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Capítulo Dieciséis 36




Se despertó al abrirse la puerta y recibir en la cara la luz del día. Se sentó atemorizada, sin saber dónde estaba ni por qué dormía sobre el duro suelo. Luego, recordó, y todavía se asustó más. ¿Qué iba a hacer el guardabosque con ellos? Sin embargo no fue él quien entró, sino su mujer pequeña y morena. Y aunque su expresión era hermética y resuelta como la noche anterior, llevaba en la mano un gran trozo de pan y dos tazas.

Richard se sentó a su vez. Los dos miraron cautelosos a la mujer.

Ella, sin decir palabra, alargó a cada uno una taza, partió luego en dos el trozo de pan y lo repartió entre ambos. Aliena se dio cuenta de repente de que estaba hambrienta. Mojó su pan en la cerveza y empezó a comer.

La mujer se quedó en el umbral de la puerta mirándoles mientras terminaban con el pan y la cerveza. Luego alargó a Aliena lo que parecía un montón de lino amarillento y usado, bien doblado. Aliena lo desdobló. Era un vestido viejo.

Ponte esto y largaos de aquí dijo la mujer.

Aliena se sentía confundida ante aquella combinación de amabilidad y dureza, pero no dudó en aceptar el vestido. Se volvió de espaldas, dejó caer la capa y se metió el vestido rápidamente por la cabeza, volviéndose a poner la capa.

Se sintió mejor.

La mujer le dio un par de zuecos muy usados y demasiado grandes.

No puedo cabalgar con zuecos dijo Aliena.

La mujer se echó a reír.

No vais a cabalgar.

¿Por qué no?

Se ha llevado vuestros caballos.

A Aliena se le cayó el alma a los pies. Era injusto que siguieran teniendo tan mala suerte.

¿Adónde se los ha llevado?

A mí no me habla de esas cosas, pero supongo que habrá ido a Shiring. Venderá los animales, luego averiguará quienes sois y si puede sacar de vosotros algo más que vuestros caballos.

Entonces ¿por qué dejas que nos vayamos?

La mujer miró a Aliena de arriba abajo.

Porque no me gusta la manera en que te miró cuando dijiste que estabas desnuda debajo de tu capa. Tal vez tú no entiendas esto ahora, pero sí cuando seas mujer.

Aliena ya lo entendía pero no se lo dijo.

¿No te matará cuando descubra que nos has dejado ir?

La mujer sonrió despreciativa.

A mí no me asusta tanto como a otros. Y ahora en marcha.

Salieron. Aliena comprendía que aquella mujer había aprendido a vivir con un hombre brutal e inhumano, y aún así había logrado conservar un mínimo de decencia y compasión.

Gracias por el vestido dijo con timidez.

La mujer no quería su agradecimiento.

Winchester es por ahí dijo señalando hacia el sendero.

Se alejaron sin mirar atrás.

Aliena nunca había llevado zuecos. La gente de su clase siempre calzaba botas de piel o sandalias, y los encontró incómodos y pesados.

Sin embargo eran mejor que nada cuando el suelo estaba frío.

¿Por qué nos están pasando estas cosas, Alie? preguntó Richard cuando ya hubieron perdido de vista la casa del guardabosque.

La pregunta desmoralizó a Aliena. Todo el mundo era cruel con ellos. La gente podía pegarles y robarles como si fueran caballos o perros. No había nadie que los protegiera. Hemos sido demasiado confiados, se dijo. Habían vivido durante tres meses en el castillo sin siquiera atrancar las puertas. Decidió que en el futuro no se fiaría de nadie. Nunca volvería a dejar que nadie cogiera las riendas de su caballo, aunque tuviera que recurrir a la violencia para evitarlo. Nunca más volvería a dejar que alguien se le acercara por la espalda, como había hecho el guardabosque la noche anterior cuando la empujó al interior del cobertizo. Nunca volvería a aceptar la hospitalidad de un extraño. Nunca dejaría la puerta sin cerrojos por la noche. Nunca aceptaría a las primeras de cambio las muestras de amabilidad.

Caminemos más aprisa dijo a Richard. Tal vez podamos llegar a Winchester a la caída de la noche.

Siguieron el sendero hasta el calvero donde se encontraran con el guardabosque. Todavía estaban los restos de su hoguera. Desde allí podían encontrar fácilmente el camino a Winchester. Habían estado muchas veces en Winchester y conocían bien el camino. Una vez en el camino real podrían andar más deprisa. La escarcha había endurecido el barro.

El rostro de Richard empezaba a recuperar su estado normal. Se lo había lavado el día anterior en un arroyo muy frío en el bosque, y se había quitado casi toda la sangre seca. Se le había formado una fea costra allí donde tuvo el lóbulo de la oreja y los labios aún los tenía hinchados, pero había desaparecido la inflamación del resto de la cara. Sin embargo las heridas y su irritada coloración aún le daban un aspecto alarmante. Aunque ello posiblemente les beneficiaría.

Aliena echaba de menos el calor del caballo. Tenía penosamente fríos los pies y las manos, si bien su cuerpo guardaba el calor por el esfuerzo de la caminata. Siguió haciendo frío durante toda la mañana, pero hacia el mediodía la temperatura subió algo. Para entonces tenía hambre. Recordaba que tan sólo el día anterior se sentía como si no le importara volver a tener calor o a comer de nuevo. Pero no quería pensar en aquello.

Cada vez que oían cascos de caballos o divisaban gente a lo lejos corrían a ocultarse en la espesura hasta que pasaran los viajeros. Atravesaron rápidamente aldeas sin hablar con nadie. Richard quiso mendigar para conseguir comida, pero Aliena no le dejó. Mediada la tarde se encontraron a unas millas de su destino sin que nadie les hubiera molestado. Aliena se dijo que después de todo no era tan difícil evitar las dificultades. Y entonces, en aquel trecho especialmente solitario del camino, surgió de repente un hombre de los arbustos y se plantó delante de ellos.

No les dio tiempo a esconderse.

Sigue andando dijo Aliena a Richard, pero el hombre se movió al tiempo que ellos impidiéndoles seguir su camino.

Aliena miró hacia atrás pensando en escabullirse por allí, pero otro tipo había salido del bosque a unas diez o quince yardas, impidiendo la huida.

¿Qué tenemos aquí? dijo con voz recia el hombre que tenían enfrente. Era un hombre gordo, de rostro congestionado, con un vientre enorme e hinchado y una barba sucia y enmarañada. Llevaba una pesada cachiporra. Se trataba, casi con toda certeza, de un proscrito. Por su cara, Aliena estaba convencida de que era el tipo de hombre capaz de cometer violencia sin pensarlo dos veces, y sintió que la embargaba el miedo.

Déjanos en paz dijo suplicante. No tenemos nada que te interese.

No estoy tan seguro dijo el hombre dando un paso hacia Richard. Esa bonita espada valdrá varios chelines.

Es mía protestó Richard, pero su tono era el de un chiquillo asustado.

Es inútil, se dijo Aliena. Estamos impotentes. Yo soy una mujer y él un chiquillo, y la gente puede hacer con nosotros lo que le parezca.

Con un movimiento sorprendentemente ágil el hombre gordo enarboló de repente su cachiporra y la descargó sobre Richard, que intentó evitarla. El golpe iba dirigido a la cabeza pero le alcanzó en el hombro. El hombre gordo era fuerte y el golpe derribó a Richard.

Aliena perdió de súbito la paciencia. Había sido tratada de manera injusta, habían abusado vilmente de ella, la habían robado, tenía frío y hambre y apenas era capaz de dominarse. A su hermano pequeño, hacía menos de dos días le habían golpeado hasta casi matarle y en aquellos momentos, al ver que alguien le aporreaba, perdió la cabeza. Sin meditar su decisión se sacó la daga de la manga, se lanzó contra el gordo proscrito y le puso la punta de su daga sobre el inmenso vientre.

¡Déjale en paz, perro! chilló.

Le cogió completamente por sorpresa. La capa se le había abierto al atacar a Richard y todavía tenía la cachiporra en las manos. Había bajado completamente la guardia. Sin duda se había creído a salvo de cualquier ataque por parte de una joven al parecer desarmada. La daga, atravesó la lana de su capa y el tejido de su ropa interior y se detuvo en la epidermis tensa del estómago. Aliena sintió un impulso de repugnancia, un instante de franco horror ante la idea de romper piel humana y penetrar hasta la carne de una persona de verdad. Pero el miedo endureció su decisión y hundió la daga hasta alcanzar los órganos blandos del abdomen. Luego le aterró la idea de no matarle y de que siguiera vivo para vengarse y siguió hundiendo la daga hasta la empuñadura, donde quedó detenida.

De repente aquel hombre aterrador, arrogante y cruel quedó convertido en un animal asustado y herido. Dio un grito de dolor, dejó caer su cachiporra y se quedó mirando la daga que tenía clavada.

Aliena se dio vuelta al momento de que el hombre sabía que estaba mortalmente herido. Apartó la mano horrorizada. El hombre retrocedió tambaleándose. Aliena recordó que a sus espaldas había otro ladrón y la embargó el pánico. Seguramente se tomaría una venganza horrible por la muerte de su cómplice. Agarró de nuevo la empuñadura de la daga y tiró de ella. El hombre herido se había alejado ligeramente y Aliena hubo de sacar la daga de costado. Sintió como desgarraba las partes blandas al sacarla de su enorme vientre. Notó que la sangre le salpicaba la mano y el hombre chilló como un animal al caer al suelo. Aliena se volvió rápidamente con la daga en la mano ensangrentada e hizo frente al otro hombre. Al mismo tiempo, Richard se puso en pie a duras penas y desenvainó su espada.

El otro ladrón miró a uno y a otro, luego a su amigo moribundo y sin más dio media vuelta y corrió a ocultarse en el bosque.

Aliena le observó con toda incredulidad. Le habían asustado. Resultaba difícil de creer.

Miró al hombre caído en el suelo. Yacía boca arriba, con las entrañas saliéndole por la gran herida del vientre. Tenía los ojos muy abiertos y la cara contorsionada por el dolor y el miedo.

Aliena no se sentía orgullosa ni tranquila por haberse defendido de hombres despiadados. Además estaba asqueada por aquel espantoso espectáculo.

A Richard no le atormentaban semejantes escrúpulos.

¡Le apuñalaste, Alie! dijo en un tono entre excitado e histérico. ¡Acabaste con ellos!

Aliena le miró. Había que enseñarle una lección.

Remátale le dijo.

Richard la miró extrañado.

¿Qué?

Que le mates repitió. Haz que deje de sufrir. ¡Acaba con él!

¿Por qué yo?

Aliena habló con tono especialmente duro.

Porque te comportas como un muchacho y yo necesito un hombre. Porque jamás hiciste nada con una espada, salvo jugar a la guerra y alguna vez tienes que empezar. ¿Qué te pasa? ¿De qué tienes miedo? De todas maneras ya está casi muerto. No puede hacerte daño. Maneja tu espada. Adquiere algo de práctica. ¡Mátale!

Richard sujetó la espada con ambas manos y pareció inseguro.

¿Cómo?

El hombre aulló de nuevo.

¡No sé cómo! ¡Córtale la cabeza o atraviésale el corazón! ¡Cualquier cosa! ¡Pero hazle callar!

Richard parecía acorralado. Levantó la espada y la bajó de nuevo.

Si no lo haces te dejaré solo, lo juro por todos los santos. Me levantaré una noche y me iré, y cuando despiertes por la mañana, ya no estaré y tú te encontraras completamente solo. ¡Mátale!

Richard levantó de nuevo la espada. Y entonces, de manera increíble, el hombre dejó de chillar e intentó levantarse. Rodó hacia un lado y se incorporó apoyándose en un codo. Richard lanzó un grito que era en parte un alarido de miedo y un grito de combate, y descargó con fuerza la espada sobre el cuello del forajido. El arma era pesada y la hoja bien afilada, y el golpe sajó a medias el grueso cuello. La sangre salió a chorros y la cabeza se ladeó grotescamente. El cuerpo se derrumbó en tierra.

Aliena y Richard permanecieron un instante mirándole. La sangre caliente despedía vapor en el aire invernal. Ambos se sentían pasmados ante lo que habían hecho. De repente, Aliena echó a correr seguida de Richard.

Se detuvo cuando le fue imposible correr más y entonces se dio cuenta de que estaba sollozando. Caminó más lentamente sin importarle ya que Richard le viera llorar. En cualquier caso poco parecía importarle.

Se fue calmando de manera gradual. Los zuecos de madera le hacían daño. Se detuvo y se los quitó. Reanudó la marcha descalza, con los zuecos en la mano. Pronto llegarían a Winchester.

Somos estúpidos dijo Richard al cabo de un rato.

¿Por qué?

Ese hombre. Le dejamos allí. Deberíamos haberle cogido las botas.

Aliena se detuvo y se quedó mirando a su hermano horrorizada.

Él se la quedó mirando a su vez con una ligera sonrisa.

¿No hay nada malo en eso, verdad? dijo.

Aliena volvió a sentirse esperanzada mientras atravesaba la West Gate en dirección a la Calle principal de Winchester a la caída de la noche. En el bosque tuvo la impresión de que podrían asesinarla y que nadie llegaría a enterarse jamás de lo ocurrido, pero en aquel momento se encontraba de nuevo en la civilización. Desde luego la ciudad rebosaba de ladrones y asesinos. Pero ellos no podían cometer sus crímenes a plena luz del día y con absoluta impunidad. En la ciudad había leyes y a quienes las infringían se les desterraba, se les mutilaba o se les ahorcaba.

Recordaba haber caminado con su padre por aquella calle haría tan sólo un año. Naturalmente iba a caballo. Su padre montaba un brioso corcel castaño y ella un hermoso palafrén gris. La gente se apartaba a su paso cuando cabalgaban por las anchas calles. Tenían una casa en la parte sur de la ciudad y cuando llegaban a ella les daban la bienvenida ocho o diez sirvientes. Habían limpiado bien la casa, había paja fresca en el suelo y todas las chimeneas estaban encendidas. Durante su estancia en ella, Aliena vestía bonitos trajes todos los días, botas y cinturones de piel de becerro y se adornaba con broches y brazaletes. Su tarea consistía en asegurarse de que siempre fuera bien recibido cualquiera que acudiese a ver al conde, y que nunca faltase carne y vino para los de la clase elevada, pan y cerveza para los más pobres, una sonrisa y un sitio junto el fuego para todos. Su padre era puntilloso en lo de la hospitalidad, pero no se las arreglaba muy bien cuando había de practicarla personalmente. La gente le encontraba frío, distante e incluso dominante. Aliena compensaba aquellas carencias.

Todo el mundo respetaba a su padre y las más altas personalidades acudían a visitarle. El obispo, el prior, el sheriff, el canciller real y los barones de la corte. Se preguntaba cuántos de ellos la reconocerían en esos momentos caminando descalza por el barro y la suciedad de esa misma calle. Aquella idea no consiguió empañar su optimismo. Lo importante era que ya había dejado de sentirse como una víctima. Se encontraba de nuevo en un mundo en el que había reglas y leyes, y tenía una posibilidad de recuperar el control de su vida.

Pasaron por delante de su casa. Estaba vacía y cerrada a cal y canto. Los Hamleigh no habían tomado posesión de ella todavía. Por un instante, Aliena sintió la tentación de intentar entrar en ella. ¡Es mi casa!, se dijo. Pero no lo era, naturalmente, y la idea de pasar la noche allí le hizo recordar cómo había vivido en el castillo, cerrando los ojos a la realidad. Pasó de largo con decisión.

Otra cosa buena de estar en la ciudad era que allí había un monasterio. Los monjes siempre daban cama a cualquiera que se lo pidiere. Richard y ella dormirían aquella noche bajo techo, a salvo y en un lugar seco.

Encontró la catedral y entró en el patio del priorato. Dos monjes se encontraban en pie, ante una mesa de caballete, repartiendo pan bazo y cerveza entre un centenar o más de personas. A Aliena no se le había ocurrido que pudiera haber tanta gente suplicando la hospitalidad de los monjes. Ella y Richard se pusieron a la cola. Era asombroso, se dijo, cómo una gente que habitualmente se empujaría y daría codazos para recibir comida gratis, permanecía de pie en ordenada fila sólo porque un monje les decía que así lo hicieran.

Recibieron su cena y se les condujo a la casa de invitados. Era una gran construcción de madera semejante a un granero, desprovista de todo mobiliario, iluminada débilmente por velas de junco y con olor a humanidad por tanta gente junta. El suelo estaba cubierto de juncos no demasiados frescos. Aliena se preguntó si debería decir a los monjes quién era. Era posible que el prior la recordara. En un priorato tan grande era de suponer que hubiera una casa de invitados especialmente destinada a visitantes de alta alcurnia. Pero se sintió reacia a hacerlo. Tal vez porque temiera que se mostraran desdeñosos con ella o también porque pensara que de nuevo iba a estar a merced de alguien, y aunque nada tenía que temer de un prior, pese a todo se sentía más cómoda permaneciendo en el anonimato e inadvertida.

Los demás invitados eran en su mayoría peregrinos con algún que otro artesano ambulante, reconocibles por las herramientas que llevaban, y unos cuantos buhoneros, hombres que iban por las aldeas vendiendo cosas que los campesinos no podrían hacer por sí mismos, como alfileres, cuchillos, ollas y especias. Algunos de ellos llevaban consigo a su mujer e hijos. Los niños eran ruidosos y estaban excitados, correteando por todas partes, peleándose y cayéndose. De vez en cuando alguno salía disparado contra un adulto, recibía un cachete y se echaba a llorar a moco tendido. Algunos no estaban bien educados y Aliena vio a varios chiquillos orinándose sobre los juncos del suelo. Probablemente esas cosas carecían de importancia en una casa donde el ganado dormía en la misma habitación que la gente, pero en un recinto lleno de gente era más bien repugnante. Todos tendrían que dormir más tarde sobre esos mismos juncos.

Empezó a tener la sensación de que la gente la miraba como si supiera que la habían desflorado. Claro que era ridículo, pero la sensación persistía. Comprobó si sangraba, pero no. Sin embargo cada vez que se movía se encontraba con alguien que tenía una mirada fija y penetrante en ella. Tan pronto como sus ojos se encontraban volvían la vista a otro lado, pero poco después sorprendía a alguien haciendo lo mismo. Se decía continuamente que aquello era una tontería, que no la miraban a ella sino que paseaban curiosos la vista por toda la gente que les rodeaba. De cualquier manera no había nada digno de mirar, no era diferente de los demás. Estaba tan sucia, tan mal vestida y tan cansada como todos. Pero la sensación persistía y empezó a irritarse contra su voluntad; había un hombre cuya mirada encontraba siempre, un peregrino de mediana edad con una familia numerosa. Finalmente Aliena perdió la paciencia.

¿Qué es lo que miras? ¡Deja ya de mirarme! le gritó.

El hombre se sintió violento y apartó los ojos sin decir palabra.

¿Por qué has hecho eso, Alie? le preguntó Richard en voz baja.

Aliena le dijo que cerrara la boca y así lo hizo.

Poco después los monjes se dieron una vuelta por allí y se llevaron las velas. Preferían que la gente se fuera pronto a dormir, manteniéndoles así alejados por la noche de las cervecerías y los prostíbulos de la ciudad, y por la mañana les resultaba más fácil a los monjes hacer que los visitantes se fueran temprano. Varios hombres solteros salieron del recinto cuando se hubieron apagado las luces, sin duda encaminándose a los burdeles, pero la mayor parte de la gente se acurrucó, envolviéndose bien en sus capas.

Hacía muchos años que Aliena no dormía en un lugar como ese. De pequeña siempre había envidiado a la gente que dormía abajo, unos al lado de otros, frente a un rescoldo, en una habitación llena de humo y olor a comida, con los perros para protegerles. En aquel recinto reinaba una sensación de intima unión, que no existía en las espaciosas y vacías cámaras de la familia del Lord. Por aquellos días había abandonado a veces su cama y bajado de puntillas la escalera para dormir junto a una de sus sirvientas favoritas, Madge, la lavandera, o la vieja Joan.

El sueño le llegó con el olor de su infancia en el recuerdo y soñó con su madre. Normalmente le resultaba difícil recordar el aspecto de su madre, pero en aquellos momentos descubrió sorprendida que podía recordar con toda claridad el rostro de mamá, hasta en su más mínimo detalle. Los rasgos pequeños, la sonrisa tímida, la constitución frágil, la mirada de ansiedad en sus ojos. Vio la manera de andar de su madre, inclinada ligeramente a un lado, como si siempre estuviera tratando de pegarse a la pared, con el brazo contrario algo extendido en busca de equilibrio. Podía oír la voz de su madre, una voz contralto sorprendentemente sonora, siempre dispuesta a cantar o a reír, temerosa de hacerlo. En su sueño, Aliena supo algo que jamás había visto claro estando despierta, que su padre atemorizó a su madre de tal manera, ahogando su sentido del gozo de la vida, que se había mustiado muriendo como una flor bajo la sequía. Todo aquello acudía a la mente de Aliena como algo muy familiar, algo que había sabido desde siempre. Lo espantoso de todo aquello es que, en el sueño, ella estaba encinta. Su madre parecía contenta. Estaban sentadas juntas en un dormitorio y Aliena tenía un vientre tan grande que debía sentarse con las piernas ligeramente separadas y las manos cruzadas sobre aquel bulto. Entonces William Hamleigh irrumpía en la habitación con una daga de larga hoja en la mano y Aliena supo que iba a apuñalarla en el vientre de la misma manera en que ella apuñaló al proscrito en el bosque. Empezó a chillar con tal fuerza que de repente se sentó erguida y entonces se dio cuenta de que William no estaba allí y que ella ni siquiera había gritado. El ruido sólo había estado en su cabeza.

Después de aquello permaneció despierta, preguntándose si en realidad estaría encinta.

Aquella idea no se le había ocurrido antes y en esos momentos se sentía aterrada. Sería repugnante tener un hijo de William Hamleigh. Y además podía no ser suyo, podía ser de su escudero. Nunca podría saberlo. ¿Cómo podía querer a aquel bebé? Cada vez que le mirara le recordaría aquella noche espantosa. Prometió que tendría al bebé en secreto y lo dejaría morir de frío tan pronto como hubiera nacido, como los campesinos hacían cuando tenían demasiados hijos. Tan pronto como hubo tomado aquella decisión se sumió de nuevo en el sueño.

Apenas despuntado el día los monjes llevaron el desayuno. El ruido despertó a Aliena. La mayoría de los demás huéspedes estaban ya despiertos, al haberse dormido tan temprano, pero Aliena había llegado prácticamente exhausta.

De desayuno les dieron gachas con sal. Aliena y Richard se lo comieron con avidez y les hubiera gustado que estuvieran acompañadas de pan. Mientras desayunaban, Aliena reflexionó sobre lo que diría al rey Stephen. Estaba segura de que habría olvidado que el antiguo conde Shiring tenía dos hijos. Tan pronto como se presentaran y se lo recordaran tomaría medidas en favor de ellos. Al menos eso creía. Pero por si fuera necesario convencerle, habría de llevar preparado algo. Llegó a la conclusión de que no insistiría en la inocencia de su padre, ya que ello significaría poner en tela de juicio el parecer del rey, con lo que sólo lograría ofenderle. Tampoco protestaría que a Percy Hamleigh le hubiera hecho conde. Los hombres de Estado aborrecían que se discutieran sus decisiones. Para el bien o para el mal, la cuestión está zanjada, solía decir su padre. No, se limitaría a decir que su hermano y ella eran inocentes y a pedir al rey que les diera una propiedad de caballero para poder atender modestamente sus necesidades y para que Richard pudiera prepararse y llegar a ser, dentro de unos años, uno de los guerreros del rey. Una pequeña propiedad permitiría a Aliena cuidar de su padre cuando el rey tuviere a bien ponerle en libertad. Había dejado de ser una amenaza. Sin título, sin seguidores, sin dinero, recordaría al rey que su padre había servido con toda lealtad al viejo rey, Henry, que había sido tío de Stephen. No se mostraría imperiosa, tan sólo humildemente firme, franca y sencilla.

Después del desayuno preguntó a un monje dónde podría lavarse la cara. La miró sobresaltado. Era evidente que no era una pregunta habitual. Sin embargo los monjes estaban a favor de la limpieza y este la condujo hasta un conducto abierto por donde un agua fría y clara desembocaba en los terrenos del priorato, y le advirtió que no se lavara, indecentemente, por si acaso alguno de los hermanos la viera por accidente y de esa manera empañara su alma. Los monjes hacían mucho bien, pero sus actitudes a veces resultaban irritantes.

Una vez que ella y Richard se hubieren quitado de la cara el polvo del camino abandonaron el priorato y se encaminaron colina arriba, a lo largo de la calle principal, al castillo que se alzaba a un lado de la puerta Oeste. Si llegaban temprano, Aliena pensaba que se atraería la voluntad o cautivaría a quien estuviese encargado de admitir a los solicitantes, y así no quedaría olvidada entre la multitud de gente importante que llegaría más tarde. Sin embargo el ambiente tras los muros del castillo estaba aún más tranquilo de lo que ella esperara. ¿Había estado el rey Stephen allí tanto tiempo que eran ya pocas las personas que necesitaban verle? No estaba segura de cuándo podía haber llegado. Por lo general, el rey permanecía en Winchester durante todo el tiempo de Cuaresma, pero Aliena no estaba segura de cuándo pudo haber empezado la Cuaresma, porque viviendo en el castillo con Richard y Matthew, sin sacerdote alguno, había perdido la noción del tiempo.





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