—Aquí al lado. En la esquina de la Crispin con Dorset Street.
Andrew no pudo menos que agradecerle la información con cuatro chelines.
—Búscate una habitación —le recomendó con una afectuosa sonrisa—. Esta noche hace demasiado frío para pasear por las calles.
—Oh, gracias, señor. Es usted muy amable —respondió la puta sinceramente agradecida.
Andrew se despidió tocándose cortésmente la gorra.
—Búsqueme si Marie Kelly no le da lo que quiere —le gritó, con un resto de coquetería que estropeaba su sonrisa desdentada—. Me llamo Liz, Liz Stride, no lo olvide.
No le costó a Andrew dar con el Britannia, un antro modesto con la fachada corrida de ventanales. Pese a que estaba bien provisto de lámparas de aceite, el humo del tabaco enfoscaba el local, que contaba con una larga barra al fondo, un par de reservados a la izquierda, y un amplio espacio repleto de mesitas de madera, cuyo suelo estaba cubierto de serrín, donde se amontonaba la bulliciosa clientela. Con sus delantales mugrientos, un ejército de taberneros circulaba a duras penas entre las mesas, como equilibristas que portaban jarras de latón rebosantes de cerveza. En una esquina, un destartalado piano ofrecía su mugrienta dentadura a los dedos de quien quisiera animar la velada. Andrew alcanzó la barra, cuya superficie estaba obstruida de tinajas de vino, lámparas de aceite y platos de queso, cortado en bloques tan enormes que más parecían cascotes rescatados de alguna escombrera. Encendió un cigarrillo en la llama de una de las lámparas, pidió una pinta de cerveza y, apoyado discretamente en el mostrador, estudió a la concurrencia arrugando la nariz ante el fuerte olor a salchichas calientes que emanaba de la cocina. Como le habían informado, allí el ambiente era mucho más tranquilo que en The Ten Bells. La mayoría de las mesas estaban ocupadas por marineros de permiso y gente del barrio, vestidos tan modestamente como él, aunque también distinguió algunas pandillas de prostitutas atareadas en emborracharse. Se bebió su cerveza despacio, intentando identificar a Marie Kelly, pero ninguna de ellas encajaba con su descripción. A la tercera cerveza empezó a deprimirse y a preguntarse qué diablos hacía allí, persiguiendo un espejismo.
Estaba a punto de marcharse cuando ella abrió la puerta del local. La reconoció enseguida. Era la muchacha del retrato, no había la menor duda, aunque se le antojó mucho más hermosa dotada de la gracia del movimiento. Parecía fatigada, pero se movía con la misma energía que Andrew le había supuesto al verla en el lienzo. La mayoría de los parroquianos permaneció insensible ante la aparición. ¿Cómo era posible que nadie reaccionara ante el pequeño milagro que acababa de suceder en la taberna?, se preguntó. Esa unánime indiferencia le hizo sentirse como un testigo privilegiado del prodigio. Y no pudo evitar recordar aquella vez que, de niño, contempló cómo la brisa tomaba la hoja de un árbol con sus dedos invisibles y la hacía bailar sobre la punta en la superficie de un charco, como una peonza, antes de que la rueda de un carro desbaratara su danza, de modo que Andrew tuvo la sensación de que la naturaleza se había aliado para realizar aquel truco de prestidigitación ante un único espectador. Desde entonces albergaba la certeza de que el universo hacía estallar los volcanes para reverencia de la humanidad, pero ponía un mimo especial a la hora de comunicarse con un puñado de elegidos, individuos que como él escrutaban la realidad como si fuera un pliego de papel pintado que cubría otra cosa. Atónito, contempló a Marie Kelly dirigirse hacia donde él se encontraba, como si lo conociera. Eso hizo que el corazón se le desbocara, pero se calmó un poco cuando ella se acodó en la barra y pidió media pinta de cerveza sin siquiera mirarlo.
—¿Cómo va la noche, Marie? —le preguntó la tabernera.
—No puedo quejarme, señora Ringer.
Andrew tragó saliva, al borde del desmayo. Ahí la tenía, a su lado. No podía creerlo, pero así era. Acababa de escuchar su voz. Una voz cansada, algo ronca, hermosa de todos modos. Y si se concentraba y desbrozaba el aire de los olores inútiles del tabaco y las salchichas, probablemente también podría olerla. Oler a Marie Kelly. Hechizado, Andrew la contempló con reverencia, constatando en cada uno de sus gestos lo que ya sabía. Del mismo modo que una caracola atesora en su interior la furia del mar, aquel cuerpo de aspecto frágil parecía contener una fuerza de la naturaleza.
Cuando la tabernera depositó la cerveza sobre el mostrador, Andrew comprendió que estaba ante una oportunidad que no podía desperdiciar. Rebuscó en sus bolsillos apresuradamente y se adelantó en pagar.
—Deje que la invite, señorita —dijo.
El gesto, tan caballeroso como brusco, le hizo acreedor de una mirada abiertamente valorativa de Marie Kelly. Ser blanco de sus ojos lo paralizó. Tal y como le había adelantado el cuadro, la mirada de la muchacha era hermosa, pero parecía enterrada bajo una capa de amargura. No pudo evitar compararla con un prado de amapolas que alguien había decidido usar como vertedero. Se sintió, no obstante, y de un modo irremediable, anegado de luz, e intentó que aquel breve cruce de miradas le resultara a ella tan significativo como a él, pero algunas cosas, y pido disculpas si hay algún alma romántica presente, no pueden expresarse con una mirada. ¿Cómo podría Andrew hacerla partícipe del sentimiento casi místico que lo embargaba en aquel instante, cómo podría explicarle, recurriendo únicamente a sus ojos, que acababa de descubrir que durante toda su vida la había estado buscando sin saberlo? Y si a ello le sumamos que la existencia que Marie Kelly había llevado hasta la fecha no la había preparado especialmente para captar las sutilezas del mundo, no se extrañarán que ese primer intento de, por llamarlo de algún modo, comunión espiritual, estuviese condenado al fracaso. Andrew hizo lo que pudo, ciertamente, pero la muchacha entendió su encendida mirada del mismo modo que interpretaba la de los demás hombres que la abordaban cada noche.
—Gracias, señor —contestó, acompañando sus palabras con una sonrisita procaz a cuya inercia probablemente le costaba sustraerse.
Tras restarle importancia a un gesto que consideraba de capital importancia con un movimiento de cabeza, Andrew descubrió aterrado que, pese a lo meticuloso de su plan, no había previsto el modo de iniciar una conversación con ella cuando la tuviese delante. ¿Qué podía decirle? Es más: ¿qué podía decirle a una puta? A una puta de Whitechapel, para ser exactos. Con las meretrices de Chelsea nunca se había molestado en hablar demasiado, tan solo lo justo para discutir la postura o la iluminación de la habitación, y con las encantadoras hermanas Keller y el resto de sus amistades femeninas, señoritas a las que no había que perturbar hablándoles de asuntos de gobierno ni de las teorías de Darwin, solo hablaba de banalidades: de la moda parisina, de botánica, y últimamente de espiritismo, aquella diversión tan de moda a cuya práctica se entregaba la mayoría. Pero ninguno de aquellos temas le pareció oportuno para tratarlo con la mujer, a la que poco podía interesarle convocar a algún espíritu casamentero para que le desvelara con cuál de sus muchos adinerados pretendientes iba a acabar casándose. Se limitó, pues, a mirarla arrobado. Por suerte, Marie Kelly conocía un modo más efectivo de romper el hielo.
—Sé lo que quiere, aunque su timidez le impida pedirlo, señor —dijo acentuando su sonrisa y acompañándola de una caricia fugaz sobre su mano que le erizó todo el cuerpo—. Por tres peniques puedo hacer realidad sus sueños. Al menos esta noche.
Andrew la contempló conmovido: no sabía cuánta razón tenía. Ella había sido su sueño exclusivo de las últimas noches, su anhelo más profundo, su deseo más urgente, y ahora, aunque aún no pudiera creerlo, al fin podría tenerla. Solo pensar que podía tocarla, acariciar aquel cuerpo esbelto que se insinuaba bajo el gastado vestido, arrancar hondos gemidos a aquellos labios al tiempo que él mismo estallaba en llamas ante su mirada de criatura ingobernable, de animal maltratado imposible de amaestrar, hizo que le recorriera de pies a cabeza un hormigueo de excitación. Sin embargo, aquel estremecimiento enseguida comenzó a transformarse en una profunda tristeza al constatar el injusto desvalimiento de aquel ángel extraviado, la facilidad con la que podía ser manoseado por cualquiera, infamado en un callejón inmundo sin que nadie en el universo emitiese una sola queja. ¿Para eso había sido creado aquel ser tan especial? No pudo sino aceptar su oferta con un nudo en la garganta, apenado por tener que tomarla siguiendo el mismo camino que todos los demás, como si su propósito no fuese distinto al del resto de sus clientes. Una vez aceptó, Marie Kelly sonrió con un entusiasmo que a Andrew se le antojó maquinal y le hizo un gesto con la cabeza para que abandonaran el pub.
Se sentía raro Andrew caminando de aquel modo tras la puta, dando pequeños pasitos de gorrión a su espalda como si Marie Kelly estuviese conduciéndolo al patíbulo en vez de a fondear entre sus muslos. Pero, ¿acaso podía desarrollarse de otro modo aquel encuentro? Desde que tropezó con el cuadro de su primo no había hecho otra cosa que adentrarse en un territorio extraño, donde no podía orientarse porque ningún detalle del camino le resultaba familiar, donde todo era nuevo y, a juzgar por las desoladas callejuelas que estaban atravesando, pudiera ser que incluso peligroso. ¿Se estaba dirigiendo despreocupadamente a algún tipo de emboscada orquestada por el chulo de la puta? Se preguntó si Harold escucharía sus gritos desde allí y, de ser así, si se molestaría en acudir en su auxilio, o aprovecharía para vengarse del displicente trato que su señor le había infligido todos estos años. Tras recorrer un trecho de Hanbury Street, una calle embarrada apenas iluminada por una farola de aceite que languidecía en una esquina, Marie Kelly le invitó a acompañarla por un estrecho pasaje que se perdía en una compacta oscuridad. Andrew la siguió, convencido de que moriría allí, o al menos sería minuciosamente apaleado por un par de tipos más grandes que él que, tras robarle hasta los calcetines, escupirían con desdén sobre su sanguinolento despojo. Así procedían en aquel barrio, y su absurda aventura tenía bien merecido un final como aquel. Pero ni siquiera tuvo tiempo de que el miedo le madurase en el pecho, pues enseguida desembocaron en un patio trasero, inmundo y encharcado, pero en el que para su sorpresa no había nadie más. Andrew echó un receloso vistazo a su alrededor. En efecto: por extraño que le resultara, estaban solos en aquel reducto hediondo. El mundo del que habían huido se manifestaba apenas como un murmullo apagado en el que destacaban las campanadas de alguna iglesia lejana. A sus pies, la luna se reflejaba en un charco como una carta arrugada que alguna amante despechada había arrojado al suelo.
—Aquí no nos molestarán, señor —lo tranquilizó Marie Kelly, apoyándose contra el muro y atrayéndolo hacia él. Antes de que pudiese darse cuenta, la puta manipuló el cierre de sus pantalones y le extrajo el pene. Lo hizo con una naturalidad pasmosa, sin el incitante ceremonial al que le tenían acostumbrado las prostitutas de Chelsea. El desapego con que lo tomó para esconderlo bajo sus faldas remangadas le dejó claro que lo que para él era un momento mágico para ella no era más que pura rutina.
—Ya está dentro —le aseguró.
¿Dentro? Andrew tenía la suficiente experiencia como para saber que la puta estaba mintiéndole, que no había hecho más que atenazarle el pene entre los muslos. Supuso que debía de tratarse de algún tipo de estrategia común entre ellas, un truco con el que, si había suerte y el cliente no se percataba o estaba lo suficientemente borracho, lograban sortear la penetración, reduciendo así el número de atropelladas intrusiones que estaban obligadas a padecer diariamente, y los engorrosos embarazos que tal caudal de esperma les acarrearían. Consciente de ello, Andrew comenzó a empujar con brío, dispuesto a participar obedientemente en la pantomima, porque en el fondo le bastaba y sobraba con rozar su encabritada virilidad en el sedoso envés de sus muslos y sentir el cuerpo de ella contra el suyo, al menos mientras duraba el simulacro. Qué importaba que todo fuese una farsa si de todos modos aquella penetración fantasma le permitía rebasar la distancia impuesta por el decoro e irrumpir en esa intimidad que solo conocen los amantes. Sentir el polen caliente de su respiración en el oído, aspirar el recóndito olor que emanaba de su cuello, y poder abrazarla hasta sentir las formas de su cuerpo acuñarse en el suyo valía infinitamente más de tres peniques. Y tenía el mismo efecto en él que otras empresas mayores, según descubrió con turbación al notar cómo se derramaba atropelladamente entre sus enaguas. Un tanto avergonzado por su escaso aguante, terminó de vaciarse en callado recogimiento, y continuó apretado contra ella, presa de un sublime trance, hasta que la sintió removerse con impaciencia. Se apartó de ella algo abochornado. Ajena a su desazón, la puta se recompuso la falda y le tendió la mano para el cobro. Andrew se apresuró a pagarle lo convenido, intentando recobrar la compostura. Tenía todavía en sus bolsillos dinero para comprarla toda la noche, pero prefirió saborear lo que acababa de experimentar en la intimidad de su lecho y arrancarle una cita para el día siguiente.
—Me llamo Andrew —se presentó con la voz aflautada por la emoción. Ella alzó una ceja, divertida—. Y me gustaría volver a verte mañana.
—Claro, señor. Ya sabe dónde encontrarme —dijo la puta, conduciéndolo a través del oscuro pasadizo por el que lo había traído.
Mientras emprendían el camino de regreso a las calles principales, Andrew se preguntó si derramarse entre sus muslos lo autorizaba a pasarle el brazo por encima de los hombros. Resolvió que sí e incluso se preparaba para hacerlo cuando tropezaron con una pareja que venía en dirección contraria caminando casi a ciegas por el angosto pasaje. Andrew musitó una disculpa dirigida al individuo contra el que había chocado y que, aunque apenas era una sombra en la oscuridad del callejón, se le antojó bastante fornido. Venía abrazado a una puta a la que Marie Kelly saludó divertida.
—Todo tuyo, Annie —dijo, refiriéndose al patio trasero en el que acababan de estar.
La tal Annie se lo agradeció con una carcajada inarmónica y tiró de su acompañante hacia el callejón. Andrew los contempló perderse en la espesa oscuridad dando tumbos. ¿Le bastaría a aquel hombretón con que ella le aprisionase el pene entre los muslos?, se preguntó al reparar en la gula con que la apretaba contra su cuerpo.
—Ya le dije que era un sitio tranquilo —comentó con desapego Marie Kelly mientras emergían a Hanbury Street.
Se despidieron lacónicamente en la entrada del Britannia. Algo desanimado por la frialdad que ella había seguido mostrando después del acto, Andrew intentó orientarse entre aquellas callejuelas tétricas en busca del coche. Le llevó más de media hora encontrarlo. Evitó mirar a Harold cuando subió al carruaje.
—¿A casa, señor? —preguntó el cochero con sorna.
La noche siguiente acudió al Britannia dispuesto a mostrarse como un hombre seguro de sí mismo y no como el petimetre inexperto y amedrentado del encuentro anterior. Debía olvidarse de sus nervios, demostrar que era capaz de adaptarse al medio, para poder desplegar ante la muchacha todo su encanto, el muestrario de sonrisas y halagos con que solía hechizar a las damas de su clase.
Encontró a Marie Kelly en una mesa arrinconada, cabeceando abatida ante una pinta de cerveza. El atribulado gesto de la mujer lo desconcertó pero, sabiéndose incapaz de improvisar un nuevo plan sobre la marcha, decidió seguir con el que había establecido. Pidió una cerveza en la barra, se sentó a la mesa de la muchacha y, con la mayor desenvoltura de la que fue capaz, le dijo que conocía un modo infalible de borrarle aquella mueca de consternación. La mirada que Marie Kelly le dedicó le confirmó lo que ya temía: había sido un comentario de lo más desafortunado. Tras aquella reacción, Andrew creyó que la mujer iba a pedirle que se largara sin gastar saliva, con un simple gesto de la mano, como quien espanta con hastío a una mosca irritante, pero finalmente se contuvo y lo observó con interés durante unos segundos, hasta que debió de parecerle un tipo tan bueno como cualquier otro para desahogarse. Dio un trago de su jarra, como si quisiera desatascarse la garganta, se limpió la boca en la manga, y le informó que su amiga Anne, la mujer con la que se habían cruzado en Hanbury Street la noche anterior, había aparecido esa mañana asesinada en el mismo patio donde ellos habían estado. A la pobre casi la habían decapitado, abierto en canal, sacado la serpentina de las tripas y extraído el útero. Andrew balbuceó un «lo siento», sobrecogido tanto por la minuciosidad del asesino como por haberse tropezado con él momentos antes del crimen. Era evidente que a aquel cliente no le había bastado con el servicio normal. Pero Marie Kelly estaba más preocupada por otra cosa. Según le dijo, Anne era la tercera prostituta que asesinaban en Whitechapel en menos de un mes. El 31 de agosto había aparecido el cuerpo degollado de Polly Nicholls en Bucks Road, frente al muelle de Essex, y el 7 de ese mismo mes el de una tal Martha Tabram tirado en la escalera de una pensión, salvajemente apuñalada con un cortaplumas. Según Marie Kelly los responsables eran la banda de la calle Old Nichol, unos chantajistas que exigían a las putas parte de sus ganancias.
—Esos hijos de perra no pararán hasta que trabajemos para ellos —escupió entre dientes.
A Andrew le conmocionó que así fuesen las cosas allí, pero no debía extrañarse, estaban en Whitechapel, aquel estercolero purulento al que Londres volvía la espalda, en el que se hacinaban más de mil prostitutas entre inmigrantes alemanes, judíos y franceses. Era normal que los acuchillamientos estuviesen a la orden del día. Marie Kelly se enjugó unas lágrimas que le habían brotado finalmente de los ojos, y durante unos minutos se abismó en un silencio concentrado, como de oración, hasta que, para sorpresa de Andrew, surgió bruscamente de su letargo, atrapó su mano y le sonrió con lascivia. La vida seguía. Pasara lo que pasara, la vida seguía. ¿Era eso lo que quería decirle con aquel gesto? Marie Kelly no había sido asesinada, después de todo, y tenía que seguir viviendo, arrastrándose por aquel barrio hediondo en busca del dinero para una cama. Andrew contempló con lástima aquella mano de uñas descuidadas, enfundada en un guante raído que ahora yacía abandonada sobre la suya, y también él necesitó unos instantes de concentración para cambiar de máscara, como un actor que antes de salir a escena precisa unos minutos de concentración en su camerino para transformase en otro. También seguía la vida para él, después de todo. El asesinato de una puta no detenía el mundo. Así que acarició con ternura la mano de la mujer, dispuesto a retomar su plan. Como quien desempaña un cristal húmedo, liberó su sonrisa de galán del velo de tristeza que la había encapotado y, mirándola directamente a los ojos por primera vez, dijo:
—Tengo suficiente dinero para comprarte durante toda la noche, pero no quiero ningún truco en un patio frío.
Aquello sorprendió a Marie Kelly y la tensó sobre la silla, pero la sonrisa que tejió Andrew enseguida la apaciguó.
—Tengo un cuarto alquilado en Miller’s Court, pero no sé si estará a la altura de su condición —respondió ella, con cierta coquetería.
—Estoy seguro de que harás que me guste —se atrevió a decir Andrew, complacido por el tono licencioso que al fin había adquirido la conversación, un registro que él dominaba perfectamente.
—Antes tengo que echar al vago de mi marido —respondió la mujer—. No le gusta que me lleve el trabajo a casa.
Andrew recibió aquel comentario como otra sorpresa más de aquella noche extraña que estaba visto que no podía controlar. Intentó que no se le notara la decepción.
—Pero estoy segura de que tu dinero lo convencerá —remató ella, divertida ante su reacción.
Fue así como Andrew descubrió que el paraíso se hallaba en el miserable cuartito en el que se encontraba ahora. Aquella noche todo cambió entre ellos: Andrew la amó con tal reverencia, recorrió su cuerpo al fin desnudo y horizontal con tanto cariño, que Marie Kelly sintió resquebrajarse la recia armadura que tanto le había llevado construir para preservar su alma, esa capa de fría escarcha que impedía que nada calara en su piel, que mantenía todo tras la puerta, fuera, allí donde no podía hacerle daño. Para su sorpresa, los besos con que Andrew iba marcando su cuerpo, como una viruela dulce, volvieron sus caricias cada vez menos mecánicas, y pronto descubrió que ya no era la puta quien estaba en aquella cama, sino la mujer necesitada de ternura que nunca había dejado de ser. También Andrew comprendió que sus modales amatorios estaban liberando a la verdadera Marie Kelly, como si la estuviese rescatando de uno de esos tanques de agua donde los magos de los teatros sumergían a sus bellas ayudantes atadas de pies y manos, o como si su orientación fuese tan buena que le eximía de extraviarse en el laberinto donde se perdían sus amantes, permitiéndole llegar allí donde nadie podía, a una suerte de rincón clausurado donde pervivía la verdadera esencia de la muchacha. Ardieron en un mismo fuego, y cuando este se extinguió y Marie Kelly, clavando en el techo una mirada soñadora, comenzó a hablar de la primavera en París, donde había estado unos años antes trabajando como modelo para artistas, y de su infancia en Gales, en Ratcliffe Highway, Andrew comprendió que aquello que sentía prendiéndole el pecho y que jamás había sentido antes debía de ser amor, porque sin quererlo estaba experimentando obedientemente todo eso de lo que hablaban los poetas. Le enterneció el tono evocador que adquirió la voz de la muchacha al describirle cómo las petunias y los gladiolos asediaban las plazas parisinas, y cómo a su regreso a Londres había obligado a todos a pronunciar su nombre en francés, el único modo que había encontrado de atesorar aquellas fragancias lejanas que suavizaban los salientes del mundo; pero también lo conmovió el deje apesadumbrado que usó para detallarle cómo colgaban a los piratas en el puente de Ratcliffe Highway para que se ahogasen con la crecida del Támesis. Y es que eso era Marie Kelly: un contraste de piel dulce y amarga, un acierto equivocado de la naturaleza, pura divagación del Creador. Cuando ella le preguntó qué clase de trabajo tenía que al parecer le permitiría alquilarla de por vida si quisiera, Andrew decidió correr el riesgo y decirle la verdad, porque aquel amor, de eclosionar, debía hacerlo bajo la verdad o no hacerlo, pero también porque la verdad —el modo en que lo había hechizado su cuadro, abocándolo a aquella cruzada absurda, a internarse en un barrio tan distinto al suyo en su busca, y el hecho de haberla encontrado—, le parecía tan hermosa y extraordinaria como uno de esos amores imposibles propios de las novelas. Cuando sus cuerpos volvieron a buscarse supo que enamorarse de ella no había sido ninguna locura, sino quizás el acto más cabal que había realizado en su vida. Y al abandonar la habitación, con la memoria de su piel en los labios, intentó no mirar a Joe, su marido, que aguardaba apoyado contra la pared encogido de frío.
Cuando Harold lo devolvió a casa, ya casi amanecía. Demasiado excitado para meterse en la cama, aunque solo fuera para recrearse en los momentos vividos junto a Marie Kelly, Andrew se dirigió a las cuadras y ensilló uno de los caballos. Hacía tiempo que no madrugaba para cabalgar por Hyde Park al amanecer, su hora preferida del día, cuando los prados estaban húmedos de rocío y el mundo parecía no haber sido aún hollado por nadie. Era absurdo no aprovechar la oportunidad. Al poco, Andrew atravesaba al galope los bosques que se erigían frente a la mansión Harrington, riendo para sí y lanzando de tanto en tanto gritos eufóricos al aire, como un soldado que festeja una victoria, porque así se sentía al recordar la mirada llena de amor con que Marie Kelly había correspondido a la suya al despedirse hasta la noche siguiente. Como si hubiese leído en sus ojos que llevaba años buscándola sin saberlo, me dirán, por lo que quizás sea este el momento oportuno para pedir disculpas por mi escéptico comentario anterior y reconocer que no hay nada imposible de expresar con una mirada. Una mirada es un pozo sin fondo donde cabe todo, al parecer. Así que Andrew cabalgaba preso de un arrebato salvaje, anegado por vez primera de una emoción vibrante y cálida que tal vez fuese justo llamar por su nombre: felicidad. Y, víctima de los efectos de tan atroz enamoramiento, cada trozo del universo por el que pasaba parecía resplandecer, como si cada una de sus piezas, los senderos acolchados de hojarasca, las piedras, los arbustos, los árboles, e incluso las ardillas que saltaban veloces entre sus ramas, estuviesen iluminadas por una luz interior. Pero no piensen que voy a enfangarme en una descripción de hectáreas de parque exaltado y poco menos que luminiscente, pues ni es plato de mi agrado ni sería cierto pues, pese a su mirada alterada, evidentemente el paisaje que Andrew recorría no padecía a su paso la menor variación, incluidas las ardillas, animalitos ya de por sí acostumbrados a ir a lo suyo.
Tras más de una hora de intenso y feliz galope, Andrew descubrió que aún le quedaba por consumir casi todo el día antes de volver al humilde lecho de Marie Kelly, por lo que debía buscar una ocupación que lo distrajese de la mortificante sensación que sin duda iba a inundarlo cuando reparase en que, a pesar de las circunstancias, o precisamente por ello mismo, el tiempo no doblaba su habitual velocidad, sino que incluso la ralentizaba con malicia. Decidió visitar a su primo Charles, movido por la inercia que siempre le había llevado a compartir su felicidad con la suya, aunque no tuviese la menor intención de decirle nada esta vez. Quizás, después de todo, lo que le tentaba era comprobar cómo se mostraría su primo ante su flamante mirada capaz de enaltecerlo todo; verificar si, cual ardilla, también resplandecía.