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Capítulo Dieciséis 4




Proscritos dijo ella. ¿Pensabas que todos los proscritos eran como ese Faramond Openmouth que te ha robado el cerdo?

Sí asintió Tom, aunque lo que hubiera querido decir era Jamás pensé que un proscrito pudiera ser una mujer hermosa. Incapaz de contener su curiosidad preguntó: ¿Qué crimen cometiste?

Maldije a un sacerdote repuso ella apartando la mirada.

A Tom no le pareció que aquello pudiera ser un delito, pero quizá aquel sacerdote tuviera un gran poder o fuera muy quisquilloso. O tal vez Ellen no quisiera contar la verdad.

Miró a Martha. Poco después la niña abrió los ojos. Parecía confusa y algo asustada. Agnes se arrodilló junto a ella.

Estás a salvo le dijo. No pasa nada.

Martha se incorporó y vomitó. Agnes la mantuvo abrazada e hizo que se le calmaron los espasmos. Tom se sentía impresionado. Había resultado cierta la predicción de Ellen. También había dicho que Martha se encontraría perfectamente bien y al parecer también eso se cumplía. Se sintió aliviado y quedó algo sorprendido ante la intensidad de su propia emoción.

No soportaría perder a mi pequeña dijo. Y hubo de contener las lágrimas. Se dio cuenta de que Ellen miraba comprensiva y una vez más tuvo la impresión de que aquellos ojos de un dorado extraño podían leer hasta el fondo de su corazón.

Arrancó una ramita de roble, la despojó de sus hojas y limpió con ella la carita de Martha que seguía estando pálida.

Necesita descansar dijo Ellen. Dejadla echada el tiempo que un hombre recorre tres millas.

Tom miró el sol. Todavía quedaba mucha luz del día. Se acomodó para esperar. Agnes mecía suavemente a Martha en sus brazos. Jack dirigía su atención a Martha y la miraba con la misma estúpida intensidad. Tom quería saber más cosas sobre Ellen. Se preguntó si la podría persuadir para que le contara su historia. No quería que se fuera.

¿Cómo ocurrió todo? preguntó con vaguedad.

Ellen volvió a mirarle a los ojos y luego empezó a hablar.

Su padre había sido un caballero, les dijo. Un hombre grande, fuerte y violento que quería hijos con quienes poder cabalgar, cazar, luchar, compañeros con quienes beber y que fueran con él de juerga por las noches. Pero sobre esta cuestión fue el hombre más infortunado que pudo existir ya que su mujer le obsequió con Ellen y luego murió. Y cuando volvió a casarse, su segunda mujer resultó estéril.

Acabó por aborrecer a la madrastra de Ellen y finalmente la envió lejos. Debió de ser un hombre cruel pero a Ellen no se lo parecía. Lo adoraba y compartía su antipatía por su segunda mujer. Cuando su madrastra se fue, Ellen se quedó con su padre y fue creciendo en una casa donde casi todos eran hombres. Se cortó el pelo, llevaba una daga y aprendió a no jugar con gatitos ni a preocuparse por los perros ciegos. Cuando tenía la edad de Martha solía escupir al suelo, comer corazones de manzana y dar fuertes patadas en el vientre de un caballo para hacerle aspirar con fuerza y así poder apretarle más la cincha. Sabía que a todos los hombres que no formaban parte de la pandilla de su padre los llamaban chupapollas y a todas las mujeres que no iban con ellos las llamaban putas, aunque no estaba segura de lo que aquellos insultos significaban en realidad ni tampoco le importaba demasiado.

Mientras escuchaba su voz en el blando aire de una tarde otoñal, Tom cerró los ojos y se la imaginó como una chiquilla de pecho liso y cara sucia, sentada a la larga mesa, con los brutales camaradas de su padre bebiendo cerveza fuerte, eructando y entonando canciones sobre batallas, rapiñas y violaciones, caballos, castillos y vírgenes, hasta quedar dormida con su pequeña y trasquilada cabeza sobre la áspera madera.

Si hubiera seguido teniendo su pecho liso, su vida hubiera sido feliz. Pero llegó el día en que los hombres la miraban de forma distinta. Ya no lanzaban risas estentóreas cuando les decía: Quitaos de mi camino si no queréis que os arranque los cojones y se los dé de comer a los cerdos. Algunos se la quedaban mirando cuando se quitaba su túnica de lana y se echaba a dormir con su larga camisola de lino. Cuando hacían sus necesidades en el bosque se volvían de espaldas a ella, cosa que nunca hicieron hasta entonces.

Cierto día vio a su padre conversando seriamente con el párroco, acontecimiento realmente inusitado. Y ambos la miraban como si estuvieran hablando de ella. A la mañana siguiente su padre le dijo: Vete con Henry y Everard y haz lo que te digan. Luego la besó en la frente. Ellen se preguntó qué le ocurriría. ¿Acaso se volvía blando con la edad? Montó a horcajadas su corcel gris, ya que siempre se había negado a cabalgar el palafrén propio de las damas o el pony de los niños, y se puso en marcha con los dos hombres de armas.

La llevaron a un convento y allí la dejaron.

Por todo aquel lugar sonaron los juramentos obscenos de Ellen cuando los dos hombres emprendieron la marcha de regreso. Apuñaló a la abadesa y recorrió a pie todo el camino de vuelta hasta la casa de su padre. Él la envió de nuevo al convento, atada de pies y manos y sujeta a la montura de un asno. La tuvieron recluida en la celda de castigo hasta que la abadesa se recuperó de las heridas. Hacía frío y humedad y estaba tan negro como la noche, y aunque había agua para beber no tenía nada de comer. Cuando la dejaron salir huyó de nuevo a casa. Su padre volvió a enviarla al convento y en esa ocasión la azotaron antes de meterla en la celda.

Ni que decir tiene que finalmente lograron rendirla y vistió el hábito de novicia, acató las reglas y aprendió las oraciones aunque en el fondo de su corazón aborreciera a las monjas, despreciara a los santos, y en un principio no creyera todo cuanto le dijeran sobre Dios. Pero aprendió a leer y escribir, dominó la música, los números y el dibujo e incorporó el latín al francés y al inglés que ya hablaba en casa de su padre.

En definitiva, la vida en el convento no era tan mala. Se trataba una comunidad únicamente femenina con sus reglas y rituales peculiares, y aquello era exactamente a lo que ella estaba acostumbrada.

Todas las monjas tenían que hacer algún trabajo físico, y a Ellen pronto se la destinó a trabajar con los caballos. No pasó mucho tiempo antes de que tuviera a su cargo los establos.

La pobreza jamás la preocupó. La obediencia no le fue fácil pero finalmente la logró. La tercera regla, la castidad, nunca llegó a molestarle demasiado aunque de vez en cuando, y sólo por fastidiar a la abadesa, descubría a alguna de las otras novicias los placeres de

Llegado a ese punto, Agnes interrumpió el relato de Ellen y llevó consigo a Martha en busca de un arroyo donde limpiarle la cara y lavarle la túnica. Para protegerse se llevó también a Alfred, aunque aseguró que se quedaría cerca. Jack se levantó dispuesto a seguirla pero Agnes le dijo con firmeza que no lo hiciera, y el muchacho pareció entenderla porque volvió a sentarse. Tom se dio cuenta de que Agnes había logrado llevarse a sus hijos para que no siguieran oyendo aquella historia indecente e impía, al tiempo que le dejaba a él vigilado.

Cierto día, siguió diciendo Ellen, el palafrén de la abadesa quedó cojo, cuando hacía varios días que se encontraba fuera del convento. Dio la casualidad de que el priorato de Kingsbridge estaba cerca, de manera que el prior prestó a la abadesa otro caballo para que siguiera su camino. Una vez en el convento, esta dijo a Ellen que devolviera al priorato el caballo prestado y trajera consigo el caballo cojo.

Allí, en el establo del monasterio, a la vista de la ruinosa y vieja catedral de Kingsbridge, Ellen conoció a un muchacho que parecía un cachorro maltratado. Tenía las extremidades flexibles como cachorro y su actitud alerta, pero estaba asustado, como si le hubieran arrancado a golpes toda su alegría juguetona. Al hablarle Ellen no la entendió. Probó con el latín, pero no era un monje. Finalmente dijo algo en francés y el rostro del muchacho se iluminó de alegría y le contestó en la misma lengua.

Ellen jamás regresó al convento.

Desde aquel día vivió en el bosque. Primero en un tosco chamizo de ramas y hojas, y más adelante en una cueva seca. No había olvidado las habilidades masculinas que había aprendido en casa su padre. Podía cazar un ciervo, poner trampas a los conejos y derribar cisnes con el arco. Era capaz de despedazar, limpiar y guisar la carne. Incluso sabía cómo raer y curar los cueros y pieles para indumentaria. Además de caza, comía frutos silvestres, frutos secos y vegetales. Cualquier otra cosa que necesitara, como sal, ropa de lana, un hacha o un cuchillo nuevo, tenía que robarla.

Lo peor fue cuando nació Jack.

Pero ¿qué pasó con el francés?, quiso saber Tom. ¿Era el padre de Jack? Y en tal caso, ¿cuándo murió? ¿Y cómo? Pero por la expresión de la cara de ella pudo ver que no estaba dispuesta a hablar de aquella parte de la historia y daba la impresión de ser una persona a la que nadie podría persuadir en contra de su voluntad, de manera que Tom guardó para sí sus preguntas.

Para entonces su padre había muerto, habiéndose dispersado sus hombres de tal manera que a ella ya no le quedaban parientes ni amigos en el mundo. Cuando Jack estaba a punto de nacer, hizo una hoguera para que se mantuviera encendida durante toda la noche en la boca de la cueva. Tenía comida y agua a mano, así como un arco, flechas y cuchillos para protegerse de los lobos y de los perros salvajes. Incluso disponía de una pesada capa roja que había robado a un obispo para poder envolver al recién nacido. Pero para lo que no estaba preparada era para el dolor y el miedo de dar a luz, y durante mucho tiempo creyó que se moría. Sin embargo el niño nació saludable y vigoroso, y ella sobrevivió.

Durante los once años siguientes, Ellen y Jack llevaron una vida sencilla y frugal. El bosque les daba cuanto necesitaban siempre que anduvieran con cuidado y almacenaran suficientes manzanas, nueces y venado ahumado o en salazón para los meses de invierno. Ellen pensaba a menudo que si no hubiera reyes, señores, arzobispos ni sheriffs, todo el mundo podría vivir de esa misma manera y ser perfectamente feliz.

Tom le preguntó cómo se las arreglaba con los demás proscritos, con hombres como Faramond Openmouth. ¿Qué pasaría si la sorprendieran por la noche e intentaran violarla?, se preguntaba al tiempo que la idea le hacía sentir un estremecimiento de deseo, aún cuando él jamás hubiera poseído a una mujer contra su voluntad. Ni siquiera a la suya.

Ellen, mirando a Tom con aquellos ojos claros y luminosos, le dijo que los otros proscritos le tenían miedo, y al instante él se dio cuenta del motivo. La creían bruja. En cuanto a las gentes cumplidoras de la ley, gentes que sabían que podían robar, violar o asesinar a un proscrito sin miedo al castigo, Ellen se limitaba a evitarlos. Entonces, ¿por qué no se había ocultado de Tom? Porque había visto a una niña herida y quiso ayudar. Ella también tenía un hijo.

Había enseñado a Jack todo lo que había aprendido en casa de su padre sobre armas y caza. Y también todo cuanto le enseñaron las monjas: a leer y escribir, música y números, francés y latín, cómo dibujar, incluso historias de la Biblia. Finalmente, durante las largas noches invernales, le había transmitido todo el legado del muchacho francés que sabía más historias, poemas y canciones que cualquier otro en el mundo.

Tom no creía que un niño como Jack supiera leer y escribir. Tom sabía escribir su nombre y un puñado de palabras como peniques, metros y litros. Y Agnes, que era hija de un hombre de iglesia, sabía más, aunque escribía lentamente y con dificultad, sacando la lengua por la comisura de la boca. En cambio Alfred no sabía escribir una sola palabra y apenas era capaz de entender su propio nombre, y Martha ni siquiera sabía eso. ¿Era posible que aquel muchacho medio tonto supiera más que toda la familia de Tom?

Ellen dijo a Jack que escribiera algo, y este alisó un trozo de tierra y garrapateó sobre él unas letras. Tom reconoció la primera palabra Alfred, aunque no las otras, y se sintió un estúpido. Ellen puso fin a aquella situación embarazosa leyendo en voz alta toda la frase: Alfred es más alto que Jack. Luego el muchacho dibujó rápidamente dos figuras, una más grande que la otra y aunque ambas eran muy toscas, una tenía los hombros anchos y una expresión más bien bovina y la otra era pequeña y tenía una mueca sonriente. Tom, que por su parte tenía una gran facilidad para el dibujo, quedó asombrado ante la sencillez y vigor del dibujo sobre la tierra.

Pero el muchacho parecía idiota.

Ellen, como si hubiera adivinado los pensamientos de Tom, confesó que había empezado a darse cuenta de ello. Jamás había tenido la compañía de otros niños ni de cualquier otro ser humano salvo su madre, y el resultado era que estaba creciendo como un animal salvaje. Pese a todos sus conocimientos no sabía cómo comportarse con la gente. Ese era el motivo de que guardara silencio, se quedara mirando fijamente o arrebatara las cosas.

Mientras hablaba, la mujer parecía vulnerable por primera vez.

Había desaparecido aquella inquebrantable seguridad en sí misma y Tom pudo darse cuenta de que estaba inquieta, casi desesperada.

Por el bien de Jack tenía que incorporarse de nuevo a la sociedad, pero ¿cómo? De ser un hombre hubiera podido convencer a algún señor para que le concediera una granja, sobre todo si le mentía de manera convincente diciéndole que acababa de regresar de peregrinación a Jerusalén o Santiago de Compostela. También había algunas mujeres granjeras, pero invariablemente eran viudas con hijos mayores. Ningún señor daría una granja a una mujer con un hijo pequeño. Nadie en la ciudad ni en el campo la contrataría como trabajadora. Además no tenía dónde vivir y los trabajos no especializados rara vez ofrecían también vivienda. En definitiva, no tenía identidad.

Tom sintió lastima por ella. Había dado a su hijo cuanto podía.

Pero no era bastante. Pero no veía solución a su dilema. Pese a ser una mujer hermosa, con recursos y realmente formidable, estaba condenada a pasar el resto de su vida escondiéndose en el bosque con su extraño hijo.

Finalmente volvieron Agnes, Martha y Alfred. Tom miró ansioso a la niña, pero pareció como si lo peor que le hubiera podido pasar fuera que le hubieran lavado a conciencia la cara. Durante un rato Tom se había sentido absorto por los problemas de Ellen, pero en aquel momento se enfrentó de nuevo con su propia situación. Estaba sin trabajo y les habían robado el cerdo. Empezaba a anochecer.

¿Adónde os dirigís? preguntó Ellen.

A Winchester dijo Tom. Winchester tenía un castillo, un palacio, varios monasterios y, lo más importante de todo, una catedral.

Salisbury está muy cerca dijo Ellen. Y la última vez que estuve allí estaban reconstruyendo la catedral, haciéndola más grande.

A Tom empezó a latirle con fuerza el corazón. Aquello era lo que estaba buscando. Si pudiera encontrar trabajo en el proyecto de construcción de una catedral se creía con capacidad suficiente para llegar a ser maestro constructor.

¿Por dónde se va a Salisbury? preguntó ansioso.

Tendrías que retroceder tres o cuatro millas por el camino que habéis venido. ¿Recuerdas una encrucijada cuando cogisteis por la izquierda?

Sí, junto a una charca de agua estancada.

Eso es. El camino de la derecha lleva a Salisbury.

Se despidieron. A Agnes no le gustó Ellen, pese a lo cual le dijo con amabilidad:

Gracias por ayudarme a cuidar de Martha.

Ellen sonrió y permaneció pensativa cuando se alejaron.

Después de caminar unos minutos, Tom volvió la cabeza. Ellen seguía allí, observándoles, de pie en el camino, con las piernas separadas, protegiéndose los ojos con la mano. Junto a ella se encontraba aquel peculiar muchacho. Tom saludó con la mano y ella devolvió el saludo.

Una mujer interesante le dijo Tom a Agnes.

Agnes no respondió palabra.

Ese chico es extraño dijo Alfred.

Caminaron bajo el sol otoñal que se estaba poniendo. Tom se preguntaba cómo sería Salisbury. Nunca había estado allí. Claro que su sueño era el de construir una catedral nueva desde sus cimientos pero eso casi nunca ocurría. Era mucho más corriente encontrarse con una vieja construcción que estaba siendo mejorada, ampliada o reedificada en parte. Pero a él le bastaría con eso siempre que ofreciera la perspectiva de construir, finalmente, de acuerdo con sus propios dibujos.

¿Por qué me golpeó ese hombre? preguntó Martha.

Porque quería robarnos el cerdo le contestó Agnes.

Debería tener su propio cerdo dijo indignada Martha, como si sólo entonces se diera cuenta de que el proscrito había hecho algo. El problema de Ellen estaría resuelto si supiera algún oficio, meditaba Tom. Un albañil, un carpintero, un tejedor o un curtido jamás se hubiera encontrado en la situación de ella. Él siempre podía ir a una ciudad y buscar trabajo. Había algunas mujeres artesanas, pero en general eran esposas o viudas de artesanos.

Lo que esa mujer necesita es un marido dijo Tom en voz alta.

Tal vez, pero no el mío dijo Agnes con tono resuelto.

El día que perdieron el cerdo fue también el último del buen tiempo. Aquella noche la pasaron en un granero, y al salir por la mañana el cielo estaba plomizo y soplaba un viento frío con rachas de fuerte lluvia. Desenrollaron sus abrigos de tejido grueso y felpudo y se los pusieron, abrochándoselos bien debajo de la barbilla y cubriéndose lo más posible la cara con la capucha, para protegerse de la lluvia.

Se pusieron en marcha con desgana; cuatro lamentables fantasmas bajo un aguacero inexorable, chapoteando con sus zuecos de madera por el embarrado camino lleno de charcos.

Tom se hacía cábalas de cómo sería la catedral de Salisbury. En principio una catedral era una iglesia como otra cualquiera. Era simplemente la iglesia en la que el obispo tenía su trono. Pero en realidad las iglesias catedrales eran las más grandes, las más ricas, la más espléndidas y las más primorosas. Una catedral rara vez era nada más que un túnel con ventanas. La mayoría consistían en tres túneles, uno alto flanqueado por otros dos más pequeños, delineando la forma de una cabeza con sus dos hombros. Todo el conjunto formaba una nave con dos laterales. Los muros laterales del túnel central se reducían a dos hileras de pilares enlazados entre sí por arcos formando una arcada. Las naves laterales se utilizaban para procesiones, que podían llegar a ser espectaculares en una iglesia catedral. En ocasiones su espacio se dedicaba también a pequeñas capillas laterales dedicadas a determinados santos, que atraían importantes donaciones extraordinarias. Las catedrales eran las construcciones más costosas del mundo, mucho más que palacios y castillos, y habían de hacerse merecedoras de su mantenimiento.

Salisbury estaba más cerca de lo que Tom había pensado. A media mañana terminaron su ascensión y se encontraron con que el camino descendía suavemente, delante de ellos, formando una larga curva. Y a través de los campos azotados por la lluvia, sobre la lisa llanura, semejante a una embarcación en medio de un lago, vieron la ciudad fortificada de Salisbury erguida sobre una colina. Los detalles aparecían velados debido a la lluvia, pero Tom pudo distinguir varias torres, cuatro o cinco, elevándose muy por encima de los muros de la ciudad. A la vista de tanto trabajo en piedra sintió que se le levantaba el ánimo.

Un viento glacial barrió la llanura, dejándoles la cara y las manos heladas, mientras avanzaban por el camino en dirección a la puerta este. Al pie de la colina convergían cuatro caminos entre un enjambre de casas que se prolongaban desde la ciudad, y allí se unieron a ellos otros viajeros que caminaban con la cabeza baja y los hombros encorvados, luchando contra los elementos y en busca del refugio que ofrecían los muros.

En la ladera que conducía hasta la puerta se encontraron una carreta tirada por una yunta de bueyes y cargada de piedra, circunstancia en extremo alentadora para Tom. El carretero se encontraba inclinado sobre la parte posterior del tosco vehículo de madera, empujando con el hombro e intentando ayudar con su fuerza a los dos bueyes que a duras penas movían la carreta.

Tom vio la oportunidad de hacerse con un amigo. Hizo una seña a Alfred y ambos arrimaron el hombro a la parte trasera de la carreta, ayudando en el esfuerzo.

Las inmensas ruedas de madera retumbaron sobre un puente de troncos que cruzaba un enorme foso seco. Los terraplenes eran formidables. Tom pensó que para cavar aquel foso y hacer subir la tierra a fin de formar la muralla de la ciudad, hubieron de trabajar centenares de hombres, un trabajo mucho mayor incluso que para excavar los cimientos de la catedral. El puente por el que cruzaba la carreta crujía y traqueteaba bajo su peso y el de los dos vigorosos animales que tiraban de ella.

La ladera se niveló y la carreta se movió con una mayor facilidad cuando ya se acercaron a la puerta. El carretero se enderezó y Tom y Alfred le imitaron.

Os lo agradezco de corazón dijo el carretero.

¿Para qué es esta piedra? le preguntó Tom.

Para la nueva catedral.

¿Para la nueva catedral? Oí decir que solo iban a agrandar la vieja.

El carretero asintió.

Eso era lo que decían hace diez años. Pero ahora hay más nueva que vieja.

Seguían las buenas noticias.

¿Quién es el maestro constructor?

John de Shaftesbury, aunque el obispo Roger tiene mucho que ver con los diseños.

Era normal. Los obispos muy raramente dejaban a los constructores que hicieran solos el trabajo. Con frecuencia uno de los problemas del maestro constructor era tener que calmar la enfebrecida imaginación de los clérigos y establecer unos límites prácticos a su desbordada fantasía. Pero el que contrataba a los hombres debía ser John de Shaftesbury.

¿Albañil? pregunto el carretero, indicando con la cabeza la bolsa de herramientas de Tom.

Sí. Y en busca de trabajo.

Es posible que lo encuentres le dijo el carretero, sin ir más allá. Si no en la catedral, quizás en el castillo.

¿Quién gobierna el castillo?

Roger es a la vez obispo y alcalde.

Claro, se dijo Tom. Había oído hablar del poderoso Roger de Salisbury, que desde tiempos inmemoriales había estado muy próximo al rey.

Atravesaron la puerta y se encontraron dentro de la ciudad. La plaza estaba abarrotada de edificios hasta el punto de que tanto la gente como los animales parecían estar en peligro de desbordar su muralla circular y desplomarse todos en el foso. Las casas de madera estaban apretadas unas contra otras, empujándose entre sí como los espectadores de un ahorcamiento. Hasta la más mínima porción de tierra estaba ocupada. Allí donde se habían construido dos casas separadas por un callejón, alguien había introducido en este una media morada, sin ventanas, ya que la puerta ocupaba casi todo el frente; allí donde el espacio era demasiado pequeño incluso para la más angosta de las casas, en ese hueco habían instalado un puesto para la venta de cerveza, pan o manzanas. Y si ni siquiera había sitio para esto, entonces había un establo, una cochinera, un estercolero o un depósito de agua.

Y también era ruidosa. La lluvia no amortiguaba demasiado el clamor que se elevaba de los talleres de los artesanos; vendedores ambulantes voceando sus mercancías, gente que se saludaba, regateaba o discutía. Había además animales que relinchaban, ladraban o peleaban.

¿Por qué huele tan mal? preguntó Martha levantando la voz para hacerse oír por encima del ruido.

Tom sonrió. Hacía un par de años que Martha no había estado en la ciudad.

Es el olor de la gente le dijo.

La calle era poco más ancha que la carreta y su yunta de bueyes, pero el carretero no dejó pararse a sus animales, por temor a que no volvieran a ponerse en marcha. Les azuzó con el látigo, haciendo caso omiso de todo obstáculo, y los animales prosiguieron en su ciego avance a través del gentío, apartando por la fuerza, de manera indiscriminada a un caballero montado en caballo de batalla, a un guardabosque con su arco, a un monje gordo a lomos de un pony, a hombres de armas y mendigos, amas de casa y prostitutas. El carro se encontró detrás de un pastor viejo que se esforzaba por mantener unido su pequeño rebaño. Tom pensó que debía ser día de mercado.

Al paso de la carreta, una de las ovejas se lanzó por la puerta abierta de una cervecería y al instante todo el rebaño invadió el local, balando asustadas y derribando a su paso mesas, taburetes y jarras de cerveza.

La tierra bajo sus pies era un auténtico lodazal lleno de porquerías. Tom sabía calibrar bien la lluvia que podía caer sobre un tejado y el ancho del canalón capaz de aliviarlo. Y pudo darse cuenta de que toda la lluvia que caía sobre los tejados de aquella parte de la ciudad, acababa vertiéndose en esa misma calle. Se dijo que, con una fuerte tormenta, se necesitaría una embarcación para atravesarla.

La calle iba ensanchándose a medida que se acercaban al castillo que se alzaba en la cima de la colina. Allí ya había casas de piedra, una o dos de ellas necesitadas de pequeñas reparaciones. Pertenecían a artesanos y mercaderes que tenían sus tiendas y almacenes en la planta baja y arriba la vivienda. Tom pudo darse cuenta, mientras observaba con mirada conocedora cuanto se exponía a la venta, que se trataba de una ciudad próspera. Todo el mundo necesitaba cuchillos y cacerolas, pero tan sólo la gente acaudalada compraba chales bordados, cinturones con adornos y broches de plata.





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