Shackleton imprimió a su voz una cadencia suave y diáfana que a Claire le recordó el modo en que los actores de teatro declamaban sus textos. Salomón ladeó la cabeza, preguntándose qué habría querido decir su enemigo. Pero su pregunta no tardó en ser respondida. El capitán alzó lánguidamente su mano izquierda, como quien la ofrece en sostén a un halcón, y varias siluetas surgieron de debajo de las ruinas, como plantas que brotaran de aquella tierra enferma, liberándose en el ascenso de los restos y piedras que las cubrían. En apenas unos segundos, los desconcertados autómatas se encontraron rodeados por los hombres de Shackleton. Claire sintió cómo se le aceleraba el corazón. Los humanos siempre habían estado allí, agazapados entre los escombros, pacientes, sabiendo que Salomón tomaría aquel camino. El autómata acababa de caer en la emboscada que pondría fin a su reinado. Los soldados, que aún se antojaban más veloces y ágiles de lo que eran en comparación con la premiosidad con que se movían los autómatas, desenterraron sus rifles, les sacudieron la arena, y apuntaron a sus respectivos blancos sin prisas, con la tranquila sobriedad de quien oficia una liturgia. El problema era que solo eran cuatro. A Claire le sorprendió descubrir que el famoso ejército de Shackleton se reducía a esa cifra irrisoria. Quizás no se habían ofrecido más para aquella emboscada suicida, o tal vez, a esas alturas de la guerra, las numerosas escaramuzas diarias habían mermado considerablemente su tropa, hasta resumirla en aquel saldo exiguo de soldados. Pero al menos contaban con el factor sorpresa, se dijo, aplaudiendo sus posiciones: dos de ellos habían surgido de la nada delante de la comitiva, un tercero lo había hecho por el flanco izquierdo del trono, y la aparición del cuarto había sorprendido al cortejo por la espalda.
Y todos abrieron fuego al unísono.
Uno de los autómatas que iban en cabeza recibió un disparo en mitad del pecho. Pese a estar forjado en hierro, el impacto del arma le desgarró la coraza, obligándolo a sembrar el suelo de ruedecitas y bielas, antes de desplomarse con estruendo. Su compañero, sin embargo, corrió mejor suerte, pues el disparo que debía inutilizarlo solo le rozó el hombro, desestabilizándolo apenas. Más atinado se mostró el soldado que había surgido de detrás de la comitiva, cuyo disparo destrozó el motorcito de vapor de uno de los centinelas que avanzaban a retaguardia, tumbándolo de bruces. Apenas un segundo después, uno de los porteadores siguió el mismo destinó, cayendo bajo la andanada del soldado que había surgido por el flanco. Perdido uno de sus pilares, el trono se escoró peligrosamente, hasta derrumbarse al fin sobre el suelo, arrastrando en su caída al poderoso Salomón.
Todo parecía desarrollarse de una forma inmejorable para los humanos, pero una vez los autómatas lograron reaccionar, las cosas cambiaron. El compañero del que había caído a la espalda, apresó el arma de su atacante entre sus manos, y la desmenuzó como si estuviese hecha de cristal. Al mismo tiempo, liberado de la carga del trono, uno de los porteadores abrió las compuertas de su pecho y, de un disparo preciso, abatió a uno de los soldados que les habían atacado por delante. Su caída distrajo a su compañero, un error fatal que permitió al autómata que tenía más cerca, al que solo había desgarrado el hombro, cargar contra él y golpearlo con el puño. Al recibir el mazazo, el soldado salió despedido por los aires, aterrizando unos metros más allá. Como una pantera, Shackleton saltó de su risco y corrió hacia ellos, abatiendo al autómata de un certero disparo antes de que pudiera rematarlo. Del corazón de la refriega surgieron los dos soldados que aún se hallaban en pie, uno de ellos desarmado, y se agruparon junto a su capitán, al tiempo que los cuatro autómatas sobrevivientes cerraban filas en torno a su rey. Claire no sabía nada de estrategia militar, pero no había que ser muy inteligente para comprender que una vez consumada la supremacía que les había conferido el ataque por sorpresa, que quizás los había cegado con el espejismo de la victoria, el incuestionable poderío de los autómatas había volteado el curso de la batalla con una facilidad humillante. Ahora les superaban en número, por lo que a Claire le pareció lógico que Shackleton, que como buen capitán debía velar por la seguridad de sus hombres, ordenase la retirada. Sin embargo, el futuro ya había sido escrito, así que no le sorprendió que la voz de Salomón los retuviese cuando se disponían a huir:
—Espere, capitán —pidió con su voz de regusto mineral—. Puede marcharse ahora, si lo desea, y planear otra nueva emboscada en el futuro. Quizás tenga más éxito, aunque me temo que lo único que hará será alargar todavía más esta guerra que ya dura demasiado. Pero también puede quedarse para acabarla de una vez, para ponerle fin aquí y ahora.
Shackleton lo contempló con cautela.
—Quisiera hacerle una proposición, capitán, si me lo permite —continuó Salomón, mientras su guardia deshacía el cerco, abriéndose como un capullo de hierro en cuyo centro se hallaba su rey—. Le propongo que nos batamos en un duelo.
Uno de los autómatas había rescatado del trono volcado un estuche de madera, que ahora le ofrecía abierto a Salomón. Con gesto ceremonioso, el autómata extrajo de su interior una hermosa espada de hierro, cuya hoja, rematada en punta, tradujo la escasa luz que descendía del cielo en un centelleo oportuno.
—Como puede ver, capitán, he mandado forjar una espada ropera igual que la suya, con la intención de que podamos medirnos con la misma arma que los humanos usaron durante siglos en sus duelos. He estado practicando con ella estos últimos meses, esperando el momento en que pudiera batirme con usted —para demostrar que hablaba en serio, cortó el aire con un mandoble raudo—. La espada requiere habilidad aplomo y una intimidad con el enemigo que no ofrece la innoble pistola, por lo que sospecho que si logro hundir su afilada hoja en sus entrañas, esta vez reconocerá mis méritos y consentirá morir.
El capitán Shackleton estudió la oferta durante unos segundos, en los que pareció sentir con más fuerza que nunca el peso del cansancio y hastío que había acumulado durante la interminable guerra. Ahora tenía la oportunidad de poner fin a todo eso jugándoselo a una carta.
—Acepto tu desafío Salomón. Resolvamos aquí y ahora esta guerra —respondió.
—Sea pues —exclamó Salomón con una solemnidad que no logró esconder su regocijo.
Tanto los autómatas como los dos soldados humanos se apartaron unos pasos, improvisando una especie de círculo en torno a los duelistas. Empezaba el tercer y último acto. Shackleton desenvainó su espada con un movimiento distinguido, y ejecutó varias fintas en el aire, tal vez consciente de que se trataba de un gesto que no pudiese volver a repetir. Tras la breve exhibición, estudió con fría serenidad a Salomón, que se esforzaba en componer la postura gallarda propia de los espadachines en la medida en que se lo permitía la rigidez de sus miembros.
Con andares flexibles y parsimoniosos, como una fiera rondando a su presa, Shackleton comenzó a caminar alrededor del autómata buscando los flancos por donde podía lanzar su ataque, mientras Salomón se limitaba a aguardar su acometida con la espada torpemente enarbolada. Era evidente que le cedía a su rival el honor de inaugurar el duelo. Shackleton aceptó el ofrecimiento. Con un movimiento rápido y elástico, se adelantó un paso, alzó su espada con ambas manos y dibujó con ella un arco en el aire que terminó en el costado izquierdo del autómata. El mandoble, sin embargo, no produjo más consecuencia que un desagradable estruendo metálico, semejante a un tañido, cuyo eco vibró unos segundos en el aire. Tras el triste resultado de su ataque, el capitán Shackleton retrocedió un par de pasos, visiblemente contrariado. Su mandoble apenas había hecho tambalearse a Salomón, mientras el brutal impacto a él casi le había partido las muñecas. Como si necesitara confirmar la clara desventaja que tenía ante el autómata, Shackleton volvió a ejecutar un nuevo golpe, ahora sobre el costado derecho. El resultado fue idéntico, pero esta vez el capitán ni siquiera dispuso de tiempo para lamentarse, pues tuvo que esquivar el mandoble con que contraatacó Salomón. Tras sortear la punta de su espada, que cortó el aire casi rozándole el yelmo, Shackleton impuso de nuevo distancia entre ellos, y momentáneamente a salvo de sus ataques, volvió a estudiar a su enemigo, meciendo lentamente la cabeza en un gesto que delataba su desesperación.
Los ataques de Salomón eran lentos, fáciles de esquivar, pero sabía que si alguno lograba alcanzarlo su armadura no iba a responder con la misma impasibilidad. Debía encontrar un punto débil en su adversario lo antes posible, pues si continuaba lanzando mandobles contra su férrea armadura no iba a lograr nada, salvo que los brazos se le agarrotaran y el titánico esfuerzo acabara extenuándolo, mermando su rapidez y volviéndolo descuidado; dejándolo, en definitiva, a merced del autómata. Aprovechando que aún estaba fresco, Shackleton ejecutó un rápido quiebro de cintura que lo colocó a la espalda de su enemigo y, antes de que este pudiera reaccionar, hundió su espada en el motor de vapor que le insuflaba vida con toda la fuerza de la que fue capaz. El tajo provocó un estropicio de bielas y ruedecitas volando en todas direcciones, pero también una inesperada bocanada de vapor que envolvió el rostro de Shackleton, cegándolo. Salomón se giró con sorprendente rapidez y lanzó un mandoble sobre su aturdido enemigo. La espada golpeó al capitán en el costado con tanta fuerza que logró arrancar algunos trozos y astillas metálicas de su armadura. El feroz impacto lo hizo rodar por el suelo, convertido en poco más que un guiñapo.
Claire se llevó una mano a la boca, reprimiendo un grito, mientras escuchaba a su alrededor los lamentos ahogados de los demás. Una vez dejó de rodar, Shackleton intentó levantarse, sujetándose con la mano el costado herido, del que manaba un torrente de sangre que le corría cadera abajo, pero las fuerzas le fallaron. Quedó de rodillas, como postrado ante el rey de los autómatas, que avanzó hacia él con parsimonia, disfrutando de su evidente victoria. Salomón sacudió la cabeza durante unos segundos mostrando la decepción que le había producido la pobre oposición de su enemigo, que ni siquiera se atrevía ahora a alzar el rostro para mirarlo. Levantó entonces su espada con ambas manos, dispuesto a descargarla sobre el yelmo del capitán, abriéndole el cráneo en dos. No se le ocurría mejor colofón para aquella cruenta guerra que había dejado tan clara la supremacía de los autómatas sobre los humanos. Con toda la fuerza que pudo, bajó la espada sobre su víctima, pero para su sorpresa, el capitán Shackleton se apartó en el último instante. Huérfana de blanco, la espada del autómata encalló con estruendo entre las piedras del suelo. Salomón intentó liberarla, tirando de ella inútilmente, mientras Shackleton se alzaba a su lado con la majestuosidad de una cobra, ajeno a la herida de su costado. Sin prisas, como recreándose en el movimiento, levantó su espada y la descargó, con un golpe seco e impasible, sobre la juntura que separaba la cabeza de Salomón del resto de su cuerpo. Al instante, se oyó un desagradable crujido, y la testa del autómata rodó por el suelo, produciendo una sinfonía de repiques mientras rebotaba contra las piedras, hasta que finalmente se detuvo al tropezar contra la corona que había lucido durante su reinado. Se hizo un repentino silencio. El autómata, descabezado e inmóvil, había quedado grotescamente encorvado sobre su espada, cuya hoja continuaba aprisionada entre los cascotes. Como remate, el bravo capitán Shackleton apoyó un pie contra el costado del cuerpo sin vida de su enemigo, tumbándolo contra el suelo. Y un molesto estruendo de chatarrero que carga su carro puso fin a la larga guerra que había asolado el planeta.
XXII
Mazursky se esforzó inútilmente en silenciar la ovación que la victoria del capitán Shackleton desencadenó en lo alto del risco, afortunadamente solapada por la que tenía lugar algunos metros más bajo, en la calle, donde los soldados aclamaban enfervorecidos a su bravo capitán. Ajena al tumulto que la rodeaba, Claire permaneció tras su peñasco. Se encontraba perpleja, abrumada por el torbellino de sentimientos que sacudían su alma como una bandera al viento. Pese a conocer de antemano el desenlace del duelo, no había podido evitar sobresaltarse cada vez que Shackleton pasaba algún apuro, cuando la hoja de Salomón buscaba ansiosa su cuerpo o él trataba de tumbarlo infructuosamente a golpes de espada, como quien tala un roble; y sabía que esa preocupación no se debía tanto a que la humanidad saliera derrotada de aquel duelo como al destino final del propio capitán. Le hubiese gustado continuar espiando lo que sucedía abajo, hasta asegurase de que realmente Shackleton había exagerado la gravedad de la herida que le había infligido el autómata como parte de su estrategia, pero Mazursky les había ordenado que se agruparan de nuevo para emprender el regreso a su época y no podía sino obedecer. Como un desordenado rebaño de cabras, los viajeros del tiempo comenzaron a descender la pequeña colina, comentando los unos con los otros las emocionantes incidencias de la batalla.
—¿Eso es todo? —preguntó Ferguson, el único que parecía descontento—. ¿Esta pobre refriega es la batalla que cambiará el destino del planeta?
Mazursky ni siquiera se molestó en responderle, ocupado como estaba en vigilar que las señoronas no sufrieran ningún tropiezo en el descenso y llegaran al suelo rodando por la pendiente en un aleteo de enaguas involuntariamente libidinoso. Tras ellas, Claire caminaba en silencio, sin prestar atención a los comentarios del insoportable Ferguson, ni tampoco a los de Lucy, que había vuelto a tomarla del brazo. Un pensamiento la acuciaba: había llegado el momento de separarse del grupo. Y debía hacerlo enseguida, no solo porque una vez llegaran al tranvía temporal iba a resultarle imposible, sino también porque debido al jolgorio, el grupo aún no había logrado componer una hilera ordenada, lo que ayudaría a disimular su fuga. Además, tampoco le convenía alejarse demasiado de Shackleton y los soldados. De nada iba a servirle escapar si luego se perdía en aquel laberinto de ruinas. Si quería actuar tenía que hacerlo, por tanto, cuanto antes, pues cada paso que daban reducía sus posibilidades de éxito. Pero para ello necesitaba zafarse de Lucy. Como si alguien hubiese escuchado sus plegarias, Madeleine Winslow se acercó a ellas entusiasmada, para preguntarles si se habían fijado en las elegantes botas de los soldados, un detalle en el que a Claire no se le había pasado por la cabeza reparar. Aunque al parecer había sido la única que no se había fijado en ese detalle crucial del futuro. Lucy respondió que sí, y enseguida pasó a enumerar las sugerentes innovaciones de aquel calzado, y Claire, tras sacudir la cabeza unos segundos con manifiesta incredulidad, aprovechó que la soltó del brazo momentáneamente para retrasarse en la comitiva. Observó cómo la adelantaba el tirador, que aún no había recibido orden de colocarse a retaguardia y avanzaba distraído, sin preocuparse ya de vigilar las sombras, seguido de Charles Winslow y el inspector Garrett, que caminaban enfrascados en una animada conversación, Y cuando se encontró al final del grupo, se subió la falda y, con una carrerita desmañada se oculto tras un trozo de muro que le salió oportunamente al paso.
Con la espalda contra la pared y el corazón golpeándole encabritado el pecho, Claire Haggerty guardó silencio, escuchando cómo las voces del grupo se alejaban cada vez más, sin que al parecer nadie reparase en su ausencia. Cuando al fin dejó de oírles, con la boca seca y la sombrilla fuertemente asida entre sus sudorosas manos, asomó con cautela la cabeza y comprobó que la comitiva había desaparecido tras un recodo. ¡Lo había logrado! No podía creerlo. Sintió entonces un ramalazo de pánico al saberse sola en aquel mundo horrible aunque enseguida se dijo que eso era precisamente lo que había deseado. Todo estaba saliendo tal y como lo había planeado al subir al Cronotilus. Si nada se torcía, iba a poder quedarse en el año 2000. ¿Acaso no era eso lo que quería? Respiró hondo y salió de su escondite. Si todo se desarrollaba como había calculado, descubrirían su ausencia cuando llegaran al tranvía temporal, por lo que debía apresurarse en reunirse con el grupo de Shackleton. Si lo lograba antes de que el guía la descubriera, estaría a salvo, pues Mazursky ya no podría hacer nada. Como les había dicho durante el viaje, ellos estaban en el año 2000 únicamente como espectadores: no podían dejarse ver por los habitantes del futuro, y mucho menos relacionarse con ellos. Encontrar al capitán era, pues, lo más urgente. Con resolución, Claire caminó en dirección contraria a la que habían tomado sus compañeros, intentando no pensar en las consecuencias que su inesperado acto podría tener en el tejido del tiempo. Solo esperaba no destruir el universo en su empeño por ser feliz.
Ahora que estaba sola el paisaje devastado que se erigía a su alrededor le resultaba mucho más inquietante. ¿Y si no encontraba a Shackleton?, se preguntó con cierto temor. Pero había algo que la aterraba todavía más: encontrarlo. ¿Qué iba a decirle entonces? ¿Y si el capitán la rechazaba, y si se negaba a acogerla entre sus filas? No lo creía, pues ningún caballero abandonaría a su suerte a una dama de otra época en aquel horrible futuro. Además, ella tenía ciertos conocimientos de enfermería que quizás le viniesen bien, a juzgar por la facilidad con que uno podía herirse allí, y era lo suficientemente valiente y trabajadora como para ayudarles a reconstruir el mundo. Aparte, por supuesto, de que estaba enamorada de él. Aunque eso prefería ocultárselo hasta que ella misma lo confirmara. Por ahora se trataba únicamente de una idea tan extravagante como molesta. Agitó la cabeza. En el fondo, debía reconocer que no había planeado demasiado bien qué hacer cuando se encontrara con el capitán, dado lo poco que confiaba en el éxito de su plan de fuga. Pero ya improvisaría, se dijo, bordeando el montículo e internándose con la falda remangada por el abrupto sendero que lo ceñía y que, si su orientación no le fallaba, desaguaría en la calle donde se había desarrollado la emboscada.
Se detuvo al oír el sonido de unos pasos. Alguien caminaba por el sendero en su dirección. Aunque se trataba de un caminar inconfundiblemente humano, Claire se escondió tras el peñasco más próximo obedeciendo un impulso reflejo. Aguardó en silencio, con el corazón a punto de estallarle en el pecho. El dueño de aquellos pasos se detuvo cerca de su escondite. Claire temió que la hubiese visto y le pidiera que saliese con las manos en alto, o lo que era aún peor, que se limitara a acechar sus movimientos pacientemente, apuntando al risco con su arma. Pero en lugar de eso el desconocido empezó a entonar una canción: «Jack el Destripador está muerto./ Y tumbado en la cama./ Se cortó el cuello/ Con jabón Sunlight./ Jack el Destripador está muerto». Claire alzó las cejas. Conocía esa canción. Su padre la había aprendido de los niños del East End y solía canturrearla los domingos mientras se afeitaba para acudir a la iglesia, por lo que de repente Claire se vio cercada por el aroma de aquel espumoso jabón, que se elaboraba con aceite de pino en vez de grasa animal. Ojalá pudiese volver a su época para decirle a su padre que aquella canción que tanto le divertía había sobrevivido a los años, al contrario que casi todo lo demás. Pero ya no iba a regresar jamás al tiempo al que pertenecía, pasara lo que pasara. Intentó no pensar en ello Y concentrarse en el momento que estaba viviendo el momento que inauguraría su nueva vida. El desconocido seguía cantando, cada vez con mayor entusiasmo. ¿Había buscado aquel lugar apartado con el único fin de ejercitar la voz?, se preguntó. Fuera como fuere, había llegado la hora de entablar contacto con los habitantes del año 2000. Apretó los dientes, hizo acopio de valor, y surgió de su escondite dispuesta a presentarse al desconocido que tan despreocupadamente estaba estropeando una de sus canciones preferidas.
Claire Haggerty y el bravo capitán Shackleton se contemplaron en silencio, reflejando cada uno la sorpresa del otro, como dos espejos enfrentados. El capitán se había quitado el yelmo, que se hallaba apoyado en una piedra cercana, y a Claire le bastó tan solo con una mirada para comprender que no se había alejado de los demás con el propósito de practicar la voz, sino de llevar a cabo un acto mucho menos elevado en el que la balada que canturreaba era un simple complemento. Sin que pudiera evitarlo, su boca se abrió en una mueca de asombro y sus dedos dejaron resbalar la sombrilla, que cayó al suelo emitiendo un crujido de crustáceo. Después de todo, era la primera vez que posaba sus delicados ojos sobre esa parte del varón que se suponía que no debía ver hasta el momento de consumar su matrimonio, y posiblemente ni siquiera entonces con tal nitidez y claridad. Observó cómo, tras reponerse de la sorpresa, el capitán Shackleton se apresuraba a esconder aquella indecorosa parte de su anatomía entre los resquicios de su armadura, y luego volvía a mirarla en silencio, con un embarazo que pronto fue diluyéndose en curiosidad. Claire no había llegado a conjeturar sobre ciertos detalles, pero el rostro del capitán Derek Shackleton sí era tal y como lo había imaginado. O el Creador lo había modelado siguiendo aplicadamente sus instrucciones, o aquel hombre provenía de un simio con más pedigrí que los demás. Lo cierto es que, fuese como fuere, el del capitán Shackleton era sin duda un rostro de otra época. Poseía el mismo mentón airoso de la escultura y los mismos labios de expresión serena, y sus ojos, ahora que podía verlos, armonizaban a la perfección con el resto del conjunto. Hermosos, grandes y de un gris verdoso, como el de un bosque envuelto en brumas en el que cualquier caminante estaba condenado a perderse, abrasaban el mundo con una mirada tan intensa y profunda que Claire comprendió que se encontraba ante el hombre más vivo que había visto nunca. Sí, bajo aquella coraza de hierro, bajo aquella piel bronceada, bajo aquellos músculos torneados, había un corazón latiendo con insólita rudeza, bombeando por el entramado de venas una vida obstinada e impetuosa que ni siquiera la muerte había podido someter.
—Me llamo Claire Haggerty, capitán —se presentó con una ligera reverencia, intentando que no le temblara la voz—. Y he venido desde el siglo XIX para ayudarle a reconstruir el mundo.
El capitán Shackleton continuó observándola demudado, con aquellos ojos que habían visto caer Londres, que habían visto incendios devastadores y pilas de cadáveres altas como montañas, unos ojos que habían visto el lado más atroz de la vida y que ahora no sabían enfrentar lo que tenían delante, aquella criatura delicada y exquisita.
—¡Señorita Haggerty, está usted aquí! —oyó que alguien gritaba a sus espaldas.
Sorprendida, Claire se dio la vuelta y distinguió al guía caminando hacia ella por el abrupto sendero. Mazursky sacudía la cabeza en actitud reprobatoria, pero no podía disimular el alivio que sentía por haberla encontrado.
—¡Les ordené que no se separasen! —exclamó con voz chillona cuando llegó a su lado, tomándola del brazo con rudeza y tirando de ella—. Imagine lo que habría sucedido si no hubiese reparado en su ausencia… ¡se habría quedado aquí para siempre!
Claire se volvió hacia Shackleton con el propósito de implorar su ayuda pero, para su sorpresa, el capitán había desaparecido. Se había desvanecido como si nunca hubiese sido otra cosa que un espejismo. Fue una desaparición tan brusca que mientras era arrastrada por Mazursky hacia donde les esperaban los demás, Claire se preguntó si lo había visto realmente o había sido un producto de su enardecida imaginación. Cuando llegaron al grupo, el guía los organizó en una hilera, colocó al tirador detrás, les ordenó con visible enojo que nadie volviese a separarse y reanudaron el camino hacia el Cronotilus.
—Menos mal que me di cuenta de que te habías perdido, Claire —le dijo Lucy tomándola del brazo—. ¿Estabas muy asustada?
Claire resopló, y se dejó llevar por Lucy como una enferma convaleciente, sin poder pensar en otra cosa que no fuera la tierna mirada de Shackleton. ¿La había mirado el capitán con amor? Su incapacidad para hablarle, así como su perplejidad, que no costaba calificar como arrobamiento, apuntaban a que sí. Aquellos síntomas eran los propios del enamoramiento súbito, fuese en la época que fuese. Pero, en caso de estar en lo cierto, de qué iba a servirle que el capitán Shackleton se hubiese enamorado de ella, si ya no iba a volver a verlo nunca más, se dijo, mientras se dejaba introducir en el tranvía temporal dócilmente, como si le faltara la voluntad. Se recostó en el asiento, abatida, y cuando sintió la violenta sacudida del motor de vapor al ponerse en marcha, tuvo que contenerse para no deshacerse en un llanto desesperado. Mientras el vehículo se internaba en la cuarta dimensión, Claire se preguntó cómo iba a soportar tener que vivir de nuevo, y ya para siempre, en su insulsa época, sobre todo ahora que sabía que el único hombre junto al que podría ser feliz nacería cuando ella ya estuviese muerta.