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Salí de Munich a las ocho de la tarde, el primero de mayo, y llegué a Viena temprano, al día siguiente por la mañana. 6 страница




Andrew agradeció el gesto de Charles, pero la historia no podía clausurarse tan fácilmente, eliminando el motivo por el cual había empezado todo. No, aquello ni siquiera podría borrarse. Gracias a la generosidad de su progenitor, Andrew recuperó su antigua vida, pero poca utilidad encontraba ahora en ser otra vez heredero de la ingente fortuna que su padre y su hermano seguían amasando. Aquello no iba a sanarlo por dentro, aunque en seguida descubrió que todo aquel dinero podía ayudar si lo dilapidaba en los fumaderos de opio de Poland Street. De tanto beber se había vuelto inmune al alcohol, pero el opio procuraba un olvido mucho más eficaz y benéfico, no en vano los griegos ya lo usaban contra diversas afecciones. Andrew se acostumbró a pasar los días en los fumaderos, chupando de su pipa recostado en uno de los cientos de colchones que, separados por exóticos cortinajes, poblaban sus estancias. En aquellas habitaciones forradas de espejos manchados de cagadas de moscas, cuyos límites se antojaban borrosos debido a la escasa luz que aportaban los mecheros de gas, Andrew extraviaba su dolor en los laberintos de un sueño etéreo e interminable, mientras un malayo enjuto le rellenaba la cazoleta de la pipa de tanto en tanto, hasta que Harold o su primo descorrían la cortina y lo sacaban de allí. Si Coleridge empleaba el opio para paliar el ridículo tormento de las caries, cómo no iba a usarlo él para mitigar el dolor atroz de su corazón roto, le decía a Charles cuando este le advertía de los peligros de la adicción. Su primo, como siempre, tenía razón, y aunque a medida que su sufrimiento fue atenuándose Andrew dejó de acudir a los fumaderos, durante un tiempo se vio obligado a andar por el mundo con los bolsillos secretamente repletos de ampollas de láudano.

Esa época duró dos o tres años, hasta que el dolor al fin desapareció, dejando paso a algo que era aún peor: el vacío, el letargo, la insensibilidad. Lo sucedido había acabado con él, había aniquilado sus ganas de vivir, había obstruido los personalísimos conductos a través de los que se comunicaba con la realidad, dejándolo ciego y sordo, arrumbándolo en una esquina del universo donde nada sucedía. Se había transformado en un autómata, en una criatura sombría que vivía por inercia, sin pretenderlo, simplemente porque la vida, la verdadera vida, nada tenía que ver con el modo en que llenaba sus días, sino que sucedía callada en su interior como un milagro sigiloso, lo quisiera o no. Se convirtió, en fin, en un alma en pena que durante el día permanecía recluida en su habitación y de noche recorría Hyde Park como un espectro al que los asuntos de los vivos habían dejado de interesar, que hasta el florecimiento natural de una flor le parecía un acto irreflexivo, baldío, sin finalidad. Durante ese tiempo, su primo se había casado con una de las hermanas Keller, no recordaba si Victoria o Madeleine, y se había comprado una elegante casa en Elystan Street, pero pese a todo lo visitaba casi diariamente, y a veces lo arrastraba a sus burdeles favoritos, anhelando que algunas de las muchachitas recién llegadas guardara entre sus piernas la llama necesaria para que el espíritu entumecido de su primo volviera a prender. Pero todo era inútil, nada servía para rescatar a Andrew del pozo en el que se empeñaba en permanecer. En los ojos de su primo, Charles, cuya perspectiva adoptaré ahora, si me permiten este poco disimulado baile de puntos de vista en un mismo párrafo en pos del efecto dramático, veía la resignación de quien ha aceptado su papel de víctima. Después de todo, el mundo también necesitaba de mártires cuyas vidas pregonaran la crueldad del Creador, su inventiva a la hora de trenzar destinos brutales. Pudiera ser, incluso, que su primo hubiese aprendido a ver lo que le había sucedido como una oportunidad para explorar su alma, para aventurarse en sus regiones más inhóspitas y oscuras. ¿Cuántas personas pasan por el mundo sin experimentar el sufrimiento en estado puro? Andrew había sentido la felicidad más plena y la agonía más atroz, había amortizado su alma, por decirlo de algún modo, la había explotado en su totalidad. Y ahora, cómodamente tumbado sobre su dolor como un faquir en su colchón de púas, parecía esperar no sabía qué; quizás los aplausos que le indicaran que la función había terminado, porque Charles tenía claro que si su primo seguía todavía con vida era porque consideraba obligado experimentar todo aquel padecimiento, ya fuera para estudiar empíricamente el dolor o para expiar su culpa, eso no importaba. Cuando creyese que ya había cumplido, ejecutaría una reverencia y abandonaría definitivamente el escenario. Por eso, cada vez que acudía a la mansión Harrington y lo encontraba allí, postrado en alguna parte pero respirando como los vivos, Charles suspiraba aliviado. Y de vuelta a su casa con las manos vacías, sintiendo que todo cuanto podía hacer por él era inútil, pensaba fascinado en el misterio de la vida, cuyo curso era tan frágil y caprichoso que podía cambiarse con la simple adquisición de un cuadro. ¿Podría volver a alterar su rumbo? ¿Podría dirigir la vida de su primo en otra dirección antes de que fuese demasiado tarde? No lo sabía. Lo único que tenía claro era que, ante la indiferencia general, si él no lo intentaba, nadie iba a molestarse en hacerlo.

En el cuartito de Dorset Street, Andrew desdobló el recorte y leyó por última vez, como si se tratase de una oración, el inventario de las mutilaciones de Marie Kelly. Luego lo volvió a doblar y se lo guardó en el bolsillo del abrigo. Contempló la cama, que no mostraba rastro alguno de lo que había sucedido allí ocho años antes. Pero aquello era lo único que había cambiado; todo lo demás estaba igual: el espejo ennegrecido, en cuyas entrañas habría quedado inmortalizado el crimen, los tarritos de perfume de Marie Kelly, el arcón con su ropa, hasta las cenizas de la chimenea pertenecían al mismo fuego que había encendido el Destripador para hacer más confortable el descuartizamiento. No se le ocurría un lugar más apropiado para quitarse la vida. Se colocó el cañón de la pistola bajo la mandíbula y deslizó el dedo por el gatillo. Aquellas paredes volverían a mancharse de sangre, y en la remota luna, su alma ocuparía al fin el hueco que le correspondía en el lecho de Marie Kelly.


 

VI

Con el cañón del revólver pinchándole la base de la mandíbula y el dedo dispuesto sobre la curvatura del gatillo, Andrew reflexionó sobre lo curioso que le resultaba haber llegado a ese punto, haber resuelto administrarse la muerte por propia mano cuando durante la mayor parte de su vida se había limitado a hacer lo mismo que los demás: temerla, presentirla en cada enfermedad, sentirla acechando a su alrededor, emperatriz pérfida de un mundo de precipicios y filos, de hielo resbaladizo y caballos traidores, burlándose de la ridícula fragilidad de aquellos que se habían autoproclamado reyes de la Creación. Toda esa angustia para finalmente abrazarla ahora, se dijo. Pero así eran las cosas, bastaba con que vivir te resultara un ejercicio estéril, sin recompensa, para querer dejar de hacerlo; y eso solo podía conseguirse de una manera. Y debía reconocer que la vaga aprensión que lo inquietaba no era de índole metafísica. El hecho de morir en sí no lo asustaba lo más mínimo, pues el miedo ante la muerte, ya sea un puente hacia algún lugar bíblico o una tabla maliciosamente tendida sobre la nada, siempre proviene de la certeza de saber que el universo no morirá con nosotros, sino que seguirá su curso, como sigue viviendo el perro tras la extracción de la garrapata. En líneas generales, apretar el gatillo significaba pues abandonar la partida, abortando cualquier posibilidad de que en la siguiente ronda le tocaran cartas mejores. Pero Andrew dudaba de que aquello pudiera suceder. Había perdido la fe. No creía que el destino le tuviese guardada una retribución que lo compensara de lo sufrido, sobre todo porque tenía la certeza de que esa recompensa no existía. Su miedo tenía una causa mucho más pedestre: el dolor que probablemente iba a producirle la bala destrozándole la quijada. Aquello no iba a resultar agradable, desde luego que no, pero era parte del plan, y así debía aceptarlo. Sintió el peso del dedo descansando sobre el gatillo y apretó los dientes, dispuesto a poner el punto y final a su calamitosa existencia.

En ese instante llamaron a la puerta. Andrew abrió los ojos, sorprendido. ¿Quién podía ser? ¿El señor McCarthy, lo habría visto llegar y venía a pedirle dinero para arreglar la ventana? Los golpes arreciaron. Maldito usurero. Si se atrevía a meter el hocico por el agujero del cristal no dudaría en dispararle. ¿Qué importaba a estas alturas seguir respetando aquella ridícula norma que prohibía disparar sobre el prójimo, sobre todo si se trataba del señor McCarthy?

—Andrew, sé que estás ahí. Ábreme.

Con una mueca de fastidio, Andrew reconoció la voz de su primo Charles. Charles, siempre Charles, siguiéndolo a todas partes, velándolo. Hubiera preferido al señor McCarthy. A Charles no podía dispararle. ¿Cómo lo habría encontrado su primo? ¿Y por qué no se rendía si él lo había hecho ya?

—Vete, Charles, tengo cosas que hacer —le gritó.

—¡No lo hagas, Andrew! ¡He descubierto el modo de salvar a Marie!

¿Salvarla? Andrew rió tétricamente. Debía reconocer que su primo tenía inventiva, aunque aquello rozaba ya el mal gusto.

—Te recuerdo que Marie está muerta —le notificó—. La mataron en esta miserable habitación hace ocho años. Cuando pude salvarla no lo hice. ¿Cómo vamos a salvarla ahora, Charles, viajando en el tiempo?

—Exactamente —respondió su primo, y deslizó algo por debajo de la puerta.

Andrew lo miró con una vaga curiosidad. Parecía un folleto.

—Léelo, Andrew —pidió su primo, hablándole ahora a través del agujero de la ventana—. Por favor, hazlo.

Andrew sintió cierta vergüenza de que su primo lo viese así, con el revólver ridículamente apretado contra la mandíbula, que tal vez fuese el lugar más inapropiado para descerrajarse un tiro. Consciente de que no se marcharía, bajó el arma al tiempo que soltaba un suspiro de disgusto, la depositó sobre la cama y se levantó para coger el papelito.

—De acuerdo, Charles: tú ganas —rezongó—. Veamos qué es esto.

Tomó la hoja del suelo y la examinó. Se trataba de una octavilla de un desvaído color celeste. La leyó sin poder creer que aquello fuera cierto. Lo que tenía en la mano era el anuncio de una empresa llamada Viajes Temporales Murray, dedicada, por increíble que le resultase, a los viajes en el tiempo. El texto decía así:

El texto venía acompañado de una ilustración que pretendía representar con más voluntad que fortuna una batalla encarnizada entre dos poderosos ejércitos. Mostraba un paisaje hecho de lo que presumiblemente eran edificios derruidos, una campiña de escombros ante la que se distribuían los dos bandos. Uno era evidentemente humano, el otro parecía formado por extrañas figuras humanoides que se antojaban hechas de metal. El dibujo era demasiado rudimentario como para poder deducir nada más.

¿Qué diablos era aquello? Ante eso, a Andrew no le quedaba más alternativa que abrir la puerta del cuartito. Charles entró y la cerró tras de sí. Se soplaba las manos por el frío, pero sonreía ampliamente, mostrando su satisfacción por haber abortado el suicidio de su primo. Al menos, de momento. Lo primero que hizo fue apoderarse de la pistola que descansaba sobre la cama.

—¿Cómo sabías que estaba aquí? —inquirió Andrew, mientras su primo posaba ante el espejo del cuartito enarbolando ferozmente el arma.

—Me decepcionas, primo —respondió Charles, vaciando las balas del cargador en el cuenco de su mano y metiéndoselas en el bolsillo del abrigo—. La vitrina de tu padre estaba abierta, faltaba una pistola, y hoy es 7 de noviembre. ¿Dónde podría haber ido a buscarte más que aquí? Solo te faltó marcarme el camino con migas de pan.

—Ya —concedió Andrew, reconociendo para sí que tenía razón. No se había molestado en disimular su rastro, precisamente.

Charles volteó la pistola, la cogió por el cañón y se la tendió a su primo.

—Listo. Ahora puedes dispararte cuantas veces quieras.

Andrew la tomó con fastidio y se la guardó en el bolsillo, haciendo desaparecer de la escena lo antes posible aquel objeto incómodo. Tendría que matarse en otra ocasión, qué remedio. Charles lo observaba con una burlona mueca de censura, esperando alguna explicación por su parte, pero Andrew no se sentía con fuerzas para convencerlo de que el suicidio era la única solución que había encontrado a su problema. Decidió eludir el asunto interesándose por la octavilla antes de que a su primo le diera por sermonearlo.

—¿Y esto? ¿Es una broma? —preguntó, agitando el papelito—. ¿Dónde lo has impreso?

Charles meneó la cabeza.

—No es ninguna broma, primo. La empresa de Viajes Temporales Murray existe. Tiene su sede en Greek Street, en el Soho. Y se dedica, como explica el anuncio, a los viajes temporales.

—Pero, ¿se puede viajar en el tiempo…? —balbuceó Andrew, incrédulo.

—Te aseguro que sí, primo —respondió Charles sin asomo de burla alguno—: Yo lo he hecho.

Se miraron en silencio unos segundos.

—No te creo —replicó al fin Andrew, buscando en la expresión grave de su primo algún pequeño gesto que lo delatara, pero este se limitó a encogerse de hombros.

—No te miento —le aseguró—. Madeleine y yo viajamos la semana pasada al año 2000.

Andrew soltó una carcajada, pero la seriedad de su primo hizo que su risa se fuera apagando lentamente.

—No bromeas, ¿verdad?

—En absoluto —respondió Charles—. Aunque tampoco merece tanto la pena, el año 2000 es un año sucio y frío, y el hombre está en guerra contra las máquinas. Pero si no lo ves es como si te perdieras la ópera de la que todo el mundo habla.

Andrew lo escuchaba sin salir de su asombro.

—Aun así es una experiencia única —añadió su primo—. Por poco que lo pienses, resulta excitante por todo lo que significa. Incluso Madeleine se la ha recomendado a sus amigas. Se quedó prendada de las botas de los soldados humanos. Se empeñó en comprarme unas en París, pero no las encontró. Demasiado pronto aún, me temo.

Andrew leyó de nuevo el folleto, comprobando que el anuncio seguía prometiendo lo mismo.

—Sigo sin creer que… —balbuceó.

—Te comprendo, primo, te comprendo. Pero mientras tú vagabas por Hyde Park como un fantasma el mundo ha seguido su curso, ¿sabes? El tiempo también pasa cuando no lo miras. Y créeme, por extraño que te parezca, durante el último año en los salones no se ha hablado de otra cosa que de los viajes temporales. Se convirtió en el asunto de debate por excelencia desde que la primavera pasada se publicó la novela que ha suscitado todo esto.

—¿Una novela? —preguntó Andrew, cada vez más perplejo.

—Exacto. La máquina del tiempo, de H. G. Wells. Es uno de los libros que te he prestado. ¿No lo has leído?

Desde que Andrew se negó a seguirlo en aquellas peregrinaciones por tabernas y burdeles con las que Charles intentaba recuperarlo para la vida, y se enclaustró en casa, su primo acostumbraba a llevarle libros en sus visitas, generalmente obras recién publicadas de autores desconocidos que, inspirados por el desmande científico que afectaba al siglo, escribían sobre máquinas que realizaban los más rebuscados milagros. Se llamaban «romances científicos», que era la traducción que los editores ingleses habían dado a los «viajes extraordinarios» de Julio Verne, un término que se había impuesto con asombrosa rapidez, y que se usaba para designar cualquier historia fantástica que intentara justificarse mediante la ciencia. Según su primo, los romances científicos habían recogido el espíritu que alumbraban las obras de Bergerac y Samósata, y desplazado a las viejas historias de castillos atestados de fantasmas. Andrew recordaba algunos de los delirantes artefactos que poblaban aquellas noveluchas, como el yelmo contra las pesadillas, una suerte de casco que funcionaba conectado a una pequeña máquina de vapor que succionaba los malos sueños y los devolvía reconvertidos en placenteros. Pero sobre todo recordaba la máquina que hacía crecer las cosas, y que un científico judío empleaba en los insectos: la imagen de Londres atacada por una plaga de moscas del tamaño de dirigibles, que combaban las torres y desmenuzaban los edificios con solo posarse en ellos, era ridículamente aterradora. En otro tiempo, Andrew hubiese devorado aquellos libros, pero de su terco desinterés hacia el universo no podía eximir, por mucho que le pesara, al mundo de la ficción: no quería bálsamos de ningún tipo, quería mirar directamente al abismo de la nada, de modo que Charles tampoco pudo llegar hasta él usando el pasadizo secreto de la literatura. Andrew supuso que el libro del tal Wells al que se refería su primo yacería en el fondo de su arcón, sepultado bajo una avalancha de novelitas similares apenas hojeadas.

Al contemplar su extraviada expresión, Charles sacudió la cabeza con teatral desconsuelo, le hizo un gesto para que volviera a ocupar la silla, colocó la otra enfrente y se sentó en ella. Ligeramente inclinado hacia delante, como un párroco que se dispone a confesar a alguno de sus feligreses, comenzó a resumirle el argumento de la novela que según él había revolucionado Inglaterra. Andrew lo escuchaba con escepticismo. Como podía deducir de su título, estaba protagonizada por un científico que inventaba una máquina del tiempo con la que viajaba a través de los siglos. Mediante el sencillo gesto de manipular la palanquita de su artefacto, el inventor se propulsaba velozmente hacia el futuro, y boquiabierto, observaba cómo a su alrededor los caracoles corrían como liebres, los árboles surgían de la tierra como surtidores de agua, las estrellas giraban en un cielo que pasaba del día a la noche en un suspiro… En aquella fabulosa y enloquecida travesía, llegaba hasta el año 802.701, para descubrir que la sociedad se había desligado en dos razas antagónicas: los bellos e inútiles elois, y los morlocks, unas criaturas monstruosas que vivían bajo tierra alimentándose de sus vecinos de arriba, a los que criaban como ganado. Al oír aquello, Andrew compuso una mueca de asco que hizo sonreír a su primo, quien enseguida se apresuró a explicarle que el argumento en sí no tenía demasiada importancia: no era más que la excusa para trazar una caricatura pueril de la sociedad de su época. Lo que había sacudido las mentes de los ingleses era que Wells trataba el tiempo como una cuarta dimensión, convirtiéndolo en una suerte de túnel fabuloso por el que era posible viajar.

—Todos sabemos que un objeto tiene tres dimensiones —explicó Charles, tomando su sombrero y volteándolo entre las manos con gestos de ilusionista—: Alto, largo y ancho. Pero para que ese objeto acabe de tener existencia, para que este sombrero forme parte ahora de esta realidad en la que nosotros nos hallamos, ha de tener una cosa más: duración. Aparte de extenderse en el espacio, ha de perdurar en el tiempo. No solo vemos este sombrero porque ocupa un espacio, sino también porque ocupa un tiempo, eso impide que se volatilice ante nuestros ojos. Vivimos, pues, en un universo tetradimensional. Si consideramos entonces que el tiempo es una dimensión más, ¿qué nos impediría recorrerla? De hecho, lo estamos haciendo. Tanto tú como yo, como nuestros sombreros, estamos avanzando en el tiempo, aunque de un modo tediosamente lineal, sin saltarnos un solo segundo, caminando inexorablemente hasta nuestra muerte. Lo que Wells se pregunta en su libro es por qué no podemos acelerar nuestro viaje, o incluso virar y viajar en sentido contrario, hacia esa región que denominamos pasado y que en el fondo no es otra cosa que hilo devanado de nuestra madeja. Si el tiempo es una dimensión espacial, ¿por qué no podemos movernos por ella libremente, como hacemos por las otras tres?

Satisfecho con su explicación, Charles volvió a depositar el sombrero en la cama. Luego estudió a Andrew, dándole tiempo para que asimilara lo que acababa de decir.

—Te confesaré que cuando leí la novela me pareció un modo bastante ingenioso de otorgarle verosimilitud a una idea que no dejaba de ser una fantasía —prosiguió un tiempo después ante el silencio de su primo—, pero no esperaba que la ciencia lo encontrara admisible. El libro se convirtió en un éxito fulminante, Andrew, todo el mundo hablaba de él. En los clubs, en los salones, en las universidades, en los descansos de las fábricas, no se comentaba otra cosa. Ya no se hablaba de la crisis en los Estados Unidos y cómo podía afectar a Inglaterra, ni de la pintura de Waterhouse o las obras teatrales de Oscar Wilde. Ahora la gente discutía sobre si los viajes en el tiempo eran o no posibles. Hasta las mujeres hacían un alto en sus reuniones feministas seducidas por el asunto. Especular sobre cómo sería el mundo del mañana o debatir sobre los eventos del pasado que debían cambiarse se convirtió en el pasatiempo favorito de Inglaterra, en el modo más efectivo de amenizar la hora del té. Eran discusiones estériles, por supuesto, ya que jamás podría llegarse a ninguna conclusión esclarecedora, salvo en los círculos científicos, donde estaba teniendo lugar un debate aún más acalorado de cuyo devenir informaban casi a diario los periódicos. Pero lo que no podía negarse era que la novela de Wells había encendido la chispa, había despertado en la sociedad el anhelo de viajar al futuro, de ir más allá de lo que nuestro frágil y perecedero cuerpo nos permitiría. Todos querían viajar al futuro, y el año 2000 se convirtió en la meta más lógica, el año que todo el mundo quería ver, pues un siglo era tiempo más que suficiente para que se inventara todo lo que quedara por inventar y el mundo se transformara en un lugar maravillosamente irreconocible, mágico, pudiera ser que incluso mejor. Todo esto no parecía en el fondo más que un juego inocuo, un deseo ingenuo. Pero dejó de serlo cuando el pasado octubre Viajes Temporales Murray abrió sus puertas. Lo anunciaron a bombo y platillo, en los periódicos, en carteles por las calles: Gilliam Murray podía hacer realidad nuestros sueños, podía llevarnos al año 2000. Pese a lo caro del billete, se formaron largas colas ante el edificio. Vi a gente que siempre había sostenido que era imposible viajar en el tiempo aguardando ante sus puertas como niños ilusionados. Nadie quería perdérselo, nadie. Madeleine y yo no pudimos encontrar plaza en la primera expedición, pero sí en la segunda. Y viajamos al futuro, Andrew. Aquí donde me ves, he estado a ciento cinco años de este momento, y luego he vuelto. Este abrigo aún tiene manchas de ceniza, huele a la guerra del futuro, incluso cogí un cascote del suelo sin que nadie me viera, una piedra que hemos colocado en la vitrina del salón, junto a las bandejas de Shefeers, y que debe de tener una réplica sumergida en algún edificio de Londres todavía intacto.

Andrew se sentía como una barca presa en un remolino. Le resultaba increíble que se pudiera viajar en el tiempo, que el hombre no estuviese condenado a ver únicamente la época en la que había nacido, ese terreno acotado por la vida de su corazón y la resistencia de su cuerpo, sino que pudiese visitar otros periodos, otros momentos que no le pertenecían, saltando por encima de su propia muerte, de la confusa hilera de sus descendientes, profanando el santuario del futuro, llegando hasta donde solo podían llegar los sueños o la imaginación. Y por primera vez en años, notó que la curiosidad se removía en su interior, que algo del mundo que existía más allá de la empalizada de indolencia tras la que se refugiaba había despertado su interés. Pero enseguida se obligó a apagar aquel tímido fuego antes de que alcanzara proporciones de incendio. Él estaba de luto, era un hombre que cargaba en el pecho con un corazón inutilizado y un alma entumecida, una criatura dispensada de las emociones, un ejemplar concluso de la raza humana que ya había sentido todo cuanto tenía que sentir. No existía en el ancho mundo motivo alguno por el que vivir, no podía existir, no sin ella.

—Es sorprendente, Charles —suspiró con hastío, fingiendo indiferencia ante aquellas travesías contra natura— pero, ¿qué tiene esto que ver con Marie?

—¿No lo ves, primo? —respondió Charles casi escandalizado—. Ese empresario puede viajar al futuro. Estoy seguro de que si le ofreces el dinero suficiente, podrá organizarte un viaje privado al pasado. Entonces tendrás a alguien a quién disparar.

Andrew abrió la boca ridículamente.

—¿Al Destripador? —preguntó con un hilito de voz.

—Exacto —respondió Charles—. Si viajas al pasado, podrás salvar a Marie tú mismo.

Andrew se aferró a la silla para no caer. ¿Era eso posible? ¿Podía viajar al pasado, a la noche del 7 de noviembre de 1888, y salvar a Marie?, se preguntó tratando de vencer su estupor. Pensar que existía una posibilidad de que eso fuera cierto lo aturdía, no solo por el milagro que suponía desandar el tiempo, sino por el hecho de volver a una época en la que ella todavía estaba viva y poder abrazar de nuevo un cuerpo que había visto despedazado. Pero, sobre todo, lo conmocionaba que alguien le ofreciera la oportunidad de salvarla, de enmendar su error, de cambiar lo que durante todos estos años había aprendido a asumir como algo que no podía cambiarse. Siempre había suplicado al Creador poder hacerlo. Al parecer, había estado rezando a la persona equivocada. Estaban en el siglo de la ciencia.





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