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Salí de Munich a las ocho de la tarde, el primero de mayo, y llegué a Viena temprano, al día siguiente por la mañana. 42 страница




Tras decir aquello, bajó la mano, barriendo con ella el aire, aunque a causa de su inexperiencia en ejecutar ciertas señales su gesto careció de vigor, pareciéndose más al de alguien que agita un incensario. Pese a todo, quien debía interpretarlo lo hizo. Se oyó un repentino ruido arriba, en la planta superior, y los presentes alzaron unánimemente la cabeza hacia el hueco de las escaleras, por donde caía hacia ellos algo que en aquel momento solo pudieron definir como una sombra vagamente humana. Solo cuando el bravo capitán Derek Shackleton aterrizó sobre el piso, justo en el centro del círculo de luz, pudieron comprobar que se trataba de una persona.

Wells no pudo evitar sonreír al reparar en la pose en la que Tom había quedado clavado en el suelo, con las rodillas flexionadas y los músculos en tensión, como un felino dispuesto a saltar sobre su presa. La luz de los candelabros arrancó hermosos destellos de su armadura, aquella coraza metálica que lo cubría en su totalidad, dejando únicamente al descubierto su airoso y fuerte mentón. Era una imagen verdaderamente heroica, y Wells comprendió entonces por qué Tom había pedido a sus antiguos compañeros que le consiguieran la armadura, que esa misma mañana habían robado de los camerinos de Gilliam Murray. Antes de que ninguno de los presentes comprendiera qué ocurría, Shackleton desenvainó su sable, ejecutó un bello floreo en el aire y, como una continuación de aquel movimiento, hundió su punta en el estómago de uno de los esbirros. Su compañero intentó reaccionar apuntándolo con su arma, pero la distancia que había entre ambos era demasiado pequeña para que pudiera maniobrar, así que el capitán dispuso de tiempo más que suficiente para extraer la espada del estómago de su víctima, y volverse hacia el otro realizando un elegante giro. El esbirro lo contempló enarbolar el sable entre la fascinación y el horror, antes de que Shackleton lo decapitara con un rápido mandoble. Adornada con una mueca pavorosa, la cabeza rodó por el piso, desapareciendo discretamente en la oscuridad que reinaba más allá del orbe de luz.

—¿Ha traído usted a un asesino, Wells? —exclamó James, escandalizado por el sangriento espectáculo que se estaba desarrollando ante sus narices.

Wells lo ignoró. Estaba demasiado ocupado en seguir los movimientos de Tom con el corazón en vilo. Marcus había reaccionado al fin. Wells lo contempló tomar del suelo el arma de uno de sus hombres y apuntar a Tom, que, con el sable teñido de sangre, se volvía hacia él en aquel instante. Había al menos cuatro pasos entre ambos, y Wells constató con pavor que se trataba de una distancia demasiado larga para que el capitán pudiera cruzarla antes de que el otro lograra dispararle. Y no se equivocó: Tom apenas consiguió dar un paso antes de recibir el impacto del rayo calórico en pleno pecho. Su armadura saltó hecha pedazos, como el caparazón de un crustáceo al recibir el golpe de un mazo, y el capitán cayó hacia atrás, perdiendo el casco en la caída. La potencia del disparo lo hizo rodar por el suelo, hasta que al fin quedó quieto, con un cráter humeante en mitad del pecho y el bello rostro iluminado por la luz del candelabro más cercano. De sus labios manaba un reguero de sangre, y en sus hermosos ojos verdes ya no titilaba más que la llama de las velas.

El gruñido de triunfo que emitió Marcus rompió el silencio, y le obligó a apartar los ojos de Tom y fijarlos en él. Con divertida incredulidad, Marcus observaba los tres cadáveres que había esparcidos a su alrededor. Meció la cabeza con lentitud durante unos segundos, y luego se volvió hacia los escritores, que se hallaban apelotonados al otro lado del vestíbulo.

—Buen intento, señor Wells —dijo, caminando hacia ellos elásticamente, al tiempo que exhibía una sonrisa feroz—. Debo reconocer que me ha sorprendido. Pero de nada ha servido su plan, salvo para añadir algunos cadáveres más al lote.

Wells no contestó. Observó cómo Marcus alzaba el arma y apuntaba a su pecho, y sintió cómo lo asaltaba un vértigo repentino. Supuso que debía de tratarse del mareo que anunciaba el desplazamiento. Así que iba a viajar al año 1888, después de todo. Había intentado impedirlo, pero al parecer no podía huir de su destino. Probablemente habría un universo donde a Shackleton le hubiese dado tiempo de acabar con Marcus, y en el que él no viajaría en el tiempo y podría seguir siendo Bertie, pero por desgracia se encontraba en otro universo, en uno muy parecido al del Wells del futuro, en el que también se desplazaría ocho años hacia el pasado, pero en el que el capitán Shackleton había muerto atravesado por un poderoso rayo calórico.

Al constatar su fracaso, Wells no pudo sino sonreír con tristeza, mientras Marcus deslizaba el dedo por el gatillo. En ese momento, se oyó un disparo. Pero se trataba de un disparo efectuado por un arma tradicional. Entonces fue Marcus quien sonrió con tristeza a Wells. Un segundo después, bajó el arma y la dejó resbalar de sus manos al suelo, como si de repente se le hubiese antojado un trasto inútil. Luego, con la perezosa voluptuosidad de un títere al que cortan los hilos uno a uno, clavó las rodillas en tierra, se sentó, y finalmente quedó tumbado sobre el piso del vestíbulo, sonriendo a los presentes con una mueca empapada de sangre. Tras él, con su pistola humeante, Wells contempló al inspector Colin Garrett.

¿Había estado el inspector vigilándolo todo este tiempo?, se preguntó un tanto aturdido por la aparición del muchacho. No, aquello no podía ser, pues de haber sido espiado por Garrett en el universo original, es decir, en el universo en el que inevitablemente viajaría en el tiempo y se escribiría una carta a sí mismo, una vez él se evaporase en el aire ante la atónita mirada de todos, el inspector habría irrumpido en la escena y habría atrapado a Marcus, o al menos, en el caso de que este hubiese logrado huir, ya fuera por el espacio o por el tiempo, habría descubierto todo el pastel, y Wells sabía que no había sido así porque su yo futuro había leído un artículo que informaba que los escritores Bram Stoker y Henry James habían aparecido muertos en extrañas circunstancias tras pasar la noche enfrentándose al misterioso espectro de Berkeley Square. Resultaba evidente que, de haber sido Garrett testigo de lo sucedido, aquel artículo no habría existido nunca. Por lo tanto, el inspector no debía de estar en aquel universo, como no lo había estado en el anterior. La única carta nueva sobre el tapete debía ser Shackleton, al que él mismo había pedido ayuda para luchar contra el destino. Según eso, la presencia de Garrett allí solo podía haber sido determinada por éste, lo que llevó al escritor a considerar que quizás el inspector había seguido a Shackleton hasta allí.

Y no se equivocaba, ciertamente, pues yo, que todo lo veo, puedo asegurarles que apenas un par de horas antes, al regresar de un delicioso paseo por Green Park en compañía de la señorita Nelson, Garrett había tropezado con un hombre enorme en Piccadilly. Tras el encontronazo, se había vuelto para disculparse, pero el hombre parecía llevar demasiada prisa y ni siquiera se detuvo. Aunque aquel extraño apremio no fue lo único que despertó la curiosidad de Garrett; también lo intrigó la extraordinaria solidez de su cuerpo, que le había dejado el hombro terriblemente dolorido. El golpe había sido tan brutal que le hizo pensar que bajo el largo abrigo el hombre debía de vestir poco menos que una armadura medieval. Un segundo después, aquel pensamiento no le pareció tan descabellado. Clavó sus ojos en las extrañas botas del desconocido, y entonces, con un brusco estremecimiento, comprendió quién era el hombre con el que acababa de tropezar. Abrió la boca de par en par, sin poder acabar de creerlo. Intentando serenarse, se aplicó a seguir a Shackleton con disimulo, apretando una mano temblorosa en torno al revólver de su bolsillo, sin saber bien qué hacer. Lo mejor era seguirlo un tiempo, se dijo, al menos hasta averiguar hacia dónde se dirigía con tanta prisa. Entre la excitación y la cautela, Garrett lo siguió a lo largo de todo Old Bond Street, conteniendo el aliento cada vez que sus pies arrancaban a la hojarasca un crujido de pergaminos antiguos, y luego por Bruton Street, hasta llegar finalmente a Berkeley Square. Una vez allí, Shackleton se detuvo ante un inmueble de aspecto abandonado, cuya fachada procedió a escalar de inmediato, hasta desaparecer por una ventana de la planta alta. El inspector, que había presenciado la maniobra oculto tras un árbol, dudó qué hacer a continuación. ¿Debía entrar también en la casa? Pero, antes de que tuviese tiempo de responderse, contempló detenerse un carruaje ante la deteriorada fachada del edificio, del cual se apeó, para incrementar aún más su sorpresa, el escritor H. G. Wells, que se dirigió al inmueble caminando con suma tranquilidad, hasta desaparecer también en su interior, aunque usando la puerta. ¿Qué trato tenían el escritor y el hombre del futuro?, se preguntó Garrett, atónito. Solo había un modo de averiguarlo. Cruzó la calle sigilosamente, escaló la fachada del edificio y se introdujo por la misma ventana por la que unos minutos antes lo había hecho el capitán Shackleton. Una vez en el penumbroso interior del inmueble, había presenciado toda la escena sin ser visto. Y ahora sabía que Shackleton no había venido del futuro para ejercer el Mal impunemente, como había creído en un principio, sino para ayudar a Wells contra aquel viajero del tiempo llamado Marcus, cuyo malévolo plan, por lo que había logrado deducir, parecía ser apoderarse de una de sus obras.

Wells contempló al inspector arrodillarse ante el cadáver de Tom y cerrarle los ojos con ternura. Luego Garrett se levantó, sonrió a los escritores con aquella sonrisa de niño suya, y dijo algo, pero Wells no pudo oírlo porque en ese preciso momento, aquel universo desapareció como si nunca hubiese existido.


 

XLII

Cuando la palanca de la máquina del tiempo completó su recorrido, no sucedió nada. Un rápido vistazo a su alrededor indicó a Wells que seguía varado en el 20 de noviembre de 1896. Sonrió con tristeza, aunque tuvo la extraña sensación de que llevaba sonriendo así desde mucho antes de bajar la palanquita y confirmar lo que ya sabía, que pese a su majestuosa belleza, aquel cacharro no era más que un juguete. El año 2000 —el auténtico año 2000, no el que había inventado ese farsante de Gilliam Murray—, estaba fuera de su alcance. Como el resto del futuro, por otro lado. Podía realizar aquel ritual tantas veces como quisiera, pero solo sería una pantomima: jamás viajaría en el tiempo. Nadie podía hacer eso. Nadie. Estaba atrapado en aquel presente del que nunca podría escapar.

Con expresión melancólica, se levantó de la máquina y se acercó a la ventana del desván. La noche estaba en calma. Un silencio inocente arropaba maternalmente los campos y las casas vecinas, y el mundo parecía rendido, terriblemente indefenso, a su merced. Podía cambiar el orden de los árboles, pintar las flores de otro color o perpetrar cualquier otra tropelía con absoluta impunidad, pues asomado a aquel universo en reposo, Wells tuvo la sensación de ser el único hombre despierto sobre la tierra. Le pareció que, si aguzaba el oído, podría oír el bufido de los mares vertiéndose sobre las playas, el infatigable crecimiento de la hierba, la suave rozadura que las nubes dejaban en la pellejo del cielo, y hasta el crujido de maderas viejas que emitía el planeta al rotar sobre su eje. Y aquella serenidad arrullaba también su alma, pues siempre le inundaba una poderosa quietud cuando ponía el punto y final a una novela, como acababa de hacer con El hombre invisible. Ahora volvía a encontrarse de nuevo en el punto de partida, en ese momento que tanto seducía y aterrorizaba a los escritores porque era cuando debían decidir a qué nueva historia enfrentarse de las muchas que flotaban en el aire, a qué argumento encadenarse por un largo periodo; y debían escoger con tiento, estudiando todas las opciones con calma, como si se hallaran ante un increíble vestidor lleno de posibles atuendos para un baile, pues había historias peligrosas, historias que se resistían a ser habitadas e historias que te devastaban las entrañas mientras las escribías o, lo que era aún peor, lujosos trajes de emperador que con el tiempo se revelaban un puñado de harapos. En aquel momento, antes de depositar con reverente cuidado la primera palabra en el papel, podía escribir cualquier cosa, cualquiera, y eso le inoculaba en la sangre el veneno de una libertad feroz, pero tan hermosa como fugaz, pues era consciente de que desaparecería en el instante en que escogiese una historia e inevitablemente perdiera todas las demás.

Contempló las estrellas esparcidas por el cielo con una sonrisa casi pastoril. De repente, le sobrevino una punzada de miedo. Había recordado una conversación mantenida con su hermano Frank unos meses atrás, en su última visita a aquella casa de Nyewood donde, como trastos inservibles en un desván, se amontonaba su familia. Cuando los demás se fueron a la cama, Frank y él salieron al porche con unos cigarrillos y unas cervezas, sin más intención que dejarse sobrecoger por un firmamento que lucía majestuoso, cuajado de estrellas, como la pechera de un general temerario. Bajo aquel manto, que dejaba entrever un tanto obscenamente la hondura del universo, los asuntos de los hombres se antojaban terriblemente insignificantes y la vida cobraba un cierto aire de juego. Wells dio un trago de su cerveza, dejando que Frank rompiera cuando quisiera aquel silencio atávico que se acomodaba sobre el mundo. Pese al apaleamiento al que lo había sometido la vida, cuando acudía a Nyewood siempre encontraba a su hermano rebosante de optimismo, quizás porque había descubierto que aquel júbilo elemental era lo único que podía mantenerlo a flote, y ese optimismo buscaba certificar su razón de ser en cosas concretas, como el orgullo que a cualquier hombre debía producirle saberse súbdito del Imperio Británico. Tal vez por eso Frank había empezado a ensalzar los logros de su política colonial, y Wells, que aborrecía el despótico modo en el que su país se estaba apropiando del mundo, se había visto obligado a mencionar los nocivos efectos que la colonización británica había tenido sobre los cinco mil aborígenes de Tasmania, que en poco tiempo habían quedado reducidos a un número casi insignificante. Los tasmanios no habían sido seducidos por unos valores superiores a los de su cultura indígena, había intentado explicar Wells a un embriagado Frank, sino conquistados por la poderosa tecnología del Imperio, al igual que el Imperio podría ser conquistado por una tecnología superior a la suya. Aquello hizo reír a su hermano. No existía en el mundo conocido una tecnología superior a la del Imperio, afirmó con ebria altanería. Wells no se molestó en discutir, pero cuando Frank volvió dentro, se quedó contemplando las estrellas con aprensión. En el mundo conocido tal vez no, pero, ¿y en los otros?

Ahora volvía a observar el firmamento con aquel mismo recelo, especialmente al planeta Marte, un puntito apenas mayor que la cabeza de un alfiler. Sin embargo, pese a su insignificante presencia en el firmamento, sus contemporáneos especulaban con la posibilidad de que Marte pudiera estar habitado por otros hombres. No en vano el planeta rojo estaba envuelto en la gasa de una tenue atmósfera, y aunque carecía de océanos, sí poseía casquetes polares de hielo carbónico. Todos los astrónomos coincidían en asegurar que, después de la Tierra, aquel era el planeta del Sistema Solar que disponía de las mejores condiciones para que pudiera brotar la vida. Yeso había pasado de ser una sospecha para unos pocos a convertirse en una certidumbre para muchos cuando unos años antes, el astrónomo Giovanni Schiaparelli había descubierto unas líneas atravesando su superficie grana, que bien podían ser canales, una muestra irrefutable de la ingeniería marciana. Pero, ¿y si de existir los marcianos, estos no fuesen inferiores a ellos? ¿Y si no fuesen un pueblo primitivo dispuesto a dar la bienvenida a una empresa misionera terrestre, como los indígenas del Nuevo Mundo, sino una especie más inteligente que el ser humano, capaz de contemplarlo por encima del hombro, como él miraba a los monos y los lémures? ¿Y qué sucedería si dispusieran de la tecnología necesaria para surcar el espacio y arribar a nuestro planeta espoleados por el mismo afán conquistador que guiaba al hombre? ¿Qué harían sus compatriotas, los sumos conquistadores, ante quienes quisieran conquistarlos a ellos, aniquilando sus valores y su autoestima, como hacían ellos con los pueblos invadidos ante el aplauso de personas como Frank? Wells se mesó el bigote, considerando las posibilidades de aquella idea, imaginando al instante una invasión marciana, una lluvia de cilindros propulsados a vapor cayendo sobre los apacibles pastos comunales de Woking.

Se preguntó si habría dado con el asunto de su siguiente novela. El excitante cosquilleo que sentía en su mente le indicaba que sí, pero le preocupaba lo que su editor pudiera pensar al respecto. ¿Una invasión marciana? ¿Había oído bien, eso era lo que se le había ocurrido después de inventar una máquina para viajar en el tiempo, un científico que dotaba de humanidad a los animales remendando aquí y allá, y otro aquejado de invisibilidad? Henley había alabado su talento tras la excelente acogida crítica de Una visita maravillosa, su libro anterior. De acuerdo, no hacía ciencia como Verne, pero empleaba algo así como una «lógica implacable» que volvía creíbles sus ocurrencias. Por no hablar de su portentosa capacidad de trabajo, que le permitía escribir varias novelas al año. Pero Henley albergaba serias dudas de que libros sacados de la chistera a tal velocidad fuesen realmente literatura. Si quería que su nombre trascendiera más allá de la marca de una nueva salsa o un nuevo jabón, debía dejar cuanto antes de dilapidar su enorme talento en novelas que eran, nadie lo negaba, una fiesta de la imaginación, pero que carecían de la hondura necesaria para calar en el espíritu de los lectores. En definitiva: si quería ser un escritor brillante, no solo un narrador competente e ingenioso, debía exigirse mayores empeños que aquellas fabulitas que ejecutaba en cuatro días. Sí, la literatura era algo más, mucho más. La verdadera literatura debía remover al lector, dañarlo, cambiar su percepción de las cosas, arrojarlo de un certero empellón por el acantilado de la clarividencia.

Pero, ¿entendía él el mundo de una manera tan profunda como para extraer sus verdades y trasmitirlas? ¿Podía cambiar a sus lectores con su palabra? Y, de ser así, ¿en qué debía convertirlos? En personas mejores, se suponía. Pero, ¿con qué clase de historias podría hacer eso?, ¿qué debía contarles para arrastrarlos hasta aquel estado de discernimiento del que hablaba Henley? ¿Transformaría la rutina de sus lectores si los enfrentaba con una masa viscosa, provista de una boca babeante, unos ojos gigantescos y un manojo de revoltosos tentáculos? Posiblemente, se dijo, si presentaba así a los marcianos lo más probable era que los súbditos del Imperio dejaran de comer pulpo.

Algo alteró la calma de la noche, sacándolo de sus pensamientos. Aunque no se trataba de ningún cilindro llegado del espacio, sino del carro del chico de los Scheffer. Wells lo observó detenerse ante la puerta de su casa, y sonrió al distinguir al muchacho en el pescante, medio adormilado. Al chico no le importaba madrugar si así podía sacarse unos peniques. Wells bajó las escaleras, tomó el abrigo y salió de su casa sin hacer ruido, evitando despertar a Jane. Sabía que su esposa no aprobaría lo que iba a hacer, y él tampoco podía explicarle por qué estaba obligado a hacerlo, pese a comprender que no era el acto que uno esperaría de un caballero. Saludó al chico, dedicó un vistazo aprobatorio a la carga —el muchacho se había esmerado esta vez— y subió al pescante. Una vez arriba, el chico chasqueó las riendas y pusieron rumbo a Londres.

Durante el camino apenas intercambiaron un puñado de banalidades que ni siquiera merece la pena que les resuma. Wells se dedicó en su mayor parte a estudiar en silencio y con absorta fascinación aquel mundo aletargado, desprevenido, tan dispuesto a ser atacado por criaturas del espacio. Miró de soslayo al chico de los Scheffer, y se preguntó cómo reaccionaría ante una invasión extraterrestre alguien con una mente tan básica como la suya, que probablemente creía que el mundo acababa allí donde alcanzaba su vista. Se imaginó a un pequeño destacamento de palurdos acercándose al lugar donde había caído la nave marciana, agitando sin mucha convicción una banderita blanca, y cómo los extraterrestres respondían a su ingenua salutación aniquilándolos de inmediato con una llamarada cegadora, una especie de rayo calórico que, tras barrer la tierra, dejaría sobre el terreno una quemadura curva, jalonada de cuerpos carbonizados y árboles humeantes.

Dejó de pensar en invasiones marcianas cuando el carro irrumpió en la dormida Londres, para concentrarse en lo que había venido a hacer. Horadando el silencio nocturno con el repiqueteo de los cascos del caballo, se internaron a través de una madeja de calles a cada cual más desolada, hasta llegar a Greek Street. Wells no pudo evitar forjar una sonrisita traviesa cuando el muchacho detuvo el carro ante la fachada de Viajes Temporales Murray. Echó un vistazo a la calle, comprobando con agrado que se encontraba desierta.

—Bien, muchacho —dijo, bajando del carro—, vamos allá.

Tomaron cada uno un par de cubos de la trasera del carro y se acercaron a la fachada. Intentando mantener un cierto sigilo, hundieron el cepillo en los excrementos de vaca que contenían los cubos y comenzaron a embadurnar la pared que había junto a la entrada. Tan repugnante labor no les llevó más que diez minutos. Cuando terminaron, un olor nauseabundo flotaba en el aire, aun así Wells lo aspiró con sumo deleite: era el olor de su furia, del odio que estaba obligado a tragarse, de aquella rabia que fermentaba en su interior sin descanso ni propósito. El muchacho lo contempló aspirar aquel tufo algo sobrecogido.

—¿Por qué hace esto, señor Wells? —se atrevió a preguntar.

Wells lo observó con aterradora intensidad durante un rato. Incluso a un alma simple como aquella debía de parecerle absurdo que alguien dedicara sus noches a una tarea tan extravagante como asquerosa.

—Porque entre hacer algo y no hacer nada, esto es cuanto puedo hacer.

El muchacho cabeceó confundido ante el galimatías, lamentando quizás haberse atrevido a indagar en los misterios que guiaban los actos de los escritores. Wells le pagó lo acordado y le dijo que regresara a Woking. Él aún tenía cosas que hacer en Londres. El chico asintió sin ocultar su alivio: no quería ni pensar qué tipo de cosas podían ser. Subió al carro y, tras jalear al caballo, desapareció al cabo de la calle.


 

XLIII

Wells contempló la pintoresca fachada de la Empresa Murray de Viajes Temporales y nuevamente se preguntó cómo era posible que ese modesto teatro albergase el inmenso decorado que Tom le había descrito, aquel Londres devastado del año 2000. Se trataba de un acertijo que tarde o temprano debería intentar resolver, pero por el momento era mejor olvidarse de él si no quería acabar enojándose al constatar de un modo tan indiscutible la astucia de su rival. Decidido a no pensar en ello sacudió la cabeza, y admiró orgulloso su obra durante unos minutos. Luego, con la satisfacción del trabajo bien hecho, puso rumbo hacia el puente de Waterloo. No conocía un palco mejor para presenciar el hermoso espectáculo del amanecer. La negrura del cielo pronto comenzaría a agrietarse bajo el ariete del alba, y él bien podía dedicar unos minutos de su tiempo a contemplar aquel colorido duelo antes de acudir al despacho de Henley.

En realidad, cualquier excusa era buena para retrasar el encuentro con su editor, pues estaba seguro de que su nuevo manuscrito no iba a entusiasmarle demasiado. Henley aceptaría publicarlo, naturalmente, pero nada iba a librarle de uno de aquellos sermones suyos con los que pretendía reconducirlo al redil de los escritores destinados a pasar a la Historia de la Literatura. ¿Y por qué no hacerle caso de una vez, por qué no aceptar sus consejos?, se dijo de repente. Sí, por qué no dejar de escribir para lectores ingenuos, de esos que se dejaban impresionar fácilmente por cualquier relato de aventuras, por cualquier historia más o menos imaginativa, y dirigirse a personas más cultivadas, a aquellos lectores, en definitiva, que desdeñaban la diversión y el entretenimiento de las ficciones populares en favor de una literatura grave y profunda que les explicara el universo, que explicara incluso su delicada condición de insectos en el devenir de los siglos. Tal vez debía atreverse a escribir otro tipo de historias, algo que sacudiera el alma de los lectores de un modo distinto, una novela cuya lectura les supusiera poco menos que una revelación, como Henley quería.

Envuelto en esas consideraciones, Wells tomó Charing Cross Road y emergió al Strand. Para entonces, un nuevo día empezaba ya a gestarse calladamente a su alrededor. Poco a poco, la negrura del cielo iba diluyéndose, dando paso a un azul violento, un tanto irreal, que enseguida comenzó a aclararse por el horizonte, adquiriendo el suave tono violáceo que precedería al anaranjado. A lo lejos, el escritor distinguió la silueta del puente de Waterloo, perfilándose cada vez con mayor nitidez contra aquella oscuridad moribunda, lentamente roída por la luz. Una sinfonía de sonidos leves y misteriosos llegó entonces hasta sus oídos, haciéndole sonreír satisfecho. La ciudad comenzaba a despertar, y aquellos ruiditos dispersos tendidos en el aire pronto se transformarían en el sincero y tenaz borboteo de la vida, un fragor insoportable que tal vez se extendiera convertido en un placentero zumbido de abejas por las veredas del espacio, anunciando lo habitado que estaba el tercer planeta del sistema solar.





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