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Capítulo Dieciséis 42




Pero cada día que pasa buscando justicia dejamos de construir nuestra nueva catedral replicó Milius. Por el tono de su voz se notaba que estaba exasperado por la facilidad con que Remigius aceptaba un aplazamiento en el programa de la construcción. Philip compartía ese sentimiento. Milius siguió diciendo: Y no es ese nuestro único problema. Cuando hayamos encontrado al rey habremos de persuadirle de que nos escuche. Y ello tal vez nos cueste semanas. Luego es posible que conceda a Percy la oportunidad de defenderse y eso representará un nuevo aplazamiento

¿Cómo podría defenderse Percy? inquirió Remigius enojado.

No lo sé, pero estoy seguro de que ya pensará en algo le contestó Milius.

Pero en definitiva el rey está obligado a cumplir su palabra.

No estéis tan seguros intervino una nueva voz.

Todo el mundo se volvió a mirar. Quien hablaba era el hermano Timothy, el monje de más edad del priorato. Un hombre pequeño y modesto que raramente hablaba, pero que cuando lo hacía merecía la pena escucharle. Philip pensaba de vez en cuando que Timothy debiera haber sido el prior. Durante el capítulo solía permanecer sentado, al parecer medio dormido, pero en ese momento se inclinaba hacia delante, brillándole los ojos por la convicción.

Un rey es una criatura del momento siguió diciendo. Se encuentra constantemente bajo amenazas de rebeldes dentro de su propio reino y también de los monarcas vecinos. Necesita aliados. El conde Percy es un hombre poderoso con gran número de caballeros. Si el rey necesita de Percy en el momento en que presentemos nuestra petición nos será rechazada sin tener en cuenta lo justo de nuestro caso. El rey no es perfecto. Sólo hay un juez verdadero y es Dios. Volvió a sentarse, reclinándose contra la pared y entornando los ojos como si no le interesara lo más mínimo cómo eran recibidas sus palabras. Philip disimuló una sonrisa. Timothy había expresado con toda contundencia sus propias dudas en la conveniencia de recurrir al rey en busca de justicia.

Remigius se mostraba reacio a renunciar a la perspectiva de un viaje largo y excitante a Francia y a una estancia en la corte real, pero al propio tiempo no podía discutir la lógica de Timothy.

¿Qué podemos hacer entonces? dijo.

Philip no estaba seguro. El sheriff no estaría en condiciones de intervenir en el caso. Percy era demasiado poderoso para que un simple sheriff pudiera controlarlo. Y tampoco se podía confiar en el obispo. Era realmente frustrante. Pero Philip no estaba dispuesto a cruzarse de brazos y a aceptar la derrota. Entraría en aquella cantera aunque hubiera de hacerlo él mismo.

Ello le dio una idea.

Un momento dijo.

Implicaría a todos los hermanos sanos del monasterio y tenía que prepararse minuciosamente como si se tratara de una operación militar sin armas. Necesitarían comida para dos días.

No sé si esto dará resultado, pero vale la pena intentarlo. Escuchad dijo.

Y enseguida les expuso su plan.

Se pusieron en marcha casi de inmediato: treinta monjes, diez novicios, Otto Blackface y su cuadrilla de canteros. Tom Builder, Alfred, dos caballos y un carro. Cuando oscureció encendieron fanales para que les iluminaran el camino. A medianoche se detuvieron a descansar y a devorar la comida que habían preparado apresuradamente en la cocina. Pollo, pan blanco y vino tinto. Philip siempre estuvo convencido de que el trabajo duro había de ser recompensado con buena comida. Al reanudar la marcha entonaron el oficio sagrado al que debieran estar asistiendo en el priorato.

En un momento dado en que la oscuridad era más intensa, Tom Builder, que iba en cabeza, alzó una mano para detenerles.

Sólo nos queda una milla hasta la cantera dijo a Philip.

Bien dijo Philip. Luego se volvió hacia los monjes. Quitaos las galochas y las sandalias y poneos las botas de fieltro. Él mismo se quitó las sandalias, enfundándose unas botas de fieltro suave que los campesinos llevaban en invierno.

Apartó a dos novicios.

Edward y Philemon, quedaos aquí con los caballos y el carro. Permaneced callados y esperad a que se haga completamente de día. Entonces reuníos con nosotros. ¿Habéis comprendido?

Sí, padre respondieron al unísono.

Muy bien dijo Philip. Todos los demás seguid a Tom Builder, en silencio absoluto, por favor.

Todos se pusieron en marcha.

Soplaba un ligero viento del oeste y el susurro de los árboles cubría el sonido de la respiración de cincuenta hombres y el arrastre de cincuenta pares de botas de fieltro. Philip empezó a sentirse inquieto. En aquel momento en que iba a poner en marcha su plan, le parecía algo descabellado. Elevó una oración silenciosa para que tuviera el resultado apetecido.

El camino torcía hacia la izquierda, y entonces la luz trémula de los fanales mostró de manera difusa una vivienda de madera, un montón de bloques de piedra a medio terminar, algunas escalas y andamiajes y, al fondo, la oscura ladera de una colina desfigurada por las blancas cicatrices infligidas por los canteros. De repente, a Philip se le ocurrió pensar si los hombres dormidos en la vivienda tendrían perros. Si así fuera, Philip habría perdido el elemento sorpresa haciendo peligrar todo el esquema. Pero ya era demasiado tarde para retroceder.

Todo el grupo se deslizó por el costado de la vivienda. Philip contuvo el aliento esperando oír en cualquier momento una cacofonía de ladridos. Pero no había perros.

Hizo detenerse a su gente alrededor de la base del andamio.

Estaba orgulloso de ellos por haber mantenido un hermético silencio. A la gente le resultaba difícil mantenerse callada incluso en la iglesia. Tal vez se sintieron demasiado atemorizados para hacer ruido.

Tom Builder y Otto Blackface empezaron a situar en silencio a los canteros alrededor del enclave. Los dividieron en dos grupos. Uno de ellos se reunió cerca de la cara de la roca, a nivel del suelo. Los componentes del otro grupo subieron al andamio. Cuando todos estuvieron situados, Philip indicó con gestos a los monjes, que se colocaron en pie o sentados en derredor de los trabajadores. Él permaneció separado del resto, a medio camino entre la vivienda y la cara de la roca.

Su sincronización fue perfecta. El alba llegó momentos después de que Philip tomara sus disposiciones finales. Sacó una vela de debajo de la capa y la encendió con uno de los fanales. Luego, poniéndose de cara a los monjes alzó la vela. Era la señal acordada. Cada uno de los cuarenta monjes y novicios sacaron una vela y la fueron encendiendo de alguno de los tres fanales. El efecto resultó espectacular. El día se hizo sobre una cantera ocupada por figuras silenciosas y fantasmales, sosteniendo cada una de ellas una luz pequeña y parpadeante. Philip se volvió de nuevo de cara a la vivienda. Seguían sin dar señales de vida. Se dispuso a esperar. Los monjes sabían bien cómo hacerlo. Permanecer en pie inmóviles durante horas formaba parte de su vida cotidiana. Sin embargo, los trabajadores no estaban acostumbrados a aquello y al cabo de un rato empezaron a impacientarse, arrastrando los pies y murmurando en voz baja, pero en aquellos momentos ya no importaba.

Sus murmullos o la luz diurna que iba aumentando despertaron a los moradores de la vivienda. Philip oyó a alguien toser y escupir. Luego sonó como una raspadura, como si se estuviera levantando una barra detrás de la puerta. Alzó la mano pidiendo absoluto silencio.

Se abrió de par en par la puerta de la vivienda. Philip mantuvo la mano en alto, salió un hombre frotándose los ojos. Philip le reconoció como Harold de Shiring, el maestro cantero, por la descripción que de él le había hecho Tom. Al principio, Harold no observó nada desusado. Se apoyó en el quicio de la puerta y tosió de nuevo, esa tos profunda y borbotante del hombre que tiene en sus pulmones demasiado polvo de piedra. Philip bajó la mano. En alguna parte, detrás de él, el chantre dio una nota y de inmediato todos los monjes empezaron a cantar. La cantera se inundó de armonías misteriosas.

El efecto sobre Harold fue devastador. Levantó la cabeza como si hubieran tirado de ella con un cordel. Se le desorbitaron los ojos y quedó con la boca abierta al ver el coro espectral que, como por arte de magia, había aparecido en la cantera. Lanzó un grito de terror. Retrocedió vacilante y entró de nuevo en la vivienda. Philip se permitió una sonrisa satisfecha. Era un buen comienzo.

Sin embargo, el pavor sobrenatural no duró mucho tiempo. Philip, levantando de nuevo la mano, la agitó sin volverse. Los canteros empezaron a trabajar en respuesta a su señal y el ruido metálico del hierro sobre la roca puntuaba la música del coro.

Dos o tres caras se asomaron temerosas por la puerta. Pronto se dieron cuenta los hombres de que lo que veían era a unos monjes y trabajadores corpóreos y corrientes, nada de visiones ni de espíritus, y salieron de la vivienda para verlos mejor. Aparecieron dos hombres de armas abrochándose el cinto y se quedaron inmóviles mirando.

Para Philip ese era el momento crucial. ¿Qué harían los hombres de armas?

La visión de aquellos hombres grandes barbudos y sucios con sus cintos, sus espadas y dagas y su justillo de cuero duro evocó en Philip el recuerdo vívido, claro como el cristal, de los dos soldados que irrumpieran en su hogar cuando tenía seis años matando a su madre y a su padre. De repente y de forma inesperada acusó un punzante dolor por unos padres que apenas recordaba. Se quedó mirando con repugnancia a los hombres del conde Percy, no viéndolos a ellos sino a un horrible hombre de nariz ganchuda y a otro hombre moreno con sangre en la barba. Y se sintió embargado por la furia y el asco y por la firme decisión de que aquellos rufianes estúpidos y sin el menor temor a Dios fueran derrotados.

Por el momento no hicieron nada. De manera gradual fueron apareciendo los canteros del conde. Philip los contó. Había doce más los hombres de armas.

El sol apuntó en el horizonte.

Los canteros de Kingsbridge estaban ya sacando piedras. Si los hombres de armas quisieran detenerlos habrían de empezar por los monjes que rodeaban y protegían a los trabajadores. Philip había jugado la carta de que los hombres de armas vacilarían antes de usar la violencia con unos monjes que estaban rezando.

Hasta allí había acertado. En efecto vacilaban.

Los dos novicios que quedaron atrás llegaron conduciendo los caballos y el carro. Miraron temerosos en derredor suyo. Philip les indicó con un gesto dónde habían de situarse. Luego, volviéndose, se encontró con la mirada de Tom Builder e hizo un ademán de aquiescencia.

Para entonces ya habían cortado varias piedras y Tom encomendó a algunos de los monjes más jóvenes que cogieran las piedras y las llevaran al carro. Los hombres del conde observaban con interés aquella nueva situación, las piedras eran demasiado pesadas para que las levantara un solo hombre de manera que hubieron de bajarla del andamio con cuerdas y una vez en tierra llevarlas en andas. Cuando metieron la primera piedra en el carro los hombres de armas se reunieron con Harold. Subieron otra piedra al carro. Los dos hombres de armas se separaron del grupo que se encontraba junto a la vivienda y se dirigieron al carro. Philemon, uno de los novicios, subió de un salto al carro y se sentó sobre una de las piedras en actitud desafiante. Un chico valiente, se dijo Philip. Pero sintió temor.

Los hombres se acercaron al carro. Los cuatro monjes que habían transportado las dos primeras piedras permanecían delante de él formando una barrera. Philip se puso tenso. Los hombres se detuvieron plantando cara a los monjes. Ambos se llevaron la mano a la empuñadura de sus espadas. Callaron los cánticos y todo el mundo permaneció silencioso conteniendo el aliento.

Philip se decía que seguramente no serían capaces de pasar a cuchillo a cuatro monjes indefensos. Luego pensó lo fácil que sería para ellos, hombres grandes y fuertes, acostumbrados a matanzas en los campos de batalla, hundir sus afiladas espadas en los cuerpos de quienes nada tenían que temer, ni siquiera venganza. Y, sin embargo, también habrían de tener en cuenta el castigo divino al que se arriesgaban asesinando a hombres de Dios. Incluso desalmados como aquellos debían de saber que, finalmente, habría de llegarles el día del Juicio. ¿Les aterrarían las llamas eternas? Tal vez, pero también les aterrorizaba su patrón, el conde Percy. Philip supuso que el pensamiento dominante en sus mentes debía de ser si el conde consideraría que habían tenido una excusa adecuada para su fracaso en mantener alejados de la cantera a los hombres de Kingsbridge. Les observó, vacilantes ante un puñado de monjes jóvenes, con la mano en la empuñadura de sus espadas, y se los imaginó sopesando el peligro de fallar a Percy frente a la ira de Dios.

Los dos hombres se miraron. Uno de ellos sacudió negativamente la cabeza. El otro se encogió de hombros. Ambos se alejaron de la cantera.

El chantre dio una nueva nota y las voces de los monjes estallaron en un himno triunfal. Los canteros lanzaron vítores, Philip sintió un inmenso alivio. Por un momento la situación pareció terriblemente peligrosa. No pudo evitar una resplandeciente sonrisa de placer. La cantera era suya.

Apagó de un soplo su vela y se acercó al carro. Abrazó a cada uno de los cuatro monjes que habían plantado cara a los hombres de armas y a los dos novicios que condujeron el carro hasta allí.

Estoy orgulloso de vosotros dijo con tono afectuoso. Y creo que Dios también lo está.

Los monjes y los canteros se estrechaban las manos y se felicitaban mutuamente.

Ha sido una acción excelente, padre Philip dijo Otto Blackface acercándose al prior. Es usted un hombre valiente, si me permite decírselo.

Dios nos ha protegido dijo Philip.

Dirigió la mirada hacia los canteros del conde que formaban un desconsolado grupo en pie, delante de la vivienda. No quería enemistarse con ellos, pues aunque en ese momento eran los perdedores, existía el peligro de que Percy pudiera utilizarlos para crear nuevos problemas. Philip decidió hablar con ellos.

Cogió a Otto del brazo y le condujo hasta la vivienda.

Hoy se ha hecho la voluntad de Dios dijo a Harold. Espero que no haya resentimiento.

Nos hemos quedado sin trabajo dijo Harold. Eso es duro.

De repente, a Philip se le ocurrió la manera de tener a los hombres de Harold de su parte.

Si queréis podéis volver hoy de nuevo al trabajo. Trabajad para mí. Contrataré a todo el equipo. Ni siquiera habréis de abandonar vuestra vivienda dijo impulsivo.

Harold quedó sorprendido ante el giro que tomaban los acontecimientos; pareció sobresaltado pero en seguida recobró la compostura.

¿Con qué salarios?

De acuerdo con las tarifas medias contestó rápidamente Philip. Dos peniques al día para los artesanos, un penique para los peones y cuatro para ti. Tú pagarás a los aprendices.

Harold se volvió a mirar a sus compañeros. Philip se llevó aparte a Otto para dejarles discutir en privado la proposición. En realidad no podía permitirse pagar a doce hombres más y si aceptaban su oferta habría de aplazar aún más la fecha en que pudiera contratar albañiles; también significaba que habría de cortar la piedra a un ritmo más rápido del que pudiera utilizarla.

Constituiría una autentica reserva pero perjudicaría a sus entradas de dinero. Sin embargo, poner a todos los canteros de Percy en la nómina del priorato sería un excelente movimiento defensivo. Si Percy quisiera trabajar de nuevo la cantera por sí mismo habría de contratar primero a un equipo de canteros, lo que quizás le fuera difícil una vez que hubiera corrido la voz de los acontecimientos que ese día habían tenido lugar allí. Y si en el futuro Percy intentara otra artimaña para cerrar la cantera, Philip tendría excelentes existencias de piedra.

Harold parecía estar discutiendo con sus hombres. Al cabo de unos momentos se apartó de ellos y se acercó de nuevo a Philip.

Si trabajamos para vos, ¿quién estará a cargo? preguntó. ¿Yo o su propio maestro cantero?

Será Otto quien esté a cargo repuso Philip sin vacilar. Ciertamente no podía estarlo Harold por si un día su lealtad volviera al servicio de Percy. Y tampoco podía haber dos maestros porque ello posiblemente provocaría disputas. Tú seguirás dirigiendo a tu propio equipo dijo Philip a Harold. Pero Otto estará por encima de ti.

Harold pareció decepcionado y volvió junto a sus hombres, prosiguiendo la discusión. Tom Builder se reunió con Philip y Otto.

Vuestro plan ha dado resultado, padre dijo con una amplia sonrisa. Hemos vuelto a tomar posesión de la cantera sin derramar una gota de sangre. Sois asombroso.

Philip estuvo de acuerdo hasta que se dio cuenta de que estaba cometiendo pecado de orgullo.

Ha sido Dios quien ha hecho el milagro se recordó a sí mismo y también a Tom.

El padre Philip ha contratado a Harold y a sus hombres para que trabajen conmigo dijo Otto.

¿De veras? Tom parecía disgustado. Se suponía que era el maestro constructor quien había de reclutar a los artesanos, no el prior. Yo hubiera dicho que no podía permitírselo.

En efecto, no puedo admitió Philip. Pero no quiero que esos hombres anden por ahí sin nada que hacer, a la espera de que a Percy se le ocurra otra nueva estratagema para hacerse de nuevo con la cantera.

Tom pareció pensativo, y luego asintió.

Y será muy útil disponer de una buena reserva de piedra para el caso de que Percy se saliera con la suya.

A Philip le satisfizo que Tom se diera cuenta de la utilidad de lo que había hecho.

Harold pareció haber llegado a un acuerdo con sus hombres. Se acercó de nuevo a Philip.

¿Me entregará a mí los salarios, dejándome repartir el dinero como me parezca bien?

Philip se mostró dubitativo. Ello significaba que el maestro se llevaría más de lo que le correspondiera.

Eso corresponde al maestro constructor dijo, sin embargo.

Es una práctica bastante común dijo Tom. Si es eso lo que quiere tu equipo, yo estoy de acuerdo.

En tal caso aceptamos dijo Harold.

Harold y Tom se estrecharon las manos.

De manera que todo el mundo tiene lo que quiere. Formidable exclamó Philip.

Hay alguien que no tiene lo que quería dijo Harold.

¿Quién? preguntó Philip.

Regan, la mujer del conde Percy dijo Harold con voz lúgubre. Cuando descubra lo que ha ocurrido aquí, correrá la sangre.

Aquel no era día de caza, de manera que los jóvenes de Earlcastle practicaban uno de los juegos favoritos de William Hamleigh, el de apedrear al gato.

En el castillo siempre había muchísimos gatos y poco importaba uno más o uno menos. Los hombres cerraban las puertas y las contraventanas del vestíbulo de la torre del homenaje y adosaban los muebles contra la pared a fin de que el animal no pudiera esconderse en parte alguna. Luego hacían un montón de piedras en el centro de la habitación. El gato, un viejo cazarratones con el pelo ya grisáceo, olfateó en el aire la sed de sangre y se sentó junto a la puerta con la esperanza de salir.

Cada uno de los jóvenes había de depositar un penique en el pote por cada piedra que lanzara, y quien arrojara la piedra fatal se llevaba el pote. Mientras se echaban suertes para establecer el orden de lanzamientos, el gato empezó a ponerse nervioso yendo arriba y abajo por delante de la puerta.

Walter fue el primero en tirar. Eso suponía una ventaja ya que aunque el gato se mostraba cauteloso ignoraba la naturaleza del juego y se le podía coger por sorpresa. Walter dio la espalda al animal, cogió una piedra del montón y manteniéndola oculta en la mano se volvió con lentitud y la arrojó de repente.

Falló. La piedra dio contra la puerta y el gato echó a correr dando saltos. Los otros rieron burlones.

El segundo lanzamiento solía ser desafortunado, ya que el gato estaba fresco y corría ligero, mientras que más adelante se sentiría cansado y posiblemente herido. El siguiente era un joven hacendado.

Observó al gato correr alrededor de la habitación en busca de algún sitio por donde salir, y esperó a que redujera la marcha. Entonces arrojó la piedra. Fue un buen disparo pero el gato lo vio venir e hizo un regate. Los hombres mugieron.

Volvió a correr el gato por la habitación, presa ya de pánico, saltando los caballetes y las mesas arrinconadas contra la pared, y luego de nuevo al suelo. El siguiente en lanzar fue un caballero de más edad. Observó al gato correr alrededor de la habitación. Simuló un lanzamiento para ver hacia dónde saltaría el gato y luego arrojó de veras la piedra mientras el animal corría, apuntando algo por delante de él. Los demás aplaudieron su astucia, pero el gato había visto venir la piedra y se detuvo de repente, evitándola. El gato, desesperado, intentó meterse detrás de un cofre de roble que había en un rincón. El lanzador de turno vio una oportunidad y la aprovechó, arrojando rápidamente la piedra mientras el gato se encontraba parado, y le dio en la grupa. Hubo un gran coro de vítores. El gato renunció a esconderse detrás del cofre y corrió en derredor de la habitación, pero ya iba cojeando y se movía con más lentitud.

Le tocaba el turno a William.

Pensó que si andaba con cuidado probablemente podría matar al gato. Le chilló, para fatigarlo algo más, haciéndole correr por un instante más aprisa. Luego, con el mismo fin, simuló un lanzamiento. Si alguno de los otros se hubiera demorado tanto le habrían abroncado, pero William era el hijo del conde y naturalmente esperaron con paciencia. El gato, sin duda dolorido, redujo la marcha, acercándose esperanzado a la puerta. William echó hacia atrás el brazo dispuesto a lanzar la piedra. Antes de que esta abandonara su mano, se abrió la puerta de manera inesperada y en el umbral apareció un sacerdote vestido de negro. William hizo su lanzamiento, pero el gato salió disparado como la flecha de un arco. El sacerdote lanzó un chillido agudo y aterrado y se recogió los faldones de sus vestiduras. Los jóvenes estallaron en risas. El gato se estrelló contra las piernas del sacerdote y luego, recobrando el equilibrio, salió disparado por la puerta. El sacerdote permaneció inmóvil en actitud aterrada como una vieja a la que hubiera asustado un ratón. Los jóvenes reían estrepitosamente.

William reconoció al sacerdote. Era el obispo Waleran.

Y ello le hizo reír todavía más. El hecho de que aquel sacerdote afeminado sintiera terror de un gato y fuera también un rival de la familia hacía más jugoso el incidente.

El obispo recuperó rápidamente su compostura. Enrojeció, y señaló con dedo acusador a William.

Sufrirás tormento eterno en las más hondas profundidades del infierno dijo con voz áspera.

Al punto la risa de William se transformó en terror. Cuando era pequeño su madre le había provocado pesadillas, contándole lo que los demonios hacían a la gente en el infierno, haciéndoles arder entre llamas, sacándoles los ojos y cortándoles sus partes pudendas con afilados cuchillos, y desde entonces le sacaba de quicio oír hablar de ello.

¡Callaos! dijo chillando al obispo. En la habitación se hizo el más absoluto silencio. William desenvainó su cuchillo y se dirigió hacia Waleran. ¡No vengáis aquí predicando, serpiente!

Waleran no parecía en modo alguno asustado, tan solo intrigado e interesado al haber descubierto la debilidad de William. Aquello enfureció aún más a William.

¡Voy a atravesaros, por todos los!

Estaba lo bastante fuera de sí como para apuñalar al obispo. Pero le detuvo una voz procedente de las escaleras, detrás de él.

¡William! ¡Ya basta!

Era su padre.

William se detuvo y al cabo de un instante envainó el cuchillo.

Waleran entró en el salón, seguido de otro sacerdote que cerró la puerta tras él. Era el deán Baldwin.

Me sorprende veros, obispo.

¿Porque la última vez que nos vimos indujo al prior de Kingsbridge a que me traicionara? Sí, supongo que debería estar sorprendido porque habitualmente no soy hombre que olvide fácilmente. Por un momento volvió de nuevo su mirada glacial hacia William y luego la concentró una vez más en el padre. Pero prescindo de mi resentimiento cuando va contra mis intereses. Necesitamos hablar.

El padre asintió pensativo.

Será preferible que vayamos arriba. Tú también, William.

El obispo Waleran y el deán Baldwin subieron las escaleras hasta los apartamentos del conde, seguidos de William. Se sentía chasqueado por habérsele escapado el gato. Por otra parte se daba cuenta de que él también había escapado de milagro, ya que si hubiese tocado al obispo le habrían ahorcado, pero había algo en la exquisitez y en los modales relamidos de Waleran que William detestaba.

Entraron en la cámara de su padre, la habitación donde William había violado a Aliena. Cada vez que entraba allí recordaba la escena. Su cuerpo blanco y lozano, el miedo que reflejaba su cara, la forma en que gritaba, el rostro contraído de su hermano pequeño cuando le obligaron a mirar y finalmente el toque maestro de William, la forma en que luego había dejado a Walter gozar de ella. Hubiera querido retenerla allí, prisionera, para poder tenerla a su disposición siempre que quisiera.

Desde entonces Aliena se había convertido en su obsesión. Incluso había intentado seguirle la pista. Habían pillado a un guardabosque tratando de vender el caballo de guerra de William en Shiring, y confesó bajo tortura que se lo había robado a una joven que respondía a la descripción de Aliena. William se había enterado por el carcelero de Winchester que había visitado a su padre antes de que este muriera. Y su amiga Mrs. Kate, la propietaria de un burdel que él solía frecuentar, le dijo que había ofrecido a Aliena un lugar en su casa. Pero el rastro había terminado allí. No dejes que te ofusque la mente, Willy boy, le había dicho Kate animándole. ¿Necesitas tetas grandes y pelo largo? Nosotras lo tenemos. Llévate esta noche a Betty y a Minie, cuatro grandes tetas para ti solo, ¿por qué no? Pero Betty y Minie no eran inocentes y de tez blanca, ni sentían un miedo de muerte. Y tampoco le habían satisfecho. De hecho, no había alcanzado una verdadera satisfacción con mujer alguna desde aquella noche con Aliena en esa misma cámara del conde.





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