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Capítulo Dieciséis 48




Después de todo lo que has hecho sólo hay una cosa que deberías decir: He pecado, padre. ¡Deberías caer de rodillas en este priorato! Deberías suplicar el perdón si quieres escapar a las llamas del infierno.

William palideció. Siempre que se mencionaba el infierno le embargaba un terror incontrolable. Trató desesperadamente de interrumpir el torrente de palabras de Philip.

Pero ¿qué me dice de su mercado? ¿Qué hay de su mercado? insistió en preguntar.

Philip apenas le oyó. Se hallaba poseído de una fortísima indignación.

¡Suplica el perdón por las terribles cosas que has hecho! gritó. ¡De rodillas! ¡De rodillas o arderás en el infierno!

William estaba tan aterrado que ya no dudaba de que iba a sufrir el fuego del infierno si no se arrodillaba y rezaba en ese mismo instante delante de Philip. Sabía que tenía que confesarse porque había matado a muchos hombres en la guerra, además de los pecados cometidos durante su recorrido por el Condado. ¿Qué pasaría si muriera antes de haber confesado? Se sentía demasiado sobrecogido ante la idea de las llamas eternas y los demonios con sus afilados cuchillos.

Philip se dirigió hacia él con el dedo enhiesto y le gritó.

¡De rodillas!

William hizo retroceder a su caballo. Miró desesperado en torno suyo. La gente le cercaba por todas partes. Sus caballeros estaban detrás de él con aspecto confundido. No sabían qué hacer frente a aquella amenaza espiritual lanzada por un monje desarmado. William se sintió incapaz de soportar más humillaciones; después de lo de Aliena aquello era demasiado. Tiró de las riendas haciendo que su poderoso caballo de guerra anduviera hacia atrás de forma grosera. La multitud se dividió ante sus potentes cascos. Cuando sus patas delanteras golpearon de nuevo el suelo, William le espoleó con dureza y el animal se lanzó hacia delante. Los mirones se dispersaron; volvió a espolearlo y el caballo avanzó a medio galope. Descompuesto por la vergüenza atravesó veloz la puerta del priorato seguido de sus caballeros. Asemejaban una jauría de perros rabiosos ahuyentados por una vieja con una escoba.

William confesó sus pecados, tembloroso y abrumado por el miedo, sobre el suelo frío de la pequeña capilla del palacio episcopal. El obispo Waleran escuchaba en silencio, y su rostro era una máscara de aversión mientras William enumeraba todas las muertes, palizas y violaciones de que era culpable. William, incluso mientras se confesaba, sentía la más profunda repugnancia hacia aquel obispo arrogante con sus manos limpias y blancas cruzadas sobre el corazón y un leve palpitar en las traslucidas aletas de la nariz, como si olfateara mal olor en el aire polvoriento. A William le atormentaba tener que suplicar a Waleran la absolución pero sus pecados eran de tal categoría que ningún sacerdote corriente podría perdonarlos. Así que se arrodilló, poseído por el temor, cuando Waleran le ordenó que encendiera una vela a perpetuidad en la capilla de Earlcastle. Luego, le dijo que había quedado absuelto de sus pecados.

El miedo, como si de niebla se tratara, se fue levantando poco a poco.

Salieron de la capilla al ambiente cargado de humo del gran salón y se sentaron junto al fuego. El otoño se disponía a dar paso al invierno, y hacía frío en la inmensa casa de piedra. Un pinche de cocina les llevó pan caliente especiado, hecho con miel y jengibre. Al fin William empezaba a sentirse a gusto. Entonces recordó sus otros problemas: Richard, el hijo de Bartholomew, estaba tratando de hacer valer su derecho al Condado, y William era demasiado pobre para reunir un ejército lo bastante grande como para que impresionara al rey. Durante el mes anterior había rastrillado considerables sumas de dinero, pero seguían sin ser suficientes.

Ese condenado monje le está chupando la sangre al Condado de Shiring comentó con un suspiro.

Waleran cogió pan con una mano pálida de dedos largos como una garra.

Me he estado preguntando cuánto tiempo ibas a tardar en llegar a esa conclusión.

Claro que a Waleran se le habría ocurrido aquello mucho antes.

Se mostraba tan superior. William hubiera preferido no hablar con él, pero necesitaba la opinión del obispo sobre un punto legal.

El rey nunca concedió licencia para establecer un mercado en Kingsbridge, ¿verdad?

Que yo sepa, no.

Entonces Philip está quebrantando la ley.

Waleran encogió sus huesudos hombros cubiertos de negro.

Sí, hasta donde yo tengo conocimiento.

Waleran se mostraba muy poco interesado, pero William siguió hurgando.

¡Hay que impedírselo!

Waleran sonrió con suficiencia.

No podéis tratarlo del mismo modo que a un siervo que ha casado a su hija sin vuestro permiso.

William enrojeció. Waleran se refería a uno de los pecados que acababa de confesar.

Entonces, ¿cómo hay que tratarlo?

Waleran reflexionó.

Los mercados son prerrogativa del rey. En tiempo de mayor tranquilidad, tal vez él mismo se ocupara de ello.

William rio burlón. Pese a toda su inteligencia, Waleran no conocía al rey como él.

Ni siquiera en tiempo de paz, le parecería bien que le presentara una queja respecto a un mercado que carece de licencia.

Bien, entonces su delegado para los asuntos locales es el sheriff de Shiring.

¿Qué puede hacer?

Puede presentar una denuncia contra el priorato ante el tribunal de justicia del Condado.

William negó con la cabeza.

Eso es lo que menos me interesa. El tribunal le impondría una multa, el priorato la pagaría y el mercado continuaría prosperando. Es casi como si se le concediera la licencia.

Lo malo es que, en realidad, no existen motivos para impedir que Kingsbridge tenga un mercado.

¡Sí que los hay! exclamó indignado William. Reduce el comercio en el mercado de Shiring.

Shiring está a un día entero de viaje desde Kingsbridge.

La gente recorre largos caminos.

Waleran volvió a encogerse de hombros. William se había dado cuenta de que hacía ese gesto cuando no se hallaba conforme con algo.

De acuerdo con la tradición, un hombre pasará una tercera parte del día caminando hacia el mercado, otra tercera parte del día en el mercado y la última tercera parte del día regresando a casa. Por lo tanto, un mercado da servicio a la gente durante una tercera parte del día del viaje, que se calcula son siete millas. Si dos mercados se encuentran separados por más de catorce millas, entonces las zonas de captación no se superponen. Shiring está a veinte millas de Kingsbridge. De acuerdo con la regla, Kingsbridge tiene derecho a un mercado, y el rey debería concedérselo.

El rey hace lo que quiere replicó William jactancioso.

Pero se quedó preocupado. No sabía nada de la regla. Con ella se fortalecía la posición del prior Philip.

De cualquier modo, no estamos tratando con el rey sino con el sheriff apuntó Waleran; frunció el entrecejo y añadió: El sheriff puede ordenar al priorato que desista de crear un mercado sin licencia.

Eso es una pérdida de tiempo objetó William desdeñoso. ¿Quién hace caso de una orden que no está respaldada por una amenaza?

Es posible que Philip.

William no creyó semejante cosa.

¿Por qué habría de hacerlo?

Los labios exangües de Waleran esbozaron una sonrisa burlona.

No sé si seré capaz de explicároslo bien. Philip cree que la ley debe cumplirse, que ha de imperar.

Una idea estúpida respondió con impaciencia William. El rey es el rey.

Os dije que no os lo haría entender.

El aire de suficiencia de Waleran enfureció a William, que se puso en pie y se acercó a la ventana. Al mirar por ella, vio, en la cima de la colina cercana, los terraplenes donde Waleran, cuatro años atrás, empezó a construirse un castillo, confiando en sufragar los gastos con los ingresos del Condado de Shiring. Philip había hecho fracasar sus planes; y ahora la hierba había vuelto a crecer sobre los montículos de tierra, y el seco foso estaba lleno de zarzas. William recordó que Waleran había esperado edificar con la piedra procedente de la cantera del Condado de Shiring. Y ahora era Philip quien la poseía.

Si fuera otra vez dueño de la cantera, podría utilizarla como garantía y pedir dinero prestado para reunir un ejército musitó.

¿Por qué no la recuperáis? le pregunto Waleran.

William meneó la cabeza.

Lo intenté en una ocasión.

Y Philip os ganó por la mano. Pero ahora ya no hay allí monjes. Podéis enviar una partida de hombres para expulsar a los canteros.

¿Pero cómo impediría que Philip volviera a tomar posesión al igual que hizo la última vez?

Construid una cerca alta alrededor de la cantera y mantened vigilancia permanente.

Era posible, pensó William con avidez. Y resolvería su problema de una vez por todas. No obstante se detuvo a meditar: ¿Qué motivo impulsaba a Waleran a sugerir aquello? Madre le había advertido que anduviera con ojos con aquel obispo poco escrupuloso. Lo único que necesitas saber de Waleran Bigod, le había dicho, es que cuanto hace lo ha calculado antes con minucioso cuidado. En él no hay nada espontáneo, nada improvisado, nada casual, nada superfluo. Y, sobre todo, nada generoso.

Pero Waleran odiaba a Philip y había jurado que le impediría construir su catedral. Ese era motivo suficiente.

William lo miró pensativo. Su carrera se encontraba atascada.

Había llegado a obispo muy joven; pero Kingsbridge era una diócesis insignificante y empobrecida y, con toda seguridad, Waleran la había considerado tan sólo un peldaño para dignidades más altas. Sin embargo, era el prior, y no el obispo, quien estaba adquiriendo riquezas y fama. Waleran se apagaba, ensombrecido por Philip, al igual que William. Ambos tenían motivo para querer destruirlo.

William decidió una vez más sobreponerse a la repugnancia que le inspiraba Waleran, en beneficio de sus propios intereses a largo plazo.

Muy bien dijo. Eso puede dar resultado. Pero supongamos que entonces Philip va a quejarse al rey.

Diréis que lo habéis hecho como represalia por el mercado que Philip ha creado sin licencia apuntó Waleran.

William asintió.

Cualquier excusa valdrá, siempre que yo vuelva a la guerra con un ejército lo bastante numeroso.

Los ojos de Waleran brillaron de malicia.

Tengo la impresión de que Philip no construirá esa catedral si ha de comprar la piedra al precio del mercado. Y, si deja de construir, Kingsbridge empezara a declinar. Eso solucionará todos vuestros problemas.

William no estaba dispuesto a mostrar gratitud.

Aborrecéis de veras a Philip, ¿verdad?

Se interpone en mi camino se limitó a decir Waleran; pero, por un instante, William tuvo un atisbo de la descarnada crueldad que latía bajo los modales fríos y calculadores del obispo.

William volvió a fijar la mente en las cuestiones prácticas.

Allí debe de haber unos treinta canteros, algunos con sus mujeres e hijos.

¿Y qué?

Puede que haya derramamiento de sangre.

Waleran enarcó sus negras cejas.

¿De veras? Entonces habré de darte la absolución.

A fin de llegar con el alba, se pusieron en marcha cuando todavía estaba oscuro. Enarbolaban antorchas que ponían nerviosos a los caballos. Además de Walter y los otros cuatro caballeros, William llevaba consigo seis hombres de armas. Caminando detrás de ellos, iban una docena de campesinos que habrían de cavar el foso y levantar la cerca.

William creía con firmeza en una planificación militar cuidadosa, lo cual era precisamente el motivo de que él y sus hombres fueran tan útiles al rey Stephen; pero, en esta ocasión, no tenía plan alguno de batalla. Unos cuantos canteros y sus familias no podían oponer mucha resistencia, y William no podía dejar de recordar lo que le dijo el líder de los canteros ¿Se llamaba Otto? Sí, Otto Blackface. Pues Otto se había negado a luchar el primer día que Tom Builder llevó a sus hombres a la cantera.

Amaneció una helada mañana de diciembre, con jirones de niebla colgando de los árboles, semejantes a la ropa tendida de la gente pobre. William aborrecía aquella época del año. Hacía frío por la mañana, oscurecía muy pronto y en el castillo siempre había humedad. Se servían demasiada carne y demasiado pescado en salazón. Su madre siempre estaba enfadada y los sirvientes malhumorados. Sus caballeros se mostraban pendencieros. Esa pequeña escaramuza les vendría bien. Y también a él. Ya había gestionado un préstamo de doscientas libras con los judíos de Londres, con la cantera como la garantía. Antes de que el día finalizara, tendría asegurado su futuro. Cuando les faltaba alrededor de una milla para llegar a la cantera, William se detuvo, eligió dos hombres y los envió a pie, a modo de avanzadilla.

Tal vez haya un centinela o algunos perros les advirtió. Tened preparado un arco con la flecha dispuesta en la cuerda.

Un poco más adelante, el camino torcía a la izquierda, y terminaba de repente ante la ladera cortada a pico de una colina mutilada. Era la cantera. Reinaba el más absoluto silencio. Junto al camino, los hombres de William sujetaban a un asustado rapaz, seguramente un aprendiz al que habían enviado a montar guardia. A sus pies, un perro se desangraba con una flecha clavada en el cuello.

La partida que había emprendido la incursión, se acercó sin preocuparse por guardar silencio. William detuvo el caballo y examinó el panorama. Había desaparecido gran parte de la colina desde la última vez que la vio. El andamiaje subía por la ladera hasta zonas inaccesibles y descendía luego hasta una profunda hondonada abierta al pie. Cerca de la carretera, se encontraban almacenados bloques de piedra de distintas formas y tamaños; dos macizas carretas de madera, con inmensas ruedas, estaban cargadas de piedra y dispuestas para salir. Todo aparecía cubierto de polvo gris, incluso los arbustos y los árboles. Habían talado una gran área de bosque. Mi bosque, pensó furioso William, y había diez o doce construcciones de madera, algunas con pequeños huertos, uno de ellos con una pocilga. Era una pequeña aldea.

Probablemente, el centinela se había quedado dormido y su perro también.

¿Cuántos hombres hay aquí, zagal? le preguntó William.

El mozo, aunque se hallaba asustado, parecía valiente.

Vos sois Lord William, ¿verdad?

Contesta a la pregunta, muchacho, o te cortaré la cabeza con esta espada.

El chico se puso lívido de miedo, pero contestó con una voz de tembloroso desafío.

¿Va a tratar de robar esta cantera al prior Philip?

¿Qué me pasa?, se preguntó William. Ni siquiera soy capaz de asustar a un flacucho zagal barbilampiño. ¿Por qué la gente cree que puede desafiarme?

Esta cantera es mía respondió con tono sibilante. Olvídate del prior Philip. Ahora ya nada puede hacer por vosotros. ¿Cuántos hombres?

Y en lugar de contestar, el muchacho volvió la cabeza y empezó a vociferar:

¡Ayuda! ¡Guardia! ¡Nos atacan! ¡Nos atacan!

William se llevó la mano a la espada. Vaciló mirando hacia las casas. Un rostro espantado atisbaba desde una puerta. Arrebató a uno de sus hombres una antorcha llameante y espoleó a su caballo. Cabalgó hacia las casas llevando la antorcha muy alta, mientras veía a sus caballeros detrás de él. Se abrió la puerta de la cabaña más cercana y asomó la cabeza un hombre de ojos legañosos que se hallaba en ropa interior. William arrojó la tea ardiendo por encima de la cabeza del hombre. Cayó en el suelo, detrás de él, sobre la paja, en la cual prendió rápidamente. William, con un grito triunfal siguió cabalgando.

Atravesó el pequeño enjambre de casas. Detrás de él sus hombres cargaban, aullando y arrojando sus antorchas sobre los tejados de barda. Se abrieron todas las puertas y empezaron a salir hombres, mujeres y niños llenos de terror que chillaban tratando de evitar los estruendosos cascos. Iban de una parte a otra, dominados por el pánico, mientras las llamas se extendían. William se detuvo un instante a contemplar la escena. Los animales domésticos corrían por todas partes, y un cerdo frenético cargaba contra cuanto encontraba al paso, en tanto que una vaca, desconcertada, permanecía inmóvil en medio de todo aquel tumulto, moviendo a un lado y a otro su estúpida cabeza. Incluso los hombres jóvenes, que solían componer el grupo más agresivo, parecían confusos y asustados.

Desde luego, el amanecer era la mejor hora para este tipo de asaltos, ya que el hecho de mostrarse medio desnudos disminuía la agresividad de las gentes.

Un hombre de tez morena, con un mechón de pelo negro, salió de una de las cabañas. Llevaba las botas puestas y empezó a dar órdenes. Debía tratarse de Otto Blackface. William no alcanzaba a oír lo que decía, aunque, por sus ademanes, suponía que Otto estaba ordenando a las mujeres que cogieran a los niños y corrieran a refugiarse en los bosques. ¿Pero qué estaría diciendo a los hombres? William lo supo un momento después. Dos jóvenes corrieron hasta una cabaña apartada de las otras y abrieron la puerta que estaba atrancada por fuera. Entraron en ella y salieron de nuevo enarbolando pesados martillos de cortar piedra. Otto envió a otros hombres a la misma cabaña que, a todas luces, era donde se hallaban guardadas las herramientas. Era evidente que se disponían a presentar batalla.

Tres años antes, Otto se había negado a luchar por Philip. ¿Por qué había cambiado de idea?

Fuera como fuera iba a matarlo. William sonrió ceñudo y desenvainó la espada.

Ya había seis u ocho hombres armados con machos y hachas de mango largo. William espoleó su caballo y cargó contra el grupo que se encontraba cerca de la puerta de la cabaña de herramientas, el cual se desperdigó, y sus integrantes quedaron fuera de su alcance. Pero enarboló su espada y pudo alcanzar a uno de ellos y hacerle un profundo corte en el brazo. El hombre soltó el hacha.

William se alejó al galope y luego hizo dar la vuelta a su caballo.

Jadeaba con fuerza y se sentía bien. Con el ardor de la batalla no se experimentaba temor, sólo excitación. Algunos de sus hombres habían visto lo ocurrido y miraron a William interrogantes. Les hizo ademán de que le siguieran y cargó de nuevo contra los canteros. No podían esquivar a seis caballeros con la facilidad que a uno. William derribó a dos, y varios más cayeron bajo las espadas de sus hombres. Se movía con demasiada rapidez para poder contarlos o comprobar si estaban muertos o nada más que heridos. Cuando Otto volvió había reagrupado a sus fuerzas. Al lanzarse los caballeros a la carga, los canteros se escurrieron entre las casas ardiendo. William se dio cuenta, bien a pesar suyo, de que se trataba de una táctica inteligente. Los caballeros los siguieron; pero a los canteros les resultaba más fácil esquivarlos por separado, y los caballos se apartaban de las viviendas en llamas. William persiguió a un hombre canoso que llevaba un martillo, y falló varias veces antes de que el hombre se evadiera de él, corriendo a través de una casa con el techo incendiado.

William comprendió que el problema era Otto. Él era quien alentaba a los canteros, y también quien los organizaba. Tan pronto como cayera, los demás abandonarían la lucha. William detuvo su caballo y buscó con la mirada al hombre de tez morena. La mayoría de las mujeres y los niños habían desaparecido, salvo dos criaturas de cinco años que se encontraban en medio de la batalla cogidas de la mano y llorando. Los caballeros de William cargaban entre las casas, persiguiendo a los canteros. Con gran sorpresa, William vio que uno de sus hombres de armas había caído bajo un martillo y yacía en el suelo quejándose y sangrando. William quedó consternado, ya que no había previsto baja alguna entre los suyos.

Una mujer corría desolada entre las casas en llamas, e iba de una a otra gritando algo. William no podía saber qué. Era evidente que llamaba a alguien. Finalmente la mujer encontró a las dos niñas, y se las llevó, una debajo de cada brazo. Al intentar alejarse corriendo, casi topó con uno de los caballeros de William, Gilbert de Rennes, el cual levantó la espada con intención de descargarla sobre ella. De repente Otto saltó de detrás de una cabaña enarbolando un hacha de mango largo. Su habilidad en el manejo de esa herramienta era tal que atravesó limpiamente el muslo de Gilbert, quedando la hoja clavada en la madera de la montura. La pierna cortada cayó al suelo y Gilbert, gritando, se desplomó del caballo, jamás volvería a luchar.

Había sido un caballero muy valioso. William espoleó furibundo su caballo. La mujer con los niños había desaparecido. Otto forcejeaba, intentando sacar la hoja de su hacha de la silla de Gilbert. Levantó la vista y vio llegar a William. Si en ese momento hubiera echado a correr, probablemente habría escapado, pero se quedó tratando de sacar su hacha. Se soltó en el preciso momento en que William caía casi sobre él. William alzó su espada. Otto se mantuvo a pie firme y levantó su hacha. William se dio cuenta, en el último momento, de que iba a descargarla sobre su caballo, y de que el cantero podía lisiar al animal antes de que él estuviera lo bastante cerca para atacarle. Tiró desesperadamente de las riendas y el caballo patinó y se detuvo, luego retrocedió, al tiempo que apartaba su cabeza de Otto, quien descargó el golpe sobre el cuello del animal. El filo del hacha se hundió profundamente en los poderosos músculos. Brotó la sangre como una fuente y el caballo se precipitó al suelo. William lo había desmontado antes de que el inmenso cuerpo tocara tierra. Estaba enfurecido; aquel caballo de batalla le había costado una fortuna y con él había sobrevivido durante todo un año de guerra civil. Era exasperante haberlo perdido bajo el hacha de un cantero. Saltó por encima del cuerpo del animal y se lanzó sobre Otto con la furia de un maníaco, enarbolando su espada.

Otto no era presa fácil. Alzando su hacha con ambas manos, utilizó el mango de corazón de roble para detener los mandobles de William, quien atacaba cada vez con más fuerza haciéndole retroceder. Pese a su edad, Otto tenía unos músculos poderosos y los golpes apenas le hacían mella. William agarró su espada con las dos manos y la descargó con mayor fuerza todavía. Una vez más se interpuso el mango del hacha, pero esta vez la espada de William se hundió en la madera. Entonces Otto empezó a avanzar y William a retroceder. Tiró con fuerza de su espada y al fin logró liberarla. Más para entonces Otto lo tenía prácticamente bajo su dominio.

De repente William temió por su vida.

Otto levantó el hacha, William la esquivó echándose hacia atrás. Su talón se encontró con algo que le hizo tropezar y caer de espaldas sobre el cuerpo de su caballo. Aterrizó en un charco de sangre cálida pero logró conservar la espada. Vio a Otto junto a él, con su hacha levantada. Al descender el arma William rodó frenéticamente de costado; sintió el viento al cortar la hoja el aire junto a su cara. Luego se levantó de un salto y atacó al cantero.

Un soldado se habría echado a un lado antes de arrancar su arma del suelo, sabedor de que un hombre es en extremo vulnerable después de asestar un golpe fallido. Pero Otto no era un soldado sino un loco valiente, y permanecía en pie con una mano en el mango de su hacha y el otro brazo extendido para recobrar el equilibrio, dejando que todo su cuerpo se convirtiera en un fácil blanco. William lanzó el apresurado ataque prácticamente a ciegas, y sin embargo acertó. La punta de la espada atravesó el pecho de Otto. William la hundió con más fuerza y la hoja se deslizó entre las costillas del hombre. Otto soltó su hacha y en su rostro apareció una expresión que William conocía bien. Sus ojos se mostraron sorprendidos. Tenía la boca abierta como si se dispusiera a gritar a pesar de que no emitía sonido alguno. De repente, su tez adquirió un color gris. Presentaba el aspecto de un hombre que ha sufrido una herida mortal. William hundió todavía más su espada para asegurarse y luego la sacó. Los ojos de Otto quedaron en blanco, una brillante mancha roja, que iba agrandándose, empapó su camisa. Por último se desplomó. William dio media vuelta y escrutó el panorama general. Vio a dos canteros que huían apresurados, seguramente después de haber visto cómo mataban a su líder. Mientras corrían, gritaban a los demás. La lucha se convirtió en una retirada. Los caballeros persiguieron a los que trataban de escapar.

William se quedó inmóvil, jadeante ¡Los condenados canteros habían presentado batalla! Miró a Gilbert, yacía inmóvil en un charco de sangre con los ojos cerrados. William le puso una mano en el pecho. Ni un latido; Gilbert había muerto.

William caminó entre las casas, que ardían aún. Fue contando los cuerpos; habían muerto tres canteros, y además una mujer y una niña. Ambas parecían haber sido pateadas por los caballos. Tres de los hombres de armas de William estaban heridos y cuatro caballos habían perecido o estaban lisiados.

Cuando completó el recuento permaneció en pie junto al cuerpo de su cabalgadura. Aquel caballo de guerra le había gustado más de lo que le gustaba la mayoría de la gente; después de la lucha, solía sentirse exultante. Pero, en esos momentos, sólo estaba deprimido. Aquello era una carnicería. Lo que hubiera debido ser una sencilla operación para expulsar a unos trabajadores indefensos, se había convertido en una batalla campal con importantes bajas. Los caballeros persiguieron a los canteros hasta el lindero del bosque. Pero, a partir de allí, los caballos nada podían contra los hombres, así que dieron media vuelta. Walter se acercó a donde estaba William y vio a Gilbert muerto en el suelo.





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