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Capítulo Dieciséis 25




Se abrió la puerta de la casa y apareció Martha. Jack se la quedó mirando aterrado.

¿Dónde has estado? le preguntó la niña con voz muy queda. Hueles a humo.

A Jack se le ocurrió una mentira plausible.

Sólo he salido un momento dijo desesperado. Oí la campana.

Mentiroso dijo Martha. Has estado fuera un montón de tiempo. Lo sé porque estaba despierta.

Jack se dio cuenta que era inútil querer engañarla.

¿Estaba alguien más despierto? preguntó temeroso.

No, sólo yo.

No les digas que he salido. ¿Querrás?

La niña percibió el miedo en su voz y trató de tranquilizarle.

Bueno. Será un secreto. No te preocupes.

¡Gracias!

En aquel momento apareció Tom, rascándose la cabeza.

Jack estaba asustado. ¿Qué pensaría Tom?

¿Qué pasa? preguntó Tom somnoliento. Husmeó el aire. Huele a humo.

Jack señaló la catedral con un dedo tembloroso.

Creo empezó a decir y luego tragó saliva. Se dio cuenta con una sensación de alivio que todo iba a salir bien. Tom daría por sentado que Jack acababa de levantarse como Martha. Así que habló de nuevo, esa vez con tono más tranquilo. Mira la iglesia. Creo que está ardiendo.

Philip todavía no se había acostumbrado a dormir solo. Echaba de menos la atmósfera cargada del dormitorio, el ruido de los demás moviéndose y roncando, el alboroto cuando uno de los monjes de más edad había de levantarse para ir a la letrina, seguido habitualmente por los demás monjes de edad, una procesión normal que siempre divertía a los más jóvenes. Estar solo al anochecer no le molestaba porque se encontraba cansado hasta el agotamiento, pero en plena noche, después de haber asistido completamente despierto al servicio divino, le resultaba difícil conciliar el sueño. En lugar de volver a meterse en el inmenso y suave lecho (resultaba algo embarazoso lo pronto que se había acostumbrado a eso), encendía el fuego y leía a la luz de la vela o se arrodillaba para orar, o se sentaba a pensar.

Tenía mucho en qué pensar. Las finanzas del priorato estaban en peores condiciones de lo que había pensado. El principal motivo era, con toda probabilidad, que la organización en su conjunto generaba muy poco dinero. Poseían vastas extensiones de terreno, pero muchas de las granjas estaban alquiladas a precios muy bajos y a muy largo plazo, y algunas pagaban el alquiler en especies tantos sacos de harina, tantos barriles de manzanas, tantas carretas de nabos. Las granjas que no estaban alquiladas las llevaban los monjes, pero nunca parecían capaces de producir un excedente de artículos para la venta.

La otra partida importante del priorato la constituían las iglesias que tenían en propiedad y de las que recibían los diezmos. Por desgracia, la mayoría de ellas estaban bajo el control directo del sacristán, y a Philip le era difícil averiguar cuánto gastaba exactamente. No había cuentas registradas por escrito. Sin embargo resultaba evidente que el ingreso del sacristán era muy escaso o su administración rematadamente mala para mantener en buen estado la iglesia catedral, aunque al correr de los años el sacristán había logrado obtener una impresionante colección de valiosos ornamentos y vasos incrustados de piedras preciosas.

A Philip le resultaba imposible conocer todos esos detalles hasta que tuviera tiempo de hacer un recorrido por todas las extensas propiedades del monasterio, pero en líneas generales eran de una claridad meridiana. Y el viejo prior había estado recibiendo dinero durante algunos años, de prestamistas de Winchester y Londres, tan sólo para poder hacer frente a los gastos cotidianos. Philip se había sentido enormemente deprimido al comprender la gravedad de la situación.

Pero a medida que reflexionaba y rezaba, la solución fue aclarándose. Había concebido un plan en tres etapas. Empezaría por hacerse cargo personalmente de las finanzas del priorato. En ese momento cada uno de los funcionarios monásticos controlaba parte de la propiedad y cubría con los ingresos de la misma su responsabilidad: el intendente, el sacristán, el maestro de invitados, el maestro de novicios y el enfermero. Todos ellos tenían sus granjas e iglesias. Ni que decir tiene que ninguno de ellos confesaría nunca tener demasiado dinero, y si les quedaba algún excedente tenían buen cuidado de gastarlo por temor a que les quitaran algo. Philip había decidido nombrar a un nuevo funcionario, al que se designaría con el título de recaudador, cuya tarea consistiría en recibir todo el dinero a que tenía derecho el priorato, sin excepción alguna, entregando luego a cada uno de los funcionarios exactamente lo que necesitara.

Naturalmente el recaudador había de ser alguien en quien Philip confiara plenamente. Al principio se sintió inclinado a asignar dicho trabajo a Cuthbert Whitehead, el intendente, pero luego recordó la aversión de Cuthbert a hacer nada por escrito. No servía. Porque en adelante todos los ingresos y salidas se inscribirían en un gran libro.

Philip había decidido asignar la tarea al joven encargado de cocina, el hermano Milius. A los demás funcionarios monásticos no les gustaría la idea fuera quien fuese quien desempeñara el cargo, pero Philip era quien mandaba y en cualquier caso, la mayoría de los monjes que sabían o sospechaban que el priorato tenía dificultades, apoyarían la reforma. Una vez que tuviera el control del dinero, pondría en práctica la segunda etapa de su plan.

Todas las granjas que se encontraran alejadas serían arrendadas mediante pago en metálico del arriendo. Había en Horkshire una propiedad del priorato que pagaba un alquiler de doce corderos que enviaban religiosamente cada año hasta Kingsbridge, pese a que el costo del transporte era superior al valor de los corderos y además la mitad de ellos morían durante el camino. En el futuro tan sólo las granjas más cercanas producirían alimentos para el priorato. También pensaba cambiar el sistema vigente según el cual cada granja producía de todo un poco: algo de grano, algo de carne, algo de leche y así sucesivamente. Durante años, Philip había considerado un derroche semejante sistema. Con este sistema cada una de las granjas sólo llegaba a producir lo suficiente de cada producto para sus propias necesidades. O acaso fuera mejor decir que cada granja se las arreglaba siempre para consumir casi todo lo producido. Philip quería que cada granja se dedicara a una sola cosa. Todo el grano se cultivaría en un grupo de aldeas, en Somerset, donde el priorato tenía también en propiedad varios molinos. Las exuberantes laderas de Wiltshire proporcionarían pastos para el ganado, que a su vez proporcionaría mantequilla y carne. La pequeña celda de St-John-in-the-Forest criaría cabras y haría queso.

Pero el proyecto más importante de Philip era el de destinar las granjas de segunda clase, aquellas de terrenos pobres o mediocres, en especial las propiedades en las colinas, a la crianza de ovejas. Había pasado su adolescencia en un monasterio que criaba ovejas. Todo el mundo las criaba en aquella zona de Gales, y había visto cómo el precio de la lana subía despacio aunque de manera constante, año tras año desde que él podía recordar hasta el presente. Llegaría un momento en que las ovejas podrían resolver, de forma permanente, el problema económico del priorato.

Esa era la etapa segunda del plan. La tercera era la demolición de la iglesia catedral y la construcción de una nueva. La iglesia actual era vieja, fea y poco práctica, y el mero hecho de que la torre noroeste se hubiera desplomado era señal inequívoca de que toda la estructura era deleznable. Las iglesias modernas eran más altas, más largas, y sobre todo tenían más luz. También se las diseñaba para mostrar las tumbas importantes y las reliquias sagradas que los peregrinos acudían a visitar. Además, las catedrales iban teniendo cada vez más, pequeños altares adicionales y capillas especiales dedicadas a santos particulares. Una iglesia bien proyectada, que respondiera a las cada vez más numerosas demandas de las congregaciones actuales, atraería muchos más devotos y peregrinos que los que Kingsbridge atraía en la actualidad. Y al hacerlo así, a la larga, ella misma podría subvenir a sus propias necesidades. Cuando Philip hubiera estabilizado e impulsado la economía del priorato, construiría una nueva iglesia que simbolizaría la regeneración de Kingsbridge.

Sería su realización suprema.

Pensaba que dentro de unos diez años tendría dinero suficiente para empezar a reconstruirla. Era una idea más bien desalentadora. ¡Tendría casi cuarenta años! Sin embargo esperaba que dentro de un año aproximadamente podría permitirse un programa de reparaciones que convirtiera la construcción actual, si no en algo impresionante, al menos respetable, para el Pentecostés siguiente al próximo.

Ahora que ya tenía un plan, se sentía de nuevo alegre y optimista. Distraído con los detalles apenas sí oyó un golpe lejano, como un enorme portazo. Se le ocurrió vagamente que alguien se hubiera levantado y anduviera por el dormitorio o el claustro. Supuso que si había dificultades no tardaría mucho en saberlo y sus pensamientos volvieron a centrarse en los alquileres y en los diezmos. Otra fuente importante de ingresos para los monasterios eran las donaciones de los padres de los muchachos que ingresaban como novicios, pero para atraer al tipo de novicios deseable el monasterio necesitaba una escuela floreciente.

Sus reflexiones se vieron de nuevo interrumpidas por el estruendo, esta vez más fuerte, que hizo temblar ligeramente su casa. Pensó que desde luego aquello no era un portazo. ¿Qué estaba pasando? Se acercó a la ventana y la abrió. La noche fría se coló de rondón y le hizo estremecerse. Miró hacia la iglesia, la sala capitular, el claustro, los edificios del dormitorio y la cocina. Todo parecía tranquilo a la luz de la luna. El viento era tan helado que los dientes le dolían al respirar. Olfateó. Olía a humo.

Frunció el ceño ansioso, pero no pudo ver fuego alguno. Metió la cabeza y olfateó en el interior de la habitación pensando que tal vez estuviera oliendo el humo de su propia chimenea, pero no era así.

Confundido y alarmado se puso rápidamente las botas, cogió la capa y salió corriendo de la casa. El olor a humo se hacía más fuerte mientras atravesaba presuroso la pradera en dirección al claustro. No cabía duda de que en alguna parte del priorato había fuego. Su primera idea fue que se trataba de la cocina; casi todos los fuegos empezaban en las cocinas. Atravesó corriendo el pasaje entre el crucero sur y la sala capitular y cruzó el cuadrado del claustro. Si hubiera sido de día hubiera atravesado el refectorio hasta el patio de la cocina, pero por la noche estaba cerrado con llave, de modo que hubo de atravesar el arco del paseo sur y girar a la derecha hasta la parte trasera de la cocina. Allí no había señal de fuego alguno como tampoco en la cervecería ni en la panadería, y el olor a humo parecía haber disminuido. Corrió un trecho más y desde la esquina de la cervecería miró, a través de la pradera, hacia la casa de invitados y las cuadras. Por allí todo parecía tranquilo.

¿Y si hubiera fuego en el dormitorio? Era el único edificio que también tenía chimenea. Aquello le horrorizó. Mientras corría de nuevo hacia el claustro tuvo una espantosa visión de todos los monjes en sus lechos, asfixiados por el humo, inconscientes mientras el dormitorio ardía por los cuatro costados. Corrió hacia la parte del dormitorio. Cuando ya alargaba la mano se abrió desde dentro y apareció Cuthbert Whitehead con una vela de junco.

¿Hueles a humo? preguntó Cuthbert de inmediato.

Sí. ¿Están los monjes bien?

Aquí no hay fuego.

Philip se sintió aliviado. Al menos su rebaño estaba a salvo.

¿Entonces dónde?

Tal vez en la cocina dijo Cuthbert.

No, ya lo he comprobado.

Una vez tranquilizado al saber que nadie se encontraba en peligro, Philip empezó a preocuparse por su propiedad; había estado reflexionando hacía un momento sobre finanzas y sabía que en la actualidad no podía permitirse hacer reparaciones en los edificios. Miró hacia la iglesia, ¿había un leve destello rojo del otro lado de las ventanas?

Pide la llave de la iglesia al sacristán, Cuthbert dijo Philip.

Cuthbert se le había adelantado.

La tengo aquí.

¡Hombre previsor!

Se dirigieron presurosos por el paseo este a la puerta del crucero sur. Cuthbert la abrió al momento. Tan pronto como lo hizo salió una humareda.

A Philip se le paró el corazón por un instante. ¿Sería posible que su iglesia estuviera ardiendo?

Entró. Al principio el panorama era confuso. En el suelo de la iglesia, alrededor del altar y allí, en el crucero sur, estaban ardiendo grandes trozos de madera ¿De dónde habían caído? ¿Cómo era posible que hubieran hecho tanto humo? ¿Y qué era ese fragor que parecía proceder de un fuego mucho mayor?

¡Mira! gritó Cuthbert.

Philip levantó la vista y todas sus preguntas obtuvieron respuestas. El techo estaba ardiendo furiosamente. Se quedó mirándolo horrorizado, era como las entrañas del infierno; había desaparecido la mayor parte del techo pintado, poniendo al descubierto los triángulos de madera del tejado ennegrecidos y abrasados, las llamas y el humo que ascendían y se contorsionaban en una danza diabólica. Philip permanecía callado, petrificado por la conmoción, hasta que el cuello empezó a dolerle de tanto mirar hacia arriba. Finalmente recuperó su presencia de ánimo. Corrió hasta el centro del crucero, se quedó en pie frente al altar y recorrió con la mirada toda la iglesia. Todo el tejado estaba en llamas, desde la puerta oeste hasta el extremo este, al igual que los dos cruceros. Por un momento le invadió el pánico y se preguntó: ¿Cómo podremos llevar el agua hasta allí?; imaginó una fila de monjes corriendo a lo largo de la galería con baldes, y al momento se dio cuenta de que era imposible. Incluso si pudiera dedicar a esa tarea un centenar de personas, no podrían llevar hasta el tejado la cantidad de agua necesaria para apagar aquel infierno rugiente. Comprendió desolado que todo el tejado iba a quedar destruido. La lluvia y la nieve caerían dentro de la iglesia hasta que pudiera encontrar dinero para un tejado nuevo.

Un fuerte chasquido le hizo levantar la vista. Exactamente encima de él una enorme viga se movía con lentitud de lado. Le iba a caer encima. Se precipitó hacia el crucero sur, donde estaba Cuthbert con aspecto atemorizado.

Toda una sección del tejado, tres triángulos de vigas y cabrios, más las planchas clavadas en ellos, caían lentamente. Philip y Cuthbert lo contemplaron, pasmados, olvidándose completamente de su propia seguridad. El tejado cayó sobre uno de los grandes arcos redondeados del cruce. El enorme peso de la madera y la plancha hendió el trabajo en piedra del arco con un estruendo prolongado, semejante al trueno. Todo sucedía con lentitud. Las vigas cayeron lentamente, el arco se rompió lentamente y la mampostería destrozada cayó lentamente por los aires. Se soltaron otras vigas del tejado y de repente, con un ruido semejante a un trueno largo y lento, toda una sección del muro norte del presbiterio se estremeció, deslizándose de costado hasta el crucero norte.

Philip estaba aterrado. El panorama de la destrucción de una construcción tan poderosa resultaba extrañamente asombroso. Era como ver derrumbarse una montaña o quedarse seco un río. En realidad nunca pensó que aquello pudiera ocurrir. Apenas podía creer lo que estaban viendo sus ojos. Se sentía desorientado y sin saber qué hacer.

Cuthbert le tiraba de la manga.

¡Vamos afuera! le gritó.

Philip no podía apartarse de allí. Recordaba que había estado calculando diez años de austeridad y duro trabajo para que el monasterio volviera a disfrutar de una situación económica próspera. Y ahora, de súbito, tendría que construir un nuevo tejado y un nuevo muro norte y quizás todavía más si la destrucción seguía adelante. Esto es obra del demonio, se dijo ¿Cómo era posible que el tejado ardiera en una noche glacial como aquella?

¡Vamos a morir! le gritó Cuthbert, y la nota de miedo humano en su voz conmovió a Philip. Dio media vuelta y ambos salieron corriendo de la iglesia hasta el claustro. Se había avisado a los monjes y empezaban a salir del dormitorio.

A medida que iban saliendo se detenían para mirar la iglesia. Milius Kitchener se encontraba en pie junto a la puerta, haciéndoles apresurarse para evitar la aglomeración, indicándoles que se alejaran de la iglesia y siguieran por el paseo sur de los claustros. A medio camino de él se encontraba Tom Builder, diciéndoles que al llegar al arco dieran la vuelta y escaparan por allí. Philip oyó decir a Tom:

Id a la casa de invitados. ¡Manteneos lo más lejos posible de la iglesia!

Se está excediendo, se dijo Philip, es de suponer que aquí, en el claustro estarán seguros. Pero no había mal en ello y quizás fuera una precaución prudente. De hecho, siguió reflexionando, probablemente debiera haberlo pensado yo.

Pero la cautela de Tom le hizo preguntarse hasta qué punto podía llegar la destrucción. Si el claustro no era del todo seguro, ¿qué pasaría con la sala capitular? Allí, en una pequeña habitación lateral de gruesos muros de piedra y sin ventanas, guardaban el poco dinero que tenían en un hermético cofre de roble, además de los vasos incrustados con piedras preciosas del sacristán y todas las valiosas cartas de privilegio y escrituras de propiedad. Un instante después vio al tesorero Alan, un joven monje que trabajaba con el sacristán y se ocupaba de los ornamentos. Philip le llamó.

Tenemos que sacar el tesoro de la sala capitular. ¿Dónde está el sacristán?

Se ha ido, padre.

Vete a buscarle y coge las llaves. Luego saca el tesoro de la sala capitular y llévalo a la casa de invitados. ¡Corre!

Alan echó a correr. Philip se volvió hacia Cuthbert.

Más vale que te asegures de que lo hace.

Cuthbert asintió con la cabeza y siguió a Alan.

Philip volvió a mirar a la iglesia. En los escasos minutos que su atención había estado en otras cosas el fuego había arreciado y el fulgor de las llamas brillaba ya con fuerza detrás de todas las ventanas. El sacristán debió de haber pensado en el tesoro antes de poner tan apresuradamente a salvo su propio pellejo. ¿Algo más se les había pasado por alto? A Philip le resultaba difícil pensar de manera sistemática cuando todo estaba ocurriendo de forma vertiginosa. Los monjes estaban a salvo, se estaban ocupando del tesoro había olvidado al santo.

En la parte más alejada del extremo este de la iglesia, más allá del trono del obispo, se encontraba la tumba en piedra de Saint Adolphus, uno de los primeros mártires ingleses. Dentro de aquella tumba había un ataúd de madera conteniendo los restos del santo. La tapa de la tumba se alzaba periódicamente para mostrar el ataúd. Por entonces Adolphus no era tan popular como tiempo atrás lo había sido, pero antiguamente hubo enfermos que se curaron con sólo tocar la tumba. Los restos de un santo podían atraer la atención hacia una iglesia, fomentando la devoción y los peregrinajes. Se obtenía tanto dinero que, pese a ser vergonzoso, se sabía de monjes que llegaban a robar las reliquias sagradas de otras iglesias. Philip había pensado en reavivar el interés del Adolphus. Tenía que poner a salvo sus restos.

Necesitaría ayuda para levantar la tapa de la tumba y sacar el ataúd. También debiera haber pensado en ello el sacristán. Pero no se le encontraba por parte alguna. El siguiente monje que salió del dormitorio fue Remigius, el altanero sub-prior. No tenía elección.

Philip le llamó.

Ayúdame a poner a salvo los huesos del santo le dijo.

Los ojos de Remigius, de un verde claro, se clavaron temerosos en la iglesia en llamas, pero tras un instante de vacilación siguió a Philip a lo largo del paseo del este y a través de la puerta. Una vez dentro, Philip se detuvo. Hacía tan sólo unos momentos que había huido de allí, pero el fuego había avanzado velozmente. El olor le recordaba el alquitrán quemado y pensó que las vigas del tejado debían de haberlas cubierto con brea para evitar que se pudrieran. A pesar de las llamas, se sentía un viento frío. El humo se escapaba a través de las brechas en el tejado y el fuego introducía el viento helado en la iglesia a través de las ventanas. Llovían sobre el suelo de la iglesia ascuas ardiendo y algunas vigas grandes que ardían en el tejado parecía que fueran a caer de un momento a otro. Hasta aquel momento se había preocupado primero por los monjes y luego por las propiedades del priorato. En aquellos momentos y por primera vez, temía por sí mismo y vaciló antes de seguir avanzando hacia aquel infierno.

Cuanto más esperara, mayor sería el riesgo, y si pensaba demasiado en ello perdería completamente el valor. Se levantó el borde del hábito gritando: ¡Sígueme!, y corrió hacia el crucero. Fue esquivando las pequeñas hogueras en el suelo, esperando que de un momento a otro le cayera encima una de las vigas del tejado y le aplastara.

Corría con el corazón en la boca con enormes ansias de lanzar gritos para aliviar su tensión. Y de repente se encontró en la zona segura del pasillo del otro lado. Allí se detuvo un momento. Los pasillos eran de piedra, abovedados, y en ellos no había fuego. Remigius se encontraba a su lado. Philip jadeó y tosió al tragar humo. Para atravesar el crucero sólo habían necesitado unos momentos, pero le pareció más largo que una misa de medianoche.

Moriremos dijo Remigius.

Dios nos protegerá le amonestó Philip al tiempo que decía para sus adentros: Entonces, ¿por qué estoy tan asustado? Aquel no era el momento para teología. Recorrió el crucero y dio vuelta a la esquina entrando en el presbiterio, manteniéndose siempre en el pasillo lateral. Podía sentir el calor de los asientos de madera, que ardían alegremente en medio del coro, y Philip lamentó la pérdida. Los asientos estaban hechos con todo lujo y cubiertos de hermosas tallas. Apartó todo aquello de su cabeza y se concentró en la tarea que tenía entre manos. Recorrió corriendo el presbiterio hasta el extremo este.

La tumba del santo se encontraba a medio camino de la iglesia. Era una gran caja de piedra instalada sobre un plinto bajo. Philip y Remigius habrían de levantar la tapa de piedra, ponerla a un lado, sacar el ataúd de la tumba, y llevarlo hasta el pasillo, mientras se desintegraba el tejado sobre sus cabezas. Philip miró a Remigius. El sub-prior tenía desorbitados por el miedo sus saltones ojos verdes. Philip disimuló su propio miedo para tranquilizar a Remigius.

Coge la losa por ese lado y yo la cogeré por este dijo señalándola, y sin esperar la respuesta se acercó a la tumba.

Remigius le siguió.

Se colocaron a cada lado y agarraron la tapa de piedra. Ambos hicieron un esfuerzo al unísono.

La losa no se movió.

Philip comprendió que debiera haber llevado más monjes. No se había detenido a pensar. Pero ya era demasiado tarde. Si salía afuera para pedir ayuda, era posible que el crucero estuviera intransitable cuando intentara volver. Pero no podía dejar así los restos del santo. Podía desplomarse una viga y destrozar la tumba. Entonces se prendería fuego al ataúd de madera y las cenizas serían aventadas, lo que resultaría un espantoso sacrilegio y una terrible pérdida para la catedral.

Se le ocurrió una idea. Avanzó hasta colocarse a un costado de la tumba e indicó a Remigius que se pusiera junto a él. Se arrodilló, puso ambas manos en el borde de la losa y empujó con todas sus fuerzas. Al imitarle Remigius, la losa se levantó. La fueron alzando lentamente, Philip levantó una rodilla y Remigius le imitó. Luego se pusieron en pie. Cuando la losa se encontraba en posición vertical le dieron otro empujón, cayendo al suelo del otro lado de la tumba y partiéndose en dos.

Philip miró al interior de la tumba. El ataúd se encontraba en buenas condiciones; la madera, al parecer, incólume y las asas de hierro enmohecidas en la superficie. Philip se situó en un extremo y agarró dos asas; Remigius hizo lo mismo en el otro lado. Levantaron el ataúd unas pulgadas, pero era mucho más pesado de lo que Philip esperaba, y al cabo de unos minutos Remigius lo dejó caer por su lado.

No puedo, soy más viejo que tú dijo.

Philip contuvo una furibunda réplica. Era posible que el ataúd estuviera forrado de chapa. Pero al estar rota la losa de la tumba, el ataúd era todavía más vulnerable que antes.

Ven aquí gritó Philip a Remigius. Intentaremos ponerlo de pie sobre un extremo.

Remigius dio vuelta a la tumba y se colocó junto a Philip. Cada uno de ellos cogió una de las manijas de hierro que sobresalían y tiraron. El extremo subió con relativa facilidad. Lograron alzarlo sobre el nivel superior de la tumba y luego ambos caminaron hacia delante, uno por cada lado, levantando el ataúd a medida que avanzaban, hasta colocarlo en pie sobre uno de sus extremos. Se detuvieron un instante. Philip se dio cuenta entonces de que habían levantado el féretro por su parte inferior de tal manera que el santo había quedado cabeza abajo. Philip le pidió perdón en su fuero interno. Alrededor de ellos caían constantemente fragmentos de madera ardiendo. Cada vez que algunas chispas caían sobre el hábito de Remigius, este se las sacudía con ademanes frenéticos y siempre que le era posible echaba una ojeada aterrada al tejado ardiendo. Philip se dio cuenta de que el hombre estaba perdiendo el valor por momentos.





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