—Bueno, supongo que yo tengo cierta ventaja sobre el resto de la humanidad —contestó Wells.
La cada vez más aturdida expresión del joven le arrancó una sonrisa indulgente. Jane también lo observaba con curiosidad. El escritor resopló con pesadumbre. Había llegado el momento de compartir su pan con los apóstoles, y quizás luego ellos podrían ayudarlo a cargar con la cruz.
—Hace poco más de un año —explicó Wells, dirigiéndose a ambos—, recién publicada La máquina del tiempo, un hombre vino a verme para entregarme una novela que acababa de terminar. Como La máquina del tiempo, se trataba también de un romance científico. Quería que la leyera y, si mi opinión era favorable, la recomendara a Henley, mi editor, para su posible publicación.
El joven asintió lentamente, como si no terminase de comprender qué tenía que ver todo aquello con él. Entonces Wells le dio la espalda y comenzó a rebuscar entre los libros y carpetas que atestaban la estantería del salón. Al fin encontró lo que buscaba, un voluminoso manuscrito que arrojó sobre la mesa.
—El hombre se llamaba Gilliam Murray y esa es la novela que me entregó aquella tarde de octubre de 1895.
Extendió la mano, invitando al muchacho a leer su portada. El joven se acercó al manuscrito y recitó con torpeza, como si masticara cada letra:
— El capitán Derek Shackleton, la verdadera y trepidante historia de un héroe del futuro, por Gilliam E Murray.
—Sí —ratificó Wells—. ¿Y quiere saber qué es lo que cuenta? La novela transcurre en el año 2000, y narra la guerra de los malvados autómatas contra los humanos, liderados por el bravo capitán Derek Shackleton. ¿Le resulta familiar el argumento?
El visitante asintió, pero por el desconcierto de su mirada Wells dedujo que todavía no lograba entender a dónde quería llegar.
—Si Gilliam hubiese escrito la novela después de crear su empresa yo no tendría ningún motivo, salvo mi natural escepticismo, para dudar de que su año 2000 fuese verdadero —explicó—. Pero esta novela me la entregó un año antes. ¡Un año! ¿Comprende lo que quiero decirle? Gilliam ha trasladado su novela a la realidad. Y usted es su personaje principal.
Tomó el manuscrito, buscó una página concreta, y recitó, para desconcierto del joven:
—El capitán Derek Shackleton era un majestuoso espécimen de la raza humana, adornado con una musculatura imponente y un rostro airoso, de cuyos ojos rebosaba la ferocidad de una pantera acorralada.
El muchacho enrojeció ante la descripción. ¿Era aquel su aspecto? ¿Tenía los ojos de una fiera acorralada? Era posible, pues desde que nació no había hecho otra cosa que sentir se acorralado por todo, por su padre, por la vida, por la mala suerte, y últimamente por los matones de Murray. Sin saber qué decir, miró a Wells.
—Se trata de la horrenda descripción de un escritor sin el menor talento, pero no puede negarme que usted encaja perfectamente en ella —dijo Wells, arrojando el manuscrito sobre la mesa con gesto de absoluto desprecio.
Pasaron unos segundos sin que nadie dijera nada.
—Pese a todo, Bertie —intervino al fin Jane—, este joven necesita tu ayuda.
—Ah, sí. Es cierto —repuso de mala gana Wells, que tras su hábil episodio de desenmascaramiento pensaba dar por zanjada la visita.
—¿Cuál es su verdadero nombre? —preguntó Jane al joven.
—Me llamo Tom Blunt, señora —respondió este, inclinándose educadamente ante ella.
—Tom Blunt —repitió Wells con burla—. No suena igual de heroico, claro.
Jane le reprobó con la mirada. No soportaba que su marido recurriese al desdén para paliar la terrible sensación de inferioridad física que solía aquejarlo siempre que se hallaba en presencia de alguien físicamente más imponente.
—Y dígame, Tom —dijo Wells tras un carraspeo—, en qué puedo ayudarle.
Tom suspiró. Sin dejar de estrujar su gorra como si quisiera exprimirla, y con la mirada clavada con humildad en el suelo, pues ya no era ningún valeroso héroe del futuro, sino simplemente un pobre diablo, intentó narrarle al matrimonio todo lo que había sucedido desde que su vejiga lo apremiara a buscar un lugar apartado del decorado del futuro para descargarla. Intentando no aturrullarse, les contó cómo la muchacha llamada Claire Haggerty había aparecido de la nada justo en el momento en que él se había desembarazado del yelmo de su armadura, viéndole la cara, y todos los problemas que eso podría acarrearle, para lo que tuvo que desvelarles el desagradable modo en que Murray se aseguraba de que su elenco de actores no arruinara la función, ilustrándolo con el caso de Perkins. Sus conjeturas hicieron soltar a la mujer del escritor un gritito de estremecimiento, mientras este se limitaba a sacudir la cabeza, como si no esperase otro proceder de Gilliam Murray. A continuación, les habló de cómo se había tropezado con Claire Haggerty en el mercado y no había dudado en arrancarle una cita sin importarle las consecuencias que ello pudiera tener, dejándose llevar únicamente, reconoció con pudor, por sus instintos de hombre. Y como luego había tenido que inventarse todo lo de las cartas para que ella accediera a acompañarlo a la pensión. Sabía que no habla obrado bien, les dijo, sin atreverse a levantar los ojos del suelo, y estaba arrepentido, pero no debían entretenerse en juzgar su comportamiento porque su acto había tenido consecuencias imprevistas. La muchacha se había enamorado de él y, convencida de que todo era cierto, había escrito obedientemente la primera de las cartas, dejándola en la colina de Harrow. Sacó la carta y se la entregó a Wells, que la tomó lleno de estupefacción por lo que estaba oyendo. El escritor la desplegó y, tras aclararse ruidosamente la voz, procedió a leerla en voz alta para que su intrigada esposa también pudiera conocer su contenido. Trató de hacerlo con el desapego de un párroco dando un sermón, pero no pudo impedir que la voz le temblara de emoción en ciertos pasajes. Aquellos sentimientos eran tan hermosos que no pudo sino sentir un punto de envidia del joven que tenía delante, que sin merecerlo se había convertido en el destinatario de un amor tan incondicional que lo obligaba a cuestionarse sus propios sentimientos, a replantearse su modo de sentir, su manera de querer y ser querido. La expresión conmovida que se había apoderado del rostro de Jane le confirmó que su mujer también había sentido algo similar.
—He intentado escribirle —dijo Tom—, pero yo apenas sé leer. Y temo que si mañana no hay una carta esperándola en la colina la señorita Haggerty pueda hacer alguna locura.
Wells también tuvo que reconocer que aquello era lo más probable, dado el desaforado tono de la misiva.
—He venido para pedirle que se escriba con ella por mí —confesó entonces el joven.
Wells lo contempló, atónito.
—¿Cómo dice?
—Solo serán tres cartas, señor Wells. ¿Qué significa eso para usted? —dijo el joven, y luego, tras sopesarlo unos segundos, añadió—: No puedo pagarle, pero si algún día necesita ayuda para resolver algún asunto que no pueda solucionar civilizadamente, solo tendrá que llamarme.
Wells no podía creer lo que estaba oyendo. Iba a responder que no pensaba involucrarse en aquel lío cuando sintió la mano de Jane apretando cálidamente la suya. Se volvió hacia su esposa, que le sonrió con la misma expresión soñadora que la ganaba cuando terminaba una de esas novelas románticas a las que era tan aficionada; luego miró a Tom, que lo contemplaba a su vez lleno de expectación. Y supo que no tenía alternativa: debía volver a salvar una vida usando su imaginación. Observó durante un largo rato las cuartillas que tenía en las manos, surcadas por la letra menuda y elegante de la muchacha llamada Claire Haggerty. En el fondo, reconoció, resultaba tentador continuar aquella historia tan imaginativa, fingirse un bravo héroe del futuro en mitad de una cruenta guerra con los malvados autómatas, e incluso decirle a otra mujer que la amaba apasionadamente bajo la aprobación de su propia esposa, como si de repente habitaran un mundo que había decidido fomentar los instintos más hondos del hombre en vez de recortarlos igual que setos, dando origen a una convivencia armoniosa entre todos los habitantes del planeta, purgada de celos y prejuicios, donde el libertinaje había sublimado en una suerte de tierna y cortés camaradería. El reto lo estimulaba enormemente, era cierto, y ya que no tenía más remedio que llevarlo a cabo, se animó diciéndose que cartearse con aquella desconocida podía resultarle tan divertido como excitante.
—De acuerdo —dijo de mala gana—. Pásese mañana a primera hora y tendrá su carta.
XXX
Lo primero que Wells hizo al quedarse a solas en la sala, mientras Jane acompañaba al joven a la puerta, fue tomar el manuscrito de Gilliam Murray y esconderlo de nuevo fuera de su vista. Aunque no lo había dejado traslucir, el modo atroz con el que Gilliam sostenía en pie su teatro de marionetas lo había impresionado notablemente. Era evidente que para el empresario resultaba vital rodearse de gente que tuviese la boca cerrada, y aunque eso podía conseguirse a base de incentivos, las amenazas parecían ser mucho más efectivas. Descubrir que Gilliam recurría sin problemas a aquellos métodos infames le impuso un temblor en el cuerpo, pues no en vano aquel sujeto era su enemigo, o al menos así parecía comportarse con él. Tomó el folleto que solía enviarle cada semana y lo observó con desagrado. Por mucho que le asqueara, Wells no podía ignorar que todo aquello era culpa suya. Sí, Viajes Temporales Murray existía gracias a él, gracias a su decisión.
Había tenido únicamente dos encuentros con Gilliam Murray, pero había hombres que no necesitaban más para crearse enemigos. Y Gilliam era de esos, como enseguida comprobó. El primer encuentro se había producido en aquella misma habitación una tarde de abril, recordó, contemplando con un escalofrío el sillón de orejas donde Gilliam Murray había calzado con dificultad su corpachón. Desde que apareciera por la puerta tendiéndole su tarjeta de visita con aquella sonrisa viscosa, lo había impresionado su enorme cuerpo de buey, pero todavía lo había asombrado más la incongruente gracia con la que se movía, como si sus huesos estuviesen huecos. Wells había ocupado el sillón que se hallaba frente a él, y ambos se habían dedicado a observarse con prudente cortesía mientras Jane terminaba de servirles el té. Cuando su esposa abandonó el salón, el desconocido ensanchó aún más su melindrosa sonrisa, le agradeció que lo hubiese recibido con tanta prontitud y, acto seguido, procedió a enterrarlo bajo un alud de elogios acerca de su novela La máquina del tiempo. Pero hay quien al alabar algo no pretende sino ensalzarse a sí mismo, pregonar al mundo su exquisita sensibilidad e inteligencia, y Gilliam Murray pertenecía a ese bando donde se aglutinaban los vanidosos. Elogió su novela con vehemencia, ensalzando en un parlamento exaltado desde su compensada estructura o la fuerza de sus imágenes hasta el color del traje con que había decidido vestir al protagonista, mientras Wells se limitaba a escucharlo con cortesía, preguntándose qué sentido tenía que alguien decidiera perder la mañana en apabullarle de aquel modo en vez de limitarse a compilar sus comentarios en una carta cortés, como hacía el resto de sus admiradores. Recibió aquellas encendidas alabanzas cabeceando incómodo, como quien camina bajo una llovizna molesta pero inofensiva, con la esperanza de que aquel aburrido panegírico no durase demasiado y pudiera volver a sus quehaceres. Pero enseguida descubrió que aquello no era más que el apropiado preámbulo destinado a allanar el terreno antes de que el hombre decidiera revelarle el verdadero motivo de su visita. Una vez concluido su efusivo parlamento, Gilliam extrajo de su cartera un voluminoso manuscrito y lo depositó en sus manos con el cuidado de quien entrega una reliquia santa o un niño recién nacido. El capitán Derek Shackleton, la verdadera y trepidante historia de un héroe del futuro, leyó Wells, atónito. Ahora ni siquiera recordaba cómo habían llegado a citarse para una semana más tarde, después de que el gigante le arrancara la promesa de que lo leería y, si le gustaba, lo recomendaría a Henley.
El escritor acometió la lectura del manuscrito que había caído de improviso en sus manos sin ninguna gana, como quien padece una tortura. No le apetecía en absoluto leer nada que pudiera haber surgido de la imaginación de aquel lechuguino engreído, al que consideraba incapacitado para interesarlo en algo, y no se equivocó. A medida que se adentraba en sus pretenciosas páginas comenzó a cuajar en su mente el más puro tedio, aparte de la decisión de no citarse con sus admiradores nunca más. Gilliam le había entregado una majadería extravagante y soporífera, una novelita que, como muchas de las que habían comenzado a sepultar los escaparates a rebufo de la suya, se apuntaba a la moda especulatoria. Eran novelas atestadas de cachivaches técnicos, auténticas almonedas de papel que, inspirándose en el auge de la ciencia, mostraban toda clase de máquinas disparatadas destinadas a realizar los deseos más secretos del hombre. Wells no había leído ninguna, pero Henley le había comentado en alguna comida los hilarantes argumentos de muchas de ellas, como las del neoyorquino Luis Senarens, pobladas de aeronaves en las que sus protagonistas exploraban los territorios más salvajes del planeta, arramblando con cualquier tribu indígena que les saliera al paso. Pero sobre todo, Wells recordaba la del inventor judío que fabricaba una máquina para aumentar el tamaño de las cosas. La imagen de Londres atacada por un ejército de cochinillas gigantes, que Henley le había descrito con sorna, no había podido evitar aterrarle.
La trama de la novela de Gilliam Murray producía un sonrojo similar. Tras su rimbombante título se escondía la delirante especulación de un enajenado. Gilliam sostenía que con el transcurrir de los años, los autómatas, esos juguetitos para niños que vendían algunas tiendas del centro de Londres, acabarían cobrando vida. Sí, por increíble que resultase, bajo sus cráneos de madera se desperezaría una suerte de conciencia terriblemente similar a la humana, tanto era así que enseguida descubría el atónito lector que los autómatas albergaban un invencible rencor hacia los hombres por el humillante trato de esclavos que estos le habían profesado. Finalmente, liderados por Salomón, un autómata de guerra impulsado a vapor, no tardaban en decretar sin demasiados miramientos el destino de la raza humana: la exterminación. Varios lustros les llevaba reducir el planeta a una escombrera y la humanidad a un puñado de ratas asustadas, de entre las cuales, sin embargo, surgía un salvador, el bravo capitán Shackleton quien, tras varios años de guerra baldía, acababa con los sueños de conquista del autómata Salomón tras un ridículo duelo a espada. En las páginas finales para aumentar aún más el delirio que producía su lectura, Gilliam se atrevía a extraer de su descacharrante historia una sonrojante moraleja con la que pretendía hacer reflexionar a toda Inglaterra, o al menos al gremio de los inventores de juguetes: Dios no tardaría en castigar al hombre si este continuaba emulándolo fabricando vida, si es que por vida, pensó Wells, podía entenderse la de aquellos engendros mecánicos.
Tal vez una historia así funcionara como sátira, pero el problema era que Gilliam se la tomaba terriblemente en serio, otorgándole un aire de solemnidad que solo servía para agravar lo ridículo de su argumento. La posibilidad de que el año 2000 profetizado por Gilliam llegara a existir era del todo inverosímil. Por lo demás, su escritura era tan pueril como grandilocuente, los personajes estaban tristemente dibujados y los diálogos carecían de brío. Era la novela, en definitiva, de alguien que cree que cualquiera puede ser escritor. No es que amontonara palabras unas tras otras sin ninguna ambición estética, lo cual hubiese vuelto su lectura un ejercicio insípido pero a la larga digerible. Gilliam era de esa clase de lectores voraces que creían que escribir bien era algo parecido a engalanar una carroza. Ese convencimiento daba como resultado una escritura relamida, poblada de grotescos floripondios y risibles alardes verbales que se atragantaban en la garganta. Cuando alcanzó la última página Wells sentía náuseas estéticas. Aquella novela no merecía otro destino que el fuego de la chimenea; incluso, de encontrarse los viajes en el tiempo a la orden del día, sería obligado viajar al pasado y destrozarle a aquel sujeto las manos a mazazos antes de que infamara el devenir de la literatura con su engendro. Sin embargo, decirle la verdad a Gilliam Murray era un trago que no le apetecía pasar, sobre todo cuando podía lavarse las manos limitándose a entregarle la novela a su editor para que fuese el propio Henley quien la rechazara, algo que estaba convencido de que haría, y sin los remordimientos que a él pudieran acosarle.
Para cuando llegó el día de su nueva cita con Murray, Wells aún no había decidido qué hacer. Gilliam se presentó en su casa con envidiable puntualidad, empuñando su sonrisa altanera, pero Wells enseguida vislumbró bajo su cargante cortesía un poso de impaciencia mal contenida. Resultaba evidente que Gilliam ansiaba conocer su veredicto, pero tanto uno como otro debían ceñirse al protocolo. Intercambiando banalidades, Wells lo condujo a la sala y ambos ocuparon sus respectivos sillones mientras Jane servía el té. El escritor aprovechó aquel tiempo de silencio para estudiar a su inquieto invitado, que se esforzaba en apuntalar una sonrisa serena en sus labios gordezuelos. Una inesperada sensación de poder invadió entonces a Wells. Él, más que nadie, sabía la ilusión que se escondía tras la escritura de una novela, y el escaso valor que esa ilusión tenía de cara a los demás, que juzgaban su trabajo por los resultados obtenidos y no por el desvelo con el que había sido realizado. Según le parecía a él, un juicio negativo, por muy constructivo que fuese, resultaba invariablemente doloroso para un escritor. Era siempre una pedrada, sirviese para hacerlo reaccionar con la bravura del soldado herido o para hundirlo en el abismo al destrozar su frágil ego. Y ahora, abracadabra, Wells tenía en su mano los sueños de aquel desconocido. Podía destruirlos o preservarlos. En el fondo, reconoció, podía hacer lo que se le antojase, ya que la pésima calidad de la novela no era un factor determinante, pues podía dejar la decisión en manos de Henley. Se trataba de si quería usar su poder para el bien o para el mal, de si quería ver cómo reaccionaba aquel ser arrogante ante lo que no era otra cosa que la verdad o si por el contrario prefería regalarle una mentira piadosa para que siguiese pensando, al menos hasta el diagnóstico de Henley, que había escrito una obra digna.
—¿Y bien, señor Wells? —se apresuró a preguntarle Gilliam en cuanto Jane abandonó la habitación—. ¿Qué le ha parecido mi novela?
Wells casi sintió que el aire de la habitación vibraba ligeramente, como si la realidad hubiese llegado a una encrucijada, como si el universo aguardase su decisión para saber qué camino tomar, por dónde seguir discurriendo. Era como si su silencio fuese una presa, un dique que estaba conteniendo el flujo de los acontecimientos.
Y todavía hoy ignoraba por qué había tomado aquella decisión. Nada le iba realmente en ello, la había escogido como podía haber escogido la otra. Aunque una cosa sí sabía: estaba seguro de que no lo había hecho por maldad, sino por la simple curiosidad que le producía contemplar cómo aquel hombre que tenía sentado ante él encajaría un golpe tan brutal, si aceptaría sus opiniones con una educación que encubriese su dignidad herida, se desmoronaría ante él como un niño o un condenado a muerte, o se irritaría hasta el punto de abalanzarse sobre él con el propósito de estrangularlo con sus manazas, lo cual era algo que tampoco debía descartar. Fue pura experimentación con el alma de aquel pobre hombre, lo disfrazara como lo disfrazara. Un ejercicio empírico, como el del científico que ha de sacrificar al ratón en pos de un descubrimiento, y Wells quería descubrir la capacidad de reacción de aquel desconocido que, dándole a leer su manuscrito, le había otorgado un inconmensurable poder sobre él, la posibilidad de ejercer como brazo ejecutor del ruin universo que habitaban.
Una vez decidió lo que iba a hacer, se aclaró la garganta y contestó, en un tono educado, casi gélido, como si fuese indiferente al nocivo efecto que sus palabras podían causar en su visitante:
—He leído su obra con suma atención, señor Murray, y he de confesarle que no me ha resultado una lectura placentera en ningún aspecto. No he encontrado en ella nada que alabar, nada que aplaudir. Me tomo la libertad de hablarle de este modo por considerarlo un colega y juzgar que una mentira por mi parte no va a beneficiarle lo más mínimo.
A Gilliam se le borró la sonrisa de golpe y sus manazas se aferraron como garras a los brazos del sillón. Wells prestó atención a la mudanza de sus facciones mientras continuaba zahiriéndolo con extrema cortesía:
—En mi opinión, usted no solo parte de una idea bastante ingenua sino que la desarrolla con enorme mala fortuna, cercenando sus pocas posibilidades. Su obra posee una estructura caótica y errática, las escenas se encadenan de un modo deslavazado y uno acaba teniendo la impresión de que las cosas suceden porque sí, sin la menor lógica narrativa, simplemente porque a usted le conviene. Esa molesta arbitrariedad argumental, sumada a su escritura, propia de un notario aficionado a las novelas románticas de la Austen, provoca en el lector un inevitable desinterés, cuando no un profundo rechazo hacia lo que está leyendo.
En ese punto, Wells realizó una pausa para contemplar a su demudado invitado con entomológica curiosidad. Había que ser de hielo para no estallar ante semejantes comentarios, se dijo. ¿Estaba Gilliam hecho de hielo? Observó los esfuerzos de este para vencer su aturdimiento, cómo se mordía los labios y abría y cerraba los puños, como si estuviese ordeñando unas ubres invisibles, y concluyó que pronto lo sabría.
—¿De qué está hablando? —se escandalizó al fin Murray, incorporándose en el sillón, presa de una furia súbita que le marcaba los tendones del cuello—. ¿Qué clase de lectura ha realizado de mi obra?
No, Gilliam no estaba hecho de hielo. Era puro fuego, y Wells enseguida comprendió que no iba a derrumbarse. Su visitante era de esa clase de personas tan enfermizamente orgullosas que a la larga resultaban moralmente invencibles, tan pagadas de sí mismas que se creían capaces de hacer bien cualquier cosa por el mero hecho de proponérselo, así se tratase de una casita para pájaros o de una novela adscrita a la moda del romance científico. Pero para su desgracia, Gilliam no había decidido medirse con la construcción de una caseta para gorriones. Había decidido dirigir sus esfuerzos a demostrar al mundo que poseía una imaginación fuera de lo común, que sabía barajar con soltura los vocablos hacinados en el diccionario, o que había sido bendecido con cualquiera de las características del oficio del escritor que más le atrajese, si no todas. Wells se esforzó en permanecer imperturbable mientras su invitado, casi desgañitándose por la rabia, tachaba de insensatos sus comentarios. Contemplándolo gesticular con tanto acaloramiento, empezó a arrepentirse de la opción que había tomado. Estaba claro que si continuaba en aquella misma dirección, destrozando su novela con comentarios mordaces, aquello solo podía volverse más desagradable. Pero, ¿qué otra opción tenía? ¿Iba a renegar de todo lo que había dicho por la posibilidad de que aquel sujeto le arrancara la cabeza de cuajo si se dejaba ganar por la rabia?
Por suerte para Wells, Gilliam pareció tranquilizarse de repente. Tomó aire un par de veces, giró el cuello de un lado a otro y relajó las manos sobre el regazo, en un voluntarioso esfuerzo por recuperar la compostura. Su trabajosa lucha por serenarse se le antojó a Wells una suerte de parodia de la impresionante transformación que el actor Richard Mansfield había llevado a cabo en el Liceo durante la representación de la obra El doctor Jekyll y Mr. Hyde, unos años atrás. Lo dejó hacer sin importunarlo, secretamente aliviado. Gilliam parecía avergonzado por haber perdido los nervios, y el escritor comprendió que se hallaba ante un ejemplar de hombre inteligente lastrado por un temperamento visceral, por una naturaleza fogosa que lo arrastraba a aquellos arrebatos que sin duda había aprendido a gobernar a lo largo de su vida, hasta adquirir un cierto dominio del que debía sentirse orgulloso. Pero Wells había tocado donde dolía, en su vanidad, demostrándole que su autocontrol no era infalible.
—Usted tal vez haya tenido la fortuna de escribir una novela simpática, al gusto de todos —dijo Gilliam cuando logró calmarse, aunque en tono beligerante—, pero es obvio que carece de la capacidad necesaria para enjuiciar el trabajo de los demás. Me pregunto si no se deberá a la envidia. ¿Acaso teme el rey que el bufón se siente en su trono y gobierne mejor que él?
Wells sonrió para sus adentros. Tras el derroche de furia, venía la falsa serenidad y el cambio de estrategia. Acababa de rebajar su novela, tan elogiada días antes, a la categoría de obrita popular, y había buscado una causa para sus juicios que nada tuviese que ver con su nula calidad literaria, en este caso la envidia. Bueno, aquello era mejor que tener que soportar sus gritos coléricos. Se adentraban ahora en el terreno de la esgrima verbal, y eso le excitó porque era un territorio donde se hallaba especialmente cómodo. Decidió endurecer sus palabras.