Desde la puerta del cuartito, el Destripador lo observó aproximarse con tranquila curiosidad, quizás preguntándose de dónde había surgido aquel individuo. Andrew se detuvo previsoramente a unos cinco metros de él, como el niño que teme un posible zarpazo del león si se acerca demasiado a la jaula. No podía distinguir su rostro en la oscuridad, pero tal vez fuese mejor así. Levantó el revólver y, siguiendo la recomendación de Charles, le apuntó al pecho. Y si hubiese disparado en ese instante, sin más contemplaciones, sin pensar en lo que hacía, como si fuera otro movimiento más de la impulsiva coreografía que parecía estar siguiendo, todo se hubiese desarrollado sin problemas, habría sido un acto rápido y calculado como una extirpación quirúrgica. Pero desgraciadamente Andrew se detuvo a pensar en lo que estaba haciendo, cobró repentina consciencia de que iba a disparar a un hombre, no a un ciervo ni a una botella, y el hecho de que matar a alguien fuera un acto tan sencillo e impetuoso, al alcance de cualquiera pareció abrumarlo, inmovilizando su dedo en el gatillo. El Destripador ladeó la cabeza, entre sorprendido y burlón, y entonces Andrew contempló cómo la mano que sostenía el revólver comenzaba a temblarle. Aquello terminó de arruinar su resolución y envalentonó al Destripador, que aprovechó aquellos segundos de duda para, con un rápido gesto, extraer un cuchillo de las interioridades de su abrigo y abalanzarse sobre él en busca de su yugular. Irónicamente, fue aquella carga animal la que desentumeció el dedo de Andrew. Un estallido repentino, breve, casi lacónico, desbarató el silencio de la noche. El hombre recibió la andanada en mitad del pecho. Con el revólver todavía apuntándolo, Andrew lo observó retroceder un par de pasos, tambaleándose. Bajó entonces la pistola, humeante y caliente, sorprendido tanto de haberla utilizado como de encontrarse intacto después de repeler aquel ataque imprevisto. Aunque esto último no era del todo exacto, como enseguida le notificó una ardiente punzada proveniente de su hombro izquierdo. Sin dejar de mirar al Destripador, que seguía meciéndose ante él como un oso puesto en pie, exploró con sus dedos la fuente del dolor y descubrió que el cuchillo, si bien se había extraviado en su camino hacia la yugular, le había desgarrado la chaqueta a la altura del hombro y ahondado en su carne. Pero pese al alegre entusiasmo con que manaba la sangre, no parecía un corte muy profundo. El Destripador, entretanto, se demoraba en confirmarle si su disparo había sido o no mortal. Tras su torpe bailoteo, procedió a doblarse sobre sí mismo, al tiempo que el cuchillo, empapado con su sangre, se le escurría de la mano y rebotaba en los adoquines hasta desaparecer en las sombras. Luego, tras soltar un gruñido ronco, clavó una rodilla en tierra, como si hubiese reconocido en su asesino los rasgos de un príncipe, e hizo alarde de su garganta con algunas variantes del gemido anterior, algo más aflautadas y discontinuas. Finalmente, cuando ya Andrew, harto de tanto aspaviento agónico, barajaba la posibilidad de tumbarlo de una patada, el hombre se desplomó con sorprendente brusquedad sobre el adoquinado, quedando tendido a sus pies.
Iba a arrodillarse para comprobar sus constantes vitales cuando Marie Kelly, sin duda alarmada por la refriega, abrió la puerta del cuartito. Antes de que ella pudiese reconocerlo, y venciendo la tentación de contemplar su cara después de ocho años muerta, Andrew giró sobre sus talones. Desentendiéndose del cuerpo, corrió hacia la salida del callejón, mientras la oía gritar: «¡Asesino, asesino!». Se permitió mirar por encima del hombro una vez alcanzó el arco de entrada, y la vio arrodillada en un tembloroso círculo de luz, cerrando con un gesto de ternura los ojos del hombre que, en un tiempo lejano, en un mundo que ahora cobraba la consistencia de un sueño, la había mutilado hasta volverla irreconocible.
El caballo lo aguardaba donde lo había dejado, jadeando por la carrera, lo montó y huyó lejos de allí. Pese a su agitación logró orientarse en aquel dédalo de callejas y encontrar el camino de vuelta. Solo una vez fuera de Londres empezó a calmarse, a digerir lo que había hecho. Había asesinado a un hombre, pero al menos lo había hecho en defensa propia. Además, no se trataba de un hombre cualquiera. Había matado a Jack el Destripador, había salvado a Marie Kelly, había cambiado lo que ya había ocurrido. Azuzó al caballo con fuerza, ansiando llegar a su época para comprobar los resultados de su acto. Si todo había salido bien, Marie no solo estaría viva, sino que probablemente fuese su esposa. ¿Tendría un hijo con ella? ¿Dos, tres? Golpeó aún más al caballo, poniéndolo al límite de sus fuerzas, como si temiese que aquel idílico presente se desvaneciera como un espejismo si tardaba demasiado en alcanzarlo.
Woking seguía envuelto en la misma tranquila quietud que tanto lo había hecho desconfiar unas horas antes, pero ahora agradecía aquella calma que iba a permitirle terminar su misión sin mayores incidencias. Bajó rápidamente del caballo y abrió la cancela, pero algo lo hizo detenerse en seco: una figura lo aguardaba junto a la puerta de la casa. Inmediatamente, Andrew recordó lo que le había sucedido al amigo de Wells y comprendió que debía tratarse de algún vigilante del tiempo, con orden de ejecutarlo por haber alterado el pasado. Intentando no dejarse llevar por el pánico, sacó la pistola del bolsillo todo lo rápido que pudo y lo apuntó al pecho, como su primo le había recomendado hacer con el Destripador. Al descubrir que iba armado, el intruso se arrojó hacia un lado, y rodó por el jardín hasta sumergirse en la oscuridad. Andrew intentó seguir sus felinos movimientos con el revólver, sin saber muy bien qué hacer, hasta que lo vio escalar la valla con agilidad y saltar a la calle.
Solo cuando oyó el repiqueteo de sus pasos alejándose bajó el arma, e intentó serenarse respirando pausadamente. ¿Sería aquel hombre el asesino del amigo de Wells? No lo sabía, pero, ahora que había huido, tampoco tenía demasiada importancia. Andrew se olvidó de él y emprendió la escalada de la enredadera. Tuvo que hacerlo valiéndose de un solo brazo, ya que la herida del otro empezaba a palpitarle dolorosamente cada vez que lo sometía al menor esfuerzo. Aun así, logró alcanzar el desván, donde lo aguardaba la máquina del tiempo. Exhausto y algo mareado por la pérdida de sangre, se derrumbó en el sillón, fijó la fecha de regreso en el panel del artefacto y, tras despedirse del año 1888 con una mirada afectuosa, bajó la palanca de cristal sin más demora.
Esta vez no sintió miedo cuando lo envolvieron los relámpagos, solo la agradable sensación de quien regresa a casa.
XVI
Cuando al fin cesaron los chispazos, dejando en el aire removido unas tristes plumas de humo, como si en el desván hubiese acontecido una batalla de almohadas, a Andrew le sorprendió encontrar a Charles, Wells y su esposa acorralados junto a la puerta, en la misma postura que los había dejado. Les saludó con una sonrisa pretendidamente triunfal, pero el mareo y el dolor cada vez más intenso de la herida la transformaron en una mueca desfallecida. Al incorporarse para bajar de la máquina, los demás pudieron contemplar la sangre que empapaba escandalosamente su brazo izquierdo, amenazando con gotear hacia el suelo.
—¡Santo Dios, Andrew! —exclamó su primo, corriendo hacia él—. ¿Qué te ha pasado?
—No es nada, Charles —contestó, apoyándose en él medio trastabillando—. Es solo un rasguño.
Wells lo tomó del otro brazo, y entre ambos lo ayudaron a bajar las escaleras del desván. Trató de caminar por su propio pie, pero al ver que ignoraban sus esfuerzos, optó por dejarse conducir mansamente hasta un pequeño salón, como también se habría dejado llevar en volandas hacia el mismo infierno por una horda de demonios. Tampoco podía hacer otra cosa, ya que la tensión acumulada, la pérdida de sangre y la extenuante galopada se habían aliado para apurar todas sus energías. Lo depositaron con cuidado en el sillón que se hallaba más cerca de la chimenea, donde ardía un animoso fuego. Tras revisar su herida con lo que a Andrew le pareció un rictus de contrariedad, Wells ordenó a su esposa que trajera vendas y todo lo necesario para paliar la hemorragia. Solo le faltó pedirle que se diera toda la prisa de que fuera capaz, antes de que aquel alegre surtidor de sangre lograra causarle un daño irreparable a su alfombra. Casi inmediatamente, el aliento benéfico del fuego espantó sus escalofríos, aunque también amenazó con adormecerlo. Por fortuna, Charles tuvo la idea de colocarle una copa entre las manos, e incluso le ayudó a llevársela a los labios, logrando que el licor disipara un poco el mareo y la espesa laxitud que lo embargaban. Al poco reapareció Jane, que se apresuró a curarle la herida con mañas de enfermera curtida en el frente. Le cortó la manga de la chaqueta con unas tijeras y le aplicó sobre la cuchillada una serie de potingues y apósitos que le obligaron a apretar los dientes, asaltado por un intenso escozor. Remató la faena con un fuerte vendaje, y luego se retiró unos pasos para contemplar su obra con complacencia. Solo entonces, solucionado lo más urgente, aquel variopinto grupo de salvación compuso un coro expectante alrededor del sillón donde Andrew yacía medio postrado. Esperaban que les informara de lo sucedido. Como si se tratara de algo que había soñado, Andrew recordó al Destripador tirado en el suelo, y a Marie cerrándole los ojos. Eso solo podía significar que había tenido éxito.
—Lo he conseguido —anunció, intentando que el entusiasmo se impusiera a su fatiga—. He matado a Jack el Destripador.
Sus palabras desencadenaron un estallido de alegría que Andrew contempló con divertido pasmo. Lo sepultaron bajo un alud de palmadas entusiastas, y luego procedieron a abrazarse entre ellos al tiempo que lanzaban ovaciones al aire, entregados a una apoteosis de exaltación propia de una celebración de fin de año o de un rito pagano. Cuando cobraron consciencia de lo exagerado de su reacción, se tranquilizaron y volvieron a mirarlo entre el afecto y la curiosidad. Andrew les sonrió, algo cohibido, y finalmente, dado que nadie parecía dispuesto a añadir nada más, paseó una mirada valorativa a su alrededor, buscando algo que delatara los supuestos cambios que su pincelada debía haber causado en el lienzo del presente. Sus ojos embarrancaron en la caja de puros depositada sobre la mesa, que según recordaba custodiaba el recorte. Todos siguieron su mirada hacia allí.
—Bien —dijo Wells, leyendo sus pensamientos—. Usted ha arrojado una piedra a un estanque en calma, y está impaciente por ver las ondas que su gesto ha producido en la superficie. No lo retrasemos más. Es el momento de comprobar si verdaderamente ha cambiado el pasado.
Retomando su papel de maestro de ceremonias, Wells caminó hacia la mesa, tomó la cajita con solemnidad y se la tendió a Andrew, al tiempo que abría su tapa, como un rey mago ofreciendo su cargamento de incienso. Andrew tomó el recorte intentando que la mano no le temblara demasiado y, sintiendo cómo su corazón suspendía sus latidos, procedió a desdoblarlo. Pero una vez lo hizo, se encontró con el mismo titular que llevaba años leyendo. Una rápida hojeada le reveló que su contenido era también idéntico: como si nada hubiese ocurrido, el artículo informaba de la brutal muerte de Marie Kelly en manos de Jack el Destripador, y la posterior captura de este por el Comité de Vigilancia del barrio. Andrew miró a Wells, desconcertado. Aquello no podía ser.
—Pero yo lo he matado —protestó, sin demasiada convicción—, esto no es cierto…
Wells estudió el recorte, meditabundo. Todas las miradas se clavaron en él, a la espera de algún veredicto que aclarase la situación. Tras unos segundos absorto en el recorte, el escritor dejó escapar un murmullo de comprensión. Se incorporó bruscamente y, sin mirar a nadie, emprendió un taciturno paseo por la estancia. Debido a sus angostas dimensiones, tuvo que resignarse a ejecutar varias vueltas en torno a la mesa, con las manos enterradas en los bolsillos y asintiendo con aprobación de tanto en tanto, como si quisiera notificar a los presentes el modo en que el entendimiento iba abriéndose paso en su mente. Al fin, se detuvo ante Andrew, para dedicarle una sonrisa sombría.
—Usted ha salvado a la muchacha, señor Harrington —señaló con sereno convencimiento—, no le quepa duda de eso.
—Pero, entonces… —balbució Andrew—, ¿por qué sigue muerta?
—Porque es necesario que continúe muerta para que usted viaje en el tiempo para salvarla —exclamó el escritor como quien subraya una obviedad.
Andrew parpadeó, sin llegar a comprender lo que Wells intentaba insinuar.
—Piénselo: ¿acaso habría venido a mi casa si ella estuviese viva? ¿No entiende que al matar a su asesino e impedir que ella muera destripada ha eliminado también sus razones para viajar en el tiempo? Y si no hay viaje, tampoco hay cambio. Ambos sucesos, como puede ver, son inseparables —explicó Wells, sacudiendo el recorte que, al perseverar en el titular original, corroboraba su teoría.
Andrew meneó lentamente la cabeza y miró a los demás, que parecían sumidos en la misma confusión que él.
—No es tan complicado —se mofó Wells, burlándose del desconcierto de su audiencia—. Se lo explicaré de otro modo. Imagine lo que ha debido de suceder tras su regreso en la máquina del tiempo: su otro yo habrá llegado al cuarto de Marie Kelly, pero esta vez no la habrá encontrado con las entrañas al aire, sino que la habrá hallado viva, ante el cadáver de un hombre que la policía no tardará en identificar como Jack el Destripador. Por fortuna, un justiciero aparecido de la nada lo ha asesinado antes de que su amada pasara a engrosar su lista de víctimas. Y gracias a ese desconocido, Andrew podrá vivir feliz junto a ella, aunque irónicamente nunca sabrá que se lo debe a usted, es decir, a sí mismo —tras decir aquello, el escritor lo contempló expectante, con la ansiedad del niño que espera ver brotar un árbol al instante siguiente de haber plantado una semilla. Al advertir que Andrew continuaba mirándolo confundido, añadió—: Es como si su acto hubiese producido una bifurcación en el tiempo, como si hubiese creado una especie de universo alternativo, un mundo paralelo, por así decir. Y en ese mundo Mary Kelly está viva y es feliz junto a su otro yo. Lamentablemente, usted está en el universo equivocado.
Andrew observó cómo Charles asentía cada vez más satisfecho por la explicación de Wells, y cómo se volvía luego a mirarlo a él, esperando encontrarlo igual de convencido. Pero Andrew necesitaba algunos segundos más para meditar sobre las palabras del escritor. Bajó la cabeza e intentó ignorar las miradas inquisitivas de los demás para repasar el asunto con calma. Dado que nada parecía haber cambiado en su realidad, su viaje en la máquina del tiempo no solo podía considerarse inútil, sino que incluso podía cuestionarse si realmente había tenido lugar. Pero él sabía que había sido real. No podía olvidar la silueta de Marie, ni el estallido del disparo o la sacudida que la pistola había trasmitido a su brazo, y mucho menos podía olvidar la herida de su hombro, aquella fea desgarradura que había traído consigo como una marca indiscutible que evitaba que todo lo ocurrido se convirtiera en un sueño. Sí, todo eso había sucedido realmente, y el hecho de que no pudiera ver sus efectos no tenía por qué significar que no los hubiera, como enseguida había comprendido Wells. Del mismo modo que las raíces de un árbol, al tropezar con la roca, buscaban un nuevo camino por el que crecer, las consecuencias de su acto, que no podían volatizarse en el aire, habían creado otra realidad, un mundo paralelo a este, en el que él era feliz junto a Marie Kelly, un mundo que no existiría si no hubiese viajado en el tiempo. Eso significaba que había salvado a su amada, aunque no pudiese disfrutar de ella, tan solo de la consoladora satisfacción que le producía saber que había impedido su muerte, que había hecho todo cuanto estaba en su mano para reparar su error. Al menos su otro yo sí disfrutaría de ella, se dijo con cierta resignación. Aquel otro Andrew, que en el fondo era también él, que era carne de su carne, tendría la oportunidad de cumplir sus sueños punto por punto. Tendría la oportunidad de hacerla su esposa, de amarla por encima de la oposición de su padre y de las maléficas murmuraciones de los vecinos, y deseó que fuera consciente del milagro que eso suponía y que durante estos ocho años que él había pasado torturándose aquel Andrew más afortunado la hubiese adorado sin desfallecer cada segundo de su existencia, poblando la tierra con los incesantes frutos de tanto amor.
—Comprendo —dijo en un murmullo, sonriendo vaporosamente a su audiencia.
Wells no pudo reprimir un gesto de triunfo.
—Celebro que lo haya entendido —exclamó, mientras Charles y Jane volvían a sobrecargarle los hombros de palmadas alentadoras.
—¿Saben por qué en mis viajes al pasado siempre evité verme? —preguntó Wells sin importarle que nadie le escuchara—: Porque de hacerlo, en algún momento de mi vida debía haber entrado por la puerta para saludarme a mí mismo, cosa que por fortuna para mi cordura nunca ha ocurrido.
Tras abrazar a su primo repetidas veces, retomando la euforia anterior, Charles lo ayudó a levantarse del sillón, mientras Jane le asentaba la chaqueta maternalmente.
—Quizás los sonidos que nos sobrecogen por las noches, esos crujidos que achacamos a los muebles, solo sean los pasos de algún yo futuro que vela nuestros sueños sin atreverse a interrumpirlos —divagaba Wells, ajeno al jolgorio general.
Solo cuando Charles le tendió la mano pareció salir de su trance poético.
—Muchas gracias por todo, señor Wells —dijo Charles—. Lamento haber irrumpido en su casa como lo he hecho. Espero que pueda disculparme.
—No se preocupe, no se preocupe; ya está olvidado —respondió el escritor con un gesto vago de la mano, como si hubiese descubierto que el hecho de ser apuntado con una pistola tenía algo de medicinal, de revitalizador.
—¿Qué hará con la máquina, la destruirá? —se atrevió a preguntar tímidamente Andrew.
Wells lo contempló con una sonrisa indulgente.
—Supongo que sí —respondió—, ahora que quizás ha cumplido la misión para la que fue inventada.
Andrew asintió, sin poder evitar que aquellas rotundas palabras lo conmovieran. No consideraba que su tragedia fuese la única por la que mereciera usarse aquel invento que había ido a parar a las manos de Wells, pero le agradó que el escritor, sin apenas conocerlo, se hubiese solidarizado con su drama hasta el punto de considerarlo un excelente motivo para infringir las leyes temporales, para alterar el mismísimo tejido del tiempo y poner en peligro el mundo.
—Yo también creo que es lo mejor, señor Wells —dijo, tras recuperarse de la emoción—, pues sus sospechas son ciertas. Alguien vigila el tiempo, velando por el pasado. Me he tropezado con uno de esos vigilantes al regresar, en la puerta de su propia casa.
—¿De verdad? —se sorprendió Wells.
—Sí, aunque por suerte logré ahuyentarlo —respondió Andrew.
Acto seguido, abrazó al escritor con sincero afecto. Charles y Jane contemplaron complacidos aquella escena que, de no ser por el envaramiento con el que Wells recibía el abrazo de Andrew, hubiese resultado francamente conmovedora. Cuando al fin concluyó el abrazo, Charles se despidió de la pareja y condujo a su primo a la salida de la casa, no fuera a abalanzarse de nuevo sobre el turbado escritor.
Andrew cruzó el jardín con los sentidos alerta y la mano derecha en el bolsillo, aferrando la pistola, temiendo que el vigilante del tiempo lo hubiese seguido hasta su época y lo estuviese esperando escondido en alguna parte. Pero no había rastro de él. Fuera los esperaba el carruaje que los había traído hasta allí apenas unas horas antes, que a él se le antojaron siglos.
—Vaya, he olvidado el sombrero —dijo su primo cuando él ya había subido al coche—. Ahora vuelvo, Andrew.
Su primo asintió distraídamente, y se acomodó en el asiento, realmente agotado. A través de la ventanita del coche, contempló la circundante oscuridad, que empezaba a flamear bajo el empuje del día. Del mismo modo que el tejido de una chaqueta se desgasta en los codos, también la noche comenzaba a deshilacharse por una de las esquinas del cielo, cuya negrura se iba tornando lentamente de un azul cada vez menos oscuro, hasta que un lívido resplandor comenzó a esculpir parsimoniosamente el mundo. Si exceptuaba al cochero, que parecía adormecido sobre el pescante, podía decirse que aquel bello espectáculo de velos dorados y púrpuras estaba siendo ejecutado solo para él. En los últimos años, Andrew había asistido repetidas veces, casi siempre desde los bosques de Hyde Park, a la majestuosa inauguración de la mañana, preguntándose si sería aquel el día de su muerte, el día en que la crecida del dolor le ordenaría quitarse la vida con una pistola como la que ahora guardaba en el bolsillo, y que la tarde anterior había hurtado de su vitrina sin sospechar que terminaría usándola para matar a Jack el Destripador. Pero ahora no podía contemplar aquel amanecer preguntándose si sobreviviría para ver el que vendría después, porque sabía cuál era la respuesta: vería el amanecer de mañana y el de pasado mañana y todos los amaneceres que sucedieran a aquel, pues le costaba mantener sus motivos para suicidarse después de haber logrado salvar a Marie. ¿Iba a seguir con su plan por pura inercia, o acaso iba a matarse simplemente por encontrarse, como le había dicho Wells, en el universo equivocado? Ese no parecía un motivo suficiente, al menos no resultaba tan noble, por no mencionar que incluso podía revelar una envidia en el fondo absurda hacia su gemelo temporal, pues aquel otro Andrew era él mismo, y debía contemplar su dicha con la misma satisfacción con la que recibiría la suya propia, o en su defecto la de su hermano o su primo Charles. Después de todo, si la hierba resplandecía siempre más verde en el jardín de al lado, ¿con qué fulgor no reluciría en el universo vecino? Debía alegrarse de ser feliz en otro lugar, de haber alcanzado la felicidad al menos en el reino contiguo.
Llegar a aquella conclusión le generó una pregunta inesperada: ¿saber que tenías la vida que querías en otro mundo te eximía de tratar de conseguirla en este? Al principio, no supo qué respuesta darse, pero tras unos instantes de reflexión resolvió que sí: acababa de ser dispensado de ser feliz, podía simplemente limitarse a hilar una existencia tranquila en la que disfrutar de los pequeños placeres de la vida sin sentir el menor escozor de frustración en las entrañas, porque por muy banal que le resultase, siempre podía consolarse pensando que afortunadamente tenía una vida plena en otro sitio, lejano y próximo a un tiempo: un lugar inaccesible que no figuraba en ningún mapa, pues se hallaba en su envés. De repente, sintió un inmenso alivio, como si acabaran de exonerarlo de la carga que le habían adjudicado nada más nacer. Se sintió liberado, irresponsable, loco. Sintió unas terribles ganas de involucrarse en la vida, de incorporarse de nuevo a los carriles por donde transitaba la humanidad, de escribir una nota a Victoria Keller, o a Madeleine, en caso de que Victoria fuera la esposa de su primo, y citarla para cenar o ir al teatro o para pasear por algún parque donde poder emboscarla y aproximar sus labios a los suyos simplemente porque también sabía que no lo haría. Y es que así, sin excluir nada, permitiendo que sucediera todo lo que podía suceder, parecía funcionar el universo: aunque él decidiera besarla, un Andrew distinto rehusaría hacerlo, echando a rodar por la pendiente del tiempo hasta encallar en otros labios, para desdoblarse nuevamente en otro gemelo que terminaría despeñándose, tras multiplicarse varias veces más, en el abismo de la soledad.
Andrew se recostó en el asiento, sorprendido de que los descartes de la vida no se convirtieran en la viruta que barría la escoba del carpintero, sino que cada uno de ellos creara una nueva existencia que compitiera con la auténtica por ver cuál era la verdadera. Le producía vértigo solo el pensar que al amparo de las encrucijadas que se encontraba en su camino nacían camadas de otros Andrews cuyas existencias discurrirían junto a la suya, más allá de donde terminaba su vida, sin que él pudiera verlo porque en el fondo eran los modestos sentidos del hombre los que establecían los confines del mundo. Pero, ¿y si, como el cajón de un mago, el mundo tenía un doble fondo, y si realmente continuaba más allá de donde sus sentidos le decían que acababa? Era lo mismo que preguntarse si las rosas seguían manteniendo sus colores cuando nadie las miraba. ¿Estaba en lo cierto o acaso desvariaba?
Se trataba, obviamente, de una pregunta retórica. Pero el mundo se tomó la molestia de responderle. Una brisa suave se levantó de pronto, tomó una hoja de las muchas que alfombraban la acera y la hizo bailar sobre la superficie de un charco, como un truco de prestidigitación para un único espectador. Sobrecogido, Andrew la contempló girar de aquel modo, hasta que el zapato de su primo desbarató su delicada danza.
—Listo, podemos irnos —dijo Charles, agitando el sombrero con el gesto triunfal con el que un cazador sacudirla un pato ensangrentado.
Una vez en el coche enarcó una ceja, sorprendido por la sonrisa abstraída que iluminaba el rostro de su primo.
—¿Te encuentras bien, Andrew? —inquirió.
Su primo lo contempló con cariño. Charles había removido cielo y tierra para que él lograse salvar a Marie Kelly, e iba a pagárselo de la mejor forma que podía: manteniéndose con vida, al menos hasta que llegara su hora. Iba a devolverle con creces todo el afecto que había recibido de él todos estos años, a los que había opuesto una apatía y un desapego del que ahora se avergonzaba. Abrazaría la vida, sí, la abrazaría como un regalo inesperado, y se aplicaría en vivirla lo mejor que pudiera, como hacían todos, como hacía Charles. Convertiría la vida en una apacible y larga tarde de domingo en la que esperar la llegada del crepúsculo. No podía resultar demasiado difícil, pudiera ser que incluso aprendiera a disfrutar del simple milagro de estar vivo.