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Salí de Munich a las ocho de la tarde, el primero de mayo, y llegué a Viena temprano, al día siguiente por la mañana. 43




Y aunque mientras caminaba hacia el puente Wells no podía ver más que lo que tenía delante, de algún modo se sentía partícipe de una gran representación teatral que, debido a que en ella estaban involucrados sin excepción todos los habitantes de la metrópoli, parecía desarrollarse para nadie. Salvo quizás, pensó, para los atentos marcianos, que escrutaban los asuntos humanos como un hombre con un microscopio espiaría a las transitorias criaturas que pululaban en una gota de agua. Y en realidad así era, pues mientras hilvanaba distraídamente sus pasos a lo largo del Strand, docenas de barcazas cargadas de ostras surcaban las cada vez más anaranjadas aguas del Támesis, envueltas en un sigilo fantasmagórico, desde Chelsea Reach en dirección a Billingsgate, en cuyo puerto un hormiguero de hombres transportaba el pescado a tierra a lo largo de los muelles, y en los barrios ricos, perfumados por el aroma que manaba de las selectas panaderías y de los canastos de las violeteras, la gente salía de sus lujosas casas hacia sus no menos lujosos despachos, atravesando las calles que empezaban a abarrotarse de cabriolés, berlinas, ómnibus y toda suerte de vehículos con ruedas, los cuales traqueteaban rítmicamente sobre el adoquinado, y en las alturas, las chimeneas de las fábricas trenzaban su humo con la bruma que exhalaba el río, confeccionando un sudario de niebla denso y pegajoso, y un ejército de carretas tiradas por mulas o empujadas a mano, rebosantes de frutas, hortalizas, anguilas y pulpos, se posicionaban en Covent Garden entre un guirigay de chillidos, y el inspector Garrett llegaba a medio desayunar a Sloane Street, donde le esperaba el señor Ferguson, para informarle un tanto atemorizado que alguien había disparado contra él la noche anterior, e incluso le mostraba el agujero que la bala había abierto en su sombrero, por donde hacía asomar la lombriz de su dedo regordete, y Garrett estudiaba la zona con una mirada valorativa, y se introducía entre los arbustos del jardín que cercaba su inmueble, y no podía evitar que una sonrisa de afecto se le derramara por los labios al descubrir el simpático pájaro kiwi que alguien había dibujado en la arena, y miraba hacia la calle, asegurándose de que nadie lo observaba, antes de borrarlo rápidamente con el pie y emerger luego de entre los arbustos encogiéndose de hombros, y, en el mismo instante en el que, con una mirada falsamente consternada, comentaba a Ferguson que no había encontrado ninguna pista, en una habitación de una fonda del barrio de Bethnal Green, John Peachey, el hombre que hasta morir ahogado en el Támesis era conocido como Tom Blunt, abrazaba a la mujer que amaba, y Claire Haggerty se dejaba arropar en sus fuertes brazos, contenta de que por ella hubiese huido del futuro, del desolador año 2000, en el que en aquel momento, encaramado a un risco, el capitán Derek Shackleton aseguraba con una voz desagradablemente aflautada que si algo bueno había tenido aquella guerra era que había unido a la raza humana como ninguna otra había logrado hacerlo, y Gilliam Murray sacudía pesaroso la cabeza, diciéndose que esa sería la última expedición que organizaría, que estaba harto de incompetentes y del maldito desalmado que embadurnaba de mierda la fachada de su empresa, que había llegado la hora de preparar su propia muerte, de fingirse devorado por uno de aquellos levantiscos dragones que habitaban la cuarta dimensión, entre cuyos afilados dientes estaba siendo ávidamente triturado en sueños Charles Winslow, que en aquel instante despertaba sobresaltado y sudoroso, asustando con sus gritos a las dos prostitutas chinas que ocupaban su lecho, al tiempo que su primo Andrew, que en ese momento se hallaba acodado en el puente de Waterloo, siguiendo los progresos del amanecer, contemplaba venir hacia él a un individuo con cara de pájaro que le resulta familiar.

¿Señor Wells? lo llamó al verlo pasar a su lado.

El escritor se detuvo y observó al joven durante unos segundos, intentando recordar dónde lo había visto antes.

¿No se acuerda de mí? dijo el muchacho. Soy Andrew Harrington.

Al oír su nombre, Wells lo recordó de inmediato. Se trataba del muchacho al que había salvado la vida unas semanas antes, evitando que se suicidara mediante una elaborada pantomima que le había permitido enfrentarse a Jack el Destripador, el asesino que había aterrorizado Whitechapel en el otoño de 1888.

Sí, señor Harrington, por supuesto que me acuerdo de usted dijo, contento de comprobar que el joven aún continuaba vivo y no había trabajado en balde. Me alegro mucho de verle.

Y yo a usted, señor Wells dijo Andrew.

Ambos se quedaron unos segundos en silencio, sonriéndose tontamente.

¿Ha destruido ya su máquina del tiempo? se interesó Andrew.

Eh, sí, sí respondió atropelladamente Wells, y rápidamente intentó cambiar de tema: ¿Qué hace aquí? ¿Ha venido a presenciar el amanecer?

En efecto confesó el otro, volviéndose para observar el cielo, que en aquel momento era un hermoso lienzo de tonos anaranjados y púrpuras. Aunque, bueno, lo que intento ver es lo que hay detrás.

¿Detrás? preguntó sorprendido Wells.

Andrew asintió.

¿Recuerda lo que me dijo cuando regresé del pasado en su máquina del tiempo? le preguntó, buscando algo en el bolsillo de su levita. Me dijo que yo había matado a Jack el Destripador, pese a que este recorte de periódico lo negara.

Andrew le mostró el mismo recorte amarillento que le había enseñado en la cocina de su casa de Woking unos días antes. ¡Jack el Destripador vuelve a matar!, rezaba el titular, y luego inventariaba las atroces heridas que aquel monstruo había infligido a su quinta víctima, la prostituta de Whitechapel a la que amaba el joven. Wells asintió, sin poder evitar preguntarse, como todo el mundo desde entonces, qué habría sido de aquel despiadado asesino, por qué de repente había dejado de matar, desapareciendo sin dejar rastro.

Pero mi acto había producido una bifurcación en el tiempo continuó Andrew tras volver a guardarse el recorte en el bolsillo. Un mundo paralelo, creo que lo llamó. En aquel mundo Marie Kelly estaba viva y era feliz junto a mi gemelo. Aunque por desgracia yo me encontraba en el universo equivocado.

Sí, lo recuerdo dijo Wells con suma cautela, sin saber a dónde quería llegar el joven.

Pues bien, señor Wells. Haber logrado salvar a Marie Kelly me animó a olvidarme del suicidio y a seguir con mi vida. Y eso hago. Acabo de prometerme con una mujer adorable, y trato de disfrutar de su compañía y de los pequeños placeres de la vida hizo una pausa y volvió de nuevo su rostro hacia el cielo. Pero cada amanecer vengo aquí e intento ver ese mundo paralelo del que usted me habló, en el que supuestamente soy feliz junto a Marie Kelly. ¿Y sabe qué, señor Wells?

¿Qué? preguntó el escritor tragando saliva, temiendo que el joven se volviera repentinamente hacia él y lo golpeara, o lo agarrara de las solapas de su chaqueta e intentara arrojarlo al río, en venganza por haberlo engañado de un modo tan pueril.

Que a veces lo veo dijo Andrew, casi en un susurro trémulo.

El escritor lo observó lleno de perplejidad.

¿Lo ve?

Sí, señor Wells repitió el muchacho, forjando la sonrisa de felicidad propia de quien ha experimentado una revelación, a veces lo veo.

Wells no sabía si Andrew lo creía de verdad o si simplemente había decidido creerlo, pero eso no importaba demasiado, pues el efecto sobre el joven parecía ser el mismo: su mentira, como el hielo, lo mantenía intacto. Observó cómo el muchacho contemplaba el amanecer, o quizás lo que había detrás, con una expresión de éxtasis casi infantil iluminándole el rostro, y no pudo evitar preguntarse quién era realmente el que estaba equivocado de los dos, si el escritor escéptico, incapacitado para creer las cosas que él mismo inventaba, o aquel joven desesperado que, en un admirable acto de fe, había decidido creer su hermosa mentira, amparándose en que tampoco podía demostrarse que no fuera verdad.

Ha sido un placer verle de nuevo, señor Wells dijo entonces Andrew, volviéndose hacia él y tendiéndole la mano.

Lo mismo digo respondió Wells, estrechándosela.

Tras la despedida, Wells permaneció unos segundos contemplando alejarse al muchacho, que caminaba lánguidamente a lo largo del puente, envuelto en la dorada claridad del amanecer. Los mundos paralelos. Había olvidado por completo aquella teoría que se había visto obligado a improvisar para salvar la vida del joven. Pero, ¿existirían realmente? ¿Sería cierto que cada elección que el hombre realizaba ramificaba el mundo? En realidad, era ingenuo pensar que ante cada dilema solo pudiera tomarse una alternativa. ¿Qué ocurría con los universos no elegidos, con esos mundos que se iban por el desagüe, por qué tenían menos derecho a existir que los otros? Wells dudaba mucho de que la configuración del universo dependiera de la caprichosa voluntad del hombre, esa criatura voluble y temerosa. Era más lógico pensar que el universo era mucho más rico e insondable de lo que nuestros sentidos podían percibir, que cuando el hombre se enfrentaba a dos o más opciones, terminaba eligiéndolas inevitablemente todas, porque en el fondo su capacidad de escoger no era más que una ilusión. Así, el mundo se dividía una y otra vez en otros mundos, mundos que mostraban la amplitud y complejidad del universo, mundos que explotaban todo su potencial, que apuraban todas sus posibilidades, mundos que crecían unos junto a otros, tal vez diferenciándose del vecino en algo tan insignificante como su número de moscas, porque hasta el hecho de matar o no a uno de esos molestos insectos suponía una elección, era un gesto nimio que sin embargo erigiría un nuevo universo.

¿Y cuántas moscas había matado o dejado con vida él, o a cuántas de esas desdichadas que forcejeaban contra los cristales de las ventanas había simplemente mutilado, arrancándoles las alas mientras pensaba en cómo resolver alguna encrucijada de sus novelas? Tal vez fuese un ejemplo ridículo, pensó Wells, ya que sus decisiones sobre aquel particular no habrían alterado el mundo de forma irremediable. Después de todo, un hombre podía consagrar su vida a mutilar moscas sin lograr hacer descarrilar el tren de la Historia. Pero evidentemente su funcionamiento podía aplicarse a decisiones mucho más transcendentes, y no pudo evitar recordar la segunda vez que Gilliam Murray acudió a verlo. ¿Acaso no se había debatido también entre dos opciones, acaso no había realizado una elección? Borracho de poder, Wells había decidido aplastar a la mosca, y eso había originado un universo donde existía una empresa que vendía viajes al futuro, el absurdo universo en el que él se encontraba atrapado. Pero, ¿y si hubiese escogido lo contrario?, ¿y si hubiese decidido ayudar a Murray a publicar su novela? Entonces habitaría un mundo semejante al que ocupaba ahora, pero donde la empresa temporal no existiría, un mundo en el que a la pira de novelitas científicas que habría que preparar para la quema se debería añadir una más: El capitán Derek Shackleton, la verdadera y trepidante historia de un héroe del futuro, de Gilliam E Murray.

Así que, con un número casi infinito de mundos diferentes, reflexionó Wells, todo lo que era susceptible de suceder, sucedía. O lo que era lo mismo: cualquier mundo, civilización, criatura o situación que pudiera imaginar, existiría ya. Habría, por ejemplo, un mundo dominado por alguna especie no mamífera, y otro de hombres-pájaro que vivían en gigantescos nidos, y otro donde el hombre se contara los dedos de la mano usando un sistema alfabético, y otro en el que el sueño le borrara la memoria y naciera a una nueva vida cada mañana, y otro donde realmente existiría un detective que respondía al nombre de Sherlock Holmes, cuyo lugarteniente era un avispado pillastre llamado Oliver Twist, e incluso otro donde un inventor habría construido una máquina del tiempo y descubierto un paraíso podrido en el año 802.701. Y si eso se llevaba al extremo, también existiría en alguna parte un universo regido por unas leyes físicas distintas a las que Newton había fijado, por lo que podría hallarse poblado de hadas, unicornios, sirenas y animales parlantes, pues en un universo donde todo resultaba posible, ni siquiera los cuentos infantiles eran invenciones, sino tan solo plagios de otros mundos paralelos que sus autores habrían logrado vislumbrar por algún caprichoso motivo.

¿Nadie inventaba nada, entonces? ¿Todo el mundo copiaba?, se preguntó Wells. El escritor reflexionó sobre el asunto durante varios minutos, que yo aprovecharé para despedirme de ustedes, dado que ya se presiente el final de esta historia, como esos actores que empiezan a agitar la mano antes de abandonar el escenario. Muchas gracias por su atención y espero sinceramente que hayan disfrutado del espectáculo. Regresemos ahora con Wells, que volvía en sí a causa de un escalofrío de orden casi metafísico: aquel desbocado razonamiento le había conducido a otra pregunta: ¿y si su vida estaba siendo escrita por alguien de otra realidad, por ejemplo de ese universo paralelo tan parecido al suyo pero donde no existía ninguna empresa de viajes temporales y Gilliam Murray era un escritor de noveluchas despreciables? Consideró seriamente la posibilidad de que alguien pudiera copiar su existencia y hacerla pasar por ficción. Pero, ¿quién iba a molestarse en hacer eso? Él no era ningún héroe de novela. Si hubiese naufragado en alguna remota isla tropical, como Robinson Crusoe, ni siquiera habría podido fabricar una maldita vasija de barro. Por otro lado, su vida era demasiado aburrida como para que alguien pudiera narrarla de una forma que resultara emocionante. Aunque debía reconocer que las últimas semanas habían sido un tanto agitadas: en cuestión de días, había salvado la vida de Andrew Harrington y la de Claire Haggerty usando su imaginación, tal y como Jane se había encargado de subrayar con cierto dramatismo, como si se dirigiera a los espectadores que atestaban una platea que él no podía ver. En el primer caso, había tenido que simular que disponía de una máquina del tiempo como la de su novela, y en el segundo había tenido que fingirse un héroe del futuro que escribía cartas de amor. ¿Había en todo aquello material para una novela? Era posible, sí. Podría ser una novela que narrara la creación de la empresa Viajes Temporales Murray, a la que él desgraciadamente había contribuido, y que sorprendiera a los lectores hacia su mitad, cuando se descubriese que el año 2000 no era otra cosa que un escenario construido en el presente con restos de demoliciones, aunque aquello solo supondría una sorpresa para los lectores de su época, por supuesto. Si la novela sobrevivía al paso del tiempo y era leída por lectores de una época posterior al año 2000 no habría ningún secreto que revelar, pues la propia realidad habría desmentido el futuro planteado en la historia. Pero, ¿significaba eso que no podría escribirse una novela centrada en su época en la que se especulara con un futuro que ya era pasado para su autor? Era triste pensar eso. Prefería pensar que los lectores comprenderían que debían leer aquella novela como si se hallaran en 1896, como si ellos, en fin, hubiesen experimentado también un viaje en el tiempo. Pese a todo, a causa de su escasa madera de héroe, tendría que ser una novela en la que él fuese un personaje secundario, alguien al que en algún momento recurrían los otros, los verdaderos protagonistas de la historia.

Aunque si alguien, en un universo vecino, había emprendido la escritura de su vida, fuera en la época que fuese, esperaba por su bien que ahora se encontrase en la última página, pues dudaba mucho de que su existencia continuara en la misma tónica. Probablemente en las dos últimas semanas había agotado el cupo de emociones que le correspondía y ahora su vida volvería a discurrir de nuevo en un apacible aburrimiento, como la de cualquier otro escritor.

Contempló a Andrew Harrington, el personaje con quien habría debido comenzar aquella hipotética novela, y al verlo caminar a lo lejos, con una sonrisa de euforia posiblemente en los labios, y teñido de dorado por el amanecer, se dijo que aquella imagen era perfecta para poner el punto y final a la historia, y se preguntó, como si de algún modo pudiera verme o sentirme, si realmente habría alguien haciéndolo en aquel instante, para enseguida empezar a experimentar esa felicidad que siempre inunda a los escritores al terminar una novela, esa felicidad que ninguna otra cosa en la vida puede provocarla, ni beber whisky escocés en la bañera hasta que se enfríe el agua, ni acariciar otro cuerpo, ni siquiera sentir sobre la piel la deliciosa brisa que anuncia el verano.





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