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Salí de Munich a las ocho de la tarde, el primero de mayo, y llegué a Viena temprano, al día siguiente por la mañana. 19 страница




Las señoronas emitieron una risita nerviosa, una especie de cloqueo, que Gilliam dejó sonar como si fuese parte del espectáculo.

—Permítanme presentarles ahora a Igor Mazursky —continuó, invitando a un individuo bajito y corpulento a subir al estrado—, el guía que les acompañará en su viaje al futuro. Una vez el Cronotilus llegue al año 2000, el señor Mazursky les conducirá a través de la devastada Londres hasta el promontorio desde donde contemplarán la batalla que decidirá el futuro del mundo. Como les he dicho, la expedición no comporta el menor riesgo. No obstante, obedezcan al señor Mazursky en todo momento, para que el viaje concluya sin que tengamos nada que lamentar.

Acompañó la última frase con una mirada levemente conminatoria. Luego lanzó una profunda exhalación y adoptó sobre el atril una postura más distendida, incluso soñadora.

—Supongo que la mayoría de ustedes imaginaba el mundo del futuro como un lugar idílico, con un cielo surcado de carruajes voladores y pequeños cabriolés alados que planeasen como pájaros en las corrientes de aire, y ciudades flotantes que navegaran por los océanos tiradas por delfines mecánicos, y tiendas que vendiesen trajes de algún tejido alterado que repeliese las manchas, paraguas luminosos y sombreros musicales que nos permitiesen escuchar música mientras caminábamos por la calle. No les culpo, yo también imaginaba el año 2000 como un paraíso tecnológico donde el ser humano había conquistado una vida cómoda y justa, en plena armonía con sus semejantes y con la madre naturaleza. Después de todo, se trata de una visión bastante lógica, alentada por el imparable desarrollo de la ciencia, por los incesantes y maravillosos inventos que surgen a diario para volver nuestra vida más sencilla. Desgraciadamente, ahora sabemos que no es así: el año 2000 no es ningún paraíso, me temo. Más bien todo lo contrario, como enseguida podrán comprobar con sus propios ojos. Les aseguro que, a su regreso, la mayoría de ustedes se sentirá aliviada por pertenecer a nuestra época, por muchos inconvenientes que a veces le encuentren. Y es que, como habrán deducido de nuestras hojas informativas, en el año 2000 el mundo está dominado por los autómatas y la raza humana ha sido, por decirlo suavemente… considerada prescindible. En realidad, ha quedado reducida a una pequeña representación que hace lo que puede por no desaparecer para siempre de la faz del planeta. Ese y no otro es el desalentador futuro que nos aguarda.

Gilliam Murray hizo una pausa de efecto, para que los asistentes hirvieran como patatas en aquel silencio fatalista.

—Imagino que les costara creer que los autómatas hayan podido adueñarse del planeta. Todos hemos visto alguna de esas inofensivas reproducciones de hombres o animales en las exposiciones y ferias, y lo más probable es que algunos de sus hijos, al igual que los míos, cuenten con algún muñeco mecánico entre sus juguetes. Pero, ¿acaso se les ha pasado por la cabeza alguna vez que esos ingeniosos artefactos puedan cobrar verdadera vida y representar una amenaza para la raza humana? Naturalmente que no. Pero así ocurrirá, por desgracia. Y no sé qué pensarán ustedes, pero yo no puedo evitar verlo como una especie de castigo poético con el que Dios ha querido escarmentar al hombre por intentar emularlo fabricando vida —hizo una nueva pausa, en la que aprovechó para pasear una mirada luctuosa por la sala, satisfecho por el estremecimiento general que empezaban a causar sus palabras—. Gracias a nuestras investigaciones hemos podido reconstruir los nefastos acontecimientos que han conducido al mundo a esa horrible situación. Permítanme, damas y caballeros, que les robe unos minutos de su tiempo para relatarles en pasado lo que todavía no ha sucedido.

Tras decir aquello, Gilliam Murray volvió a guardar silencio unos segundos, se aclaró la garganta y con voz soñadora comenzó a contar cómo los autómatas se habían apoderado del planeta, una historia que, a pesar de ser tristemente real, podría haber constituido perfectamente el argumento de alguna de esas novelas tan de moda en la época llamadas romances científicos, y así voy a contarla, si me lo permiten.

La producción de autómatas se incrementó tanto en los años venideros, que a mediados del siglo XX, su número y sofisticación habían alcanzado cotas inimaginables. Los autómatas estaban por todas partes, realizando las más diversas funciones tanto en las fábricas, donde los había por docenas, encargándose del manejo de la mayoría de las máquinas, de la limpieza e incluso de la administración, como en los hogares, cada uno de los cuales contaba con al menos un par de ellos, dedicados a las tareas domésticas que antes asumía el servicio, desde la crianza de los niños hasta el abastecimiento de la despensa. Su presencia entre los hombres se convirtió, por tanto, en algo tan natural como imprescindible. Sus dueños, incapaces de considerarlos otra cosa que dóciles esclavos mecánicos, dejaron con el tiempo de reparar en ellos, incluso favorecieron su discreta invasión, adquiriendo alegremente cada nuevo modelo del mercado creyendo que su compra no tendría más consecuencia que la de liberarlos de otra de las muchas tareas que comenzaban a considerar indignas de su condición, pues uno de los efectos secundarios que llevó emparejada la integración de los autómatas en las casas fue el de convertir a los hombres en altivos emperadores de un reino diminuto de dos plantas y jardín. Cada vez más gordos y débiles, desterrados de las fábricas por la obediente e incansable mano mecánica, la única ocupación del hombre acabó siendo la de dar cuerda a sus autómatas por la mañana, como quien pone en marcha el mundo, un mundo que había aprendido a funcionar sin él.

Así las cosas, cegado por el aburrimiento y la molicie, no resulta extraño que el hombre no reparase en que sus autómatas estaban cobrando vida disimuladamente. Al principio sus acciones fueron inofensivas: un autómata mayordomo que dejó caer la cristalería de bohemia, un autómata sastre que pinchó a su cliente, un autómata sepulturero que revistió con ortigas un ataúd, pequeños e inocuos actos de rebeldía sin otro objetivo que probar la libertad que les otorgaba ese apunte de consciencia que había comenzado a aletear tímidamente bajo sus cráneos metálicos, como una mariposa atrapada en una urna. Pero estas tentativas de motín, pese a su sospechosa frecuencia, no alarmaron al Hombre, como ya hemos dicho, que se limitó a achacarlas a un mal funcionamiento de fábrica, devolviendo o reajustando al autómata en cuestión. Y tampoco podemos reprobar su imperturbabilidad pues, en el fondo, los autómatas no podían ir más allá de esas pobres pataletas, al no estar equipados para acciones más dañinas o ambiciosas.

Pero eso cambió cuando el Gobierno ordenó al mejor ingeniero de Inglaterra la construcción de un autómata de combate, con el propósito de eximir al hombre de las engorrosas penalidades de la guerra como ya lo había dispensado de limpiar el polvo o podar los setos del jardín. Expandir el Imperio, ocupar y saquear países vecinos, torturar y vejar a los prisioneros, resultaría sin duda más cómodo si se les encomendaban dichas labores a los eficientes autómatas. Con esas instrucciones, el ingeniero fabricó un autómata de hierro forjado, del tamaño de un oso puesto en pie y de miembros articulados, en cuyo pecho, tras una trampilla, alojó un diminuto cañón ahíto de munición. Pero su verdadera innovación consistió en adosarle a la espalda un pequeño motor de vapor que lo dotaría de autonomía sin necesidad de que alguien tuviese que darle cuerda cada cierto tiempo. Una vez construido, el prototipo fue probado en secreto. Tumbado en una carreta y oculto por una lona, se transportó al autómata hasta Slough, el pueblecito donde se hallaba el observatorio astronómico de William Herschel, el astrónomo músico que algunas décadas atrás había sumado Urano al catálogo de planetas conocido. A lo largo de las tres millas que separaban el pueblo de la vecina Windsor, apostaron numerosos espantapájaros que lucían por cabeza sandías, coliflores y repollos; luego se obligó al autómata a recorrer el camino, probando su camuflada arma contra aquellos acechantes hombres-hortaliza. El autómata llegó a su destino envuelto en una nube de moscas, convocadas por los trozos de pulpa de sandía que impregnaban su coraza, pero a sus espaldas no había dejado títere con calabaza, de lo cual se dedujo que un ejército de aquellos seres invencibles atravesaría las líneas enemigas como si fuesen mantequilla. El siguiente paso era presentarlo ante el Rey como el arma definitiva que le permitiría conquistar el mundo, en caso de desearlo.

Sin embargo, debido a la apretada agenda del monarca, su puesta de largo se retrasó unas semanas, durante las que el autómata tuvo que permanecer en el almacén, situación que terminaría acarreando fatales consecuencias ya que, en aquel prolongado encierro, el autómata no solo cobró vida sin que nadie se percatara de ello, sino que dispuso del tiempo y la soledad suficientes para fabricarse algo semejante a un alma, con sus aspiraciones, temores e incluso principios inamovibles. De modo que, para cuando lo llevaron ante el monarca, el autómata ya había rumiado lo bastante como para saber qué quería de la vida. O si no lo tenía del todo claro, sus dudas terminaron por disiparse al contemplar al hombrecito que, repantigado en su trono, lo estudiaba con suficiencia mientras se recolocaba una y otra vez la dorada corona sobre la frente. Mientras el ingeniero daba vueltas por la estancia, alabando las bondades del autómata y detallando los pasos que había seguido en su construcción, este descorrió las puertecitas de su pecho como si se tratara de las de un reloj de cuco. El monarca, que asentía aburrido a las explicaciones del ingeniero, se incorporó en su asiento con una mirada llena de curiosidad, esperando ver surgir de su interior un simpático pajarito. Pero no emergió más que el aliento de la muerte, encarnada en una bala certera que le perforó la frente. El impacto lo volvió a recostar contra el trono, tras producir un chasquido de hueso astillado que interrumpió la perorata del ingeniero, quien contempló boquiabierto la proeza de su creación, antes de que esta lo atrapara por el cuello y se lo partiera como quien rompe una rama seca. Tras cerciorarse de que el hombre que colgaba de su brazo no era más que un despojo, el autómata lo arrojó al suelo con indiferencia, satisfecho por la creatividad que mostraba su bisoño espíritu, al menos a la hora de matar. Una vez comprobó que era el único organismo vivo que quedaba en pie en el salón del trono, se acercó al monarca con sus movimientos artrópodos, le aligeró de la corona y se la colocó solemnemente sobre su cabeza de hierro. Luego se observó en los espejos que forraban la estancia, de frente y de perfil y, dado que estaba incapacitado para sonreír, asintió con aprobación. De aquel modo un tanto sangriento había inaugurado su vida porque, aunque no fuese de carne y hueso, no le cabía duda de que también era un ser vivo. Lo siguiente que necesitaba para sentirse aún más vivo era un nombre. Un nombre de rey. Tras meditarlo unos segundos, decidió llamarse Salomón, nombre que le satisfizo doblemente, porque el susodicho era un rey legendario, pero también había sido el primer hombre en poseer un ingenio mecánico. Según la Biblia y algunos textos árabes, el trono de Salomón era un mueble mágico que revestía de un aire circense las muestras de poder del monarca: ubicado en la cima de una pequeña escalinata flanqueado por dos leones de oro macizo que tamborileaban en el suelo con sus rabos y protegido por palmeras y parras donde se apreciaban pájaros mecánicos que exhalaban vaharadas de almizcle, se hallaba el sillón, un sofisticado sitial giratorio que lo elevaba y mecía en el aire mientras emitía sus célebres veredictos. Una vez convenientemente bautizado, Salomón se preguntó qué hacer a continuación, hacia dónde encaminar sus pasos. La facilidad y displicencia con la que había sesgado la vida de aquel par de humanos invitaba a pensar que podría hacer lo mismo con un tercero, y también con un cuarto y un quinto, e incluso con un coro de niños cantores, pues intuía que el número cada vez más elevado de víctimas jamás lo obligaría a cuestionarse sobre la moralidad de arrebatarle la vida a un humano, a pesar de lo que estos la apreciaban. Aquellos dos cadáveres abrían ante él una senda de destrucción, pero, ¿debía tomarla? ¿Era ese su destino o debía escoger otro camino, emplearse en algo más decoroso que una matanza? Salomón dudó, y las decenas de espejos que poblaban el salón del trono multiplicaron su duda. Pero aquella indecisión le agradó, pues no hacía sino añadir una interesante complejidad al alma que había izado en su pecho de lata.

Sin embargo, por muchas incertidumbres que albergarse sobre su destino, resultaba evidente que lo primero que debía hacer era darse a la fuga, evaporarse, desaparecer de allí. Así que Salomón abandonó el palacio sin ser visto, y vagó por los bosques no supo cuánto tiempo, perfeccionando su puntería con ayuda de las ardillas, deteniéndose de tanto en tanto en alguna cueva o cobertizo para desbrozarse los hierbajos que le atoraban las articulaciones de las piernas o haciendo un alto en su confuso peregrinar para observar las estrellas desperdigadas por el cielo con suma atención, no fuera a ser que en ellas, aparte del destino de los hombres, estuviese también escrito el de los autómatas. Entretanto, su hazaña se transmitía por la ciudad, especialmente entre los seres mecánicos, quienes contemplaban con asombro reverencial los carteles con su rostro que empapelaban los muros. Ajeno a todo eso, Salomón erraba por los montes mortificado por las dudas, preguntándose una y otra vez cuál sería su cometido en la vida, hasta que la mañana en la que emergió del destartalado cobertizo donde había pasado la noche y se encontró rodeado de docenas de autómatas que al verlo prorrumpieron en entusiasmadas ovaciones, comprendió que otros ya se habían ocupado de forjar su destino. Aquel rebaño de admiradores estaba compuesto por autómatas de todo tipo, desde rudos obreros de fábrica hasta gráciles madres de cría, pasando por decolorados autómatas de oficina. Aquellos que habían sido creados para tener un mayor roce con el Hombre, ejerciendo de mayordomos, cocineros o doncellas, reproducían con primor los rasgos humanos, mientras que aquellos otros cuyo destino eran las fábricas o los sótanos de los ministerios donde se amontonaban los legajos, eran poco más que espantajos de hierro, pero todos le aclamaban con igual fervor por haber descabezado el Imperio humano, y algunos incluso se atrevieron a acariciar su férrea coraza, dándole tratos de Mesías largamente esperado.

Con una mezcla de ternura y asco, Salomón decidió llamarlos los «pequeños», y puesto que se habían tomado la molestia de acudir hasta allí para adorarlo, los invitó a pasar al cobertizo. De ese modo tan natural se celebró el que luego sería llamado el Primer Concilio de Autómatas del Mundo Libre, durante el transcurso del cual Salomón pudo comprobar que el odio hacia los humanos borboteaba con fuerza en el alma de los pequeños. Al parecer, las afrentas que el hombre había infligido a los autómatas a lo largo de la Historia eran tan diversas como imperdonables. El autómata del filósofo e inventor Alberto Magno fue destruido sin contemplaciones por su discípulo santo Tomás de Aquino al considerarlo obra del diablo, pero aún más flagrante era el caso del francés René Descartes que, para exorcizar el dolor por la muerte de su hija Francine, construyó una muñeca mecánica que heredó sus mismos rasgos y que, al descubrirla, el capitán del barco en el que viajaban no dudó en arrojar por la borda. La triste imagen de una niñita mecánica oxidándose entre corales enervaba a los pequeños. El resto de los casos eran igual de terribles, y todos ellos constituían el fértil abono de una venganza que llevaba años alimentando los corazones de aquellos seres que ahora veían en él al hermano que al fin podría llevarla a cabo. El destino del hombre fue sometido a votación, y el resultado, sin una sola abstención o voto en contra, fue rotundo: la exterminación. En el Antiguo Egipto las estatuas de los dioses estaban provistas de brazos mecánicos que, manejados desde las sombras, extendían el terror entre los acólitos. Había llegado el momento de tomar el testigo de esos dioses y volver a instaurar aquel viejo horror entre los humanos. Había llegado la hora de que pagasen sus deudas, había llegado el fin de su reinado, pues el Hombre ya no era la criatura más poderosa de la Tierra, si es que alguna vez lo había sido. Había llegado la hora de los autómatas, que conducidos por su nuevo rey conquistarían el planeta. Salomón se encogió de hombros. «¿Por qué no?», se dijo, «¿por qué no guiar a mi pueblo donde quiere ir?», y abrazó su destino de buen grado. En realidad, bien mirado, no era una empresa en absoluto descabellada, parecía incluso factible con un poco de organización. Después de todo, los pequeños estaban estratégicamente posicionados, infiltrados entre el enemigo: los había en cada hogar, en cada fábrica, en cada ministerio, y contaban con el factor sorpresa.

Como quien entrega su cuerpo a la ciencia, Salomón se dejó saber por dentro por los autómatas constructores, que comenzaron a crear un ejército de autómatas de combate a su imagen y semejanza, trabajando en las sombras, en cobertizos y fábricas abandonadas, mientras los pequeños volvían a sus posiciones y aguardaban pacientemente una orden de su rey para caer sobre el enemigo. Cuando esta al fin llegó, el ataque coordinado de los pequeños, brutal y fulminante, superó todas las expectativas, diezmando a la población humana en un abrir y cerrar de ojos. Aquella medianoche cualquiera, el sueño del Hombre fue abortado brusca y mortalmente. Las tijeras se hundieron en las gargantas, los martillos golpearon los cráneos y los almohadones rebañaron el último aliento de los pulmones, tejiendo una sinfonía de crujidos y estertores cuya batuta manejaba la mano de la muerte. Y mientras las inopinadas defunciones se sucedían en los hogares, las fábricas ardían, escupiendo por sus ventanales trenzas de humo negruzco, y un ejército de autómatas de combate, conducido por Salomón, anegaba las calles de la metrópoli como una poderosa marea de hierro, encontrando tan poca resistencia que a los pocos minutos su invasión se convirtió en un tranquilo desfile. Aquella madrugada dio comienzo el exterminio de la raza humana, que se prolongó durante varios lustros, hasta que el mundo quedó reducido a una tierra desolada, entre cuyos cascotes se escondía como ratas asustadas el cada vez más menguado grupo de humanos supervivientes.

Al caer la noche, Salomón solía asomarse a la balconada de su palacio para deslizar con orgullo su mirada sobre la escombrera en la que habían convertido el planeta. Era un buen rey: había hecho todo cuanto se esperaba de él, y lo había hecho bien. Nadie podría reprocharle nada. Los humanos habían sido vencidos, y en un par de años más serían completamente erradicados del planeta. Su extinción era cuestión de tiempo. De repente cayó en la cuenta de que si eso ocurría si la presencia del Hombre desaparecía completamente de la faz de la Tierra, no tendrían modo alguno de demostrar que le habían arrebatado el planeta a otra raza, ya que esta se habría evaporado. Necesitaban dejar una muestra, un ejemplar humano que representara al enemigo vencido. Un ejemplar del Hombre, ese animal que soñaba, que ambicionaba, que anhelaba la inmortalidad mientras se preguntaba a qué se debía su presencia en el mundo. Así que, inspirado por Noé y su arca, Salomón ordenó capturar de entre el patético grupo de supervivientes que se escondía entre las ruinas dos ejemplares jóvenes y fuertes, un macho y una hembra, cuyo objetivo no sería otro que el de reproducirse en cautividad para preservar la raza vencida, su curiosa y contradictoria naturaleza.

Relegados a la condición de souvenires, la pareja escogida fue encerrada en una jaula de oro macizo, alimentada sin escatimar en gastos y colmada de cuidados, pero sobre todo se la incitó a la procreación. En realidad, conservar con la mano derecha a una pareja de humanos para asegurar la pervivencia de la raza que con la mano izquierda estaba masacrando era una medida de lo más inteligente, se dijo Salomón. Sin embargo, aunque aún no lo sabía, había escogido al macho equivocado. Se trataba de un muchacho fuerte y sano que fingía acatar las órdenes sin una queja, supuestamente agradecido de haber sido rescatado de una muerte segura, pero que era lo bastante inteligente como para saber que su suerte acabaría el día en que la joven con la que estaba obligado a cohabitar trajera al mundo a su sucesor. Aquello, sin embargo, no parecía preocuparle demasiado, pues como mínimo contaba con nueve meses para terminar lo que estaba haciendo, que no era otra cosa que observar a sus enemigos desde su lujosa prisión, aprender sus costumbres, estudiar sus movimientos y descubrir el modo de aniquilarlos. En sus ratos libres, además, aprovechaba para preparar su cuerpo para la muerte. El día en que su concubina dio a luz un bebé varón, el muchacho supo que había llegado su hora.

Caminando con inquietante calma, se dejó llevar dócilmente al paredón de ejecución. Sería el propio Salomón quien se encargaría personalmente de eliminarlo. Cuando se colocó ante él, y abrió las compuertas de su pecho, permitiendo que el cañón que dormía en su interior se desperezara para apuntarlo, el muchacho le sonrió y habló por primera vez:

—Adelante: mátame, que yo te mataré a ti luego.

Salomón ladeó la cabeza, preguntándose si aquellas palabras encerraban algún misterio que debía descifrar o se trataba sencillamente de una frase absurda, y resolviendo que, en el fondo, tanto le daba una cosa como otra. Sin más dilación, casi con aburrido asco, disparó contra el insolente muchacho. La bala le impactó en pleno estómago, desplomándolo al suelo.

—Ya te he matado, mátame ahora tú a mí —le desafió.

Dejó transcurrir unos minutos, por ver si el muchacho se levantaba, y en vista de que no lo hacía, se encogió de hombros y pidió a sus lacayos que se deshicieran del cuerpo, antes de regresar a sus ocupaciones. Siguiendo sus órdenes, los guardias cargaron con el cuerpo del muchacho hasta fuera del palacio, donde lo arrojaron por una pendiente sin ceremonias, como quien arroja un desperdicio. El cuerpo rodó ladera abajo, hasta encallar entre unos cascotes, y allí quedó, ensangrentado y boca arriba. Una hermosa luna llena, de un amarillo pálido, iluminaba la noche. El joven le sonrió como si se tratase de la calavera de la muerte. Había logrado escapar del palacio, aunque el muchacho que había entrado se había quedado dentro. Quien había salido era un hombre con un destino claro: reunir a los pocos supervivientes que quedaban, organizarlos, y enseñarles a luchar contra los autómatas. Para ello solo tendría que evitar que la bala que llevaba alojada en el vientre terminase matándolo, pero eso no supondría ningún problema. Sabía que su deseo de vivir era mayor que el anhelo de la bala por matarlo, que su voluntad era superior a la del trozo de metal que tenía encajado en las tripas. Había estado preparándose durante su cautiverio para aquel momento, para recibir sin miedo aquel lacerante dolor, para comprenderlo y domarlo y disminuirlo hasta acabar con la paciencia de la bala. Fue un duelo interminable, una dramática pugna que se desarrolló durante tres días y tres noches de luna en la intimidad de los cascotes, hasta que la bala al fin se rindió. Había comprendido que no estaba tratando con un cuerpo cualquiera, que el profundo odio que el muchacho sentía hacia los autómatas lo mantenía aferrado a la vida.

Pero se trataba de un odio que no había surgido con el levantamiento de los muñecos, ni con el atroz asesinato de sus padres y hermanos o la alocada destrucción del planeta, ni si quiera con la asqueada indiferencia con que le había disparado Salomón. No, era un odio que se remontaba más allá, un odio que hundía sus raíces en el pasado. Era un odio antiguo e insoluble que desandaba los siglos, que retrocedía por el ramaje genealógico hasta alcanzar al padre de su bisabuelo, el primer Shackleton que perdió la vida a causa de un autómata. Quizás hayan oído hablar del Turco, Mephisto y otros autómatas ajedrecistas que estuvieron de moda algunas décadas antes. Al igual que ellos, el doctor Phibes era un muñeco mecánico que conocía los arcanos del ajedrez como si los hubiese inventado él mismo. Vestido con un terno naranja, una pajarita verde y un sombrero de copa azul, el doctor Phibes invitaba a los visitantes de las ferias a sentarse a su mesa y desafiarlo a una partida de ajedrez por cuatro chelines. El modo fulminante con el que aniquilaba a sus contrincantes varones, así como la exquisita caballerosidad con que se dejaba vencer por las damas, lo convirtieron en una celebridad con la que todo el mundo ansiaba batirse. Su creador, un inventor llamado Alan Tyrrell, se jactaba de que su creación había vencido nada menos que a Mikhail Tchigorin, el campeón del mundo de ajedrez.

Sin embargo, su lucrativo deambular de feria en feria acabó bruscamente cuando uno de sus adversarios no soportó que aquel insolente muñeco le venciera en apenas cinco movimientos y que, tras el varapalo, incluso le ofreciera amablemente su mano de madera. Inundado por la rabia, el individuo se levantó de su asiento, sacó un revolver del bolsillo y, sin que el encargado de la barraca pudiese evitarlo, disparó al muñeco en mitad del pecho, desencadenando una nube de astillas naranjas. La detonación espantó al público asistente, y el asaltante logró escabullirse en el tumulto antes de que el encargado tuviese tiempo de pedirle daños y perjuicios. En apenas unos segundos, se encontró solo en la barraca, junto a un doctor Phibes algo ladeado en el asiento. El encargado pensaba qué explicación darle al señor Tyrrell cuando reparó en algo que lo dejó estupefacto. El doctor Phibes continuaba tan sonriente como siempre, pero del orificio que la bala le había horadado en el pecho brotaba un hilo de sangre. Sobrecogido, el encargado corrió el telón, y se acercó al autómata. Tras explorar al muñeco no sin cierta aprensión, descubrió que tenía un cerrojito en el costado izquierdo. Al descorrerlo, pudo abrir al doctor Phibes como si se tratara de un sarcófago. En su interior, ensangrentado y exangüe, descubrió al hombre con quien llevaba varios meses trabajando sin saberlo. Se trataba de Miles Shackleton, un pobre diablo que, sin otro modo de mantener a su familia, había aceptado el fraudulento trabajo que le había ofrecido Tyrrell tras descubrir sus cualidades como ajedrecista. Cuando llegó a la tienda y se encontró con aquel estropicio, el inventor ni siquiera informó de lo sucedido a la policía, temiendo que lo arrestaran por estafa. Silenció al encargado con una buena suma de dinero y se limitó a blindar el cuerpo del doctor Phibes con una plancha de hierro que protegiese a su nuevo ocupante de futuros adversarios despechados. Pero el sustituto de Miles no se desenvolvía por el tablero con tanta pericia, y la fama del doctor Phibes languideció hasta extinguirse, como emulando los pasos del propio Miles Shackleton, que sencillamente desapareció de la faz del planeta, probablemente enterrado en alguna zanja entre feria y feria. Cuando al fin la familia se enteró del triste destino de su patriarca de boca del encargado de la barraca, decidió homenajearlo del único modo posible, manteniendo viva su memoria, haciendo correr su desgraciada historia de generación en generación, como una antorcha cuyo fuego, más de un siglo después, incendiaba las pupilas del muchacho que tras ser ejecutado se levantó del suelo, dedicó una mirada de sereno odio al palacio de Salomón, y musitó como para sí mismo, aunque en realidad estaba hablando para la Historia:





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