–Salvo que no hubo forcejeo.
–¿Cómo? –la miró a la espera de una explicación, pero ella estaba otra vez de rodillas y tenía una cinta métrica extendida entre el marcador y la hierba aplastada.
–No hubo forcejeo –repitió con calma, mientras se ponía en pie y se sacudía las hojas y el barro que se le habían quedado adheridos a los pantalones.
–¿Qué le hace decir eso? –lo irritaba su actitud práctica. Sólo llevaba allí unos minutos y parecía saberlo todo.
–Se cayó aquí cuando tropezó, ¿verdad? –dijo, y señaló la hierba rasgada y la huella en el barro. Nick volvió a hacer una mueca. Incluso su informe lo hacía parecer un patán.
–Así es –reconoció.
–Las huellas que rodean el perímetro son de sus ayudantes.
–Y del FBI –añadió Nick en tono defensivo, aunque sabía que a ella no la preocupaban esos detalles–. Estaban al mando hasta que descartamos el secuestro.
–Salvo en este punto y en el lugar en que yacía el cuerpo, no hay hierba rasgada ni aplastada. ¿La víctima tenía las manos y los pies atados cuando la encontraron?
–Sí, a la espalda.
–Yo diría que ya estaba así cuando llegó aquí. ¿El forense ha calculado ya la hora y lugar aproximados de la muerte? –sacó un pequeño bloc de notas y apuntó unos detalles.
–Lo asesinaron aquí, seguramente, menos de veinticuatro horas antes de que lo encontráramos –volvía a sentir náuseas. Se preguntó si alguna vez podría borrar la imagen del niño muerto de su memoria. Aquellos ojos grandes e inocentes clavados en el cielo...
–¿Cuándo desapareció la víctima?
–El domingo por la mañana, a primera hora. Encontramos su bicicleta y el paquete de periódicos junto a una alambrada. Ni siquiera había empezado el reparto.
–Así que el asesino lo tuvo en su poder durante, al menos, tres días enteros.
–Dios –balbució Nick, y movió la cabeza. No había pensado en el tiempo transcurrido entre el secuestro y el asesinato. Habían estado tan convencidos de que se lo había llevado su padre y estaba bien cuidado...–. Entonces, ¿cómo se rompió la cadena? –cualquier pregunta con tal de no pensar en la tortura que el niño podía haber soportado.
–No estoy segura. Puede que se la arrancara el asesino. Era una cruz plateada, ¿no? –lo miró en busca de una confirmación. Nick se limitó a asentir, asombrado de que hubiera memorizado tantos detalles de su informe–. Quizá no le gustara mirarla, o no se sintiera capaz de hacer lo que quería mientras la víctima la llevara puesta. Tiene un significado religioso, constituye una especie de protección. Puede que el asesino sea lo bastante religioso para saberlo y para haberse sentido incómodo.
–¿Un asesino religioso? Estupendo.
–¿Qué otro rastro tiene?
–¿Rastro?
–¿Qué otras pruebas? ¿Objetos, fragmentos de tela o de cuerda rasgados? ¿Pudo el FBI identificar alguna huella de neumático?
Otra vez las huellas de neumáticos. ¿Cuántas veces necesitaría que le recordaran su metedura de pata?
–Encontramos una pisada.
Ella se lo quedó mirando, y vio en sus ojos un destello de impaciencia.
–¿Una pisada? Disculpe, sheriff, no pretendo parecer escéptica, pero ¿cómo pudieron aislar la huella? Por lo que se ve, debía de haber más de una docena de personas caminando por aquí –señaló con el brazo las huellas de zapatos estampadas en el barro–. ¿Cómo sé que la pisada que encontraron no era de uno de sus hombres o del FBI?
–Porque ninguno de nosotros iba descalzo –no esperó a oír su reacción sino que se acercó al río. Se agarró a la rama de un árbol cuando sus botas empezaron a resbalar orilla abajo. O'Dell lo seguía de cerca.
–Aquí –señaló los dedos marcados en el barro y resaltados con polvos de talco.
–No hay ninguna garantía de que sea del asesino.
–¿Quién más podría estar lo bastante chiflado para caminar por aquí sin zapatos?
O'Dell se agarró a la misma rama y se dejó caer por el terraplén.
–¿Le importaría ayudarme? –le tendió la mano, y Nick se la agarró y la sostuvo mientras ella se inclinaba sobre la huella sin resbalar al agua. Tenía la mano suave y pequeña, pero fuerte. Vio que se le abría la chaqueta, y se obligó a desviar la mirada. Dios, desde luego no parecía una agente del FBI.
Transcurridos unos segundos, O'Dell se irguió y le soltó la mano de inmediato. De nuevo sobre tierra firme, empezó a escribir en su bloc de notas. Nick clavó la mirada en las nubes densas y grises. Una bandada de gansos cruzaba el cielo graznando. Nick se sorprendió preguntándose qué habría sido lo último que Danny Alverez había visto antes de morir. Confiaba en que hubiera sido algún ganso, algo tranquilo y familiar.
–Las incisiones y los cortes en el pecho del niño eran idénticas a las de los asesinatos de Jeffreys –dijo, obligándose a fijarse de nuevo en O'Dell–. ¿Cómo ha podido el asesino acceder a esa información?
–Lo ejecutaron hace poco. En julio, ¿no es así?
–Sí.
–A menudo, los medios de comunicación locales recuerdan los asesinatos cuando se avecina una ejecución.
–Conque los medios de comunicación locales –repitió Nick, que aún no había olvidado la puñalada trapera de Christine.
–O podrían obtener informes detallados leyendo las actas judiciales. Suelen estar a disposición del público cuando el juicio ha concluido.
–Entonces, ¿cree que se trata de un imitador?
–Sí. Sería demasiada coincidencia que duplicara tantos detalles.
–¿Por qué iba a querer alguien imitar un asesinato como éste? ¿Para divertirse?
–Eso no lo sé –le dijo O'Dell, levantando por fin la vista del bloc y mirándolo a los ojos–. Lo que sí sé es que este tipo piensa matar otra vez. Y pronto.
El depósito de cadáveres del hospital se encontraba en el sótano del edificio, y allí todos los sonidos resonaban en las paredes de ladrillo blanco. El sheriff Morrelli parecía andar de puntillas para evitar que los tacones de sus botas recién limpiadas repicaran en las baldosas. Maggie le lanzó una mirada. Fingía que todo aquello era rutina para él, pero no resultaba difícil ver más allá de la careta. En la orilla del río, lo había sorprendido haciendo una mueca un par de veces, gestos que contradecían su fachada serena y compuesta.
Aun así, había insistido en acompañarla al depósito al descubrir que el forense había salido a cazar y que resultaría imposible localizarlo. A Maggie la sola idea le resultaba irónica: un forense que pasaba el día libre cazando. Después de todos los cadáveres que había examinado, no se imaginaba relajándose un domingo participando en más muertes.
Permaneció rezagada mientras Morrelli forcejeaba con un manojo de llaves para, al final, descubrir que la puerta del depósito no estaba cerrada con llave. La mantuvo abierta, apretando su cuerpo contra la madera y obligándola a pasar por la estrecha abertura restante. Maggie no sabía si lo hacía a propósito o no, pero era la segunda o tercera vez que había creado la oportunidad para que sus cuerpos se rozaran.
Por lo general, su actitud fría y autoritaria ponía fin rápidamente a cualquier insinuación indeseada, pero Morrelli no parecía darse cuenta. No sabía por qué, pero lo imaginaba tratando a todas las mujeres que conocía como una posible conquista de una noche. Estaba familiarizada con los hombres como él y sabía que sus coqueteos y halagos, junto con el encanto travieso y el cuerpo de atleta, les abrían todas las puertas. Resultaba irritante pero, en el caso de Morrelli, también inofensivo.
Había tratado con tipos peores. Estaba acostumbrada a oír comentarios lascivos de hombres que se sentían incómodos trabajando con una mujer. Sus experiencias abarcaban todo el espectro del acoso sexual, desde un leve coqueteo hasta el asalto violento; pero, al menos, le habían enseñado a cuidarse sola, a protegerse con un escudo de indiferencia.
Morrelli encontró el interruptor de la luz y, como fichas de dominó cayendo una a una, las hileras de luces fluorescentes fueron parpadeando y encendiéndose. La habitación era más grande de lo que Maggie había imaginado. El olor de amoniaco le asaltó el olfato de inmediato y le abrasó los pulmones. Todo estaba impoluto. En el centro del suelo de baldosas descansaba una mesa de acero inoxidable. En una pared había un fregadero de dos senos y un mostrador con diversos utensilios, incluidos una sierra Stryker, varios microscopios, ampollas y tubos de ensayo listos para usar. La pared opuesta contaba con cinco cámaras refrigeradas para los cadáveres, y Maggie no pudo evitar preguntarse si el pequeño hospital habría usado las cinco a la vez.
Se quitó la chaqueta, la dejó con cuidado sobre una banqueta y empezó a remangarse la blusa. Se interrumpió y buscó con la mirada una bata de laboratorio o un delantal. Bajó la vista a la lujosa blusa de seda, un regalo de Greg. Si no volvía a ponérsela por culpa de unas manchas persistentes, su marido lo notaría y la acusaría de ser descuidada e irresponsable con su ropa, al igual que con su alianza, que en aquellos momentos descansaba en el lóbrego lecho del río Charles. En fin. Maggie terminó de remangarse.
Había llevado consigo el pequeño bolso negro que contenía todos los utensilios necesarios. Lo abrió y empezó a depositar el contenido en el mostrador. Lo primero que sacó fue el frasquito de Vicks VapoRub para aplicarse un poco en las aletas de la nariz. Hacía tiempo que había descubierto que hasta los cadáveres refrigerados despedían un olor desagradable. Empezó a cerrar la tapa, se interrumpió y se volvió hacia Morrelli, que la miraba desde el umbral. Le arrojó el frasco.
–Si piensa quedarse, será mejor que use un poco.
Morrelli se quedó mirando el frasco; después, lo abrió con desgana y la imitó.
A continuación, Maggie extrajo los guantes quirúrgicos. Le pasó un par, pero él negó con la cabeza.
–No hace falta que se quede –le dijo Maggie. Morrelli estaba palideciendo otra vez, y ni siquiera habían sacado el cadáver de la cámara.
–No, me quedaré. Es que... no quiero estorbar.
Maggie no sabía si lo hacía por su sentido del deber o porque lo creía necesario para mantener su reputación de macho. Habría preferido hacer el examen sola, pero se trataba del territorio de Morrelli y de su caso. Tanto si asumía el papel o no, legalmente, sería el jefe de aquella investigación.
Maggie procedió como si él no estuviera presente. Sacó una grabadora, comprobó que la cinta estaba bien puesta y pulsó la tecla de activación por voz. Tomó la Polaroid y se cercioró de que tenía película.
–¿Qué cajón? –preguntó, volviéndose hacia las cámaras, dispuesta a empezar. Volvió la cabeza hacia Morrelli, que miraba fijamente la pared de cajones como si no hubiera caído en la cuenta de que tendrían que extraer el cuerpo.
Avanzó despacio, con vacilación; después, soltó el cierre de la cámara central y tiró. Las ruedas metálicas chirriaron al tiempo que el enorme cajón llenaba la sala.
Maggie quitó el freno a las ruedas de la mesa de acero y la colocó por debajo del cajón. Encajaba a la perfección. Juntos, desengancharon la bandeja con la bolsa del pequeño cuerpo y la depositaron en la mesa. Después, volvieron a colocar la mesa debajo de los fluorescentes. Maggie volvió a bloquear las ruedas mientras Morrelli cerraba la cámara. En cuanto ella empezó a abrir la cremallera de la bolsa, Morrelli se retiró a un rincón.
El cuerpo del pequeño parecía tan menudo y frágil que las heridas resaltaban. Había sido un niño agraciado, se sorprendió pensando Maggie. Tenía el pelo rubio rojizo, y las pecas de la nariz y las mejillas destacaban sobre la piel blanca y lechosa. Tenía cardenales por debajo del cuello, y las cuerdas habían dejado marcas justo por encima del corte abierto.
Empezó sacando fotografías, primeros planos de las incisiones y de la equis dentada del pecho; después de las marcas azules y púrpuras de las muñecas y del cuello cortado. Esperó a que se revelaran todas las fotografías para asegurarse de que habían salido bien. Con la grabadora cerca, empezó a describir lo que veía.
–La víctima tiene cardenales debajo y alrededor del cuello, producidos por lo que podría haber sido una cuerda. Tiene una abrasión justo debajo de la oreja izquierda, quizá por el nudo –levantó la cabeza del niño con suavidad para mirarle la nuca; era tan ligera, casi ingrávida...–. Sí, las marcas le rodean todo el cuello. Esto indicaría que la víctima fue estrangulada y, después, degollada. La herida del cuello es profunda y larga, de oreja a oreja. Los cardenales de las muñecas y de los tobillos son similares a los del cuello. Podrían haber usado la misma cuerda.
Las manos del niño eran tan pequeñas comparadas con las de ella... Maggie las sostuvo con cuidado, con reverencia, mientras le examinaba las palmas.
–Hay marcas profundas de uñas en la cara interna de las palmas. Esto indicaría que la víctima estaba viva mientras le infligían algunas de las heridas. Las uñas propiamente dichas están limpias... muy limpias –dejó las manos del niño a los costados y empezó a examinar las heridas–. La víctima tiene ocho, no, nueve brechas en la cavidad torácica –hurgó con cuidado en las heridas, viendo cómo su dedo índice enguantado desaparecía en varias de ellas–. Parecen hechas con un cuchillo de un solo filo. Quizá un cuchillo filetero. Tres son superficiales. Al menos, seis de ellas son muy profundas, y es posible que lleguen hasta el hueso. Una podría haberle traspasado el corazón. Sin embargo, hay muy poca.... En realidad, no hay nada de sangre. Sheriff Morrelli, ¿llovió mientras el cuerpo estaba a la intemperie?
Lo miró al ver que no contestaba. Estaba apoyado en la pared, hipnotizado por el pequeño cuerpo que yacía sobre la mesa.
–¿Sheriff Morrelli?
En aquella ocasión, se percató de que le estaba hablando. Se apartó de la pared y se enderezó, casi cuadrándose.
–Perdone, ¿qué decía? –hablaba en voz baja, como si no quisiera despertar al niño.
–¿Recuerda si llovió mientras el cuerpo estaba a la intemperie?
–No, para nada. Fue la semana pasada cuando llovió, y bastante.
–¿Limpió el forense el cuerpo?
–Le pedimos a George que no hiciera nada hasta que usted no llegara. ¿Por qué?
Maggie volvió a mirar el cuerpo. Se quitó un guante y se retiró el pelo de la cara; se lo recogió detrás de la oreja. Allí había algo que no encajaba.
–Algunas de estas heridas son muy profundas. Aunque las hubieran infligido cuando la víctima ya estaba muerta, debería haber sangre. Si no recuerdo mal, había mucha sangre en el lugar del crimen, en la hierba y en la tierra.
–Mucha. Tardé una eternidad en quitármela de la ropa.
Maggie volvió a levantar la manita del niño. Las uñas estaban limpias, sin tierra, sangre ni piel, aunque se las había clavado en la palma de la mano en algún momento. Los pies tampoco tenían rastro de tierra, ni una sombra del barro del río. Aunque no podía haber forcejeado mucho con las muñecas y los tobillos atados, tendría que haberse manchado con la fricción.
–Es como si hubieran limpiado el cuerpo –dijo casi para sí. Cuando alzó la vista, Morrelli estaba de pie a su lado.
–¿Quiere decir que el asesino lavó el cuerpo cuando terminó?
–Mire el corte del pecho –volvió a ponerse el guante e introdujo el dedo con suavidad por debajo del borde de la piel–. Para esto usó un cuchillo diferente... con filo serrado. Desgarró la piel en algunos puntos, ¿lo ve? –deslizó la punta del dedo por el borde irregular–. Debió de sangrar, al menos, al principio. Y estas brechas son profundas –introdujo el dedo en una para mostrárselo–. Cuando se hace un agujero de este calibre, la sangre sale a borbotones hasta que la herida se cierra. Estoy casi segura de que ésta le atravesó el corazón. Y la garganta... ¿Sheriff Morrelli?
Lo miró. Estaba blanco. Antes de que pudiera reaccionar, Maggie vio cómo se le venía encima. Lo atrapó por la cintura, pero pesaba demasiado y resbaló al suelo con él; su peso le oprimía el pecho.
–Morrelli. Eh, ¿se encuentra bien?
Logró quitárselo de encima y recostarlo en una de las patas de la mesa. Estaba consciente, pero tenía los ojos vidriosos. Maggie se puso en pie y buscó un paño que poder humedecer. A pesar de estar bien equipado, el laboratorio carecía de material textil: no había batas ni paños por ninguna parte. Recordó haber visto una máquina de refrescos junto a los ascensores; buscó unas monedas y regresó antes de que Morrelli se hubiera movido.
Tenía las piernas torcidas debajo de él, y la cabeza apoyada en la mesa. Al menos, parecía tener la mirada menos turbia que antes; Maggie se arrodilló a su lado con la lata de Pepsi.
–Tome –le dijo, y se la pasó.
–Gracias, pero no tengo sed.
–No, para la nuca. Tome... –alargó el brazo y le presionó el cuello con suavidad hacia delante. Después, le acercó la Pepsi helada a la nuca. Morrelli se recostó sobre ella. Unos centímetros más, y su cabeza descansaría entre sus senos. Claro que en aquellos momentos, combatiendo su propia vulnerabilidad, parecía no darse cuenta. Quizá su ego de macho tenía un lado sensible. Maggie empezó a retirar la mano justo cuando Morrelli alargaba el brazo y la atrapaba, rodeándola con suavidad con sus dedos largos y fuertes. La miró a los ojos, y su azul cristalino aparecía, por fin, definido.
–Gracias –parecía avergonzado, pero sostuvo la mirada de Maggie y, si ésta no se equivocaba, seguía tonteando con ella.
Como respuesta, ella retiró la mano, demasiado deprisa y con más brusquedad de la necesaria. Con idéntica brusquedad le pasó la Pepsi; después, se sentó hacia atrás, sobre las rodillas, aumentando la separación.
–No puedo creer lo que he hecho –dijo Morrelli–. Estoy un poco avergonzado.
–No lo esté. Yo pasé mucho tiempo en el suelo antes de acostumbrarme a estas cosas.
–¿Cómo se acostumbra uno? –volvió a mirarla a los ojos, como si buscara una respuesta.
–No lo sé. Desconectas, intentas no pensar en ello –bajó la vista y se puso rápidamente en pie. Detestaba la hondura de la mirada de Nick. Sabía que no era más que un recurso, una ingeniosa herramienta de seducción, pero temía que viera su vulnerabilidad, la grieta que Albert Stucky había abierto en sus defensas.
Morrelli estiró las piernas y se levantó sin tambalearse ni necesitar ayuda. Aparte de su amago de desmayo, se movía con mucha fluidez, con mucha seguridad. Sonrió a Maggie y se pasó la lata fría por la frente, haciendo que varios mechones de pelo quedaran adheridos a la humedad.
–¿Le importaría reunirse conmigo en la cafetería cuando haya terminado?
–No, claro que no. No tardaré mucho.
–Creo que voy a hacer un descanso para tomarme la Pepsi –elevó la lata hacia ella a modo de brindis. Empezó a alejarse, volvió a mirar el cuerpo del niño y salió de la sala.
En la habitación hacía fresco, pero soportar el peso de Morrelli la había dejado sudorosa. Maggie se quitó un guante para pasarse la mano por la frente, y no le extrañó encontrarla húmeda. Al hacerlo, se fijó en la frente del niño. Desde donde estaba veía una pequeña mancha transparente en el centro. Deslizó un dedo por la zona y se frotó los dedos por debajo de la nariz. Si habían lavado el cuerpo, el líquido aceitoso se lo habían aplicado después. Instintivamente, Maggie examinó los labios azulados del niño y encontró otra mancha de aceite. Antes incluso de mirar, supo que encontraría más en el pecho del niño, justo por encima del corazón. Quizá por fin le hubieran servido de algo los años de catecismo. Estaba claro que alguien, tal vez el asesino, le había dado al niño la extremaunción.
Christine Hamilton intentaba corregir el artículo que había escrito en el bloc mientras fingía seguir el partido de fútbol. Las gradas de madera resultaban terriblemente incómodas se sentara como se sentara. Quería fumarse un pitillo, pero se conformó con mordisquear el capuchón del bolígrafo.
Un repentino estallido de aplausos, vivas y silbidos la hizo alzar la mirada a tiempo de ver al equipo rojo chocando los cinco. Se había perdido otro gol pero, cuando su hijo de diez años la buscó con la mirada y le sonrió, ella levantó el dedo pulgar como si hubiera visto toda la jugada.
Era mucho menos alto que sus compañeros de equipo y, sin embargo, Christine tenía la sensación de que estaba creciendo demasiado deprisa. No era de ninguna ayuda que cada día que pasaba se pareciera más a su padre.
Se puso las gafas de sol en lo alto del pelo agitado por el viento. Afortunadamente, casi todas las nubes habían pasado de largo sin descargar más lluvia, y el sol se estaba poniendo tras la hilera de árboles que bordeaban el parque. Se había sentado en la grada superior, lejos de los demás padres. No le apetecía conocer a aquellos progenitores obsesivos que llevaban sudaderas del equipo y dirigían blasfemias al arbitro. Después, le darían una palmadita en la espalda al entrenador y lo felicitarían por la victoria.
Pasó la página y estaba a punto de retomar sus correcciones cuando vio a tres madres divorciadas susurrando entre sí. En lugar de ver el partido, estaban señalando los banquillos. Christine se volvió para seguir su mirada y no tardó en localizar el motivo de su distracción. El hombre que pasaba junto a los banquillos era el típico «alto, moreno y atractivo». Llevaba unos vaqueros ajustados y una sudadera de los Cornhuskers de Nebraska, y parecía la versión madura del quarterback universitario que había sido. Contemplaba el partido mientras avanzaba hacia las gradas, pero Christine sabía que era consciente del interés que estaba despertando en las mujeres. Cuando por fin alzó la vista, ella le hizo una seña con la mano y disfrutó de la mirada de envidia de las otras madres cuando vieron que sonreía a Christine y que subía las gradas hacia ella.
–¿Cómo van? –preguntó Nick cuando se sentó a su lado.
–Creo que cinco a tres. ¿Te das cuenta de que acabas de convertirme en la envidia de todas las madres divorciadas del campo?
–¿Ves? La de cosas que hago por ti y tú me lo pagas poniéndome la zancadilla.
–¿Yo? Jamás te he puesto la zancadilla ni te he tirado al suelo –le dijo a su hermano pequeño–. Bueno, que yo recuerde.
–Eso no es lo que quería decir, y lo sabes –no estaba bromeando.
Christine enderezó la espalda, dispuesta a defenderse a pesar de los remordimientos. Sí, debería haberlo llamado antes de entregar el reportaje, pero ¿y si le hubiera pedido que no lo publicara? Aquella noticia la había ayudado a franquear la puerta de la redacción. En lugar de escribir aburridos consejos para amas de casa, había publicado dos artículos consecutivos en primera plana firmados con su nombre. Y, al día siguiente, dispondría de su propio escritorio en la sección de noticias locales.
–¿Qué puedo hacer para compensarte? ¿Por qué no vienes a cenar mañana por la noche? Prepararé espaguetis con albóndigas y la salsa secreta de mamá.
Nick le lanzó una mirada a ella y, después, al bloc de notas.
–No lo entiendes, ¿verdad?
–Vamos, Nicky. ¿Sabes cuánto tiempo hacía que deseaba salir de la sección de «Vida Actual»? Si yo no hubiera entregado ese reportaje, lo habría hecho otra persona.
–¿De verdad? ¿Y también habrían citado a un ayudante del sheriff que le hizo una confidencia?
–Gillick no me dijo que fuera confidencial. Si te ha metido esa bola, no te la tragues.
–En realidad, no sabía que era Eddie. Caray, Christine, acabas de revelar la identidad de un informador anónimo.
Notó el calor en el rostro, y supo que se estaba poniendo colorada.
–Maldita sea, Nicky. Sabes que me estoy esforzando. Estoy un poco oxidada, pero puedo ser una buena periodista.
–¿En serio? Hasta ahora sólo puedo calificar tu periodismo de irresponsable.
–Por el amor de Dios, Nicky. Que no te guste lo que he escrito no quiere decir que sea irresponsable.
–¿Qué me dices de los titulares? –Nick hablaba con los dientes apretados, eludía mirarla y observaba a los niños que corrían en el campo de fútbol–. ¿De dónde te has sacado las comparaciones con Jeffreys?
–Hay similitudes básicas.
–Jeffreys está muerto –susurró Nick, y miró alrededor para asegurarse de que nadie lo escuchaba. Entrelazó las manos por debajo de una rodilla y tamborileó con el pie sobre el banco que tenía delante, una costumbre nerviosa que Christine reconocía de la infancia.
–Madura, Nicky. Cualquiera con dos dedos de frente va a comparar este asesinato con los de Jeffreys. Me limité a poner sobre el papel lo que pensaba todo el mundo. ¿Me estás diciendo que voy descaminada?
–Te estoy diciendo que no necesito otra escalada de pánico en una comunidad que empezaba a creer que sus hijos volvían a estar a salvo –cruzó los brazos, sin saber qué hacer con los puños cerrados–. Me dejaste como un perfecto idiota, Christine.