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Capítulo Dieciséis 45




Este es el muro que estoy construyendo dijo Tom, señalando nervioso el plano.

Sí, a todas luces la fachada este dijo Henry. Aquello daba respuesta al interrogante. Sabía leer perfectamente un plano. ¿Por qué no tienen los cruceros naves laterales?

Para economizar contestó Tom al instante. Pero como no empezaremos a construirlos hasta dentro de otros cinco años, si el monasterio sigue prosperando como ha hecho durante el primer año que lo ha regido el prior Philip, es posible que para entonces podamos permitirnos construir cruceros con naves laterales.

Había elogiado a Philip y contestado a la pregunta a un tiempo, y creía haberse mostrado bastante inteligente.

Henry asintió aprobador.

Muy sensato el establecer un plan modesto dejando lugar al propio tiempo para una posible ampliación. Enséñame el alzado.

Tom sacó el alzado. Esa vez no hizo comentario alguno, sabedor de que Henry era capaz de entender lo que estaba mirando, tal como quedó confirmado con el comentario de Henry.

Las proporciones tienen donosura.

Gracias dijo Tom. El obispo parecía complacido con todo. Es una catedral modesta, pero será más luminosa y bella que la antigua añadió Tom.

¿Y cuánto tiempo llevará terminarla?

Quince años con un trabajo ininterrumpido.

Cosa que nunca ocurre. Sin embargo ¿Puedes mostrarnos qué aspecto tendrá? Me refiero a alguien que la vea desde fuera.

Tom comprendió lo que decía.

¿Os referís a un boceto?

Sí.

Ciertamente.

Tom volvió junto al muro que estaba construyendo, con el grupo del obispo detrás. Se arrodilló ante su esparavel y extendió sobre él una capa uniforme de argamasa, alisando la superficie. Luego, con la punta de su paleta, hizo un bosquejo del extremo occidental de la iglesia. Sabía que eso lo hacía muy bien. El obispo, su grupo y todos los monjes y trabajadores voluntarios que andaban por allí miraban fascinados. El dibujo siempre les parecía un milagro a quienes no sabían hacerlo. En unos minutos Tom había hecho un dibujo lineal de la cara oeste con tres portales arqueados, una gran ventana y dos torrecillas que la flanqueaban. Era un truco sencillo pero siempre causaba impresión.

Extraordinario dijo el obispo Henry una vez terminado el dibujo. Que tu habilidad se vea bendecida por Dios.

Tom sonrió. Aquello representaba un poderoso respaldo a su nombramiento.

Mi señor obispo, ¿tomaréis algún refrigerio antes de celebrar el oficio sagrado? dijo el prior Philip.

Con mucho gusto.

Tom sintió un gran alivio. Había superado felizmente la prueba.

Os ruego que paséis a la casa del prior. Está enfrente siguió diciendo Philip al obispo. El grupo se puso en movimiento. Philip apretó el brazo de Tom y dijo con un murmullo de júbilo contenido: ¡Lo hemos conseguido!

Tom respiró aliviado al alejarse los dignatarios. Se sentía contento y orgulloso. , se dijo, lo hemos conseguido. El obispo Henry estaba más que impresionado. Estaba pasmado, pese a su compostura. Era evidente que Waleran le había pintado una escena de letargo e inactividad, razón por la que había resultado mucho más llamativa. El resultado era que la malignidad de Waleran se había vuelto contra él, fortaleciendo el triunfo de Philip y Tom.

Mientras disfrutaba de la grata sensación de una victoria honrada, oyó una voz familiar.

Hola, Tom Builder.

Al volverse se encontró con Ellen.

Tom se quedó pasmado. Los problemas de la catedral habían ocupado de tal forma su mente que durante todo el día no había pensado en ella. La contempló feliz. Estaba exactamente como cuando se fue: esbelta, la tez morena, el oscuro pelo que se agitaba como olas en una playa y aquellos ojos hundidos de un dorado luminoso. Le sonrió con aquella boca de labios gruesos que siempre le hacía pensar en besos.

Se sentía desbordado por el deseo apremiante de abrazarla, pero logró dominarse.

Hola, Ellen se forzó a decir con cierta dificultad.

Hola, Tom dijo un joven que la acompañaba.

Tom le miró con curiosidad.

¿No te acuerdas de Jack? dijo Ellen.

¡Jack! repitió Tom asombrado.

El muchacho había cambiado. Ahora ya era algo más alto que su madre y tenía ese físico huesudo que impulsaba a las abuelas a decir que un muchacho ha dado un fuerte estirón. Seguía teniendo el pelo rojo y brillante, la tez blanca y los ojos verdes, pero sus rasgos habían adquirido proporciones más atractivas e incluso era posible que algún día fuera guapo.

Tom miró de nuevo a Ellen. Por un momento se limitó a disfrutar con su contemplación. Quería decirle: Te he echado de menos. No puedes ni imaginar cuánto te he echado de menos, y casi estuvo a punto de hacerlo, pero no se atrevió.

Bueno, ¿dónde habéis estado? se limitó a preguntar.

Hemos estado viviendo donde siempre lo hemos hecho, en el bosque dijo ella.

¿Y qué os ha hecho volver precisamente hoy?

Nos enteramos de que pedíais voluntarios y sentimos curiosidad por saber cómo te iba. Y además no he olvidado que prometí volver un día.

Me alegro de que lo hayas hecho dijo Tom. Tenía unos deseos enormes de verte.

¿Sí? Ellen parecía mostrarse cauta.

Era el momento que desde hacía un año había estado esperando y planeando, y cuando al fin llegaba se sentía atemorizado. Hasta entonces había sido capaz de vivir con la esperanza, pero si ese día Ellen le rechazaba, sabría que la habría perdido para siempre. Le asustaba empezar. El silencio se prolongaba. Tom aspiró con fuerza.

Escucha le dijo. Quiero que vuelvas conmigo. Pero, por favor, no digas nada hasta que hayas escuchado lo que tengo que decirte, por favor.

Muy bien repuso ella con un tono sin inflexiones.

Philip es un prior muy bueno. El monasterio está prosperando cada vez más gracias a su buena administración. Mi trabajo aquí es seguro. Nunca más tendremos que volver a patear los caminos. Lo prometo.

No fue porque

Lo sé. Pero quiero decírtelo todo.

Muy bien.

He construido una casa en la aldea con dos habitaciones y una chimenea, y puedo agrandarla. No tendremos que vivir en el priorato.

Pero Philip es dueño de la aldea.

Ahora Philip está en deuda conmigo. Tom abarcó con un movimiento de brazo todo el panorama. Sabe que no hubiera podido hacer todo esto sin mí. Si le pido que te perdone por lo que hiciste y que considere como penitencia suficiente el año que has pasado de exilio, estará de acuerdo. No puede negármelo en un día como este.

¿Y qué me dices de los chicos? preguntó ella. ¿Esperas que te contemple impávida correr la sangre de Jack cada vez que Alfred está irritado?

En realidad creo tener la respuesta para ello dijo Tom. Alfred ahora es ya albañil. Tomaré a Jack como aprendiz mío. De esa manera Alfred no se sentirá resentido por la ociosidad de Jack. Y tú puedes enseñar a Alfred a leer y escribir, y de esa manera los dos muchachos se encontrarán en igualdad de condiciones. Los dos estarán trabajando y también los dos sabrán leer y escribir.

Has pensado mucho sobre ello, ¿verdad? dijo Ellen.

Sí.

Tom esperó su reacción. No se le daba muy bien mostrarse persuasivo. Todo cuanto podía hacer era plantear la situación. Si al menos también en este caso pudiera hacer un bosquejo a Ellen

Tenía la impresión de que no se le había escapado nada y que había dado respuesta a cualquier objeción. ¡Ellen tenía que aceptar! Pero todavía se mostraba vacilante.

No estoy segura dijo.

Tom sintió que perdía el dominio de sí mismo.

Por favor, Ellen, no digas eso. Temía echarse a llorar delante de toda aquella gente y sentía tal nudo en la garganta que apenas podía hablar. ¡Te quiero tanto! Por favor, no vuelvas a irte le suplicó. Lo único que me ha mantenido con fuerzas para seguir adelante ha sido la esperanza de que volverías. No puedo soportar vivir sin ti. No cierres las puertas del paraíso. ¿No te das cuenta de que te quiero con todo mi corazón?

La actitud de ella cambió de pronto.

¿Por qué no lo decías entonces? musitó. Y se acercó a él, que la rodeó con los brazos. Yo también te quiero, loco tonto le dijo.

Tom se sintió flaquear de alegría. De veras me quiere, de veras, se dijo. La abrazó con fuerza y luego la miró a la cara.

¿Querrías casarte conmigo, Ellen?

Ellen tenía los ojos llenos de lágrimas, pero también sonreía.

Sí, Tom. Me casaré contigo dijo levantando la cara.

Tom la atrajo con fuerza y la besó en la boca. Durante un año había soñado con aquello. Cerró los ojos concentrándose en el maravilloso contacto de los labios de Ellen contra los suyos. Ellen tenía la boca ligeramente abierta y los labios húmedos. El beso era tan exquisito que por un instante se olvidó de todo.

¡No vayas a tragártela, hombre! le dijo alguien cerca de ellos.

¡Estamos en una iglesia! le dijo Tom apartándose de ella.

No me importa le contestó ella alegremente, besándole de nuevo.

El prior Philip les había ganado por la mano una vez más, pensaba amargamente William mientras se encontraba sentado en casa del prior, bebiendo el vino aguado de Philip y comiendo dulces de la cocina del priorato. William necesitó algún tiempo para apreciar en todo su valor la brillante y total victoria de Philip. No hubo error alguno en la valoración original del obispo Waleran de la situación.

Era verdad que Philip andaba corto de dinero y que tendría grandes dificultades para construir una catedral en Kingsbridge. Pero, pese a ello, el astuto monje había hecho un tenaz progreso, había contratado a un maestro constructor, comenzado la obra y luego, con un hábil juego de manos, había conjurado unas numerosas fuerzas laborales para embaucar al obispo Henry. Y este había quedado gratamente impresionado, tanto más cuanto que Waleran le había presentado de antemano una imagen realmente desoladora.

Y además el condenado monje sabía que había ganado. No podía borrar del rostro aquella sonrisa triunfal. En aquellos momentos conversaba animadamente con el obispo Henry sobre razas de ovejas y el precio de la lana, y Henry le escuchaba con extrema atención, casi con respeto, mientras que prácticamente ignoraba a los padres de William, que eran mucho más importantes que un simple prior. Philip lamentaría ese día. Nadie podía permitirse superar a los Hamleigh y salirse con la suya. No habrían alcanzado la alta posición que tenían permitiendo a monjes situarse por encima de ellos. Bartholomew de Shiring les había insultado y murió en una prisión de traidores. Philip no saldría mejor parado.

Tom Builder era otro hombre que lamentaría haber provocado a los Hamleigh. William no había olvidado el desafío de Tom en Durstead, sujetando la cabeza de su caballo y obligándole a pagar a los trabajadores. Y hoy mismo, Tom le había llamado con absoluta falta de respeto el joven Lord William. Ahora sin duda estaba a partir un piñón con Philip, construyendo catedrales y no mansiones. Aprendería a su costa que era preferible correr el albur con los Hamleigh que aunar fuerzas con sus enemigos.

William permaneció sentado, echando chispas en silencio hasta que el obispo Henry, poniéndose en pie, se mostró dispuesto a celebrar el oficio sagrado. El prior Philip hizo una seña a un novicio, que salió corriendo de la habitación. Un instante después empezó a sonar una campana.

Todos salieron de la casa. El primero en hacerlo fue el obispo Henry seguido del obispo Waleran, en tercer lugar el prior Philip, y finalmente los seglares. Todos los monjes estaban esperando fuera y se pusieron en fila detrás de Philip formando una procesión. Los Hamleigh hubieron de cerrar la marcha.

Toda la parte occidental del recinto del priorato estaba ocupada por los voluntarios, sentados sobre muros y tejados. Henry subió a una plataforma en el centro del lugar en construcción. Los monjes se situaron detrás de él formando hileras, donde habría de estar el coro de la nueva catedral. Los Hamleigh y los demás miembros seglares del séquito del obispo se dirigieron a donde habría de estar la nave.

Al ocupar sus lugares, William vio a Aliena.

Tenía un aspecto muy diferente. Su indumentaria era de ínfima calidad, calzaba zuecos de madera y los abundantes bucles que le enmarcaban la cara estaban húmedos de sudor. Pero desde luego era Aliena y seguía siendo tan hermosa que se le secó la garganta y se quedó mirándola sin poder apartar la vista, mientras empezaba el oficio y en el recinto del priorato se alzaron mil voces diciendo el padrenuestro.

Aliena pareció acusar el impacto de su mirada, porque se mostraba inquieta, apoyándose ora en un pie, ora en otro, mientras paseaba la mirada en derredor como buscando algo, finalmente se encontró con los ojos de William. En su cara se reflejó una expresión de horror y miedo, y retrocedió sobrecogida aunque se encontraba a unas diez yardas de él y separada por docenas de personas. El miedo de Aliena la hacía tanto más deseable para William y sintió que su cuerpo reaccionaba como no lo había hecho durante todo el año. La lujuria que Aliena le inspiraba estaba mezclada con el resentimiento que sentía a causa del hechizo que le había lanzado. Aliena enrojeció y bajó la vista como si estuviera avergonzada. Cambió unas breves palabras con un muchacho que estaba junto a ella, su hermano, claro, se dijo William, reconociendo el rostro al evocar como un relámpago el erótico recuerdo. Luego dio media vuelta y desapareció entre la multitud.

William se sintió decepcionado. A punto estuvo de seguirla, pero naturalmente no le era posible en medio de un oficio sagrado, y delante de sus padres, dos obispos, cuarenta monjes y un millar de fieles. De modo que se volvió de nuevo de cara al altar completamente decepcionado. Había perdido la ocasión de averiguar dónde vivía.

Aunque Aliena se hubiera ido, seguía fija en su mente. Se preguntó si sería pecado tener una erección en la iglesia. Observó que su padre parecía agitado.

¡Mira! decía a madre. ¡Mira a esa mujer!

Al principio, William creyó que padre se refería a Aliena. Pero no se la veía por parte alguna y al seguir la mirada de su padre vio a una mujer de unos treinta años, no tan voluptuosa como Aliena, pero con un aspecto ágil e indomable que la hacía interesante. Se encontraba en pie, a cierta distancia, junto a Tom, el maestro constructor, y William pensó que probablemente era su mujer, la mujer que él había intentado comprar un día en el bosque, haría de eso más o menos un año. Pero ¿por qué la conocería su padre?

¿Es ella? preguntó padre.

La mujer volvió la cabeza, como si les hubiera oído, y les miró directamente. William vio de nuevo sus ojos dorados, claros y penetrantes.

Por Dios que es ella dijo madre con tono sibilante.

La mirada de la mujer conmocionó a padre. Su rostro abotagado palideció, y las manos le temblaron.

¡Que Jesucristo nos proteja! dijo. Creí que había muerto.

Y William se preguntaba: ¿Qué diablos es todo esto?

Jack se lo había estado temiendo. Durante todo un año supo que su madre echaba en falta a Tom Builder. Su mal genio se había atemperado algo, a menudo tenía una expresión lejana, ensoñadora, y por las noches a veces jadeaba como si estuviera soñando o imaginando que hacía el amor con Tom. Durante todo ese tiempo, Jack supo que volvería allí. Y ahora había aceptado quedarse. Y él, Jack, aborrecía la idea.

Los dos habían sido siempre felices. Quería a su madre y ella le quería a él. Y nadie se interponía entre ellos. Bien era verdad que la vida en el bosque resultaba poco interesante. Había echado de menos la atracción del gentío y las ciudades que había visto durante su breve estancia con la familia de Tom. Había notado la falta de Martha. Y lo extraño fue que mitigara su aburrimiento en el bosque soñando despierto con la joven en la que siempre pensaba como la Princesa, aún cuando supiera que se llamaba Aliena. Le hubiera interesado trabajar con Tom y descubrir cómo se construían los edificios. Pero entonces ya no sería libre. La gente le diría lo que tenía que hacer. Hubiera tenido que trabajar, quisiera o no. Y hubiera tenido que compartir a su madre con el resto del mundo.

Mientras se encontraba sentado en el muro cerca de la puerta del priorato, pensando desconsolado en todo ello, quedó sorprendido al ver a la Princesa.

Parpadeó. Se abría camino entre la muchedumbre en dirección a la puerta, con aspecto angustiado. Estaba todavía más bella de lo que él la recordaba. En aquellos días tenía un cuerpo juvenil, voluptuoso y de suaves redondeces que cubría con ricos trajes. Ahora estaba más delgada y parecía más una mujer que una adolescente. Vestía una camisola empapada de sudor que se le ceñía al cuerpo, revelando unos pechos turgentes y las costillas, un vientre liso, caderas estrechas y largas piernas. Tenía la cara sucia de barro y despeinada la hermosa cabellera. Estaba trastornada por algo, con una expresión de temor y desconsuelo. Pero la emoción daba una mayor belleza a su rostro. Jack se quedó cautivado. Sintió una excitación peculiar en las ijadas que nunca había experimentado hasta entonces. La siguió. No fue una decisión consciente. Hacía sólo un momento que se encontraba sentado en el muro, mirándola con la boca abierta, y un instante después cruzaba presuroso la puerta tras ella. La alcanzó ya afuera, en la calle. Desprendía un olor almizclado, como si hubiera estado trabajando duro. Recordó que solía oler a flores.

¿Algo va mal? le preguntó.

No, no pasa nada repuso ella lacónica, acelerando el paso.

Jack siguió andando junto a ella.

No te acuerdas de mí. La última vez que nos vimos me explicaste cómo eran concebidos los niños.

¡Ya está bien! ¡Calla la boca y vete! le gritó Aliena.

Jack se detuvo y la dejó alejarse. Se sentía decepcionado. Era evidente que había dicho algo incorrecto.

Le había tratado como a un chiquillo irritante. Tenía ya trece años, pero eso a ella le parecería la infancia desde la arrogante altura de sus dieciocho años.

La vio subir hasta una casa, coger una llave que llevaba en una correa colgada al cuello y abrir la puerta.

¡Vivía allí!

Eso hizo que todo le pareciera diferente.

De repente, no consideró tan mala la perspectiva de abandonar el bosque e irse a vivir a Kingsbridge. Vería a la Princesa todos los días. Ello le compensaría de muchas cosas.

Permaneció donde estaba, vigilando la puerta, pero Aliena no volvió a salir. Le parecía estar haciendo algo extraño, de pie en la calle con la esperanza de ver a alguien que apenas le conocía. Pero no sentía deseos de alejarse de allí. En su interior sentía una nueva emoción. Ya nada parecía tan importante como la Princesa. Se había convertido para él en una idea fija. Estaba encantado. Estaba poseído.

Estaba enamorado.


 

Tercera Parte (1140-1142)


 

Capítulo Ocho

La ramera que William eligió no era muy bonita pero tenía grandes senos. Además se sintió atraído por su cabellera abundante y rizosa. Se había acercado a él con paso lento y moviendo las caderas. Se dio cuenta entonces de que tenía algunos años más de los que él imaginó. Tal vez veinticinco o treinta. Aunque su sonrisa era inocente, la mirada se percibía dura y calculadora. Walter fue el siguiente en elegir, y se decidió por una muchacha menuda, de aspecto vulnerable y juvenil, con el pecho liso. Una vez que William y Walter hicieron su selección, les llegó el turno a los otros cuatro caballeros.

William los había llevado al burdel porque necesitaban un poco de expansión. Hacía meses que no participaban en batalla alguna y empezaban a mostrarse descontentos y pendencieros.

La guerra civil que había estallado hacía un año entre el rey Stephen y su rival Maud, la llamada Emperatriz, parecía atravesar momentos de calma. William y sus hombres estuvieron siguiendo a Stephen por todo el suroeste de Inglaterra. La estrategia de este era enérgica aunque errática. De repente atacaba con enorme entusiasmo una de las plazas fuertes de Maud; pero, de no obtener una victoria rápida, se cansaba pronto del asedio y se retiraba. El jefe militar de los rebeldes no era la propia Maud, sino su medio hermano Robert, conde de Gloucester. Y, hasta ese momento, Stephen no había logrado obligarle a una lucha abierta. Era una guerra indecisa con mucho movimiento y escasa lucha real, y por ello los hombres se mostraban inquietos.

El lupanar se hallaba dividido mediante mamparas, en pequeños cuartos, en cada uno de los cuales había un colchón de paja. William y sus caballeros llevaron a las mujeres elegidas detrás de las mamparas. La puta de William ajustó la mampara para tener algo de intimidad. Luego, se bajó la parte superior de la camisola y dejó los senos al descubierto. Eran grandes, como ya supuso William, pero también lo eran los pezones, y además resultaban visibles las venas de una mujer que hubiera amamantado niños. William se sintió algo decepcionado. Sin embargo, la atrajo hacia sí, le cogió los pechos, los apretó y le pellizcó los pezones.

Con cuidado pidió la mujer con tono de ligera protesta.

Lo rodeó con los brazos empujándole hacia delante las caderas y frotándose contra él. Al cabo de unos momentos, metió la mano entre sus dos cuerpos y tanteó en busca de su ingle.

William farfulló un juramento. Su cuerpo no respondía.

No te preocupes murmuró la ramera.

Le enfureció su tono condescendiente; pero nada dijo mientras se soltaba de su abrazo, se arrodillaba, levantaba la parte delantera de su túnica y empezaba a trabajar con la boca.

En un principio, a William le resultó grata la sensación y pensó que todo marcharía bien. Pero después de la excitación inicial, perdió de nuevo interés. Se quedó mirando la cara de ella, ya que eso le excitaba en algunas ocasiones. Sin embargo, en aquel momento, sólo le hacía pensar en lo impotente que debía parecerle. Empezó a ponerse furioso, lo que sólo sirvió para que se le encogiera más.

Intenta tranquilizarte le aconsejó la mujer deteniéndose.

Al empezar de nuevo, chupó con tal fuerza que le hizo daño. William la apartó con rudeza y los dientes de ella rascaron su delicada piel haciéndole gritar. La abofeteó con el dorso de la mano. La prostituta lanzó un grito entrecortado y cayó de lado.

Eres una zorra torpe gruñó William.

La mujer yacía a sus pies, sobre el colchón, mirándolo temerosa.

Le propinó un puntapié al azar, más por irritación que con deseos de hacerle daño. Le dio en el vientre. Fue más fuerte de lo que él pensaba y el dolor la hizo doblarse.

William se dio cuenta de que, al fin, su cuerpo reaccionaba.

Se arrodilló, le hizo ponerse boca arriba y la montó. La mujer lo miraba con una expresión de dolor y miedo. William le levantó la falda del traje hasta la cintura. El vello entre sus piernas era abundante y rizoso. Eso le gustó. Se acariciaba a sí mismo mientras miraba el cuerpo femenino. El miembro de William no estaba lo bastante duro.

Empezaba a desaparecer el miedo de la mirada de ella. A él se le ocurrió que acaso aquella puta estuviera intentando deliberadamente ahogar el deseo de él para no tener que prestarle servicio. Aquella idea le enfureció. Le pegó en la cara con el puño cerrado.

La mujer chilló e intentó zafarse de debajo de él. William descargó sobre ella todo su peso para inmovilizarla pero la ramera seguía debatiéndose y chillando. Ahora ya lo tenía completamente erecto. Intentó separarle los muslos pero ella se le resistía. Alguien apartó la mampara y Walter entró. Llevaba sólo las botas y la camiseta, y tenía el pene erecto semejante al asta de una bandera. Otros dos caballeros le iban a la zaga, Ugly Gervase y Hugh Axe.

Sujetádmela, muchachos les dijo William.

Los tres caballeros se arrodillaron en derredor de la prostituta y la sujetaron hasta inmovilizarla.

William se puso en posición para penetrarla; luego, hizo una pausa disfrutando de antemano.

¿Qué ha ocurrido, señor? le preguntó Walter.

Cambió de idea al ver el tamaño respondió William con una mueca burlona.

Todos rompieron a reír de forma estrepitosa. William la penetró.

Le gustaba hacerlo mientras alguien miraba. Empezó a moverlo adentro y afuera.

Me interrumpiste justo cuando yo estaba metiendo la mía le dijo Walter.

William pudo darse cuenta de que Walter aún no estaba satisfecho.

Métesela en la boca a esta le sugirió. Eso le gusta.

Lo intentaré.

Walter cambió de posición y agarró a la mujer por el pelo haciéndole levantar la cabeza. La puta estaba demasiado atemorizada para intentar algo, de manera que se sometió sin rechistar. Ya no era necesario que Gervase y Hugh la sujetaran, pero se quedaron allí mirando. Parecían fascinados. Probablemente jamás habían visto que dos hombres gozaran a una mujer al tiempo. William tampoco lo había visto nunca. Lo encontraba curiosamente excitante. Walter parecía sentir lo mismo porque, al cabo de unos momentos empezó a jadear y a moverse de forma convulsiva. Luego, eyaculó. Mirándolo, William hizo lo mismo un segundo o dos después.





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