.


:




:

































 

 

 

 


Salí de Munich a las ocho de la tarde, el primero de mayo, y llegué a Viena temprano, al día siguiente por la mañana. 32




El cadáver que debía examinar esa mañana lo había descubierto en Marylebone la policía de la City, que tras intentar averiguar sin éxito qué clase de arma había causado la atroz herida que mostraba la víctima, a todas luces un mendigo, había traspasado el caso a los cerebros de Scotland Yard. Garrett imaginaba que el trasvase habría ido acompañado de una sonrisita de sorna por parte de los agentes de la City, contentos de poder plantearles un desafío lo suficientemente complicado a los genios de Great George Street, para que estos se ganasen el sueldo. Había sido el doctor Terrence Alcock, que en aquel momento lo esperaba en el vestíbulo de la morgue de York Street tocado con un delantal engalanado con manchas de sangre seca, quien había reconocido a la policía de la City que se hallaban ante un enigma que al menos a él le quedaba grande, y el hecho de que un hombre tan versado como el forense, que disfrutaba aireando sus conocimientos a la menor oportunidad, hubiese reconocido su derrota tan abiertamente hizo sospechar a Garrett que se encontraba ante un caso verdaderamente interesante, más propio de una novela de su admirado Sherlock Holmes que de la prosaica vida real, donde los criminales casi siempre carecían de inventiva.

El forense lo saludó con un gesto grave y lo condujo por el corredor hacia la sala de autopsias en un silencio de clausura que sorprendió a Garrett. Enseguida comprendió que aquella misteriosa herida enfurecía lo bastante al forense como para encapotar su excelente humor. Pese al aspecto un tanto inquietante que le otorgaba su único cejo, el doctor Alcock era un hombre alegre y tremendamente parlanchín. Siempre que acudía a la morgue, lo recibía con una simpática jovialidad, y lo guiaba por aquel largo pasillo recitando de corrido, como si de una canción popular se tratara, el orden que consideraba más apropiado para examinar los órganos de la cavidad abdominal: epiplón, bazo, riñón izquierdo, cápsula suprarrenal, vejiga urinaria, próstata, vesículas seminales, pene, cordón espermático, un rosario de nombres que terminaba en el paquete intestinal, material que el forense examinaba en último lugar por razones de limpieza, pues aseguraba que manejar su contenido era una labor repugnantísima. Y yo, que todo lo veo aunque no tenga el menor interés en ello, como ya les he repetido varias veces a lo largo de esta historia, puedo confirmarles que, pese a su tendencia a la bravuconería, en este caso en particular el doctor no exageraba en absoluto; a causa de mi ubicuidad sobrenatural he podido verlo en tales fregados, manchándose de excrementos a sí mismo, al cadáver, la mesa de disección e incluso el suelo de la sala de autopsias, aunque por respeto a ustedes no incurriré en descripciones más minuciosas.

Pero esta vez el forense caminaba por el corredor con aire melancólico, sin acompañar el trayecto con aquella cantinela que, debido a su capacidad retentiva, Garrett se había sorprendido canturreando más de una vez, generalmente cuando se encontraba de buen humor. Tras recorrer el pasillo, entraron en una amplia habitación donde flotaba un olor a carroña que resultaba imposible de ignorar. Estaba iluminada por varias lámparas de gas de cuatro brazos que colgaban del techo, aunque a Garrett se le antojaban insuficientes para una sala tan grande, lo que volvía aquel lugar mucho más tétrico de lo que ya era. En esa mortecina penumbra, apenas se distinguía nada que estuviera a más de dos metros. La mayor parte de las paredes de ladrillo estaban cubiertas por una hilera de armaritos abastecidos de instrumental quirúrgico, que se alternaban con repisas atestadas de botellas que contenían misteriosos líquidos oscuros. En la pared del fondo había también una enorme pileta, donde más de una vez había visto al doctor Alcock lavándose la sangre de las manos como quien practica macabras abluciones. En el centro de la habitación, en una mesa recia iluminada por una lámpara, se hallaba un bulto cubierto con una sábana. El forense, que exhibía siempre las mangas de la camisa remangadas, detalle que inquietaba poderosamente a Garrett, le invitó con un gesto de cabeza a acercarse a la mesa. Junto al bulto, en una mesita contigua, componiendo un bodegón siniestro, se amontonaban cuchillos de disección, condrótomos para cercenar cartílagos, una navaja de afeitar, varios escalpelos, algunas serretas, un escoplo fino para horadar el cráneo y su correspondiente martillo, una decena de agujas de coser con hilo de tripa para las suturas, un par de trapos sucios, una balanza, una lente, y una palangana llena de agua con un ligero tono rojizo que Garrett evitó mirar.

En ese momento, uno de los ayudantes del forense abrió la puerta e hizo un tímido intento de entrar, pero el doctor lo espantó con un gesto airado. Garrett no pudo evitar recordar las veces que lo había oído despotricar contra aquellos petimetres que le adjuntaban de ayudantes, jovencitos recién salidos de la universidad que sostenían el cuchillo de autopsia como si fuese una pluma y, moviendo solo los dedos y la muñeca mientras mantenían el brazo pegado al tronco, practicaban a los cadáveres unos cortes finos y pequeños que más parecían tener un fin culinario. Que dejen esos cortes para quienes se exhiben en los anfiteatros anatómicos, solía decirle el doctor Alcock un verdadero fanático de las grandes incisiones, de los cortes largos y amplios que ponían a prueba la resistencia del brazo y la musculatura del hombro.

Tras abortar aquella interrupción, el doctor descorrió la sábana que ocultaba el cuerpo que yacía sobre la mesa. Lo hizo sin ninguna ceremonia, como un mago cansado de realizar una y otra vez el mismo truco.

El cadáver pertenece a un sujeto varón de entre cuarenta y cincuenta años recitó a continuación con voz monótona, tiene un metro y setenta centímetros de largo, huesos delgados, escaso panículo adiposo y una musculatura muy poco desarrollada. El color del cuerpo es en general pálido. En cuanto a la dentadura, los dientes incisivos están completos, pero faltan varios molares, y los que están se hallan cariados en su mayor parte y cubiertos de una ligera capa parduzca.

Tras el informe aguardó unos segundos, esperando a que el inspector dejara de estudiar el techo y se decidiera a enfrentar el cadáver.

Y aquí está la herida anunció con entusiasmo ante su pasividad, animándole a echar un vistazo.

Garrett tragó aire y dejó que su mirada descendiera lentamente sobre el fiambre, para contemplar con aprensión el enorme boquete que este exhibía en mitad del pecho.

Se trata de una abertura redondeada de treinta centímetros de diámetro le ilustró el forense, que atraviesa el cuerpo del sujeto de lado a lado, de manera que puede verse a su través como si fuese una ventana, algo que podrá comprobar si se inclina sobre ella.

Sin demasiadas ganas, Garrett se asomó al descomunal agujero, a través del cual podía verse efectivamente la mesa sobre la que estaba tumbado el cadáver.

Sea lo que sea lo que ha causado esto, aparte de chamuscar terriblemente la piel de los bordes, ha volatilizado todo lo que ha encontrado a su paso: parte del esternón, de los cartílagos costales, del mediastínico, de los pulmones, la mayoría de las costillas, el ventrículo derecho del corazón y el tramo correspondiente de la médula espinal. Lo poco que ha sobrevivido, como algunos trozos de pulmón, se ha fundido con la pared torácica. Aún he de realizar la autopsia, pero es obvio que este agujero ha sido la causa de su muerte dictaminó el forense, aunque que me cuelguen si sé qué lo ha provocado. Es como si el pecho de este desdichado hubiese sido atravesado por una lengua de fuego, o si lo prefiere por una especie de rayo calórico. Pero no conozco arma alguna que pueda producir eso, salvo la espada flamígera del arcángel san Miguel.

Garrett asintió, luchando con su encabritado estómago.

¿El resto del cuerpo muestra alguna otra anomalía? preguntó, por decir algo, al tiempo que notaba cómo el sudor le perlaba la frente.

El prepucio es más corto que de costumbre, cubriendo tan solo el borde del glande, pero sin que se encuentre en él cicatriz de ninguna clase respondió el forense, haciendo gala de su profesionalidad. Pero si exceptuamos eso, la única anomalía es ese condenado agujero a través del cual podría saltar un caniche.

Garrett asintió, asqueado por la imagen que había improvisado el forense, y con la sensación de saber más de la intimidad de aquel pobre hombre de lo que era necesario para su investigación.

Muchas gracias, doctor Alcock. Avíseme si descubre algo nuevo o se le ocurre qué ha podido causar ese agujero pidió.

Tras aquello, se despidió apresuradamente del forense y salió de la morgue tratando de caminar lo más erguido posible. Una vez fuera, buscó el primer callejón que vio y vomitó el desayuno entre montañas de basura. Emergió de nuevo a la calle limpiándose la boca con un pañuelo, pálido pero repuesto. Se detuvo un instante, tomó varias bocanadas de aire, y las expulsó con lentitud, mientras sonreía para sí. La carne quemada. El agujero atroz. No le extrañaba que el forense no conociera qué arma era capaz de producir esa horrenda herida. Pero él sí la conocía.

Sí, la había visto en el año 2000 en manos del bravo capitán Shackleton.

Le costó casi dos horas convencer a su superior de que le facilitara una orden para arrestar a un hombre que aún no había nacido. Ya sabía que no iba a resultarle una empresa fácil cuando se plantó ante la puerta de su despacho tragando saliva. El superintendente Thomas Arnold era íntimo de su tío, y había aceptado acogerlo en su rebaño de detectives de buen grado, pero nunca le había dispensado más que una distanciada cordialidad, con algún brote ocasional de paternal afecto cuando Garrett resolvía un caso complicado. El joven inspector tenía la sensación de que, al pasar junto a la puerta de su despacho y verlo trabajar concentrado, su superior se sonreía con la misma satisfacción discreta que sentiría ante el buen funcionamiento de una estufa de carbón.

Aquella afable sonrisa solo se le borró el día en que Garrett, tras regresar de su excursión al año 2000, se presentó en su despacho para sugerirle que debían prohibir con urgencia la fabricación de autómatas y confiscar todos los fabricados hasta la fecha para encerrarlos no sabía dónde, tal vez en un coto cercado de alambres donde pudieran tenerlos vigilados. Al superintendente Arnold aquello le pareció un auténtico disparate. Le quedaba un año para jubilarse y lo que menos le apetecía era complicarse la vida previniendo extrañas amenazas que él no lograba ver, pero puesto que aquel pipiolo había dado sobradas muestras de poseer una inteligencia excepcional, se obligó a reunirse con el comisionado y el Primer Ministro para informarles del asunto. Aquella vez, la orden que le había llegado a Garrett, resbalando por la escalera jerárquica, había sido negativa: nadie iba a impedir que los autómatas siguiesen produciéndose e invadiendo las casas de los ciudadanos protegidos tras su inofensiva apariencia, por mucho que fueran a conquistar el planeta un siglo después. Garrett sospechaba que la reunión entre aquellos tres hombres sin imaginación, incapaces de ver más allá de sus narices, habría transcurrido entre chanzas y estrepitosas carcajadas. Pero esta vez sería distinto. Esta vez no podrían mirar hacia otro lado. Esta vez no podrían lavarse las manos bajo la excusa de que cuando los autómatas se rebelasen contra el hombre ellos descansarían apaciblemente bajo tierra. Y no podrían porque esta vez el futuro había venido a visitarles, y estaba actuando en su presente, en la porción de tiempo por la que supuestamente debían velar.

Pese a todo, el superintendente Arnold compuso una mueca escéptica nada más comenzó a explicarle el asunto. Garrett consideraba un privilegio haber nacido en una época donde la ciencia avanzaba cada día un paso más, mostrándoles cosas que sus abuelos ni siquiera habían podido concebir, y no pensaba tanto en el gramófono o en el teléfono como en los viajes en el tiempo. ¿Quién iba a decirle a su abuelo que en la época de su nieto la gente podría viajar al futuro, más allá de donde concluían sus vidas, o al pasado, a las remotas épocas que se estudiaban en los libros? Garrett había viajado al año 2000 preso de la excitación, no tanto por poder presenciar un momento histórico para la raza humana, como era la resolución de la larga guerra contra los autómatas, sino porque era más consciente que nunca de que habitaba un mundo donde, gracias a la ciencia, todo parecía posible. Iba a ver el año 2000, sí, pero quién sabía cuántas épocas más antes de morir. Según Gilliam Murray no tardarían en abrir nuevas rutas en el tiempo, y tal vez pudiese ver un futuro mejor, con el mundo nuevamente reconstruido, o retroceder en el tiempo a la época de los faraones o al Londres de Shakespeare, donde quizás pudiera contemplar al dramaturgo escribiendo sus míticas obras a la luz de una vela. Y todo eso suponía para su joven espíritu un motivo de felicidad, de continuo agradecimiento a Dios, en quien de momento, pese a la política de desprestigio seguida por Darwin, prefería seguir creyendo; por eso cada noche, antes de acostarse, dedicaba una sonrisa a las estrellas, donde lo imaginaba alojado, con la que pretendía decirle que estaba dispuesto a dejarse maravillar por todo cuanto tuviera a bien mostrarle. No les sorprenderá, por tanto, que Garrett no entendiese a quienes recelaban de los inventos de la ciencia, y mucho menos a aquellos que se mostraban indiferentes ante el extraordinario descubrimiento de Gilliam Murray, como era el caso de su superior, que todavía no se había preocupado en sacar tiempo para visitar el año 2000.

A ver si le he entendido bien. ¿Me está diciendo que esta es la única pista que tiene sobre el caso, inspector? dijo el superintendente Arnold, agitando el anuncio de Viajes Temporales Murray que Garrett le había entregado, a la vez que señalaba el dibujito donde el bravo capitán Shackleton atravesaba a un autómata disparándole un rayo.

Garrett suspiró. El hecho de que el superintendente Arnold no hubiese participado en ninguna expedición al futuro lo obligaba a instruirle en la materia, así que tuvo que malgastar unos minutos explicándole en líneas generales lo que sucedía en el año 2000 y el modo en el que se viajaba en el tiempo, hasta detenerse en la parte que realmente le interesaba: las armas de los soldados humanos. Aquellas armas eran capaces de abrir el metal, por lo que no era descabellado pensar que, de ser empleadas contra un hombre, sus efectos podrían ser muy similares al que mostraba el cuerpo que se hallaba en la morgue de Marylebone. Que él supiese, ninguna de las armas de su época podía causar una herida tan atroz, algo que, como podía leer en el informe de la autopsia, también confirmaba el doctor Alcock. Llegados a ese punto, Garrett expuso a Arnold su teoría: alguno de aquellos hombres del futuro, posiblemente el que era llamado capitán Shackleton, había viajado como polizón en el Cronotilus que los había traído de vuelta a su época, y ahora andaba suelto en el año 1896 con un arma mortífera. Si eso era cierto, le dijo, podían hacer dos cosas: buscar a Shackleton por todo Londres, empresa que podía durar semanas y que no ofrecía garantías de éxito, o ahorrarse todo eso e ir a detenerlo donde sabían que estaría: al 20 de mayo del año 2000. Bastaría con que él se desplazara hasta allí acompañado por dos agentes, y lo arrestasen antes de que pudiese viajar hasta su época.

Además añadió para terminar de convencer a su superior, que sacudía la cabeza, visiblemente confundido, si me permite detener al capitán Shackleton en el futuro, su departamento merecerá toda clase de elogios y reconocimientos, ya que lograremos algo realmente novedoso: detener al asesino antes de que cometa su crimen, porque entonces este no se produciría.

El superintendente Arnold lo contempló estupefacto.

¿Quiere decir que si viaja al año 2000 y detiene al asesino el crimen se borrará?

Garrett comprendía la dificultad que un hombre como el superintendente Arnold tenía para entender algo así. Nadie, a menos que dedicara sus noches a barajar todas las paradojas que podían provocar los viajes en el tiempo como él hacía, podría asimilar fácilmente lo que acababa de insinuar.

Estoy convencido de ello, superintendente. Si lo detengo antes de que cometa el crimen, nuestro presente cambiará inevitablemente. No solo detendremos al asesino sino que salvaremos una vida, pues le aseguro que el cadáver del mendigo desaparecerá instantáneamente de la morgue afirmó Garrett, sin siquiera tener claro él mismo cómo sucedería eso.

Thomas Arnold reflexionó unos segundos, pensando en el tanto que podría apuntarse Scotland Yard con aquel malabarismo temporal. Por suerte, la limitada mente del superintendente tampoco podía deducir que, una vez detenido el asesino, no solo desaparecería el cuerpo, sino todo lo que el crimen había provocado, lo que incluía, por ejemplo, la entrevista que estaban manteniendo. Jamás habría un asesinato que resolver. En definitiva: no podría apuntarse ningún tanto, ya que nada habría sucedido. Las consecuencias de detener a Shackleton en el futuro, antes de que viajase al pasado y cometiese su crimen, eran tan impredecibles que hasta al propio Garrett, a poco que se detuviese a analizarlas con calma, le producían vértigo. ¿Qué iban a hacer con un asesino que, a causa de ser detenido antes de cometer el crimen, nadie iba a recordar que había matado a alguien? ¿De qué diablos iban a acusarlo? ¿O acaso su viaje al futuro también desaparecería en ese alcantarillado cósmico por donde se evacuaba lo que no llegaba a suceder? Garrett no lo sabía, pero tenía claro que él era la pieza que activaba todo aquello.

Tras dos horas de charla, el mareado superintendente Arnold puso fin a la entrevista prometiéndole a Garrett que esa misma tarde se reuniría con el comisionado y el Primer Ministro para exponerles el asunto como mejor pudiera. Garrett se lo agradeció. Eso significaba que a la mañana siguiente, si no surgían problemas, recibiría la orden para detener a Shackleton en el año 2000. Entonces acudiría a Viajes Temporales Murray a entrevistarse con Gilliam para exigirle tres asientos en el próximo viaje de su Cronotilus.

Como no podía ser de otro modo, Garrett dedicó la espera a pensar en el caso, aunque esta vez, más que analizar los detalles para intentar resolverlo, lo cual no era necesario, pues ya había dado con el asesino, se limitó a admirar sus curiosas ramificaciones como si se tratase de la tela de una nueva especie de araña. Sin embargo, esta vez Garrett no se entregó a esas reflexiones en su despacho, sino sentado en unos de los bancos del paseo que se encontraba frente a una lujosa casa de Sloane Street. Se trataba de la vivienda de Nathan Ferguson, el fabricante de pianolas. No sabía si aquel tipo aborrecible, que desgraciadamente lo había visto crecer dada la amistad que tenía con su padre, era el causante último de la devastadora guerra del futuro, tal y como había bromeado aquel joven deslenguado apellidado Winslow; pero no le costaba nada pasar la tarde ante su casa, disfrutando de un cartucho de uvas, para ver si alguien sospechoso merodeaba por allí. Si eso ocurría, probablemente se ahorraría un viaje al futuro. Pero era posible que Ferguson, después de todo, no tuviese otra función en la vasta trama del universo que la de fabricar ridículas pianolas y el capitán Shackleton se hallara en aquel momento rondando la casa de otra persona. ¿Por qué habría matado si no al mendigo? ¿Qué interés podría tener para el capitán la vida de aquel desgraciado? ¿Habría sido un accidente, una baja fortuita, o el fiambre que se hallaba en la morgue era más de lo que parecía, una pieza clave en el puzzle del futuro?

Aquellas especulaciones fascinaban a Garrett, pero tuvo que ponerles fin al contemplar abrirse la puerta de la casa de Ferguson y ver salir a este. El inspector se levantó del banco en el que se hallaba sentado y se escondió tras un árbol, desde donde podía ver con claridad todo lo que sucedía en la acera de enfrente. Ferguson se detuvo en la escalinata de su vivienda para colocarse el sombrero de copa y dedicarle a la noche una orgullosa mirada de conquistador. Garrett observó que iba elegantemente ataviado, por lo que dedujo que debía encaminarse a alguna cena o similar. Tras ponerse los guantes, Ferguson cerró la puerta de su casa, descendió la escalerita, y echó a andar por la calle sin excesivas prisas. Al parecer, el lugar a donde se dirigía debía encontrarse muy cerca, ya que había decidido prescindir de su carruaje. ¿Debía seguirlo?, se preguntó Garrett. Pero apenas tuvo tiempo de pensar qué era lo más conveniente, pues en ese instante, justo cuando Ferguson rebasó los jardincitos atestados de setos que cercaban su casa, una figura surgió silenciosamente de entre los arbustos. Llevaba un abrigo largo y una gorra que le ensombrecía el rostro, pero Garrett no necesitaba ver su cara para saber de quién se trataba. Él mismo fue el primer sorprendido de que sus sospechas fuesen ciertas.

Con un movimiento resuelto, la figura extrajo una pistola del bolsillo de su abrigo y apuntó a Ferguson, que caminaba por la acera ajeno a lo que sucedía a sus espaldas. Garrett reaccionó al instante. Salió de su escondite y cruzó la calle a la carrera, consciente de que el factor sorpresa era su mejor baza contra alguien como Shackleton, que casi lo doblaba en tamaño y fuerza. El ruido de su trote alertó a la figura, que lo contempló enfilar hacia ella visiblemente desconcertada, aunque continuó sosteniendo la pistola con el brazo extendido, apuntando al empresario. Garrett cargó contra el capitán con toda la fuerza de la que fue capaz, atrapándolo por la cintura, y ambos cayeron al jardincito, saltando por encima de los arbustos. Al inspector le sorprendió la frágil complexión de Shackleton, al que había podido arrollar fácilmente, pero enseguida comprendió el motivo al descubrirse tumbado sobre una hermosa muchacha, con su boca a un beso de distancia de la suya.

¿Señorita Nelson? balbució, desconcertado.

¡Inspector Garrett! exclamó ella, igual de sorprendida.

Con el rostro enrojecido, Garrett se levantó apresuradamente, desbaratando aquella embarazosa postura, y la ayudó a levantarse. El revólver quedó sobre la tierra, pero ninguno se molestó en cogerlo.

¿Se encuentra bien? preguntó el inspector.

Sí, estoy bien, no se preocupe jadeó la muchacha, forjando una mueca de fastidio. Creo que a pesar de todo no me he roto ningún hueso.

Lucy se sacudió la ropa, impregnada de tierra, y se deshizo el moño con el que se había recogido el cabello, que la caída casi había deshecho.

Siento haber cargado contra usted, señorita Nelson se disculpó Garrett, hechizado por la hermosa cascada de cabello dorado que le cayó perezosamente sobre los hombros, como miel derramada de una tinaja, lo siento de verdad, pero iba a disparar contra el señor Ferguson, ¿no es cierto?

¡Claro que iba a disparar contra el señor Ferguson, inspector! Llevo toda la tarde aquí escondida por algo respondió enfurruñada la muchacha.

Se inclinó para coger la pistola, pero Garrett se le adelantó.

Será mejor que la guarde yo dijo con una sonrisa de disculpa. Pero dígame, ¿por qué pretendía matar al señor Ferguson?

Lucy suspiró, y se quedó unos instantes contemplando el suelo, ensimismada.

Yo no soy la muchacha superficial que todos creen, ¿sabe? dijo al fin, con voz afligida. A mí me preocupa el mundo en el que vivo tanto como a cualquiera. Y pensaba demostrarlo acabando con el responsable de la guerra del futuro.

Yo no pienso que usted sea una muchacha superficial confesó Garrett. Quien piense así es un verdadero estúpido.

Lucy sonrió, halagada por el comentario del inspector.

¿De verdad cree eso? inquirió con un mohín de coquetería.

Por supuesto, señorita Nelson aseguró el inspector, correspondiéndole con una tímida sonrisa. Por otro lado, ¿no le parece que existen modos mucho mejores de demostrar eso que manchando de sangre sus hermosas manos?

Supongo que tiene razón, señor Garrett reconoció Lucy, contemplando fascinada al inspector.

Me alegra que también lo vea así dijo Garrett con sincero alivio.

Se quedaron unos segundos en silencio, contemplándose el uno al otro con turbación.

¿Y ahora, inspector? dijo al fin la muchacha, componiendo una mueca inocente. ¿Va a detenerme?

Garrett suspiró.

Es lo que debería hacer, señorita Nelson reconoció con pesar, pero

Se quedó un instante en silencio, considerando la situación.

¿Sí? preguntó Lucy.

Me olvidaré del asunto si me promete que no volverá a disparar a nadie.

¡Oh, se lo prometo, inspector! dijo con júbilo la muchacha. Y si es tan amable de darme la pistola podré devolverla al cajón de mi padre sin que descubra que la he cogido.

Garrett dudó, pero finalmente se la tendió. Al cogerla, sus dedos se tocaron y ambos se demoraron en aquel delicioso roce. Cuando Lucy se la guardó en el bolsillo del abrigo, Garrett se aclaró la garganta.

¿Me permite acompañarla a casa, señorita Nelson? preguntó sin atreverse a mirarla. No es aconsejable que una señorita camine sola por la calle a estas horas, aunque lleve un arma en el bolsillo.

Lucy sonrió, encantada por el ofrecimiento de Garrett.

Por supuesto contestó. Es usted muy amable, inspector. Además, no vivo muy lejos y hace una buena noche. Será un agradable paseo.





:


: 2017-02-24; !; : 214 |


:

:

.
==> ...

1491 - | 1484 -


© 2015-2024 lektsii.org - -

: 0.074 .