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Salí de Munich a las ocho de la tarde, el primero de mayo, y llegué a Viena temprano, al día siguiente por la mañana. 39 страница




—Me parece un plan excelente —dijo Stoker—. Mañana le traeré mi manuscrito.

James prometió lo mismo, y aunque a Wells aquello se le antojaba una partida de ajedrez entre Marcus y el tal Frost, en la que ellos eran simples peones, no tuvo más remedio que acceder él también. Se encontraba demasiado aturdido por los acontecimientos como para poder pensar si existía una opción mejor que la planteada por Marcus. Así que le traería su novela mañana, como los demás, aunque el hecho de que el viajero atrapara finalmente a Frost, arreglando el desaguisado del futuro, no le garantizaba que pudiera pasear en su bicicleta con absoluta tranquilidad si antes no resolvía el asunto que tenía pendiente con Gilliam Murray. Y para eso lo único que podía hacer era ayudar al inspector Garrett a cazar a Marcus, precisamente el hombre que pretendía salvarle la vida.

Pero si había una empresa más difícil que la de atrapar a un viajero del tiempo esa era sin duda la de conseguir un carruaje en Londres a altas horas de la madrugada. James, Stoker y Wells consumieron casi una hora recorriendo los alrededores de Berkeley Square sin ningún éxito. Solo lograron atisbar una berlina cuando, encogidos de frío y maldiciendo, resolvieron acercarse hasta Piccadilly. Con un sobresalto, la vieron surgir de entre la espesa niebla que se había asentado sobre Londres. Cruzó la calle casi por pura profesionalidad del caballo, con el cochero adormilado en el pescante, y apunto estuvo de pasar ante ellos sin verlos, como una aparición fantasmal de regreso al trasmundo, de no haber reparado el conductor en el gigante pelirrojo que se interpuso en su camino agitando desesperadamente los brazos. A la temeraria detención del coche, le siguieron unos minutos eternos en los que los escritores intentaron que el cochero comprendiera el itinerario que debía seguir: primero tenía que parar en casa de Stoker, luego en el hotel donde se alojaría James, y finalmente debía abandonar Londres para dirigirse a Woking, que era donde vivía Wells. Cuando el cochero dio muestras de haber asimilado la ruta —parpadeó un par de veces y emitió un gruñido—, el trío subió al carruaje y se despatarró en los asientos profiriendo hondos suspiros, como náufragos que hubiesen alcanzado al fin la playa tras varios días conviviendo en una balsa.

Wells ansiaba un momento de respiro para poder reflexionar sobre todo cuanto había sucedido en las últimas horas, pero al ver cómo Stoker y James comenzaban a hablar de sus respectivas novelas, enseguida comprendió que tendría que esperar un poco más. No le molestó, incluso le alivió, que lo dejaran a un lado. Al parecer, nada tenían que decirle a alguien que practicaba la literatura de evasión, y que, por si fuera poco, acudía a las citas con un cuchillo de cocina atado a la espalda. Tampoco a él le interesaba lo más mínimo lo que pudieran decir los otros, así que intentó sustraerse a la conversación observando las emocionantes rugosidades de la niebla a través de la ventanilla, pero enseguida descubrió que la voz de Stoker, cuando no la doblegaba el miedo, era demasiado poderosa como para ignorarla si compartía su misma berlina.

—Lo que he pretendido con mi novela, señor James —explicaba el irlandés con grandes aspavientos—, es ofrecer una revisión más honda y rica de la elegante encarnación del Mal que es el vampiro, al que he intentado desbrozar de toda esa estética romántica, un auténtico lastre que lo ha transformado en un pobre sátiro burlón incapaz de provocar en sus víctimas más que un sobresalto lujurioso. Mi novela está protagonizada por un vampiro siniestro, al que he dotado de las características más típicas con los que el folclore ha vestido al mito, aunque le confieso que también le he añadido alguna peculiaridad de mi propia cosecha, como su incompetencia a la hora de reflejarse en los espejos.

—¡Pero al reencarnarse el Mal pierde gran parte de su misterio, señor Stoker, y también de su poder! —exclamó James en un tono ofendido que tomó por sorpresa a su colega—. El Mal ha de presentarse siempre de un modo más sutil, debe ser hijo de la incertidumbre, habitar en esa vaporosa frontera que separa la duda de la realidad.

—Me temo que no le entiendo demasiado bien, señor James —murmuró el irlandés una vez que el otro pareció calmarse.

James dejó escapar un prolongado suspiro y transigió en explayarse algo más sobre el escurridizo asunto, pero por la expresión de perplejidad que mostraba Stoker, Wells dedujo que el irlandés no estaba sino hundiéndose cada vez más en una ciénaga de confusión a medida que el otro hablaba. No es de extrañar que, cuando se detuvieron ante la casa de Stoker, quien se apeara del coche fuera un gigante pelirrojo con aire de no saber dónde estaba. La deserción de Stoker —eso y no otra cosa se le antojó a Wells—, empeoró aún más la situación, porque ambos quedaron brutalmente expuestos al silencio. Un silencio que, naturalmente, la educación de James le conminó a romper, obligándolo a mantener con él de camino a su hotel una insustancial conversación sobre los distintos tejidos en que se podían tapizar los asientos de un carruaje.

Cuando se encontró al fin solo en el interior del coche, Wells alzó los brazos al cielo, en gesto de agradecimiento, y luego se abismó en sus ansiadas cavilaciones, mientras el carruaje iba dejando atrás la metrópoli. Tenía muchas cosas en las que pensar, se dijo. Asuntos verdaderamente serios, sí, desde las noticias del futuro que había entrevisto colgadas de los cordeles, y que no sabía si sería mejor olvidar o retener, hasta la fascinante idea de que a alguien se le hubiese ocurrido cartografiar el tiempo como si realmente fuese un espacio físico. Se trataba de una región, por otro lado, que nunca podría cartografiarse del todo, pues jamás se conocería el final de aquella cuerda blanca. O tal vez sí. ¿Y si los viajeros habían ahondado lo suficiente en el futuro como para encontrar su borde, el final del hilo, tal y como había intentado hacer el inventor de su novela? Pero, ¿existiría tal cosa? ¿Terminaría el tiempo en algún momento o continuaría eternamente? De ser así, el final debía localizarse en el instante mismo en que el hombre se extinguiera y no quedara sobre el planeta ninguna otra especie porque, ¿qué era el tiempo si nadie podía medirlo, si nada podía acusar su paso? El tiempo solo se mostraba en las hojas secas, en las heridas que cicatrizaban, en la carcoma que devoraba, en el óxido que se extendía, y en los corazones que se cansaban. Si nadie estaba allí para señalarlo, el tiempo no era nada, absolutamente nada.

Aunque, gracias a los mundos paralelos, siempre habría alguien o algo allí para dar credibilidad al tiempo. Y sin duda los mundos paralelos existían, ahora lo sabía a ciencia cierta, surgían del universo original como ramas de un árbol a la menor alteración del pasado, tal y como él mismo le había dicho al joven Andrew Harrington para salvarle la vida hacía algo menos de veinte días. Y haber descubierto eso lo satisfacía mucho más que el exitoso destino de su novela, pues hablaba de su poderosa intuición, del eficaz e incluso temerario funcionamiento de su cerebro. Quizás su mente no albergara ningún mecanismo para poder desplazarse en el tiempo, como la de Marcus Pero era capaz de hilar unos razonamientos que lo elevaban sobre el populacho.

Recordó el mapa que les había mostrado el viajero, aquella figura hecha de cuerdas de colores, donde se hallaban representados los universos paralelos que Marcus había tenido que desenredar. Y comprendió entonces que aquel mapa estaba incompleto, pues solo recogía los mundos creados por la acción directa de los viajeros. Pero, ¿qué pasaba con nuestras propias acciones? Los universos paralelos no surgían únicamente de aquellas impías manipulaciones sobre el sagrado pasado, sino que brotaban también de todas y cada una de nuestras decisiones. Imaginó el mapa de Marcus con aquel añadido, con la cuerda blanca jalonada de cordeles amarillos, repentinamente asfixiada por una floración de cuerdas que representaran los mundos creados por el libre albedrío del Hombre.

Emergió de sus cavilaciones cuando el coche se detuvo frente a su casa. Wells se apeó del carruaje y, tras darle una generosa propina al cochero por haberlo obligado a abandonar la metrópoli a aquellas horas de la madrugada, abrió la cancela y se adentró en el jardín preguntándose si merecería la pena acostarse o no, y qué consecuencias tendría sobre el tejido del tiempo hacer una cosa u otra.

Fue entonces cuando vio a la desconocida del cabello de fuego.


 

XL

Delgada y pálida, con las hebras rojizas de su cabello incendiándole los hombros como ascuas huidas de una fogata, la muchacha lo observaba con aquella mirada extraña que ya le había llamado la atención unos días antes, al verla entre los curiosos que se arremolinaban alrededor del tercer crimen de Marcus.

—¿Usted? —exclamó Wells, deteniendo sus pasos.

La muchacha no dijo nada. Se limitó a acercarse hasta donde él se hallaba con los vaporosos andares de un gato, y le tendió algo. El escritor observó que se trataba de una carta. Un tanto confundido, la tomó de aquella mano de nieve. Para H. G. Wells. Entregar la noche del 26 de noviembre de 1896, leyó en el dorso. Así que aquella muchacha, fuera quien fuese, era una especie de mensajero.

—Léala, señor Wells —dijo, con una voz que le recordó al susurro que producía la brisa agitando los visillos a media tarde—. Su futuro depende de ello.

Tras eso, la mujer se dirigió hacia la salida, dejándolo clavado junto a la puerta de la casa, hierático como un tótem. Cuando logró reaccionar, Wells se volvió y corrió hacia la mujer.

—Espere, señorita…

Se detuvo en mitad del recorrido. La mujer había desaparecido, únicamente su perfume permanecía flotando en el aire. Sin embargo, a Wells no le había parecido oír el chirriar de la cancela. Era como si tras entregarle la carta se hubiese evaporado. Literalmente.

Permaneció unos minutos allí, oyendo el sereno latir de la noche y absorbiendo el olor de la desconocida, hasta que finalmente se decidió a entrar en la casa. Se encaminó luego a la sala sin hacer ruido, encendió la lamparita y se sentó en su sillón, todavía aturdido por la aparición de aquella muchacha que, de haber medido veinte centímetros y cargado a la espalda con un par de alas de libélula, la habría confundido con una de esas hadas en las que creía Doyle. ¿Quién era?, se preguntó. ¿Y cómo había desaparecido de repente? Pero era estúpido perder el tiempo en cábalas cuando probablemente la respuesta se encontrase dentro del sobre que tenía en sus manos. Lo abrió y extrajo los folios que contenía. Sintió un escalofrío al reconocer la letra, y con el corazón encabritado, empezó a leer:

Querido Bertie:

Si tienes esta carta en tus manos es que estoy en lo cierto y en el futuro se podrá viajar en el tiempo. Ignoro quién te entregará esta carta, pero te aseguro que llevará tu sangre, y la mía, pues como habrás deducido por la letra, yo soy tú. Un Wells del futuro. De un futuro muy lejano. Conviene que digieras esto antes de seguir con la carta. Y como sé que el hecho de que mi letra sea idéntica a la tuya no será prueba suficiente para ti, pues cualquier persona con destreza podría haberla imitado, intentaré convencerte de que somos la misma persona contándote algo que solo tú conoces. ¿Quién, salvo tú mismo, sabría que el canasto que hay en la cocina, lleno de tomates y pimientos, no es solo un canasto? Bien, ¿te basta con eso o necesito ponerme vulgar y recordarte que durante el matrimonio con tu prima Isabel te masturbabas pensando en las esculturas de desnudos del Crystal Palace? Discúlpame por aludir a una época tan bochornosa de tu existencia, pero estoy seguro de que es algo que, como el significado que para ti tiene el cesto de los tomates, nunca confesarías en una futura biografía, por lo que con ello queda descartado que yo pueda ser un farsante que haya estudiado tu vida en un libro. No, yo soy tú, Bertie. Y solo si aceptas eso merece la pena que sigas leyendo.

Ahora te contaré cómo te convertirás en mí. Cuando mañana acudáis a entregarle a Marcus vuestros manuscritos, os llevareis una desagradable sorpresa. Todo lo que el viajero os ha contado es falso, salvo que es un gran admirador de vuestras obras. Por eso no podrá evitar sonreír cuando vosotros mismos depositéis en sus manos tan preciado botín. Luego dará una orden a uno de sus esbirros, y este disparará sobre el pobre James. Ya has visto los efectos que sus armas producen en el cuerpo de un hombre, así que te ahorraré los detalles, pero no te será difícil suponer que tu traje se verá rociado de desagradables salpicaduras de sangre y vísceras. Después, sin daros tiempo a reaccionar, el esbirro volverá a efectuar un nuevo disparo, esta vez sobre un sorprendido Stoker, que correrá la misma suerte que el norteamericano. A continuación, paralizado por el miedo, lo observarás apuntarte a ti, pero Marcus lo detendrá con un suave gesto de la mano antes de que llegue a disparar. Y lo hará porque te aprecia lo suficiente como para no permitir que mueras sin saber por qué. Después de todo, eres el autor de La máquina del tiempo, la obra que inaugurará la moda de los viajes temporales. Como mínimo te debe una explicación, así que, antes de que su esbirro te mate, se tomará la molestia de contarte la verdad, aunque sea para escucharse a sí mismo relatando en voz alta cómo se las había ingeniado para engañaros a los tres. Te confesará entonces, dando esos ridículos paseítos por el vestíbulo con sus pasos de goma, que no es ningún vigilante del tiempo, que en realidad, de no ser por la casualidad, incluso ignoraría la existencia de La Biblioteca de la Verdad y no sabría que el pasado estaba custodiado por el Estado.

Marcus era un millonario excéntrico, una de esas contadas personas que se mueven por el mundo haciendo su voluntad, que se había visto forzado a dejarse estudiar por el Gobierno cuando se creó el Departamento Temporal. La experiencia no le había disgustado en exceso, pese a tener que confraternizar con individuos de todo pelaje y condición. Era algo que podía soportarse si a cambio obtenías información sobre las causas de tu enfermedad —eso la había considerado él tras sufrir un par de desplazamientos temporales en sendos momentos de tensión—, y sobre todo si descubrías las sugerentes posibilidades que esta podía ofrecer. Cuando el departamento se desmanteló, Marcus se propuso perfeccionar sus habilidades, que había aprendido a dominar con notable maestría, practicando el turismo temporal. Durante un tiempo, se dedicó a recorrer el pasado caprichosamente, errando a su antojo entre los siglos, hasta que se aburrió de presenciar históricas batallas navales, quemar brujas en la hoguera y regar con su simiente del futuro los vientres de las hetairas y esclavas egipcias. Fue entonces cuando se le ocurrió que podía emplear sus habilidades para llevar hasta el extremo su pasión bibliófila. Marcus atesoraba en su mansión una nutrida biblioteca que contenía una pequeña fortuna en primeras ediciones e incunables del siglo XVI, pero de repente aquella acumulación de libros se le antojó ridícula y sin el menor valor. ¿De qué servía poseer un ejemplar de la primera edición de Las peregrinaciones de Childe Harold, de Lord Byron, si al fin y al cabo sus ojos se estaban posando en unos versos donde podían descansar los de cualquiera? Otra cosa muy diferente sería sostener en sus manos el único ejemplar que existiera en el mundo de esa obra, como si el poeta inglés la hubiese escrito con la única intención de regalársela a él. Y eso era algo que ahora, con sus recién adquiridas habilidades, podía conseguir sin demasiadas dificultades. Si se desplazaba en el tiempo, robaba el manuscrito de alguno de sus escritores preferidos antes de que pudiera publicarlo y luego lo mataba, podría componer una biblioteca exclusiva, formada por obras que para el resto del universo nunca habrían existido. Tener que asesinar a un puñado de escritores para tener en su biblioteca una historia de la literatura privada tampoco le suponía el menor problema, pues Marcus siempre había considerado las novelas que le gustaban como algo surgido de la nada, independientes de sus autores, que eran humanos y, como todos los humanos, generalmente detestables. Además, ya era demasiado tarde para permitir que le brotasen escrúpulos, sobre todo teniendo en cuenta que había amasado su fortuna abusando de ciertos métodos que la moral convencional probablemente calificaría como delictivos. Por suerte, él no necesitaba medirse en la moral de los otros, pues se había fabricado su propia moral hacía mucho. Había tenido que hacerlo, de otro modo nunca habría podido deshacerse de su padrastro tal y como lo hizo. Pero no por haberlo envenenado en cuanto incluyó a su madre en su testamento, había dejado un solo domingo de llevarle flores a su tumba. Después de todo, le debía lo que era. Aunque la inmensa fortuna que había heredado de ese hombre zafio y violento no era comparable al legado de su verdadero padre: aquel preciado gen que le permitía viajar en el tiempo, que colocaba el pasado a sus pies. Se imaginó entonces una biblioteca única, donde convivían secretamente los manuscritos de La isla del tesoro, La Ilíada, Frankenstein, o las tres novelas de su autor favorito: Melvin Aaron Frost. Tomó el Drácula de Frost y estudió detenidamente su foto. Sí, aquel hombrecillo enclenque, cuyos ojos proclamaban que estaba agusanado por dentro, tan infectado de vicios y debilidades como cualquiera, y que solo era digno de su gracia cuando empuñaba la pluma, sería el primero de una larga lista de escritores fallecidos en extraños accidentes, un rosario de muertes intempestivas que le ayudarían a construir su biblioteca fantasma.

Con esas intenciones, y acompañado de dos de sus hombres, se desplazó a nuestra época, llegando unos meses antes de que Frost se hiciera famoso. Debía localizarlo, averiguar si aún no le había entregado sus manuscritos a su editor y, de ser así, arrebatarle a punta de pistola lo único que lo diferenciaba del resto de los miserables que deshonraban el mundo. Luego pondría fin a su ridícula existencia fingiendo algún tipo de accidente. Pero para su sorpresa, no encontró el menor rastro de Melvin Frost. Nadie parecía conocerlo. Era como si no existiera. ¿Cómo iba a saber él que Frost también era un viajero temporal y que no se daría a conocer hasta que se hubiese apoderado de vuestras obras? Pero Marcus no pensaba irse de vacío. Aquel era el escritor que había escogido para inaugurar su matanza literaria e iba a encontrarlo costase lo que costase. Sin embargo, su plan no se caracterizó precisamente por su sutileza: lo único que se le ocurrió para sacar a Frost de su escondrijo fue asesinar a tres personas y escribir en el lugar del crimen el comienzo de cada una de sus obras, copiándolo de las novelas del escritor que había traído consigo. Aquello tendría que intrigarlo necesariamente. Los textos no tardaron en airearse en la prensa, tal y como Marcus había previsto. Sin embargo, eso no hizo aparecer a Frost, que no parecía darse por aludido.

Entre desesperado y furioso, Marcus acechaba con sus hombres en los lugares de los crímenes durante el día y la noche, pero todo parecía ser en balde. Alguien llamó su atención, sin embargo, entre los curiosos que se agolparon ante el cuerpo de su tercera víctima. No se trataba de Frost, pero su presencia despertó en Marcus idéntica emoción. Observaba como un espectador más el cuerpecillo de la señora Ellis que apenas unas horas antes él mismo había dejado recostado en la pared, y al inspector de Scotland Yard que se hallaba de pie junto al cadáver, un jovencito que parecía estar tratando de contener el vómito, cuando reparó en el hombre de mediana edad que se encontraba a su derecha. Lucía todos los complementos típicos de la época: un elegante terno azul, sombrero de copa, monóculo y una pipa colgándole de los labios, detalles que se le revelaron parte de un voluntarioso disfraz cuando reparó en el libro que llevaba en la mano. Se trataba de Otra vuelta de tuerca, de Melvin Frost, una novela que todavía no había sido publicada. ¿Cómo podía tenerla aquel individuo? Era evidente que se encontraba al lado de otro viajero del tiempo. Intentando contener su excitación, Marcus contempló con disimulo cómo el desconocido comparaba el comienzo de su novela con la cita que él había escrito en el muro y luego fruncía el entrecejo, sorprendido de que fuesen exactas.

Cuando se guardó el libro en el bolsillo y se marchó de allí, Marcus decidió seguirlo. Sin saberlo, el desconocido lo condujo hasta una casa de aspecto abandonado de Berkeley Square, en la que entró tras cerciorarse de que nadie lo observaba. Casi inmediatamente, Marcus y sus hombres irrumpieron allí. En cuestión de segundos redujeron al desconocido, que no necesitó más que de unos cuantos golpes para confesar por qué tenía en su poder un libro que aún no existía. Fue entonces cuando Marcus lo descubrió todo, la existencia de La Biblioteca de la Verdad y todo lo demás. Había viajado allí para asesinar a su escritor favorito y convertirse en su único lector, y había acabado descubriendo mucho más de lo que aparentemente podía morder. El tipo que tenía delante, con el rostro devastado por los golpes de sus esbirros, se llamaba August Draper, y era el auténtico bibliotecario encargado de velar el siglo XIX. Se había desplazado hasta allí con el objeto de subsanar la alteración que un desplazado llamado Frost había causado en el tejido del tiempo al asesinar a los escritores Bram Stoker, Henry James y H. G. Wells, y publicar sus novelas con su nombre. A Marcus lo sorprendió enormemente descubrir que Melvin Frost no era el verdadero autor de aquellas tres maravillosas novelas, sino los escritores que su prisionero había mencionado, que aunque en su realidad habían fallecido cuando apenas eran famosos, en el universo original aún escribirían muchas novelas más. Casi tanto como descubrir que Jack el Destripador nunca había sido atrapado. Se sintió casi metafísicamente ofendido al comprender que no había hecho más que rodar de un universo paralelo a otro, al ritmo que le marcaban otros viajeros como él, pero que no se habían limitado únicamente a fornicar con esclavas egipcias. Sin embargo, trató de olvidarse de ello y concentrarse en las explicaciones de su prisionero. El desconocido pensaba solucionar aquel estropicio advirtiendo a los tres escritores de lo que iba a suceder, mediante la estrategia de dejar en el buzón de cada uno de ellos su correspondiente novela, aunque publicada bajo el nombre de Melvin Frost, y un mapa con el lugar donde podían encontrarse con él. Estaba a punto de iniciar su plan cuando los periódicos habían empezado a informar de los extraños asesinatos de Marcus, y eso le había hecho acercarse al lugar de uno de los crímenes. Lo que sucedió a continuación puedes imaginártelo: Marcus lo eliminó sin contemplaciones y decidió sustituirlo ante vosotros, haciéndose pasar por el auténtico vigilante del tiempo.

Eso fue lo que realmente sucedió y, si lo piensas con detenimiento, explica mucho mejor ciertas cosas. ¿Acaso no te parece raro que Marcus se haya puesto en contacto con vosotros de un modo tan poco discreto como lo ha hecho: anunciándose en la prensa y alertando a toda la policía de la ciudad al asesinar brutalmente a tres personas, quienes por otro lado dudo mucho de que fueran a morir a los pocos días? Pero lo que te parezca ahora da igual, después de todo, pues nada de eso te planteaste en el momento en que te lo tendrías que haber planteado. No eres tan inteligente como crees, querido Bertie. Y ni te imaginas lo que me duele decirte eso.

¿Por dónde iba? Ah, sí. Tú escucharás la explicación de Marcus sin apartar los ojos del arma que te apunta, sintiendo cómo tu corazón se acelera cada vez más, el sudor te corre por la espalda e incluso empieza a embargarte un extraño mareo. Supongo que si te hubiese disparado tan repentinamente como a James y a Stoker nada hubiese pasado. Pero su larga explicación te permitió «entrar en situación», por decirlo de algún modo. De manera que cuando concluyó su charla, y su esbirro se adelantó un paso y apuntó al centro de tu pecho, toda la tensión que habías acumulado se desbordó y un resplandor envolvió el mundo. Durante apenas un segundo, te sentiste liberado de tu propio peso, extirpado de tu propia carne, que más que nunca se te antojó una envoltura prescindible, un foco de dolores y distracciones irrelevantes, y tuviste la impresión de ser una criatura de aire. Pero al segundo siguiente te sobrevino de nuevo tu peso, fijándote al mundo como una pesada ancla, y descubrirte de nuevo sólido te produjo alivio, pero también dejó en ti una cierta nostalgia de aquella condición incorpórea apenas entrevista. Ahora te encontrabas de nuevo enclaustrado en ti mismo, en la cárcel orgánica que era tu cuerpo, que te contenía al tiempo que limitaba tu visión del universo. Un vómito repentino te subió a la garganta, cartografiando al paso tu esófago, y lo liberaste entre angustiosas arcadas. Cuando tu estómago dejó de retorcerse, te atreviste a alzar la cabeza, sin saber si el esbirro de Marcus había disparado ya o se estaba divirtiendo demorando el momento. Pero no había ningún arma apuntándote. En realidad, a tu alrededor no había nadie. No había el menor rastro de Marcus, ni de sus esbirros, ni de Stoker o James. Estabas solo en el vestíbulo, que se hallaba a oscuras, pues incluso los candelabros habían desaparecido. Era como si lo hubieses soñado todo. Pero, ¿cómo podía haber sucedido algo así? Yo te lo diré, Bertie: sencillamente porque ya no eras tú. Te habías convertido en mí.





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