XXXIII
Cuando los golpes al fin cesaron, Tom apretó los dientes y estiró la mano a pesar del dolor, tratando de alcanzar la flor de Claire, pero no lo logró porque alguien lo tomó de los cabellos e intentó incorporarlo.
—No ha estado mal, Tom, no ha estado nada mal —susurró Jeff Wayne a su oído, acompañando sus palabras con algo que parecía una risa, o quizás un gemido—. Lamentablemente, pese a tus esfuerzos, tu fin será el mismo.
Ordenó entonces a Mike Spurrell que lo tomara de los pies y Tom se encontró siendo llevado en volandas por sus verdugos hacia algún destino que, a un paso de la inconsciencia, poco le importaba. Unos minutos de balanceo después, sus compañeros lo arrojaron de nuevo al suelo como quien descarga un fardo. El rumor del mar y el entrechocar de las barcas llegó entonces hasta sus oídos, confirmando sus peores sospechas: lo habían traído al muelle, probablemente para acabar el acto tirándolo al río. Pero de momento nadie hacía o decía nada. Tom estuvo tentado de abandonarse a la inconsciencia, pero algo se lo impidió: se trataba del roce no demasiado desagradable de algo blando y tibio sobre sus hinchadas mejillas. Era como si alguno de sus compañeros hubiese decidido adecentarlo para la muerte limpiándole la sangre del rostro con un trapo empapado en brea.
—¡ Eterno, ven aquí inmediatamente! —oyó gritar a alguien.
El roce cesó al instante, y a continuación, a través del suelo, Tom oyó el resonar de unos andares pesados pero delicados, el caminar de alguien que se aproximaba sin prisas a la escena.
—Incorporadle —ordeno la voz.
Sus compañeros lo alzaron sin la menor delicadeza, pero las piernas de Tom se negaron a sostenerlo, doblándose enseguida, de manera que pareció recogerse sobre sí mismo con la languidez casi sensual de un títere al que cortan los hilos, quedando finalmente postrado de rodillas. Una mano atenta lo sujetó del cuello de la camisa, para evitar que volviera a desplomarse sobre el suelo. Desde aquella posición, una vez logró vencer el mareo que lo embargaba y enfocar la vista, Tom contempló sin sorpresas cómo Gilliam Murray se aproximaba hacia él lentamente, con su perro dando vueltas a su alrededor. Tenía la expresión levemente irritada de alguien que ha sido sacado de la cama en plena noche por alguna tontería, como si se hubiese olvidado que había sido él quien había ordenado aquella emboscada. Se detuvo a un par de metros de Tom y durante unos segundos lo observó con una sonrisa burlona, recreándose en su patético estado.
—Tom, Tom, Tom —dijo al fin, en el tono de quien reprende a un niño—, ¿por qué hemos tenido que llegar a esta situación tan desagradable? ¿Tan difícil te resultaba seguir mis sencillas instrucciones?
Tom guardó silencio, no tanto porque se trataba de una pregunta retórica, como porque dudaba que pudiese articular alguna palabra con los labios hinchados y la boca llena de sangre y esquirlas de dientes. Aprovechó que la vista se le había aclarado para comprobar que, efectivamente, se hallaban en el embarcadero, a apenas unos pasos del borde del muelle. Salvo Gilliam, al que tenía delante, y sus compañeros, que aguardaban órdenes a su espalda, no parecía haber nadie más allí. Todo iba a suceder en una perfecta intimidad. Así morían quienes no eran nadie, discretamente, sin llamar la atención, como basura tirada al río en mitad de la noche, mientras el resto del mundo dormía. Y nadie notaría su falta al día siguiente. Nadie diría: un momento, ¿dónde está Tom Blunt? No, la orquesta del mundo seguiría tocando sin él, porque en realidad nunca lo había necesitado para completar su partitura.
—¿Sabes que es lo más divertido de todo esto, Tom? —preguntó entonces Gilliam Murray con voz tranquila, acercándose al borde del muelle y observando distraído la negrura de las aguas—. Que su amor te delató.
Tom tampoco dijo nada esta vez. Se limitó a observar a su jefe, que permanecía absorto en la contemplación de las aguas del Támesis, aquel arcón sin fondo donde guardaba todo cuanto le causaba problemas. Un rato después, el empresario se volvió a mirarlo con una sonrisa entre piadosa y divertida.
—Sí, nunca me habría enterado de vuestro idilio si ella no se hubiese presentado al día siguiente de la expedición en mi oficina para pedirme la dirección de algún antepasado del capitán Shackleton.
Realizó una nueva pausa para que Tom digiriese lo que acababa de decir, constatando por su mueca de sorpresa que, tal y como sospechaba, la muchacha nunca le había contado aquello. Bueno, tampoco era algo tan importante. Desde su punto de vista, naturalmente. Para Gilliam había sido un error providencial.
—No sabía qué pretendía aquella muchacha —reconoció, acercándose de nuevo a Tom con pasitos cortos, casi de bailarina—. La despaché con un par de vaguedades, pero la curiosidad hizo que ordenara a uno de mis hombres que la siguiera. Prefería tenerla vigilada, ya sabes lo poco que me gusta que alguien husmee en mi negocio. Pero la señorita Haggerty no parecía interesada en investigar nada, sino todo lo contrario, ¿verdad? Te confieso que me sorprendí enormemente cuando mi informador me dijo que se había citado contigo en un salón de té, y que luego… Bueno, ya sabes lo que sucedió luego en la pensión Pickard.
Tom agachó la cabeza, en un gesto que tanto podía ser de pudor como de mareo.
—Mis sospechas se habían visto recompensadas —continuó Gilliam, divertido por su azoramiento—, aunque de un modo muy diferente al que pensaba. Iba a matarte entonces, a pesar de que no podía dejar de admirar el rendimiento que le habías sacado a la situación. Pero realizaste un movimiento inesperado: fuiste a casa de Wells, y eso volvió a intrigarme. Me pregunté qué pretendías. Si tu intención era revelarle al escritor que todo era un fraude, habías escogido a la persona equivocada. Como enseguida descubriste, Wells es el único de todo Londres que sabe la verdad. Pero no, tu propósito era mucho más noble.
Gilliam hablaba con las manos a la espalda, dando cortos paseítos frente a Tom. Sus idas y venidas hacían rechinar desagradablemente las tablas del muelle. Sentado a unos metros de la escena, Eterno contemplaba sus movimientos con una vaga curiosidad.
—Tras abandonar la casa de Wells, fuiste hasta la colina de Harrow, y ocultaste una carta bajo una piedra. Mi espía me la trajo de inmediato, y tras leerla lo comprendí todo —contempló a Tom con socarrona simpatía—. He de confesarte que he pasado ratos muy divertidos con vuestras cartas, que mi informador robaba de debajo de la piedra y volvía a colocar en su lugar una vez yo la había leído, antes de que llegara quien ese día debía recogerlas. Menos la última, naturalmente. La cogiste tan rápido que tuvo que robársela a Wells aprovechando uno de sus paseos en ese ridículo artefacto llamado bicicleta que le gusta utilizar.
Dejó de caminar y examinó de nuevo el río.
—Herbert George Wells… —susurró con cierto aborrecimiento mal contenido—. Pobre idiota. Te confieso que estuve tentado de romper cada una de sus cartas para escribirlas yo mismo. Si no lo hice fue porque Wells nunca se hubiese enterado, y eso, a efectos prácticos, venía a ser lo mismo que no hacerlo. Pero dejemos este asunto —exclamó de pronto en tono jovial, volviéndose de nuevo hacia su víctima—, estos celos entre escritores a ti ni te van ni te vienen, ¿verdad, Tom? Lo cierto es que pasé un buen rato con vuestras cartas, sí, sobre todo al leer determinado pasaje, como podrás suponer. Resultó bastante instructivo para todos, creo. Pero, bueno, ahora la historia por entregas ha concluido, las ancianitas llorarán largamente por el trágico destino de los enamorados, y yo podré matarte.
Se acuclilló ante Tom, y le alzó la cabeza tomándolo de la barbilla con una delicadeza casi maternal. El gesto le hizo mancharse los dedos con la sangre que le chorreaba del labio partido. Sacó un pañuelo de su chaqueta y se la limpió distraídamente, sin dejar de observarlo con interés.
—¿Sabes, Tom? —dijo—. En el fondo te agradezco infinitamente todo lo que has tenido que hacer para no descubrir mi fraude. Sé que en parte esto no ha sido del todo culpa tuya. Aunque solo en parte. Esa imprudente muchachita fue quien lo empezó todo, es cierto. Pero tú podías haberlo dejado estar, ¿no es verdad? Sin embargo, no lo hiciste. Y en el fondo te comprendo, no creas que no: probablemente esa muchacha merece los riesgos que has asumido. Sin embargo, comprenderás que no puedo dejarte vivir. Cada uno ha de desempeñar su papel en esta obra. Y yo tengo que matarte. Ese es mi cometido, desgraciadamente para ti. Y cómo resistirme a la hermosa ironía de encargarles el trabajito a tus fieles soldados del futuro.
Al referirse a ellos, les dedicó una burlona sonrisa por encima de la cabeza de Tom. Luego volvió a contemplar a éste durante un largo rato, como si estuviese reflexionando sobre lo que iba a hacer por última vez, quizás planteándose la posibilidad de obrar de otro modo.
—Es inevitable, Tom —dijo al fin, encogiéndose de hombros—. Si no te mato, tarde o temprano volverás a buscarla. Estoy convencido de que lo harás. Volverás a buscarla porque estás enamorado de ella.
Al oír aquello, Tom no pudo evitar contemplarlo con sorpresa. ¿Era cierto eso, estaba enamorado de Claire? Se trataba de una cuestión en la que nunca había llegado a pensar detenidamente, pues la respuesta no iba a servirle de nada: tanto si la amaba como si solo había sido un capricho para él, una oportunidad que no había querido dejar pasar, tendría que alejarse de ella igualmente. Pero ahora debía reconocer que, si Gilliam le dejaba vivir, lo primero que haría sería ir a buscarla, y eso solo podía significar que estaba enamorado de ella, tal y como su jefe había dicho. Sí, la amaba, reconoció Tom sorprendido, amaba a Claire Haggerty. La amaba desde el primer momento en que la vio. La amaba por su forma de mirarlo, por el tacto de su piel, por la forma en la que ella lo amaba a él. Y era agradable dejarse arropar por el manto protector de aquel amor inmenso e incondicional, por aquella capa mágica que lo resguardaba del frío de la vida, del temblor que le imponía en el alma la escarcha de los días, de aquel viento incesante que vencía los postigos e irrumpía en lo más hondo de su ser, y comprendió que nada desearía más que poder amarla a ella con el mismo fervor, sintiendo que estaba realizando el acto más importante y noble que el hombre podía llevar a cabo, el acto para el que había nacido, el acto que lo llenaba y lo resolvía: amar, amar verdaderamente, amar sin más propósito que la satisfacción que produce ser capaz de ello, porque esa era la cuerda de su mecanismo, su razón de ser, porque él quizás no pudiese dejar ninguna huella de su paso en el mundo, pero sí podía hacer feliz a alguien, y nada había más importante que eso, nada había más importante que dejar una huella en el corazón de otra persona. Sí, Gilliam tenía razón, iría a buscarla porque la quería con él, porque la necesitaba a su lado para ser otro, para huir de lo que era. Iría a buscarla, sí, ya fuera para recibir a la primavera o para rodar juntos por la pendiente del abismo. Iría a buscarla porque la amaba. Y eso hacía que la mentira en la que Claire estaba sumida no lo fuese tanto, pues en última instancia la muchacha amaba a alguien que también la amaba, y su amor, como el de Shackleton, era igualmente incapaz de llegar a ella, se extraviaba en alguna parte, no la alcanzaba. Qué importaba que habitaran la misma época e incluso la misma ciudad, aquel Londres purulento de finales de siglo, si debían estar tan alejados el uno del otro como si los separase un océano de tiempo.
—Pero para qué continuar la historia —oyó decir al empresario, ajeno a sus pensamientos—. Sería como otorgarle un final peor, mucho menos emocionante, ¿no crees? Es mejor que desaparezcas, Tom, que la historia acabe como debe acabar. La muchacha será feliz de todos modos.
Gilliam Murray alzó su corpachón y volvió a contemplarlo desde las alturas con interés académico, como si estuviese dentro de un frasco de formol.
—No le hagas daño a ella —balbuceó Tom.
Gilliam sacudió la cabeza, fingiéndose escandalizado.
—¡Claro que no, Tom! ¿No lo entiendes? Sin ti, la muchacha no representa ningún peligro para mí. Y tengo mis escrúpulos, aunque no lo creas. No voy matando por ahí a cualquiera, Tom.
—Me llamo Shackleton —escupió Tom entre dientes—. Capitán Derek Shackleton.
El empresario lanzó una carcajada.
—Entonces no debes preocuparte de nada porque resucitarás, te lo prometo.
Tras decir aquello, le dedicó una última sonrisa e hizo un gesto a sus compañeros.
—Adelante, caballeros. Acabemos con esto y vayámonos a dormir.
Siguiendo sus órdenes, Jeff y Bradley lo alzaron del suelo, al tiempo que Mike Spurrell traía un enorme bloque de piedra amarrado con una cuerda, cuyo extremo ataron a los pies de Tom; luego le colocaron las manos a la espalda y también se las anudaron. Gilliam observaba los preparativos con una sonrisita complacida.
—Listo, muchachos —dijo Jeff, tras comprobar la eficacia de ambos nudos—. Vamos a ello.
Él y Bradley lo tomaron de nuevo en volandas y se acercaron al borde del muelle, mientras Mike cargaba con la piedra que debía anclarlo al fondo. Tom observó las oscuras aguas sin ninguna emoción. Lo embargaba esa extraña calma de quien sabe que su vida ya no está en sus manos. Gilliam se acercó a él y le apretó vigorosamente el hombro.
—Adiós Tom. Has sido el mejor Shackleton que podía encontrar, pero así es la vida —le dijo—. Saluda a Perkins de mi parte.
Sus compañeros balancearon su cuerpo y, a la de tres, lo lanzaron a las aguas junto con el pedrusco. Tom tuvo tiempo de tomar una profunda bocanada de aire, antes de impactar contra la superficie del río. El frío de las aguas lo sorprendió, ahuyentando el abotargamiento que lo invadía. Aquello se le antojó una burla más del destino: ¿de qué le serviría estar tan despierto ahora que no iba a hacer otra cosa que ahogarse? Al principio, se hundió horizontalmente, pero la pesada piedra enseguida tiró de sus pies, enderezándolo, y Tom empezó a descender con sorprendente rapidez hacía el fondo del Támesis. Parpadeó repetidas veces, intentando distinguir algo entre las aguas verdosas, pero tampoco había gran cosa que ver, salvo la panza de las barcazas que flotaban en la superficie, junto con el trémulo círculo de claridad que dibujaba la única farola del muelle. La piedra no tardó demasiado en tocar fondo y Tom quedó suspendido sobre ella por unos veinte o treinta centímetros de cuerda, oscilando levemente como la cometa de un niño. ¿Cuánto podría aguantar sin respirar?, se dijo. Pero qué importaba. ¿Acaso no era absurdo resistirse a lo inevitable? De todos modos, aunque sabía que aquello solo iba a retrasar su muerte, apretó fuertemente los labios. Otra vez el molesto instinto de supervivencia, pero ahora comprendía a qué se debían aquellas súbitas ganas de sobrevivir: de repente había descubierto que lo peor de morir era que ya no tendría ninguna oportunidad de cambiar lo que había sido, que lo único que los demás verían cuando él ya no estuviese sería el asqueroso dibujo en el que iba a cristalizar su vida. Durante un tiempo que se le antojó eterno y angustioso, permaneció así, colgando hacia arriba, sintiendo cómo le ardían los pulmones y las sienes le batían ensordecedoramente, hasta que empezó a faltarle el aire y, contra su voluntad, se vio obligado a abrir la boca. El agua comenzó a irrumpir en su garganta, inundándole alegremente las cavidades pulmonares, y consiguiendo que el mundo que lo rodeaba se volviera aún más borroso. Tom comprendió entonces que aquello era el fin, que en cuestión de segundos perdería la consciencia.
Pese a todo, tuvo tiempo de verlo aparecer. Lo vio surgir a lo lejos de entre los cortinajes de la neblina y caminar hacia él por el fondo del río, con sus pesados andares de hierro, ajeno al medio en el que se hallaba. Supuso que la falta de oxígeno que estaba sufriendo su cerebro lo había invitado a salir de sus sueños para pasearse por la realidad, aunque había llegado demasiado tarde: su intervención no iba a ser necesaria, podía ahogarse fácilmente sin su ayuda. Aunque quizás solo hubiese venido para deleitarse viéndolo morir, el uno frente al otro en la borrosa intimidad de las aguas.
Pero para su sorpresa, cuando al fin llegó a su lado, el autómata lo rodeó por la cintura con uno de sus brazos metálicos, como si se preparasen para un baile; con el otro forcejeó con la cuerda que ataba sus pies a la piedra hasta que logró liberarlo. Lo remolcó entonces hacia arriba y, al borde de la inconsciencia, Tom contempló cómo se aproximaban a la panza de las barcas y al tembloroso resplandor de la farola. Antes de comprender lo que estaba sucediendo, su cabeza emergió abruptamente a la superficie.
El aire de la noche entró en sus pulmones, y Tom supo que aquel era el verdadero sabor de la vida. Lo aspiró con gula, y eso le hizo toser, como un niño hambriento que se atraganta con la comida. Sin apenas fuerzas, se dejó izar al muelle por su enemigo y allí quedó, tendido sobre el suelo, aterido y mareado, hasta que sintió las manos del autómata haciendo presión sobre su pecho. Aquel bombeo le ayudó a expulsar a borbotones el agua que había tragado. Cuando ya no parecía quedarle nada dentro, tosió varias veces, escupiendo cuajarones rojizos, al tiempo que sentía cómo la vida volvía a asentarse perezosamente en la arcilla blanda en la que se había transformado su cuerpo. Era una sensación gozosa descubrirse de nuevo vivo, sentir que la suave pujanza de la vida lo ocupaba, que lo rellenaba por dentro voluptuosamente, como minutos antes había intentado anegarlo el agua del Támesis, hasta el punto de sentir por un instante algo semejante a un espejismo de inmortalidad, como si el hecho de haber burlado a la muerte, de haberse acercado tanto a ella como para verle las enaguas, le hubiese conferido una cierta familiaridad con la parca que lo eximía para siempre de sus requerimientos. Algo más repuesto, Tom se esforzó en sonreír a su salvador, cuya cabeza metálica pendía sobre él como un bulto oscuro y redondeado, debido a que la única farola que había allí quedaba a su espalda.
—Gracias, Salomón… —logró balbucear.
El autómata se quitó la cabeza.
—¿Salomón? —rió—. Esto es un traje de buceo, Tom.
Aunque su rostro permanecía en sombras, Tom reconoció la voz de Martin Tucker, y le invadió una irrefrenable alegría.
—¿Nunca has visto uno? Te permite moverte bajo el agua como si pasearas por un parque, mientras el aire te lo insuflan desde la superficie mediante un compresor. Bob se ha encargado de eso, y también nos ha subido a ambos al muelle —explicó su compañero, señalando a alguien que permanecía fuera de su campo de visión. Luego, tras depositar la escafandra a un lado, Martin le levantó la cabeza con un cuidado de enfermera y lo examinó atentamente—. Vaya, estás hecho papilla. Los muchachos se han aplicado a fondo, pero no se lo tengas en cuenta. Todo debía resultar lo más creíble posible si queríamos engañar a Gilliam. Y creo que lo hemos logrado. A sus ojos, los muchachos han cumplido su encargo, por lo que ahora estarán cobrando el dinero prometido.
Pese a la hinchazón, los labios de Tom forjaron una mueca de sorpresa. ¿Todo había sido una farsa entonces? Eso parecía. Tal y como le había explicado el propio Murray antes de arrojarlo al Támesis, el empresario les había encargado matarlo, pero sus compañeros no eran tan mezquinos como él había supuesto, aunque tampoco andaban demasiado sobrados de dinero como para rehusar su oferta. Con inteligencia podían hacer ambas cosas, les habría dicho Martin Tucker, aquel hombretón que ahora le apartaba el cabello ensangrentado de la frente y lo contemplaba con paternal afecto.
—Bueno, Tom, el espectáculo ha concluido —le dijo—. Ahora que estás oficialmente muerto, eres libre. Tu nueva vida empieza esta noche, amigo. Aprovéchala bien, aunque ya sé que lo harás.
Le apretó el hombro a modo de despedida, tomó la escafandra, le dedicó una última sonrisa y abandonó el embarcadero, dejando un fragor de pasos metálicos flotando en la noche. Tras su marcha, Tom permaneció allí tumbado, sin prisa por levantarse, intentando asimilar todo lo que había sucedido. Respiró hondo, probando sus doloridos pulmones, y contempló el firmamento que se extendía sobre su cabeza. Una hermosa luna llena, de un amarillo pálido, iluminaba la noche. Le sonrió como si se tratase de la calavera de la muerte, que había fingido acogerlo en su regazo para insuflarle una nueva vida pues, por increíble que le resultase, todo aquello se había resuelto sin que él hubiese tenido que morir; al menos realmente, ya que su cadáver se hallaba supuestamente en el fondo del Támesis. Ahora se encontraba dolorido y casi sin fuerzas, ¡pero estaba vivo, vivo! Lo inundó entonces una euforia salvaje que lo animó a levantarse del frío suelo, antes de que se aliara con sus ropas mojadas para regalarle una pulmonía. Se levantó trabajosamente, y renqueando, abandonó el muelle. Le dolían todos los huesos, pero no parecía tener nada roto. Sus compañeros habían debido de poner cuidado en no lesionarle ningún órgano vital.
Echó una mirada a su alrededor. Todo estaba desierto. A la entrada del callejón en el que se había desarrollado la pelea, junto a la novela de Wells, distinguió la flor que le había regalado Claire. La tomó con cuidado, y la sostuvo en la palma de su mano, como quien sostiene la brújula que le marca el camino a seguir.
El aroma de los narcisos era dulce, evocador, ligeramente parecido al del jazmín, y lo guiaba suavemente en el laberinto de la noche, tirando de él como la resaca de una playa, atrayéndolo hacia una bonita casa envuelta en silencio. Su valla no era demasiado alta, y una enredadera de hiedra parecía adornar la fachada principal con el único fin de facilitar a los más aventureros el acceso hasta la ventana abierta de la muchacha, que dormía en un lecho donde ya no cabían más sueños.
Tom contempló con infinito cariño a aquella muchacha que lo amaba como nadie lo había amado nunca. De sus labios entreabiertos escapaban suspiros tenues, suaves, como si por su interior corriera la brisa del verano. Observó que su mano derecha estaba cerrada en torno a una cuartilla de papel, donde distinguió la minuciosa letra de Wells. Iba a sorprenderla con una caricia, cuando ella abrió lentamente los ojos, como si le hubiese despertado el peso de su mirada sobre su cuerpo. No pareció asustarse al encontrarlo allí, de pie junto a su lecho, como si esperase que tarde o temprano él apareciera siguiendo el aroma de sus narcisos.
—Has vuelto —dijo en un susurro dulce.
—Sí, Claire, he vuelto —respondió él en el mismo tono de voz—. Y he vuelto para quedarme.
Ella le sonrió con serenidad, deduciendo por la sangre seca que manchaba sus labios y sus mejillas lo mucho que la amaba. Se levantó y, con la misma calma, avanzó hacia él para adentrase en sus brazos. Y mientras se besaban, Tom comprendió que, pese a lo que dijese Gilliam Murray, aquel era un final mucho más hermoso que el anterior, en el que nunca volvían a encontrarse.
PARTE TERCERA
XXXIV
Al inspector de Scotland Yard Colin Garrett le hubiese gustado que la visión de la sangre no le causara tanta aprensión, para no tener que retirarse a vomitar cada vez que su profesión le obligaba a enfrentar un cadáver, especialmente si este reflejaba un mayor ensañamiento del habitual por parte de su verdugo. Sin embargo, para su desgracia, eso era algo que sucedía con tanta frecuencia que el inspector incluso estaba planteándose la posibilidad de no desayunar por las mañanas habida cuenta de lo poco que el desayuno permanecía alojado en su estómago. Tal vez por ello, a modo de compensación por su intolerancia a la sangre, Colin Garrett había sido bendecido con una mente brillante. O al menos eso le había dicho siempre su tío, el mítico inspector Frederick Abberline, que unos años atrás se había encargado de dar caza al feroz asesino Jack el Destripador. Tanta era la fe que su tío tenía en su preclaro cerebro que prácticamente lo había conducido de la mano a las oficinas de Scotland Yard con una encendida carta de recomendación para el superintendente Arnold el hombre adusto Y estirado que estaba a cargo del cuerpo de detectives. Y en el año que llevaba en la comisaría, Garrett había tenido que reconocer para su asombro que las sospechas de su tío no iban desencaminadas, pues desde que ocupara su despacho con vistas a Great George Street muchos habían sido los casos que había logrado resolver. Y lo había hecho sin aparente esfuerzo. Pero también lo había hecho sin salir de su despacho. En su cálido refugio, Garrett pasaba largas noches cotejando y haciendo encajar las pruebas que sus subordinados le traían, como un niño que se divierte con un puzzle, evitando en lo posible el roce con la cruda y sangrienta realidad que latía tras los datos que manejaba. El trabajo in situ no estaba hecho para un espíritu tan impresionable como el suyo, aunque tuviese por compañero un cerebro privilegiado.
Y del infierno que rugía tras la puerta de su despacho, quizás fuesen las morgues los sitios que exhibían con mayor ostentación el lado más real del crimen, la parte que se podía tocar, esa parte orgánica, tan pestilentemente concreta, que Garrett se esforzaba en ignorar. Por eso, cada vez que debía reconocer un cuerpo, el inspector lanzaba un suspiro de resignación, se encasquetaba su sombrero y partía hacia el pútrido edificio de turno rezando para que esta vez le diese tiempo de salir del cuarto de autopsias antes de que su estómago decidiera desembarazarse del desayuno, evitando salpicar los zapatos del forense.