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Capítulo Dieciséis 52




Los ciudadanos de Lincoln empezaron a abandonar precipitadamente sus tejados. Reunieron a los niños y a los animales. Algunas familias desaparecieron en el interior de sus casas, cerrando herméticamente las ventanas y asegurando las puertas con barras. Se produjo un agitado movimiento entre las embarcaciones en el lago. Varios ciudadanos estaban intentando huir por el río. La gente empezó a llegar a la catedral en busca de refugio.

Otros muchos corrieron a todas las entradas de la ciudad, para cerrar las inmensas puertas reforzadas con hierro. De repente, los hombres de Ranulf de Chester irrumpieron desde el castillo. Se dividieron en grupos, siguiendo seguramente un plan previamente establecido, y cada grupo se dirigió a una de las puertas de la ciudad. Se abrieron paso entre los ciudadanos, derribándolos a un lado y a otro, y abrieron de nuevo las puertas para dar paso a los rebeldes victoriosos. Philip decidió bajar del tejado de la catedral. Los demás que estaban con él, en su mayoría canónigos pertenecientes a ella, tuvieron la misma idea. Todos atravesaron encorvados la puerta baja que conducía a la torrecilla. Allí se encontraron con el obispo y los arcedianos, que lo habían presenciado todo desde una mayor altura, en la torre. Philip tuvo la impresión de que el obispo Alexander parecía asustado. Era una lástima, el obispo debería tener ese día valor para dar y vender.

Todos bajaron con sumo cuidado la escalera de caracol, larga y angosta y salieron a la nave de la iglesia por el lado oeste. En el templo había ya alrededor de un centenar de ciudadanos, y seguían entrando como un torrente por las tres grandes puertas. Mientras Philip observaba todo aquello, llegaron dos caballeros al patio de la catedral. Venían manchados de sangre y embarrados, procedentes a todas luces del campo de batalla. Sin desmontar, entraron directamente a la iglesia.

¡Han capturado al rey! gritó uno de ellos al ver al obispo.

El corazón de Philip latió con fuerza. El rey Stephen no sólo había sido derrotado, sino que se encontraba prisionero. Ahora ya, las fuerzas que lo apoyaban se vendrían abajo en todo el reino. En la mente de Philip se precipitaban confusas las implicaciones. Pero, antes de que pudiera reflexionar sobre todo ello, oyó gritar al obispo Alexander.

¡Cerrad las puertas!

Philip apenas podía creer lo que estaba oyendo.

¡No! gritó a su vez. ¡No podéis hacer eso!

El obispo se quedó mirándolo, lívido de terror. No estaba seguro de quién era Philip. Este había ido a visitarlo por pura cortesía y, desde entonces, no habían cruzado palabra. Haciendo un visible esfuerzo, Alexander le recordó en aquellos penosos momentos:

Esta no es vuestra catedral, prior Philip, sino la mía. ¡Cerrad las puertas!

Varios sacerdotes se dispusieron a cumplir su orden.

Philip estaba horrorizado ante aquel despliegue de egoísmo absoluto por parte de un clérigo.

¡No podéis cerrar las puertas a las gentes! gritó iracundo. ¡Pueden matarlos!

¡Si no cerramos las puertas nos mataran a todos! chilló histérico Alexander.

Philip lo agarró por la pechera de sus vestiduras.

Recordad quién sois dijo subrayando las palabras. No se espera de nosotros que tengamos miedo, y en particular ante la muerte. Dominaos.

¡Quitádmelo de encima! chilló de nuevo, histérico, Alexander.

Varios canónicos obligaron a Philip a apartarse.

¿Acaso no veis lo que está haciendo? les gritó Philip.

Si te sientes tan valiente, ¿por qué no sales ahí afuera y los proteges tú mismo?

Philip se soltó furioso.

Eso es lo que voy a hacer masculló.

Dio media vuelta. La gran puerta central se estaba cerrando. Philip atravesó como un rayo la nave. Tres sacerdotes estaban empujando para cerrarla del todo mientras, desde el exterior, más gente forcejeaba pretendiendo entrar por el hueco que aún había, aunque cada vez más estrecho. Philip logró pasar a través de él un instante antes de que la puerta quedara cerrada.

En los momentos que siguieron, un pequeño gentío se había agolpado en el pórtico. Hombres y mujeres aporreaban la puerta pidiendo a gritos que les dejaran entrar. Pero en el interior de la iglesia no hubo respuesta alguna.

De repente, Philip sintió miedo. Le asustaba ver el pánico reflejado en los rostros de aquellas gentes a las que habían dejado fuera. Él mismo sintió que temblaba. Ya había tenido antes, en una ocasión, un encuentro con un ejército victorioso, a la edad de seis años, y sentía que volvía a embargarle el horror de aquel día. Revivió, con toda nitidez, como si hubiera ocurrido el día anterior, el momento en que los hombres de armas irrumpieran en casa de sus padres. Permaneció clavado en el lugar donde se encontraba, tratando de dominar el temblor mientras la muchedumbre se agitaba en derredor suyo. Durante mucho tiempo, le atormentó aquella pesadilla. Veía las caras de aquellos hombres sedientos de sangre, y cómo la espada había traspasado a su madre, así como el espantoso espectáculo de las entrañas de su padre saliéndole del vientre. Se sintió dominado de nuevo por el terror histérico, abrumador, demencial e incomprensible. Luego, vio un monje que entraba por la puerta con una cruz en la mano y los gritos callaron. El monje les enseñó, a su hermano y a él, a cerrar los ojos de su madre y de su padre, para que así pudieran dormir el largo sueño. Y entonces recordó, como si acabara de despertarse de una ensoñación, que ya no era un niño asustado, sino un hombre hecho y derecho y un monje. Y que al igual que el abad Peter los rescató a su hermano y a él en aquel día espantoso, veintisiete años atrás, ahora, en este sombrío día, un Philip adulto, fortalecido por la fe y protegido por Dios, acudiría en ayuda de quienes temían por su vida.

Se obligó a dar un solo paso adelante. Una vez que lo hubo hecho, el segundo resultó algo menos difícil y el tercero ya casi fue fácil.

Al llegar a la calle que conducía a la puerta oeste, estuvo a punto de que le derribara una multitud de gente que huía. Hombres y muchachos corrían cargados con fardos, que contenían sus más valiosas posesiones; había ancianos con la respiración entrecortada, zagalas gritando, mujeres llevando en brazos niños que chillaban. El gentío lo arrastró con él durante un trecho; luego, forcejeó contra corriente. Se dirigían a la catedral. Philip quería decirles que estaba cerrada y que debían mantenerse tranquilos en sus casas, que atrancaran las puertas. Pero todo el mundo gritaba y nadie se detenía a escuchar.

Avanzó despacio por la calle, moviéndose en sentido contrario al de la gente. Había avanzado apenas un poco cuando apareció por la calle un grupo de cuatro jinetes a la carga. Ellos eran la causa de la estampida. Algunas gentes se apretaron contra los muros de las casas. Pero otras no pudieron quitarse de en medio a tiempo y cayeron bajo los rápidos cascos. Philip se sintió horrorizado ante su propia impotencia para hacer algo, y se escurrió hasta un callejón para evitar convertirse también en víctima. Un momento después, los jinetes habían desaparecido y la calle se halló desierta.

Varios cuerpos yacían en el suelo. Al salir Philip de su callejón, vio que uno de ellos se movía. Era un hombre de mediana edad con una capa escarlata. Trataba de arrastrarse sobre el suelo a pesar de su pierna herida. Philip cruzó la calle con intención de ayudarle; pero, antes de que llegara junto a él, aparecieron dos hombres con cascos y escudos de madera.

Este está vivo, Jack dijo uno de ellos.

Philip se estremeció. Le pareció que el comportamiento, las voces, la indumentaria, e incluso las caras, eran las mismas que las de aquellos dos hombres que asesinaran a sus padres.

Nos valdrá un buen rescate Mira esa capa roja dijo el que respondía al nombre de Jack.

Se volvió, se llevó los dedos a la boca y silbó. Apareció corriendo un tercer hombre.

Llévate al castillo a este hombre y átalo.

El que acababa de llegar pasó los brazos alrededor del pecho del hombre caído y lo arrastró. El herido gritó de dolor al rebotarle las piernas sobre las piedras.

¡Deteneos! gritó Philip.

Los tres se pararon un instante. Lo miraron y se echaron a reír. Luego, siguieron con lo que estaban haciendo.

Philip volvió a gritarles pero le ignoraron por completo. Vio impotente cómo arrastraban al hombre herido. Otro hombre de armas salió de una casa, llevando una larga capa de piel y con seis bandejas de plata debajo del brazo. Jack lo vio y se dio cuenta del botín.

Estas son casas ricas informó a su camarada. Deberíamos entrar en una de ellas a ver lo que encontramos.

Se dirigieron a la puerta cerrada de una casa de piedra y trataron de abrirla a golpes con un hacha de combate.

Philip comprendía lo inútil de su cruzada; pero no estaba dispuesto a renunciar. Sin embargo Dios no le había colocado en aquella situación para defender las propiedades de las gentes acaudaladas. Así que dejó a Jack y a sus compañeros y caminó presuroso hacia la puerta oeste. Por la calle, llegaban corriendo más hombres de armas. Mezclados con ellos venían varios hombres morenos y bajos, con las caras pintadas, vestidos con zamarras de piel de cordero y armados con clavas. Philip supo que se trataba de los galeses tribales, y se avergonzó de pertenecer a la misma tierra que aquellos salvajes. Se afirmó contra el muro de una casa y trató de pasar inadvertido.

Dos hombres salieron de una casa de piedra arrastrando por las piernas a un hombre de barba blanca con un birrete.

¿Dónde está tu dinero, judío? preguntó uno de ellos, con la punta de un cuchillo apoyada en la garganta del hombre.

No tengo dinero contestó el judío con tono lastimero.

Philip pensó que nadie se lo creería. Era famosa la riqueza de los judíos de Lincoln. Y, además, el hombre vivía en una casa de piedra.

Otro soldado salió arrastrando a una mujer por el pelo. Era de mediana edad y, probablemente, la esposa del judío.

Dinos dónde está el dinero o le meteré la espada por el culo vociferó el primero de los hombres. Levantó la falda de la mujer, dejando al descubierto el vello grisáceo y apuntando una larga daga a su pubis.

Philip estaba a punto de intervenir, pero el viejo cedió de inmediato.

No le hagáis daño. El dinero está en la parte de atrás dijo con tono apremiante. Se halla enterrado en el jardín, junto a la pila de leña Soltadla, por favor.

Los tres hombres entraron corriendo en la casa. La mujer ayudó a su marido a levantarse. Otro grupo de jinetes cabalgó con estruendo por la angosta calle. Philip se apresuró a quitarse de la vista. Cuando volvió a salir, los dos judíos habían desaparecido.

Un joven con armadura bajó, desolado, por la calle, intentando salvar la vida, perseguido por tres o cuatro galeses. El primero de los perseguidores enarboló su espada y alcanzó al fugitivo en la pantorrilla. A Philip no le pareció que la herida fuera profunda; pero resultó suficiente para que el joven tropezara y cayera al suelo. Otro de los perseguidores llegó junto al caído y balanceó un hacha de combate. Philip se adelantó con el corazón en la boca.

¡Detente! gritó.

El hombre levantó el hacha.

Philip se precipitó sobre él.

El agresor descargó el hacha; pero Philip le empujó en el último momento. La afilada hoja resonó al chocar contra el pavimento de piedra, a un palmo de la cabeza de la víctima. El atacante recuperó el equilibrio y se quedó mirando asombrado a Philip, el cual le devolvió la mirada con firmeza, intentando no temblar y deseando poder recordar algunas palabras en galés. Antes de que ninguno hiciera el menor movimiento, los otros dos perseguidores llegaron junto a ellos, y uno le dio un fuerte empujón a Philip, derribándolo. Eso fue lo que le salvó la vida, como pudo apreciar un instante después. Cuando se recuperó, todos se habían olvidado de él. Con un salvajismo increíble, estaban dando muerte al pobre muchacho que yacía en el suelo. Philip se puso en pie a duras penas. Era ya demasiado tarde; sus martillos y hachas seguían golpeando un cadáver.

Si no puedo salvar a nadie, ¿para qué me habéis enviado aquí? gritó airado levantando los ojos al cielo.

A modo de respuesta, oyó un grito procedente de una casa cercana. Era un edificio de una sola planta, de madera y piedra, no tan costoso como los que lo rodeaban. La puerta estaba abierta y Philip entró corriendo. Había dos habitaciones, con un arco entre ambas y paja sobre el suelo. En un rincón, se acurrucaba aterrorizada una mujer con dos niños pequeños. Tres soldados se encontraban en el centro de la casa enfrentándose a un hombre menudo y calvo. En el suelo, yacía una joven de unos dieciocho años. Le habían rasgado el traje de arriba abajo y uno de los agresores estaba arrodillado sobre ella, sujetándole los muslos abiertos. Era evidente que el hombre trataba de evitar que violaran a su hija. Al entrar Philip, el padre se lanzó contra uno de los soldados, el cual lo apartó de un manotazo. Retrocedió tambaleándose. El soldado hundió su espada en el abdomen del padre. La mujer del rincón gritó como un alma en pena.

¡Deteneos! vociferó Philip.

Lo miraron como si estuviera loco.

¡Todos iréis al infierno si hacéis eso! sentenció intentando hablar con el tono más autoritario.

El que había matado al padre levantó su espada para descargarla sobre él.

Un momento dijo el hombre que se encontraba en el suelo y que seguía sujetando las piernas de la muchacha. ¿Quién eres tú, monje?

Soy Philip de Gwynedd, prior de Kingsbridge y, en el nombre de Dios, te ordeno que dejes tranquila a esa muchacha si es que estimáis en algo vuestras almas inmortales.

¡Un prior! Eso me pareció dijo el hombre del suelo. Vale un buen rescate.

Ve al rincón con la mujer, que es tu sitio dijo el primero de los hombres envainando la espada.

No pongáis vuestras manos sobre los hábitos de un monje ordenó Philip intentando mostrarse peligroso; pero él mismo escuchaba una nota de desesperación en su voz.

Llévatelo al castillo, John dijo el hombre que estaba todavía sentado sobre la muchacha, y que parecía ser el jefe.

Vete al infierno contestó John. Antes quiero joderla yo también.

Agarró a Philip por los brazos antes de que pudiera resistirse y lo arrojó al rincón. El monje cayó al suelo junto a la madre.

El hombre llamado John se levantó la parte delantera de la túnica y cayó sobre la joven.

La madre volvió la cabeza y empezó a sollozar.

¡No lo permitiré! exclamó Philip.

Se puso en pie, cogió al violador por el pelo y lo apartó de la joven.

El tercer hombre levantó una cachiporra. Philip vio venir el golpe; pero ya era demasiado tarde. La cachiporra cayó sobre su cabeza. Por un instante, sintió un dolor espantoso; luego, todo se hizo negro y perdió la conciencia antes de caer al suelo.

Los prisioneros fueron llevados al castillo y encerrados en jaulas de madera, estrechas y de la altura de un hombre. En lugar de paredes compactas, tenían postes verticales, poco separados entre sí, pero que permitían al carcelero vigilar su interior. En época normal, cuando se utilizaban para encerrar a ladrones, asesinos y herejes, solía haber una o dos personas por jaula. En aquellos momentos, los rebeldes tenían encerrados ocho o diez en cada una de ellas, y todavía quedaban más prisioneros. A estos últimos los ataron juntos y los condujeron a un lugar aislado del castillo. Habrían podido escapar con bastante facilidad; pero no lo hicieron, quizás porque se sentían más seguros allí que fuera, en la ciudad.

Philip se sentó en un rincón de una de las jaulas, con un espantoso dolor de cabeza. Se consideraba un loco y un fracasado. A fin de cuentas, había resultado tan inútil como el cobarde obispo Alexander. No había salvado una sola vida ni evitado un solo golpe. Sin él, los ciudadanos de Lincoln no habrían estado peor. A diferencia del abad Peter, se había visto impotente para detener la violencia. Se dijo que, sencillamente, él no era el mismo tipo de hombre.

Y, lo que era peor aún, en su vano intento por ayudar a los ciudadanos, era muy posible que hubiera perdido toda probabilidad de obtener concesiones de la emperatriz Maud cuando se convirtiera en su soberana. En aquellos momentos, era prisionero de su ejército. Por lo tanto, se daría por sentado que había estado al lado de las fuerzas del rey Stephen. El priorato de Kingsbridge tendría que pagar un rescate para su liberación. Lo más probable era que todo aquel asunto llegara a conocimiento de Maud, en cuyo caso esta no mostraría buena disposición hacia él. Se sentía enfermo, decepcionado y torturado por los remordimientos.

Durante todo aquel día, fueron llegando más prisioneros. La afluencia cesó alrededor de la caída de la noche. Pero el saqueo de la ciudad continuaba fuera de los muros del castillo. Philip podía oír gritos, las voces bárbaras y los ruidos de destrucción. Hacia la media noche, cesaron todos los ruidos, seguramente porque los soldados estaban tan borrachos con el vino robado y tan saciados de violaciones y violencia que ya ni siquiera podían causar más daño. Algunos de ellos entraron tambaleándose en el castillo, fanfarroneando de sus triunfos, peleándose entre sí y vomitando sobre la hierba, hasta quedar agotados y dormidos.

Philip también durmió, aunque no tenía espacio suficiente para tumbarse y hubo de hacerlo en un rincón de la jaula con la espalda apoyada en los barrotes de madera. Se despertó con el alba, temblando de frío; pero, gracias a Dios, se le había calmado el dolor de cabeza reduciéndose a una sorda molestia. Se levantó para estirar las piernas y se dio golpes en el cuerpo con los brazos para entrar en calor. Las cuadras abiertas mostraban a hombres durmiendo en los cubículos, mientras los caballos se encontraban atados afuera. A través de la puerta de la panadería y del sótano de la cocina, aparecían pares de piernas. Los pocos soldados que permanecían sobrios habían levantado tiendas. Se veían caballos por todas partes. En la esquina sureste del castillo se encontraba la torre del homenaje, un castillo dentro del castillo, construida sobre un alto montículo. Sus potentes muros de piedra rodeaban media docena o más de edificios de madera. Los condes y los caballeros del lado de los vencedores se encontrarían allí durmiendo después de haber hecho su propia celebración.

El pensamiento de Philip se centró de nuevo en las implicaciones de la batalla del día anterior. ¿Significaría aquella que la guerra había terminado? Era muy probable. Stephen tenía una esposa, la reina Matilda, que acaso siguiera con la lucha. Era condesa de Boulogne y, con sus caballeros franceses, había tomado el castillo Dover durante los comienzos de la guerra. Ahora, controlaba gran parte de Kent en beneficio de su marido. Sin embargo, le resultaría difícil reunir el apoyo de los barones mientras Stephen estuviera cautivo. Era posible que resistiera por un tiempo en Kent, pero no cabía esperar que realizara avance alguno.

Sin embargo, aún no habían terminado los problemas de Maud. Todavía tenía que consolidar su victoria militar, obtener la aprobación de la Iglesia y ser coronada en Westminster. Pese a todo, con decisión y cierta prudencia era posible que saliera triunfante.

Y esas eran buenas noticias para Kingsbridge, o deberían serlo si Philip lograra salir de allí sin estar marcado como partidario de Stephen.

No había sol, pero el ambiente fue haciéndose algo más cálido a medida que avanzaba el día. Los compañeros de prisión de Philip fueron despertándose; se quejaban de dolores y molestias. La mayoría de ellos habían recibido al menos golpes, y se sentían peor después de una noche fría con el mínimo cobijo del techo y los maderos de la jaula. Algunos eran ciudadanos acaudalados y otros caballeros capturados durante la batalla. Cuando la mayoría de ellos estuvieron despiertos Philip preguntó:

¿Sabe alguien qué le ha ocurrido a Richard de Kingsbridge?

Por Aliena esperaba que Richard hubiera sobrevivido.

Luchó como un león Al ponerse las cosas mal, reunió a los ciudadanos respondió un hombre con un vendaje ensangrentado en la cabeza.

¿Murió o ha sobrevivido?

Cuando llegó el final no lo vi dijo el hombre, agitando despacio la cabeza herida.

¿Y qué le pasó a William Hamleigh?

Sería un bendito alivio que William hubiese caído.

Estuvo junto al rey durante casi toda la batalla. Pero luego huyó Lo vi a caballo, atravesando raudo los campos, muy por delante del grupo.

¡Ah!

Se esfumó la débil esperanza. Los problemas de Philip no se resolverían con tanta facilidad.

La conversación fue extinguiéndose y en la jaula reinó el silencio. Afuera, los soldados empezaban a moverse, tratando de vencer sus resacas, comprobando su botín, asegurándose de que sus rehenes seguían cautivos y cogiendo su desayuno de la cocina. Philip se preguntaba si darían de comer a los prisioneros. Tenían que hacerlo, se dijo; de lo contrario, morirían y no cobrarían rescate alguno. ¿Pero quién aceptaría la responsabilidad de alimentar a toda aquella gente? Eso le indujo a pensar cuanto tiempo iba a estar allí. Sus aprehensores enviarían un mensaje a Kingsbridge exigiendo un rescate. Los hermanos enviarían a uno de sus miembros para negociar su liberación. ¿A cuál de ellos? Milius sería el mejor; pero Remigius, que en su calidad de sub-prior estaba a cargo del priorato durante la ausencia de Philip, enviaría a alguno de sus incondicionales; hasta era posible que acudiera él mismo. Remigius actuaría con extrema lentitud, pues era incapaz de una acción rápida y decisiva, ni siquiera en su propio interés. Podrían pasar meses. Philip se sintió cada vez más pesimista.

Otros prisioneros tuvieron mejor fortuna. Poco después de la salida del sol, empezaron a llegar las mujeres, los hijos y los parientes de los cautivos, en un principio temerosos y vacilantes, y luego más seguros de sí mismos, para negociar el rescate de las personas queridas. Solían regatear durante un rato con los aprehensores, alegando su falta de dinero, ofreciendo joyas baratas u otros objetos. Hasta que, al fin, llegaban a un acuerdo, se iban y volvían poco después con el rescate convenido, por lo general dinero. Crecían sin cesar los montones del botín, y las jaulas empezaban a vaciarse.

Hacia mediodía, la mitad de los prisioneros habían salido. Philip supuso que serían gentes de la localidad. Los que quedaban debían proceder de ciudades lejanas y se trataba probablemente de los caballeros capturados durante la batalla. Aquella suposición quedó confirmada al aparecer el alguacil del castillo y preguntar los nombres de cuantos allí quedaban. La mayoría de ellos eran caballeros del sur. Philip observó que, en una de las jaulas, no había más que un hombre, y estaba sujeto a un cepo, como si alguien quisiera asegurarse por partida doble contra el riesgo de fuga. Luego de mirar durante algunos minutos a aquel prisionero tan especial, Philip se dio cuenta de quién era.

¡Mirad! dijo a sus tres compañeros de jaula. Ese hombre que está ahí solo. ¿Es quien creo que es?

Los otros lo miraron.

¡Por Cristo, es el rey! exclamó uno de ellos.

Los demás asintieron.

Philip se quedó mirando al hombre de pelo leonado, lleno de barro, con las manos y los pies sujetos cruelmente con los tornillos del cepo. Su aspecto no se diferenciaba del de cualquiera de ellos. El día anterior era el rey de Inglaterra. El día anterior había negado una licencia de mercado a Kingsbridge. Hoy no podía ponerse en pie sin la ayuda de alguien. El rey había recibido su merecido; aunque, de todas maneras, Philip sentía lastima por él.

A primera hora de la tarde, llevaron alimento a los prisioneros. Eran los restos tibios de la comida cocinada para los combatientes. No obstante, se lanzaron voraces sobre ella. Philip se contuvo y dejó a los otros la mayor parte, ya que consideraba el hambre como una baja debilidad a la que uno había de resistirse de cuando en cuando. Cualquier ayuno obligado le parecía una oportunidad de mortificación de la carne.

Cuando se encontraban rebañando la escudilla, hubo un brote de actividad en la torre del homenaje de la que salió un grupo de condes. Philip observó que dos de ellos caminaban un poco adelantados a los otros, que los trataban con deferencia. Tenían que ser Ranulf de Chester y Robert de Gloucester. Pero Philip no sabía quién era cada uno.

Se acercaron a la jaula de Stephen.

Buen día, primo Robert dijo el rey subrayando con fuerza la palabra primo.

No era mi intención que pasaras la noche en el cepo. Ordené que te trasladaran. Pero mi orden no fue cumplida. Sin embargo veo que has sobrevivido contestó el más alto de los dos hombres.

Un hombre con el ropaje de sacerdote se apartó del grupo y se dirigió a la jaula donde se encontraba Philip. En un principio este no le prestó atención, porque Stephen estaba preguntando qué pensaban hacer con él y Philip quería oír la respuesta. Pero el sacerdote hizo una pregunta.

¿Quién de vosotros es el prior de Kingsbridge?

Soy yo repuso Philip.

El sacerdote se dirigió a uno de los hombres de armas que había llevado a Philip hasta allí.

Suelta a ese hombre.

Philip se sentía confundido. Jamás había visto a aquel sacerdote. Su nombre había sido sacado con toda seguridad de la lista que hizo el alguacil del castillo. Pero ¿por qué? Se sentía contento de salir de la jaula, pero no estaba dispuesto a celebrarlo todavía. Ignoraba lo que podía esperarle.





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