom recordó a Martha llorando de hambre. Sabía que no podía hacerla pasar otra vez por aquello. Y también estaba su hijito, Jonathan. No quiero volver a abandonarlo, se dijo Tom, lo hice una vez y sentí asco de mí.

Pero no podía soportar la idea de perder a Ellen.

No te atormentes le dijo ella. No voy a patear contigo de nuevo los caminos. Eso no es solución; estábamos peor bajo todos los aspectos de lo que estamos ahora. Me vuelvo al bosque y tú no vas a venir conmigo.

Tom se la quedó mirando. Quería creer que no iba a hacer lo que decía, pero por la expresión de su cara supo que lo haría. No se le ocurría nada más que decir para detenerla. Abrió la boca para hablar, pero no pudo articular una sola palabra. Se sintió impotente. Ellen respiraba con fuerza, con el pecho palpitante por la emoción. Tom ansiaba acariciarla pero tenía la impresión de que ella no quería que lo hiciera; quizás no vuelva a abrazarla jamás, se dijo. Le resultaba difícil de creer. Durante meses había yacido con ella noche tras noche, tocándola con la misma familiaridad que lo podía hacer consigo mismo y ahora, de repente, le estaba prohibida y ella se había convertido en una extraña.

No estés tan triste le dijo Ellen. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

No puedo evitarlo contestó Tom. Me siento triste.

Lamento hacerte tan desdichado.

No lo sientas. Lamenta más bien haberme hecho feliz. Eso es lo que duele, que me hicieras tan feliz.

Ellen no pudo contener un sollozo. Dio media vuelta y se alejó sin decir otra palabra.

Jack y Martha fueron detrás de ella. Alfred vaciló un instante, en actitud desmañada, y luego los siguió.

Tom se quedó mirando la silla que ella acababa de dejar. No, no puede ser verdad, no me abandona.

Se sentó en la silla. Todavía estaba caliente de su cuerpo, de ese cuerpo que él tanto amaba. Endureció el rostro para contener las lágrimas.

Sabía que ahora Ellen ya no cambiaría de idea. Jamás vacilaba. Era una persona que cuando tomaba una decisión la cumplía hasta el fin.

Pero tal vez llegara a lamentarlo.

Se aferró a ese jirón de esperanza. Sabía que le amaba. Eso no había cambiado. La misma noche anterior había hecho el amor de forma frenética, como alguien que saciara una sed terrible. Y después de que él quedara satisfecho había rodado encima de él, besándole con avidez, jadeando entre su barba mientras gozaba una y otra vez, hasta quedar tan exhausta de placer que no pudo seguir. Y no era sólo eso lo que a ella le gustaba. Disfrutaban estando juntos todo el tiempo. Hablaban sin cesar, mucho más de lo que él y Agnes habían hablado, incluso en sus primeros tiempos. Me echará en falta tanto como yo a ella, se dijo. Al cabo de un tiempo, cuando su ira se haya calmado y esté encarrilada en una nueva rutina, echará de menos a alguien con quien hablar, un cuerpo firme que tocar, una cara barbuda que besar. Entonces pensara en mí. Pero es orgullosa. Es posible que sea demasiado orgullosa para volver aunque lo desee.

Se puso en pie de un salto. Tenía que contar a Ellen lo que tenía en la mente. Salió de la casa. Se encontraba en la puerta del priorato despidiéndose de Martha. Tom corrió dejando atrás las cuadras y llegó junto a ella. Ellen le sonrió melancólica.

Adiós, Tom.

Tom le cogió las manos.

¿Volverás algún día? Aunque sólo sea para vernos. Si supiera que no te vas para siempre, que volveré a verte algún día, aunque sólo sea por algún tiempo si supiera eso podría soportarlo.

Ellen vaciló.

Por favor.

De acuerdo asintió ella.

Júralo.

No creo en juramentos.

Pero yo sí.

Muy bien. Lo juro.

Gracias.

La atrajo hacia sí con delicadeza. Ella no se resistió. La abrazó y no pudo contenerse por más tiempo. Las lágrimas le corrieron por el rostro. Por último, Ellen se apartó. Él la dejó ir de mala gana. Ella se volvió hacia la puerta.

En aquel momento se oyó un ruido en las cuadras, el ruido de un caballo desobediente, piafando y bufando. Todos miraron automáticamente en derredor. El caballo era el semental de Waleran Bigod, y el obispo se disponía a montarlo. Su mirada se encontró con la de Ellen y quedó petrificado.

En ese momento Ellen empezó a cantar.

Tom no conocía la canción aunque se la había oído cantar a menudo. La melodía era terriblemente triste. Las palabras eran francesas, pero él las entendía bastante bien.

Un ruiseñor preso en la red de un cazador

cantó con más dulzura que nunca,

como si la fugaz melodía

pudiera volar y apartar la red.

La mirada de Tom fue de ella al obispo. Waleran parecía aterrado, con la boca abierta, los ojos desorbitados y el rostro tan lívido como la muerte. Tom estaba atónito ante el hecho de que una sencilla canción tuviera el poder de atemorizar de tal manera a un hombre.

Al anochecer, el cazador cogió su presa.

El ruiseñor jamás su libertad.

Todas las aves y todos los hombres tienen que morir, morirán,

pero las canciones pueden vivir eternamente.

Adiós, Waleran Bigod. Abandono Kingsbridge pero no a ti. ¡Estaré contigo en tus sueños! gritó Ellen.

Y en los míos, se dijo Tom.

Por un instante, nadie se movió. Ellen dio media vuelta, con Jack cogido de la mano. Todos la miraban en silencio mientras atravesaba las puertas del priorato y desaparecía entre las sombras crecientes del crepúsculo.


 

Segunda Parte (1136-1137)


 

Capítulo Cinco

Desde que Ellen se fue, los domingos transcurrían muy tranquilos en la casa de invitados. Alfred jugaba a pelota con los muchachos de la aldea en la pradera del otro lado del río. Martha, que echaba de menos a Jack, se distraía recogiendo verduras y haciendo potaje o vistiendo a una muñeca. Tom trabajaba en su proyecto de catedral. En una o dos ocasiones había insinuado a Philip que debería pensar qué tipo de iglesia quería construir, pero este no se había dado cuenta o había preferido ignorar la insinuación. Tenía un montón de cosas en la cabeza. Pero Tom apenas pensaba en otra cosa, especialmente los domingos.

Le gustaba sentarse en la casa de invitados, justo al lado de la puerta, y contemplar a través del césped la catedral en ruinas. A veces hacía diseños sobre una plancha de pizarra, pero la mayor parte del trabajo bullía en su cabeza. Sabía que para la mayoría de la gente resultaba difícil visualizar objetos sólidos y espacios complejos, pero a él siempre le había sido fácil.

Y un domingo, unos dos meses después de la partida de Ellen, se sintió preparado para empezar a dibujar.

Hizo una alfombrilla de juncos tejidos y ramitas flexibles de unos tres pies por dos, y luego unos limpios laterales de madera para que la alfombrilla tuviera los bordes levantados como una bandeja. A renglón seguido quemó algo de tiza a modo de cal, lo mezcló con una pequeña cantidad de fuerte argamasa, y llenó la bandeja con la mezcla. Al empezar a endurecerse, trazó líneas sobre ella con una aguja. Para las líneas rectas utilizó la regla, el cartabón para los ángulos rectos y los compases para las curvas. Haría tres dibujos. Una sección para explicar cómo estaba construida la iglesia, un alzado para ilustrar sus hermosas proporciones y un plano de planta para señalar el emplazamiento. Empezó con la sección.

Era muy sencilla. Dibujó una arcada alta, con la parte superior plana. Esa era la nave vista desde el fondo. Había de tener un techo de madera plano como el de la vieja iglesia. Tom hubiera preferido sobre todo construir una bóveda curvada de piedra, pero sabía que Philip no podía permitírselo. Sobre la nave dibujó un tejado triangular. La anchura de la construcción estaba determinada por la del tejado, que a su vez estaba limitado por la manera en que pudiera disponerse. Resultaba difícil encontrar vigas más largas de treinta y cinco pies, y además, eran extraordinariamente costosas. Tan valiosa era la madera buena que con frecuencia el propietario de un buen árbol lo talaba y vendía incluso antes de que alcanzara esa altura. La nave de la catedral de Tom tendría probablemente treinta y dos pies de anchura o el doble de la longitud de su pole [3] de hierro.

La nave que había dibujado era alta, de una altura increíble. Pero una catedral había de ser una construcción dramática, deslumbrante por su tamaño, obligando a mirar al cielo por su altura. Si la gente acudía a las catedrales se debía en parte a que eran los edificios más grandes del mundo. Un hombre que jamás hubiese ido a una catedral pasaría por la vida sin haber visto un edificio mucho mayor que la cabaña en la que vivía.

Por desgracia el edificio dibujado por Tom se derrumbaría. El peso de la chapa y la madera del tejado resultaría excesivo para los muros, que se combarían derrumbándose. Tenían que ser apuntalados.





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