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Capítulo Dieciséis 31




Sé dónde está tu padre pero ¿qué me dices de tu madre? dijo Philip dirigiéndose a la joven.

Murió hace muchos años.

Philip sintió una punzada de arrepentimiento. Aquellos niños eran virtualmente huérfanos y en parte era obra suya.

¿No tenéis parientes que cuiden de vosotros?

Cuido del castillo hasta el retorno de mi padre dijo ella.

Philip se dio cuenta de que estaba viviendo en un mundo de ilusión. La joven intentaba vivir como si siguiera perteneciendo a una familia acaudalada y poderosa. Con su padre prisionero y caído en desgracia era una joven como otra cualquiera. El muchacho no era heredero de nada. El conde Bartholomew jamás volvería a ese castillo, a menos que el rey decidiera ahorcarle en él. Sintió lastima de la joven pero en cierto modo admiraba su fuerza de voluntad, que mantenía la fantasía y hacía que otras dos personas la compartieran. Podría haber sido reina, se dijo.

De fuera llegó la trápala de cascos sobre madera. Varios caballos estaban atravesando el puente.

¿Por qué habéis venido aquí? preguntó Aliena a Philip.

Es sólo una cita repuso Philip.

Dio la vuelta y se dirigió a la puerta. Matthew le cerraba el paso. Por un instante permanecieron inmóviles, mirándose cara a cara. Parecía un cuadro, aquellas cuatro personas en la habitación. Philip se preguntó si iban a impedirle que se fuera. Finalmente el mayordomo se hizo a un lado.

Philip salió. Se levantó el borde del hábito y bajó presuroso la escalera de caracol. Al llegar abajo oyó pasos detrás de él. Matthew le alcanzó.

No digáis a nadie que estamos aquí le dijo.

Philip vio que Matthew comprendía lo irreal de la situación de todos ellos.

¿Cuánto tiempo os quedaréis aquí? le preguntó.

Todo el tiempo que nos sea posible contestó el mayordomo.

Y cuando hayáis de iros, ¿qué haréis entonces?

No lo sé.

Philip hizo un gesto de aquiescencia.

Guardaré vuestro secreto le dijo.

Gracias, padre.

Philip cruzó el polvoriento salón y salió afuera. Al mirar hacia abajo vio al obispo Waleran y a otros dos hombres deteniendo los caballos junto al suyo. Waleran llevaba una gruesa capa de piel negra y un gorro también de piel negra. Alzó la vista y Philip se encontró con sus ojos claros.

Mi señor obispo dijo Philip con respeto. Bajó los escalones de madera. Todavía conservaba vívida en la mente la imagen de la joven virginal y casi sacudió la cabeza para librarse de ella.

Waleran desmontó. Philip observó que llevaba los mismos acompañantes, el deán Baldwin y el hombre de armas. Les saludó con un movimiento de cabeza y luego, arrodillándose, besó la mano de Waleran.

Waleran aceptó el homenaje pero no se recreó en él. Lo que a Waleran le gustaba era el propio poder, no sus florituras.

¿Estás solo, Philip? preguntó Waleran.

Sí. El priorato es pobre y una escolta para mí es un gasto innecesario. Cuando era prior de St-John-in-the-Forest nunca llevé escolta y aún estoy vivo.

Waleran se encogió de hombros.

Ven conmigo le dijo. Quiero enseñarte algo.

Atravesó el patio en dirección a la torre más cercana. Philip le siguió. Waleran entró por una puerta baja al pie de la torre y subió por las escaleras que había en el interior. Había murciélagos arracimados en el techo bajo y Philip bajó la cabeza para evitar rozarlos. Emergieron en la parte alta de la torre y permanecieron de pie entre las almenas, contemplando la tierra que les rodeaba.

Este es uno de los condados más pequeños del país dijo Waleran.

¿De veras? Philip sintió escalofríos. Soplaba un viento frío y húmedo y su capa no era tan gruesa como la de Waleran. Se preguntó adónde querría llegar el obispo.

Parte de esta tierra es buena, pero el resto corresponde a bosques y laderas de colinas pedregosas.

En un día claro hubieran podido ver muchos acres de forestas y tierras de cultivo, pero en aquel momento, aunque se habían despejado las primeras brumas, apenas podían distinguir el cercano lindero del bosque hacia el sur y los campos llanos alrededor del castillo.

Este condado tiene una gran cantera que produce piedra caliza de primera calidad siguió diciendo Waleran. Sus bosques tienen muchos acres de buena madera. Y sus granjas generan considerable riqueza. Si tuviéramos este condado, Philip, podríamos construir nuestra catedral.

Y si los cerdos tuvieran alas podrían volar dijo Philip.

¡Hombre de poca fe!

Philip se quedó mirando a Waleran.

¿Hablas en serio?

Muy en serio.

Philip se mostraba escéptico, pero pese a todo sintió un diminuto brote de esperanza. ¡Si llegara a ser realidad!

El rey necesita apoyo militar alegó de todas formas, dará el condado a quien pueda mandar caballeros en las guerras.

El rey debe su corona a la Iglesia y su victoria sobre Bartholomew a ti y a mí. Los caballeros no es cuanto necesita.

Philip comprendió que Waleran hablaba en serio. ¿Sería posible? ¿Entregaría el rey el condado de Shiring a la Iglesia para financiar la reconstrucción de la catedral de Kingsbridge? A pesar de los argumentos de Waleran, apenas resultaba creíble. Pero Philip no podía evitar el pensar lo maravilloso que sería tener la piedra, la madera y el dinero para pagar al artesano, siéndole todo ello entregado en bandeja. Y recordó que Tom Builder había dicho que podía contratar sesenta albañiles y terminar la iglesia en ocho o diez años. La sola idea resultaba enormemente sugestiva.

Pero ¿qué me dices del anterior conde? inquirió.

Bartholomew ha confesado su traición. Nunca negó la conspiración, pero durante algún tiempo mantuvo que lo que había hecho no era traición, basándose en que Stephen era un usurpador. Sin embargo, el torturador del rey acabó con su resistencia.

Philip se estremeció e intentó no pensar en lo que le habrían hecho a Bartholomew para lograr que aquel hombre tan rígido se doblegara.

Apartó aquella idea de la mente.

El condado de Shiring murmuró para sí. Era una petición increíblemente ambiciosa. Pero la idea era excitante. Se sintió rebosante de un optimismo irracional.

Waleran miró al cielo.

Pongámonos en marcha dijo. El rey nos espera pasado mañana.

William Hamleigh observaba a los dos hombres de Dios desde su escondrijo, detrás de las almenas de la torre contigua. El alto, el que parecía un cuervo, con su nariz afilada y la capa negra, era el nuevo obispo de Kingsbridge. El más bajo y enérgico, con la cabeza rapada y los brillantes ojos azules, era el prior Philip. William se preguntó qué estarían haciendo allí.

Había visto llegar al monje, mirar en derredor suyo como si esperara encontrar gente allí y luego entrar en la torre del homenaje. William no podía saber si había visto a las tres personas que vivían en ella. Sólo estuvo unos momentos dentro y tal vez se habían ocultado a su llegada. Tan pronto como llegó el obispo, el prior Philip salió de la torre del homenaje y ambos subieron a una torre cercana. En aquellos momentos el obispo estaba señalando toda la tierra que rodeaba el castillo con cierto aire posesivo. William podía darse cuenta por su actitud y sus gestos que el obispo se mostraba entusiasmado, y el prior escéptico. Estaba seguro de que planeaban algo.

Pero él no había ido allí para espiarles. Era a Aliena a quien acudía a espiar.

Lo hacía cada vez con más frecuencia. Le obsesionaba sin cesar e involuntariamente soñaba despierto que se abalanzaba sobre ella, atada y desnuda en un trigal, encogida como un asustado cachorro en un rincón de su dormitorio, o perdida en el bosque ya anochecido. Llegó a tal extremo su obsesión que tenía que verla en carne y hueso. Todas las mañanas cabalgaba a primera hora hasta Earlcastle. Dejaba a su escudero Walter al cuidado de los caballos en el bosque y atravesaba los campos a pie hasta el castillo. Se introducía furtivamente en él y buscaba un escondrijo desde el que pudiera observar la torre del homenaje y el recinto superior. A veces tenía que esperar mucho tiempo para verla. Su paciencia se ponía duramente a prueba, pero la idea de irse de nuevo sin verla, aunque fuera un momento, le resultaba insoportable, de manera que siempre se quedaba. Luego, cuando al fin aparecía Aliena, la garganta se le quedaba seca, el corazón le latía desbocado y sentía un sudor frío en las palmas de las manos. A menudo estaba con su hermano o con aquel mayordomo afeminado, pero a veces estaba sola. Una tarde de verano, mientras esperaba verla desde primera hora de la mañana, Aliena se había acercado al pozo, y después de sacar agua se había quitado la ropa para lavarse. El recuerdo de aquella imagen le ponía fuera de sí. Tenía senos turgentes y altivos, que se movían incitantes cuando ella levantaba los brazos para enjabonarse el pelo. Los pezones se le inflamaban de manera deleitable al echarse agua fría. Entre las piernas tenía una mata sorprendentemente grande de vello oscuro y rizado, y cuando se lavó allí, frotándose vigorosamente con la mano enjabonada, William, perdido el control, eyaculó allí mismo.

Desde entonces nada semejante volvió a ocurrir y desde luego Aliena no pensaría lavarse allí, en pleno invierno, pero podía deleitarle de otras mil formas aunque menos atractivas. Cuando estaba sola solía cantar e incluso hablar consigo misma. William la había visto trenzarse el pelo, bailar o perseguir a las palomas por las murallas como una niña pequeña. Observándola de manera clandestina hacer todas esas pequeñas cosas tan personales, William tenía una sensación de poder sobre ella que resultaba absolutamente maravillosa.

Claro que Aliena no saldría mientras el obispo y el monje estuvieran allí. Afortunadamente no se quedaron mucho tiempo. Abandonaron las almenas con premura y momentos después ellos y su escolta cabalgaban fuera del castillo. ¿Acaso habían ido sólo para contemplar el panorama desde las almenas? De ser así debieron sentirse algo decepcionados por el tiempo.

El mayordomo había salido en busca de leña antes de que llegaran los visitantes. Cocinaba en la torre del homenaje. Pronto volvería al salir en busca de agua del pozo. William suponía que comían gachas de avena, ya que no disponían de horno para cocer pan. A última hora del día el mayordomo abandonaba el castillo, a veces llevándose al muchacho consigo. Una vez que se iban, sólo era cuestión de tiempo ver aparecer a Aliena.

Cuando se aburría con la espera, William solía conjurar la imagen de ella lavándose. El recuerdo casi era tan estupendo como la realidad. Pero ese día se sentía inquieto. La visita del obispo y del prior parecía haber viciado el ambiente. Hasta ese día el castillo y sus tres habitantes habían tenido un aire encantado, pero la llegada de aquellos hombres desprovistos absolutamente de magia, cabalgando sobre sus embarrados caballos había roto el hechizo. Era como verse perturbado por un ruido en medio de un hermoso sueño. Por más que lo intentaba no podía seguir dormido.

Durante un rato se dedicó a hacer conjeturas sobre el motivo que hubiera llevado hasta allí a los visitantes, pero no lograba desentrañar el misterio. Sin embargo estaba seguro de que tramaban algo. Había una persona que probablemente podría resolverlo. Su madre. Decidió abandonar por el momento a Aliena y volver a casa para informar de lo que había visto.

Llegaron a Winchester al anochecer del segundo día. Entraron por la King's Gate, en el muro meridional de la ciudad, y fueron directamente al recinto de la catedral. Allí se separaron. Waleran se dirigió a la residencia del obispo de Winchester, un palacio dentro de su propio terreno, adyacente al recinto de la catedral. Philip fue a presentar sus respetos al prior y suplicarle que le cediera un colchón en el dormitorio de los monjes.

Al cabo de tres días de marchar por los caminos, Philip encontró la calma y quietud del monasterio tan refrescante como un manantial en un día caluroso. El prior de Winchester era un hombre rechoncho y de trato fácil, de tez sonrosada y pelo blanco. Invitó a Philip a cenar con él en su casa. Mientras comían hablaron de sus respectivos obispos. El prior de Winchester estaba a todas luces deslumbrado por el obispo Henry y totalmente subordinado a él. Philip dio por sentado que cuando el obispo de uno fuera tan acaudalado y poderoso como Henry, nada podía ganarse discutiendo con él. Pero aún así Philip no tenía intención de someterse hasta ese punto a su obispo. Durmió como una marmota y a medianoche se levantó para maitines.

Cuando por primera vez entró en la catedral de Winchester empezó a sentirse intimidado.

El prior le había dicho que era la iglesia más grande del mundo, y al verla pensó que así era. Tenía una longitud de unas doscientas yardas. Philip había visto aldeas que hubieran cabido en su interior. Tenía dos grandes torres, una sobre el crucero y otra en el extremo occidental. La torre central se había desmoronado treinta años antes sobre la tumba de William Rufus[4], un rey impío que jamás debió haber sido enterrado en una iglesia. Pero posteriormente fue reconstruida. Philip, que se encontraba de pie, directamente debajo de la nueva torre, sintió que todo el edificio tenía un aire de inmensa dignidad y fortaleza. La catedral que Tom había diseñado sería, en comparación, modesta. Y ello si es que llegaba siquiera a construirse. Entonces se dio cuenta de que se estaba moviendo en los círculos más altos y se sintió nervioso. Él no era más que un muchacho de aldea en una colina galesa que había tenido la buena fortuna de convertirse en monje. Y ese mismo día iba a hablar con el rey. ¿Acaso tenía derecho?

Volvió a la cama al igual que los demás monjes, pero permaneció despierto, profundamente preocupado. Temía decir o hacer algo que pudiera ofender al rey Stephen o al obispo Henry y que con ello pudiera ponerles en contra de Kingsbridge. La gente de origen francés se mofaba a menudo de la forma en que los ingleses hablaban su lengua. ¿Qué pensarían del acento galés? En el mundo monástico a Philip siempre se le había considerado por su piedad, su obediencia y su devoción al trabajo de Dios. Todas esas cosas no contaban para nada allí, en la ciudad capital de uno de los reinos más grandes del mundo. Philip se sentía fuera de su ambiente. Le oprimía la sensación de ser una especie de impostor, un don nadie pretendiendo ser alguien, y estaba seguro de que ello se descubriría en un santiamén y que sería enviado de nuevo a casa, desacreditado.

Se levantó con el alba, acudió a prima y luego desayunó en el refectorio. Los monjes disfrutaban de cerveza fuerte y pan blanco. Era un monasterio acaudalado. Después del desayuno, cuando los monjes fueron a capítulo, Philip se encaminó al palacio del obispo, un hermoso edificio con grandes ventanas, rodeado de varios acres de jardín amurallado.

Waleran estaba seguro de lograr el apoyo del obispo Henry en su indignante proyecto. Este era tan poderoso que tan sólo con su ayuda podía hacerse posible todo el asunto. Era Henry de Blois, el hermano más joven del rey. Además de ser el clérigo mejor y más relacionado de Inglaterra, era el más rico porque también era abad del acaudalado monasterio de Glastonbury. Se esperaba que fuera el próximo arzobispo de Canterbury. Kingsbridge no podía tener un aliado más poderoso. Philip pensó que tal vez se lograría. Quizás el rey les permitiera construir una catedral nueva; y cuando pensaba en ello se sentía como si el corazón fuera a salírsele del pecho henchido de esperanza.

Un mayordomo de la casa dijo a Philip que no era probable que el obispo Henry apareciera antes de media mañana. Philip estaba demasiado inquieto para volver al monasterio. Hirviendo de impaciencia se dedicó a recorrer la ciudad más grande que jamás había visto.

El palacio del obispo se alzaba en el extremo sudeste de la ciudad. Philip caminó a lo largo del muro oriental, a través de los terrenos de otro monasterio, la abadía de St. Mary, y desembocó en un barrio que parecía dedicado a laborar la piel y la lana. La zona estaba atravesada en todos los sentidos por pequeños arroyos; al observarlos más de cerca, Philip se dio cuenta de que no eran naturales, sino canales hechos por la mano del hombre, desviando parte del caudal del río Itchen para que fluyera por las calles y suministrara la gran cantidad de agua que se necesitaba para el curtido de los cueros y el lavado del vellón. Esas industrias se instalaban habitualmente junto a un río, y Philip se admiró ante la audacia de hombres capaces de llevar el río hasta sus talleres en lugar de obrar al revés.

A pesar de toda aquella industria, la ciudad era más tranquila y menos concurrida que cualquier otra que Philip hubiera visitado. Los lugares como Salisbury o Hereford parecían ceñidos por sus muros, semejantes a un hombre gordo dentro de una túnica estrecha. Las casas estaban demasiado juntas, los patios eran demasiado pequeños, la plaza del mercado atestada de gente, las calles demasiado estrechas. La gente y los animales andaban a empellones por falta de espacio, dando la sensación de que de un momento a otro empezarían las peleas. Pero Winchester era tan grande que parecía haber sitio para todo el mundo. Mientras paseaba por la ciudad, Philip fue comprendiendo gradualmente que la sensación de amplitud se debía a que las calles estaban trazadas siguiendo un modelo de parrilla cuadrada. En su mayoría eran rectas y los cruces en ángulo recto. Nunca había visto nada semejante. Aquella ciudad debieron haberla construido siguiendo un plan específico. Había docenas de iglesias, de todas las formas y tamaños, algunas de madera y otras de piedra, cada una de ellas dando servicio a su propio barrio pequeño. La ciudad debía ser muy rica para poder mantener a tantos sacerdotes.

Mientras caminaba por la calle Fleshmonger se sintió ligeramente mareado. Jamás había visto tanta carne cruda en un solo lugar. La sangre fluía desde todas las carnicerías hasta la calle, y unas ratas enormes se escurrían entre los pies de la gente que había ido a comprar.

El extremo sur de la calle Fleshmonger desembocaba en el centro de High Street, que se encontraba enfrente del viejo palacio real. A Philip le dijeron que los reyes no habían utilizado el palacio desde que se construyó en el castillo la nueva torre del homenaje, pero los acuñadores reales seguían fabricando peniques de plata en los bajos del edificio, protegidos por gruesos muros y puertas con rejas de hierro. Philip permaneció un rato ante estas observando las chispas que despedían los martillos al ser descargados sobre los troqueles, maravillado por la gran riqueza desplegada ante sus ojos. Había un puñado de personas contemplando también las operaciones. Sin duda era algo que iban a ver los visitantes de Winchester. Una joven que se encontraba allí de pie, cerca de Philip, le sonrió y él le devolvió la sonrisa.

Por un penique puedes hacer lo que quieras dijo ella.

Philip se preguntó qué querría decir y de nuevo esbozó una vaga sonrisa. Entonces la mujer se abrió la capa y quedó horrorizado al ver que estaba completamente desnuda.

Por un penique de plata puedes hacer todo cuanto gustes repitió ella.

Philip sintió un leve impulso de deseo, algo así como el espectro de un recuerdo enterrado hacía ya mucho tiempo. Entonces se dio cuenta de que era una prostituta. Se sintió enrojecer. Se volvió rápidamente y se alejó presuroso.

No temas le gritó ella. Me gusta una hermosa cabeza redonda.

Le persiguió la risa burlona de la mujer.

Se sintió acalorado y molesto. Entró en una bocacalle de High Street y se encontró en la plaza del mercado. Podía ver las torres de la catedral alzándose por encima de los puestos de mercado. Caminó presuroso entre la muchedumbre, sin atender los ofrecimientos de los vendedores, encontrando finalmente el camino de regreso al recinto.

Sintió como una brisa fresca la armoniosa quietud del entorno de la iglesia. Se detuvo en el cementerio para ordenar sus pensamientos. Se sentía avergonzado y ofendido. ¿Cómo se atrevía aquella mujer a tentar a un hombre con los hábitos de monje? Era evidente que le había identificado como visitante ¿Acaso era posible que monjes que se encontraban lejos de su casa monacal fueran clientes suyos? Comprendió que evidentemente lo eran. Los monjes cometían los mismos pecados que la gente corriente. Sencillamente le había escandalizado la desvergüenza de la mujer. La imagen de su desnudez persistía en su memoria y como el núcleo encendido de la llama de la vela parpadeó por un instante y se desvaneció tras los párpados cerrados. Suspiró. Había sido una mañana de imágenes vívidas; los arroyos artificiales, las ratas en las carnicerías, los montones de peniques de plata recién acuñados y finalmente las partes íntimas de la mujer. Sabía que durante un rato aquellas imágenes volverían a él para perturbar sus meditaciones.

Entró en la catedral. Se sentía demasiado impuro para arrodillarse y orar. Pero sólo de recorrer la nave y salir por la puerta sur se sintió en cierto modo purificado. Atravesó el priorato y se dirigió al palacio del obispo.

La planta baja era una capilla. Philip subió las escaleras que conducían al vestíbulo y entró en él. Cerca de la puerta había un pequeño grupo de servidores y clérigos jóvenes, de pie o sentados en un banco adosado a la pared. Al fondo del salón se encontraban Waleran y el obispo Henry sentados a una mesa. Un mayordomo detuvo a Philip.

Los obispos están desayunando le dijo, como dando a entender que no podía verles.

Me reuniré con ellos en la mesa le dijo Philip.

Será mejor que espere le dijo el mayordomo.

Philip pensó que el mayordomo le había confundido con un monje corriente.

Soy el prior de Kingsbridge dijo.

El mayordomo se hizo a un lado, encogiéndose de hombros.

Philip se acercó a la mesa. El obispo Henry se encontraba sentado a la cabecera con Waleran a su derecha. Henry era un hombre bajo, de hombros anchos y rostro agresivo. Tendría más o menos la edad de Waleran, uno o dos años mayor que Philip; no más de treinta años. Sin embargo, en contraste con la tez pálida de Waleran y el cuerpo huesudo de Philip, Henry tenía el color encendido y el aspecto bien nutrido de un excelente comedor. Su mirada era viva e inteligente y su rostro tenía una expresión firme y decidida. Era el pequeño de cuatro hermanos, y en su vida probablemente hubo de luchar por todo. Philip quedó sorprendido al ver que Henry llevaba la cabeza afeitada, señal de que en un tiempo hizo votos monásticos y aún se consideraba monje. Sin embargo no vestía con tejidos hechos en casa. De hecho llevaba una magnífica túnica de seda púrpura. Por su parte, Waleran vestía una impecable camisa de hilo blanca debajo de su habitual túnica negra, y Philip comprendió que los dos hombres iban vestidos como correspondía para una audiencia con el rey. Estaban comiendo carne fría de vaca y bebiendo vino tinto. Después de su paseo, Philip estaba realmente hambriento y la boca se le hizo agua.

Waleran levantó la vista y al verle mostró en su rostro una leve irritación.

Buenos días dijo Philip.

Es mi prior aclaró Waleran a Henry.

A Philip no le gustó demasiado que le presentaran como el prior de Waleran.

Philip de Gwynedd, prior de Kingsbridge, mi señor obispo.

Iba dispuesto a besar la ensortijada mano del obispo pero Henry se limitó a decir:

Espléndido al tiempo que tomaba otro bocado de carne. Philip permaneció allí de pie, en situación incómoda. ¿Acaso no iban a invitarle a tomar asiento?

Nos reuniremos contigo dentro de poco, Philip.

Philip comprendió que le estaban despidiendo. Dio media vuelta y se sintió humillado. Se incorporó de nuevo al grupo que se encontraba cerca de la puerta. El mayordomo que había intentado retenerle sonreía satisfecho, diciéndole con la mirada: Te lo advertí. Philip se mantuvo apartado de los demás. De súbito sintió vergüenza de su hábito pardo manchado que había estado llevando día y noche durante medio año. Los monjes benedictinos teñían con frecuencia sus hábitos de negro, pero Kingsbridge hacía años que había renunciado a ello por motivos de economía. Philip siempre había creído que vestir hermosos trajes era pura vanidad, del todo inapropiado para cualquier hombre de Dios, por elevada que fuera su dignidad. Pero en aquellos momentos descubría su conveniencia. Era posible que no le hubiesen tratado de forma tan displicente si hubiera ido vestido con sedas y pieles.

Bueno, se dijo, un monje debe ser humilde, así que resultará beneficioso para mi alma.

Los dos obispos se levantaron de la mesa y se dirigieron a la puerta. Un servidor presentó a Henry un manto con hermosos bordados y flecos de seda.

Hoy no tendrás mucho qué decir, Philip dijo Henry mientras se lo ponía.

Deja que seamos nosotros quienes hablemos añadió Waleran.

Deja que sea yo quien hable dijo Henry con levísimo énfasis en el yo. Si el rey te hace una o dos preguntas contesta con toda sencillez y no intentes presentar los hechos con demasiadas florituras. Comprenderá que necesitas una nueva iglesia sin que hayas de recurrir a lamentos y lloriqueos.

Philip no necesitaba que le dijeran aquello. Henry estaba mostrándose desagradablemente condescendiente. Sin embargo, Philip hizo un ademán de aquiescencia disimulando su resentimiento.

Más vale que nos pongamos en marcha dijo Henry. Mi hermano es madrugador y puede querer concluir rápidamente los asuntos del día para irse de caza al New Forest.





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