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Salí de Munich a las ocho de la tarde, el primero de mayo, y llegué a Viena temprano, al día siguiente por la mañana. 26 страница




Nos conoceremos exactamente el día 20 de mayo del año 2000, aunque los detalles de ese primer encuentro te los daré en la última de las cartas. Ese encuentro será el comienzo de todo esto, a pesar de que ahora que pienso en ello, comprendo que eso tampoco es cierto, pues tú ya me conocerás por mis cartas. ¿Dónde empieza nuestra historia de amor, entonces? ¿Empieza aquí, con esta carta? No, tampoco es este el principio. Estamos atrapados en un círculo, Derek, ¿y quién puede señalar dónde comienza un círculo? Solo podemos continuar hasta completarlo, como yo estoy haciendo ahora tratando de que no me tiemble el pulso. Esa es mi parte, lo único que debo hacer, porque ya sé lo que tú has hecho: sé que contestarás a esta carta, sé que te enamorarás de mí, sé que me buscarás cuando llegue el momento. Solo los detalles me sorprenderán.

E imagino que no puedo sino terminar esta carta diciéndote cómo soy, cómo pienso y cómo veo el mundo, ya que en nuestra cita en el salón de té, cuando te pregunté que cómo era posible que me amaras si no me conocías tú me aseguraste que me conocías más de lo que yo podía suponer. Y me conocías, por supuesto, por mis cartas, así que empecemos: nací el 14 de marzo de 1875, en el West End de Londres. Soy delgada, de estatura media tengo los ojos azules y mi cabello que suelo llevar suelto sobre los hombros, en contra de la costumbre, es de color negro. Perdona que sea tan escueta en esta parte, pero describirme físicamente se me antoja un indecoroso ejercicio de vanidad. Además, prefiero que conozcas las interioridades de mi alma. Tengo dos hermanas, Rebecca y Evelyn, ambas mayores que yo. Las dos están casadas y viven en Chelsea, y es comparándome con ellas como mejor puedo explicarte cómo soy. Desde siempre me he sentido diferente. Al contrario que ellas, yo no he sabido adaptarme a la época que me ha tocado vivir. Mi época me aburre soberanamente, Derek. ¿Cómo explicártelo? Me siento como si asistiera a una comedia teatral que todos celebraran con risas mientras yo permanezco impermeable a las presuntamente divertidas ocurrencias de los personajes. Y esa insatisfacción me ha convertido en una muchacha problemática, alguien a quien es mejor no invitar a las fiestas y mantener vigilada durante las veladas familiares, pues más de una vez he arruinado alguna arremetiendo contra las absurdas normas que regulan el comportamiento de la sociedad en la que vivo, para estupor de los invitados.

Otra de las cosas que me hace sentir distinta a las demás jovencitas que conozco es mi escaso interés en casarme. Me disgusta terriblemente el papel que la mujer está destinada a ocupar dentro del matrimonio, y para el que mi madre se empeña en educarme. Nada me parece más pernicioso para mi espíritu libre que convertirme en la ecuánime gobernanta de una familia, cuyos días se me irían inculcando a mis hijos los valores morales que a mí me han transmitido y supervisando las tareas de los criados, mientras mi esposo se bate en el mundo laboral, ese peligroso escenario del que las mujeres, unánimemente juzgadas criaturas sensibles y frágiles, hemos sido suavemente apartadas. Como puedes ver, soy independiente y aventurera, pero también, por raro que te resulte, nada enamoradiza. Si te soy sincera, jamás pensé que pudiera enamorarme de alguien como me he enamorado de ti. Lo cierto es que empezaba a considerarme como una de esas botellas que acumulan polvo en la bodega, esperando ser descorchadas en una ocasión especial que nunca llega. Pero supongo que es gracias a mi carácter por lo que todo esto está sucediendo.

Pasado mañana volveré aquí para recoger tu carta, amor mío, tal y como me dijiste. Ansío saber de ti, leer tus palabras de amor, saber que te tengo aunque nos separe un océano de tiempo.

Tuya para siempre,

C.

Pese a los esfuerzos que le suponía el acto de la lectura, Tom leyó la carta de Claire tres veces, con el gesto de asombro que la muchacha había vaticinado, aunque por motivos bien distintos, naturalmente. Cuando concluyó la última lectura, la guardó cuidadosamente en el sobre y se recostó contra el árbol, intentando ordenar el revuelo de sensaciones que aquellas cuartillas habían desencadenado en su interior. ¡La muchacha se lo había creído todo! ¡Y había venido hasta allí para dejarle una carta! Cuando para él ya todo había acabado, comprendió, para ella no había hecho más que empezar. Ahora se daba cuenta de cuán lejos había ido aquello. Había jugado con la muchacha sin pararse a pensar en las consecuencias que eso podía tener, pero ahora «conocía» las consecuencias. Sí, aunque no era su propósito original, aquella carta le informaba de los efectos que su travesura había tenido sobre su víctima, algo que hubiera preferido seguir ignorando. Claire no solo había creído su mentira hasta el punto de llevar a cabo obedientemente el siguiente paso del ritual, sino que el encuentro de sus cuerpos había sido el soplo de aire que su balbuceante amor necesitaba para acabar prendiendo, hasta adquirir, al parecer, hechuras de incendio incontrolable. Ahora ese fuego la abrasaba, y Tom se maravilló no solo de que todo aquel amor hubiese brotado de una breve cita, sino también de que la muchacha estuviese dispuesta a consagrar su vida a conservarlo encendido, como quien vigila una hoguera en un bosque para mantener a raya a los lobos. Pero lo que más lo asombraba era que Claire iba a hacer todo eso por él, porque lo amaba. Nadie le había profesado nunca un amor así, se dijo, desconcertado, porque ya no le importaba que el destinatario de aquel sentimiento fuese el capitán Shackleton: quien había yacido con ella, quien la había desnudado con reverencia, quien la había tomado con dulzura, había sido él, Tom Blunt. Shackleton solo era una representación, una idea, pero lo que en última instancia había enamorado a Claire había sido su modo de encarnarlo. ¿Y qué sentía él?, se preguntó. ¿Acaso el hecho de recibir un amor tan incondicional y apasionado debía hacer brotar de su corazón un sentimiento similar, como surgía su reflejo al asomarse a un estanque? No sabía qué responder a esa pregunta. Por otro lado, tampoco merecía la pena hacer demasiadas cábalas al respecto, dado que lo más probable es que lo asesinaran a lo largo del día.

Contempló de nuevo la carta que tenía en sus manos. ¿Qué se suponía que debía hacer con ella? Súbitamente, comprendió que solo podía hacer una cosa: tenía que responderla, no porque quisiera aceptar el papel de enamorado que le correspondía en aquella historia que él mismo había desencadenado sin quererlo, sino porque la muchacha le había insinuado que no podría vivir sin sus cartas. Tom se la imaginó acudiendo allí en su carruaje, subiendo la pequeña colina, y no encontrando ninguna carta del capitán Shackleton respondiendo a la suya. Estaba seguro de que Claire no podría asimilar aquel brusco revés en la trama, aquel inesperado y misterioso silencio. Tras un par de semanas acudiendo allí y volviendo de vacío, no le costaba imaginarla quitándose la vida con el mismo arrebato con que había decidido amarlo, tal vez hundiéndose una afilada daga en el corazón o ingiriendo un frasco entero de láudano. Y Tom no podía permitir que eso ocurriese. Lo quisiera o no, su juego lo había convertido en responsable de la vida de Claire Haggerty. Tenía que responder a su carta. No tenía otra alternativa.

De regreso a Londres, al descubrirse caminando campo a través en vez de haciéndolo por la carretera, y deteniéndose y tensando los músculos ante el menor ruido, comprendió que algo había cambiado: ya no quería morir. No, ya no quería. Y no porque de pronto apreciara su vida como nunca antes lo había hecho, sino porque debía responder a la carta de la muchacha. Debía mantenerse con vida para mantener con vida a Claire.

Una vez en la ciudad, robó papel de carta en una librería y, tras asegurarse de que ni le seguían ni había matones de Gilliam apostados alrededor de la pensión, se refugió en su cuartucho de Buckeridge Street. Todo parecía estar en calma. De la calle trepaban hasta su ventana los sonidos habituales de la tarde, una partitura en la que no parecía haber ninguna nota discordante. Colocó entonces la silla ante la cama, a modo de improvisado escritorio, desplegó sobre el asiento el papel, el tintero y la pluma que había robado, y suspiró hondo. Tras media hora debatiéndose sobre la cuartilla lleno de frustración, al fin descubrió que escribir no era tan fácil como imaginaba. Escribir era aún más trabajoso que leer, muchísimo más. Para su sorpresa, comprobó que le resultaba imposible plasmar en el papel las ideas que tenía en la cabeza. Sabía lo que quería decir, pero cada vez que iniciaba una frase no podía evitar que esta se le fuese a la deriva, alejándose cada vez más de la idea que pretendía aprehender. Todavía recordaba los rudimentos de la escritura que Megan le había enseñado, pero desconocía la gramática necesaria para redactar correctamente Y sobre todo ignoraba cómo debía hacer para exponer sus ideas con la misma claridad que la muchacha. Contempló el indescifrable revoltijo de letras y tachones que mancillaba el blanco del papel, en el que lo único que tenía algún sentido era el «Querida Claire» con el que había encabezado tan alegremente el escrito. Lo que ahora tenía ante sí no era otra cosa que la conmovedora muestra de un semianalfabeto que intenta escribir su primera carta. Arrugó la cuartilla, rindiéndose a lo evidente. Si Claire recibía una carta así acabaría quitándose la vida igualmente, incapaz de entender por qué el salvador de la humanidad escribía como un chimpancé.

Aunque lo quisiera, no podía responderle. ¡Pero la mujer necesitaba encontrar una carta junto al roble dentro de dos días, o acabaría quitándose la vida! Se recostó en la cama, intentando pensar. Necesitaba ayuda, era evidente. Necesitaba a alguien que escribiese la carta por él. Pero, ¿quién? No conocía a nadie que supiese escribir. Y no bastaba con alguien cualquiera, como por ejemplo un maestro de escuela, al que pudiera obligar a escribirla amenazándolo con partirle los dedos si no lo hacía. La persona escogida no solo debía saber expresarse correctamente sobre el papel, también tenía que tener la suficiente imaginación como para participar con gracia en aquella charada, y por si eso fuera poco, igualmente debía ser capaz de responder a la muchacha en el mismo tono apasionado que ella había empleado. ¿A quién podía recurrir que reuniera todos esos requisitos?

De repente, lo supo. Se levantó de un salto, apartó la silla y abrió el último cajón de la cómoda. Allí, como un pez boqueante fuera del agua, estaba la novela. La había adquirido cuando comenzó a trabajar para Murray, porque su jefe le dijo que gracias a aquel libro su negocio había sido el éxito que era. Y Tom, que jamás había leído una novela, no había dudado en comprarla. El acto de leerla, sin embargo, le había resultado enormemente trabajoso, y no había logrado rebasar la tercera página, pero la había guardado sin querer revenderla porque de algún modo intuía que a aquel escritor le debía lo que era ahora. Abrió la solapa y estudió su retrato. La nota decía que vivía en Woking, en el condado de Surrey. Sí, si alguien podía ayudarlo era sin duda el sujeto de la fotografía, aquel joven con cara de pájaro llamado H. G. Wells.

Sin dinero para alquilar un carruaje, y sin demasiadas ganas de enfrentar el riesgo que le supondría esconderse en algún tren que partiera hacia Surrey, Tom concluyó que no tenía otra forma de llegar a la casa del escritor más que usando sus piernas. El trayecto hasta Woking, que en coche debía de durar unas tres horas aproximadamente, triplicaría su duración si lo recorría a pie, por lo que, si se ponía en camino en ese instante, alcanzaría su destino durante la madrugada, una hora poco adecuada para presentarse en casa de alguien sin ser anunciado, salvo que se tratara de una urgencia, como era el caso. Se guardó la carta de Claire en el bolsillo, se encasquetó la gorra y abandonó la pensión en dirección a Woking sin pensárselo dos veces. No tenía otra opción, y la caminata no lo amedrentaba en absoluto. Sabía que contaba con buenas piernas y la paciencia suficiente como para llevar a cabo aquella titánica excursión sin desfallecer en ningún momento.

Durante el largo camino a la casa del escritor, mientras contemplaba cómo la noche caía perezosamente sobre los campos, y echaba regulares miradas a su espalda para cerciorarse de que no lo seguían ni los matones de Murray ni tampoco Salomón, Tom Blunt barajó distintos modos de presentarse ante Wells. El que finalmente le pareció más acertado era también el que sonaba más ridículo: anunciarse como el capitán Derek Shackleton. Estaba seguro de que el salvador de la humanidad sería mucho mejor recibido que el infeliz Tom Blunt, fuese la hora que fuese, y nada le impedía hacerse pasar por él fuera del escenario, como ya había hecho con notable éxito ante Claire. De ese modo, fingiéndose Shackleton, incluso podía contarle al escritor la misma historia que había inventado para la muchacha, y decirle que había encontrado su carta al salir del agujero temporal en su primera visita a aquella época. ¿Cómo no iba a tragarse eso el tal Wells, si precisamente había escrito una novela sobre los viajes en el tiempo? Aunque para que su mentira resultara creíble, tendría que inventar también una buena excusa con la que justificar por qué no podía escribir la carta él mismo o alguna otra persona del futuro, quizás arguyendo que en el año 2000 ya nadie escribía cartas porque esas tareas recaían desde mucho antes de la guerra en los autómatas escribientes, de modo que el hombre de su tiempo había perdido la práctica de la escritura. Fuera como fuere, presentarse como elcapitán Shackleton se le antojó la mejor estrategia: era preferible que el célebre héroe del futuro le pidiera ayuda para salvar la vida de su amada, dado que él salvaría el planeta de los autómatas cuando le llegara el turno, a que un pelagatos viniera a interrumpir el sueño del famoso escritor para rogarle que lo sacara del embrollo en el que lo habían metido sus ansias de sexo.

Cuando llegó a Woking ya estaba muy avanzada la madrugada, y el lugar reposaba en una idílica calma. Hacía una noche fresca pero hermosa. Le llevó casi una hora leer los buzones hasta dar con el que ostentaba el apellido Wells. Se encontró entonces ante una casa de tres plantas cercada por un una valla no demasiado alta, que permanecía con todas las luces apagadas. Tras contemplar el hogar del escritor durante unos minutos, Tom tomó una bocanada de aire y franqueó su cancela. No tenía sentido retrasar más el momento.

Cruzó el jardincito con pasos reverentes, como si se aventurara en una capilla, subió los peldaños que se hallaban ante la puerta y se dispuso a llamar, pero su mano se detuvo antes de tirar de la campanilla. El trote de un caballo profanando el silencio nocturno lo sobresaltó. Se volvió lentamente al oír cómo se acercaba, y casi al instante, lo contempló detenerse ante la casa del escritor. Sintiendo un escalofrío, observó cómo el jinete, apenas una silueta oscura, desmontaba y abría la cancela. ¿Era uno de los matones de Murray? El individuo respondió a sus preguntas con un gesto expeditivo que no dejó lugar a dudas: sacó una pistola del bolsillo y lo apuntó al pecho. Inmediatamente, Tom se arrojó hacia un lado, rodando por el jardín hasta sumergirse en la oscuridad. De soslayo observó cómo el desconocido intentaba seguir su inesperado movimiento con el arma, pero Tom no tenía intención de ofrecerle un blanco fácil. Se levantó lo más rápido que pudo, alcanzó la valla en un par de zancadas y la escaló con agilidad. Estaba convencido de que en cualquier momento sentiría el picotazo caliente de una bala perforándole la espalda, pero eso no llegó a suceder. Al parecer, se estaba moviendo más rápido de lo que él mismo creía. Saltó a la calle y corrió todo lo que pudo, saliendo al campo. No dejó de hacerlo durante al menos cinco minutos. Solo entonces se detuvo, resoplante, y se permitió una mirada atrás para comprobar si el matón de Gilliam lo seguía, pero no distinguió nada en la espesa oscuridad que envolvía el mundo. Había logrado despistarlo y, al menos por el momento, podía considerarse a salvo, pues dudaba mucho de que su verdugo se molestara en buscarlo en aquella negrura tan compacta. Probablemente se volvería a Londres a informar a Murray. Más sereno, Tom se acomodo tras unos arbustos y se dispuso a pasar la noche allí. Al amanecer se cercioraría de que el matón, efectivamente, había desaparecido, y volvería a la casa del escritor a solicitar su ayuda, tal y como tenía previsto.


 

XXIX

«Has salvado la vida de un hombre usando tu imaginación», le había dicho Jane apenas unas horas antes, y aquella frase aún seguía resonando en la cabeza de Wells mientras contemplaba irrumpir la claridad de la mañana por el ventanuco del desván, perfilando los muebles de la estancia y la escultura griega que componían sus cuerpos abrazados sobre el sillón de la máquina del tiempo. Cuando le había dicho a su mujer que quizás pudieran aprovechar el asiento, no se había referido a rentabilizarlo de aquel modo, pero no le pareció oportuno sacarla de su error, y ahora aún menos. Wells la observó con cariño. Dormida en sus brazos, Jane respiraba acompasadamente, tras habérsele entregado con un entusiasmo renovado, rescatando aquel arrebato un tanto bárbaro de los primeros meses, cuya extinción él había presenciado con la resignada melancolía de quien sabe de sobra que las pasiones nunca duran eternamente, que solo se trasmiten a otros cuerpos. Pero en ningún lugar estaba escrito, al parecer, que las ascuas no pudieran avivarse de vez en cuando, gracias a algún soplo de aire inesperado, y ese descubrimiento había dejado en los labios del escritor una sonrisa de gratitud un tanto idiota que hacía tiempo que no visitaba sus espejos. Y todo se debía a aquella frase que daba vueltas en su cabeza: «Has salvado la vida de un hombre usando tu imaginación», una frase que lo había hecho relucir de nuevo ante Jane, y que espero que ustedes tampoco hayan olvidado, pues se trata del puente que enlaza esta escena con la primera aparición de Wells en nuestra historia, que ya les advertí que no sería la última.

Cuando su esposa bajó a preparar el desayuno, el escritor decidió permanecer un rato más sentado en la máquina. Respiró hondo, satisfecho y asombrosamente contento consigo mismo. A veces, en determinados momentos de su vida, Wells solía catalogarse como un ser humano extremadamente ridículo, pero ahora parecía estar atravesando una etapa de su existencia que lo invitaba a mirarse de otro modo, con una mayor indulgencia; incluso, por qué no, con admiración. Le había gustado salvar una vida, tanto por la inesperada recompensa que Jane le había ofrecido, como por el extraordinario regalo que había obtenido a causa de todo ello: aquella máquina surgida de su imaginación, aquella máquina con aspecto de trineo sofisticado que servía para desplazarse por el tiempo, o al menos eso le habían hecho creer a Andrew Harrington. Contemplándola ahora a la luz del día, Wells tuvo que reconocer que cuando la describió en su libro con cuatro pinceladas vagas, nunca sospechó que pudiese resultar un artefacto tan bello si alguien decidía construirla. Con la sensación de estar realizando una travesura, se irguió ceremoniosamente en el sillón, apoyó con exagerada solemnidad una mano sobre la palanca de cristal que se hallaba al lado derecho del panel de mandos y sonrió con melancolía. Ojalá aquel cacharro funcionase, ojalá pudiese ir de una época a otra, recorrer el tiempo caprichosamente, alcanzar incluso sus bordes, si es que los tenía, llegar allí donde todo surgía o todo moría. Pero la máquina no servía para eso. En realidad, la máquina no servía para nada. Ahora que incluso le había quitado el mecanismo que prendía el polvo de magnesio, ni siquiera servía para cegar a su ocupante.

—¿Bertie? —lo llamó Jane desde la planta baja.

Wells se levantó de un brinco, como si le diese vergüenza que ella lo descubriera jugando con el artefacto. Se recompuso las ropas que la pasión había desordenado y bajó las escaleras al trote.

—Un joven quiere verte —le dijo Jane, algo nerviosa—. Se ha anunciado como el capitán Derek Shackleton.

Wells se detuvo al pie de la escalera. ¿Derek Shackleton? ¿De qué le sonaba ese nombre?

—Está esperando en la sala. Pero ha dicho algo más, Bertie… —dijo Jane, indecisa, sin saber qué tono darle a sus próximas palabras—. Ha dicho que viene… del año 2000.

¿Del año 2000? Entonces Wells recordó de qué le sonaba aquel nombre.

—Bueno, debe de tratarse de algo muy urgente entonces —dijo, forjando una misteriosa sonrisilla—. No perdamos tiempo y vayamos a ver qué desea el caballero.

Y tras decir aquello, abrió la marcha hacia el saloncito sacudiendo divertido la cabeza. En la sala, de pie junto a la chimenea, sin atreverse a ocupar ninguno de los sillones que se le ofrecían, Wells encontró a un joven vestido con ropas modestas. Antes de pronunciar palabra lo examinó de arriba abajo, maravillado. Se trataba, increíblemente, de un majestuoso espécimen de la raza humana, adornado con una musculatura imponente y un rostro airoso, de cuyos ojos rebosaba la ferocidad de una pantera acorralada.

—Soy George Wells —se presentó una vez concluyó su reconocimiento—. ¿En qué puedo ayudarle?

—Buenos días, señor Wells —lo saludó el hombre del futuro—. Perdone que irrumpa en su casa a una hora tan temprana, pero se trata de un asunto de vida o muerte.

Wells asintió, sonriendo para sí ante aquella estudiada presentación.

—Soy el capitán Derek Shackleton y vengo del futuro. Del año 2000, para ser exactos.

Tras soltar aquello, el joven lo contempló abiertamente, atento a su reacción.

—¿Le dice algo mi nombre? —inquirió, al ver que el escritor no parecía excesivamente sorprendido.

—Por supuesto, capitán —contestó Wells con una sonrisita, rebuscando en una papelera que se encontraba junto a una estantería abarrotada de libros. Al poco, extrajo de ella un gurruño de papel, lo desdobló y se lo tendió a su visitante, que lo tomó con cautela—. ¿Cómo no iba a decirme algo? Recibo un folleto como este puntualmente cada semana. Usted es el salvador de la raza humana, el hombre que en el año 2000 liberará nuestro planeta del yugo de los malvados autómatas.

—Exacto —confirmó el joven con cierto recelo por el tono socarrón que había usado el escritor.

Sobrevino entonces un tenso silencio, durante el cual Wells se limitó a contemplar a su visitante con las manos en los bolsillos y aire burlón.

—Supongo que se preguntará cómo he viajado hasta su época —dijo al fin el joven, como un actor que se ve obligado a darse a sí mismo el pie que necesita para continuar con su texto.

—Ahora que lo dice, sí —respondió Wells, sin esforzarse en mostrar el menor interés en el asunto.

—Bien, se lo explicaré —dijo el joven, intentando que la manifiesta indolencia del público al que tenía que dirigirse no le afectara—. Al poco de comenzar la guerra nuestros científicos inventaron una máquina capaz de abrir agujeros temporales, con el propósito de fabricar un túnel desde el año 2000 hasta su época. Querían enviar a alguien para acabar con el fabricante de los autómatas Y así impedir la guerra antes de que se produjera. Pues bien: yo soy ese alguien.

Wells se lo quedó mirando con seriedad durante casi un minuto. Finalmente lanzó una carcajada que desconcertó a su visitante.

—Posee usted una imaginación portentosa, joven —reconoció.

—¿No me cree? —preguntó el otro, aunque el deje trágico en que lo dijo hizo que aquello pareciera más una amarga constatación que una pregunta.

—Por supuesto que no —exclamó el escritor en tono jovial—. Pero no se alarme, no se debe a que no haya recitado su ingeniosa mentira con la suficiente credibilidad.

—Pero, entonces… —farfulló el joven, confuso.

—Lo que ocurre es que no creo que pueda viajarse al año 2000, y mucho menos que en esa época el hombre esté en guerra con los autómatas. Todo eso no es más que una invención ridícula. Gilliam Murray podrá engañar a toda Inglaterra, pero no a mí —proclamó Wells.

—Entonces… ¿usted sabe que todo es un fraude? —murmuró el joven, que no lograba salir de su asombro.

Wells asintió con gravedad, dedicándole también una mirada a Jane, que se mostraba igual de sorprendida.

—¿Y no piensa delatarlo? —preguntó al fin el muchacho.

El escritor dejó escapar un profundo suspiro antes de responder, como si aquella pregunta lo hubiese atormentado durante demasiado tiempo.

—No, no tengo la menor intención de hacerlo —contestó—. Si la gente paga el dinero que se les pide por verlo a usted derrotar a unos autómatas de latón, quizás merezcan que les timen. Por otro lado, ¿quién soy yo para privarles de la ilusión de creer que han visitado el futuro? ¿He de arruinarles ese sueño por el hecho de que alguien se esté haciendo rico con él?

—Entiendo —murmuró el visitante. Y luego, aún sorprendido, e incluso con cierta admiración, añadió—: Usted es la única persona que conozco que piensa que todo es mentira.





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