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CAPÍTULO 1 TORMENTA




Iacute;ndice

 

Portada

Dedicatoria

Índice

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO 1 TORMENTA

CAPÍTULO 2 LUCILA, VIUDA DE GARCÍA

CAPÍTULO 3 LA LLEGADA A MADRID

CAPÍTULO 4 UNA CAJITA DE RAPÉ

CAPÍTULO 5 PROHIBIDO ENAMORARSE

CAPÍTULO 6 DONDE LAS DAN, LAS TOMAN

CAPÍTULO 7 UNA NOCHE CON LOS ORISHÁS

CAPÍTULO 8 EN CASA DE LA TIRANA

CAPÍTULO 9 FIESTA

CAPÍTULO 10 UNA NUEVA VIDA

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO 11 1789

CAPÍTULO 12 EL DESAGRAVIO

CAPÍTULO 13

CAPÍTULO 14 GODOY EN SU LABERINTO

CAPÍTULO 15 SUEÑO

CAPÍTULO 16 ARCADIA FELIZ

CAPÍTULO 17 UN DÍA EN EL CAPRICHO

CAPÍTULO 18 EL COLUMPIO

CAPÍTULO 19 ENERO DE 1793

CAPÍTULO 20 UNA ESCAPADA

CAPÍTULO 21 PICCOLO MONDO

CAPÍTULO 22 PURO TEATRO

CAPÍTULO 23 DOS DIOSAS DESNUDAS

CAPÍTULO 24 EL BALCÓN DE LOS ENVIDIOSOS

CAPÍTULO 25

CAPÍTULO 26 UNA NUEVA ACTRIZ A ESCENA: LA CONDESA DE CHINCHÓN

CAPÍTULO 27 UN PATIO DE SEVILLA

CAPÍTULO 28 LA HERMANDAD DE LOS NEGRITOS

CAPÍTULO 29 LOS SEÑORES DE SANTOLÍN

CAPÍTULO 30 HUGO DE SANTILLÁN

CAPÍTULO 31 PECADORES POR JUSTOS

CAPÍTULO 32 EL AÑO DE LAS CONJURAS

CAPÍTULO 33 RETRATO DE LA DUQUESA DE ALBA DE BLANCO Y CON PERRITO

CAPÍTULO 34 UNA NOCHE DE AMOR

CAPÍTULO 35 POR UNA JÍCARA DE CHOCOLATE

CAPÍTULO 36 LA LLEGADA A FUNCHAL

CAPÍTULO 37 FUEGO

CAPÍTULO 38 UN CLAVO QUITA OTRO CLAVO

CAPÍTULO 39

CAPÍTULO 40 PARA ELISA

CAPÍTULO 41 PRIMERAS PESQUISAS

CAPÍTULO 42 LAS PALOMITAS

CAPÍTULO 43 MALAS NOTICIAS

CAPÍTULO 44 EL PALAFRENERO Y LA REINA DE SABA

CAPÍTULO 45 EL CAMPAMENTO DE MORENOS

CAPÍTULO 46 EL REENCUENTRO

CAPÍTULO 47 OTRO REENCUENTRO

CAPÍTULO 48 GRETA VON HOLBORN

CAPÍTULO 49 NHUONGO

CAPÍTULO 50 UN PAR DE GUANTES DE HILO

CAPÍTULO 51 MUERTE

CAPÍTULO 52 LAS RATAS

TERCERA PARTE

CAPÍTULO 53 TESTAMENTO

CAPÍTULO 54 CAMINO DEL PURGATORIO

CAPÍTULO 55 LOS orishás HACEN DE LAS SUYAS

CAPÍTULO 56 EL TORMENTO Y EL ÉXTASIS

CAPÍTULO 57 BUENAS NOTICIAS

CAPÍTULO 58 EXPULSADA DEL PARAÍSO

CAPÍTULO 59 UN SOMBRERO DE PAJA RUBIA

CAPÍTULO 60 DOS MADRES

Nota

AGRADECIMIENTOS

Créditos

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Para Martín y Mariana, los mellis,

mis nietos más pequeños y pelirrojos,

con un beso ¡grande!


Madrid, noviembre de 1788

 

 

Déjame que la vea una vez más, Rafaela. Qué guapa es mi niña, por favor, no te la lleves. Y descuida, estoy perfectamente. Además, el doctor Bonells ha dicho que puedo tenerla un poco más conmigo. María de la Luz, ése será su nombre, el que mejor le va. ¿Pero has visto qué ojos? Parecen dos esmeraldas. Aunque será mejor que avisemos cuanto antes al padre Alfonso para que le eche las aguas bautismales. Llega el verano y uno nunca sabe con estos calores, acuérdate de lo que pasó cuando yo nací.

La madre se incorpora con dificultad y separa con dedos aún débiles los encajes del embozo de la criatura para cubrirla de besos.

¿Dónde está el señor duque? ¿Le has dicho que ha llegado ya la niña?

Rafaela Velázquez la mira, pero no contesta. ¿Cuántos años hace que se conocen? No debía de ser mucho mayor que María Luz cuando la pusieron por primera vez en sus brazos y, desde entonces, siempre juntas. ¿Quién sino ella la consoló cuando estaba triste, rio sus alegrías, o riñó cuando no había más remedio? ¿Quién la vistió para su primer baile y le puso la mantilla el día de su boda? Nadie conoce a María del Pilar Teresa Cayetana de Silva y Álvarez de Toledo[1], decimotercera duquesa de Alba, como Rafaela. Tana, así la llama desde pequeña porque siempre ha sido devota de san Cayetano y ella se deja, como le consiente todo lo demás porque es para ella como una madre. A la otra, a la de verdad, también la adoraba, pero María del Pilar Ana estuvo siempre demasiado ocupada. Con sus fiestas, sus admiradores, sus recitales de poesía o, si no, con sus reuniones en la Real Academia de San Fernando, de la que llegó a ser directora honoraria. Una auténtica femme savante, opinaba la gente, una digna hija del Siglo de las Luces, de esas que hablan de Newton, se admiran con Buffon y citan a Voltaire de memoria. Tonterías. Para Rafaela, María del Pilar de Silva-Bazán y Sarmiento no había sido más que una de tantas mujeres que viven para gustar a los hombres y hacen cualquier cosa para lograrlo, incluso fingirse sabias si es lo que se lleva. Tres veces se casó y tres veces enviudó antes de dejar este mundo con poco más de cuarenta años. Pero al menos tuvo más suerte con los maridos que su hija, cavila Rafaela. A Tana, en cambio, la casaron siendo niña con José, uno de sus primos, para que no se perdiera el apellido familiar Álvarez de Toledo. Trece y diecisiete años tenían entonces, pero ni la sangre que comparten ni tres lustros de convivencia han conseguido unirlos. Él adora a Haydn, ella los fandangos, él es devoto de los ensayos de Rousseau, ella de los sainetes de don Ramón de la Cruz, a él le gusta el pianoforte y a ella las verónicas de Pepe-Hillo. Ni siquiera para tener un hijo se habían puesto de acuerdo. Hasta que empezó a ser demasiado tarde.

¿Rafaela? Rafaela, mujer, que se te ha ido al cielo el santo. ¿Has oído lo que acabo de decirte? Llama a José.

El ama se mueve despacio. No porque se lo impidan sus sesenta y muchos años, sino porque no sabe qué demonios le va a decir al duque de Alba consorte. Habría sido preferible que estuviera ausente cuando llegó la criatura. En la corte de Aranjuez, por ejemplo, como tantas otras veces, con esos afrancesados amigos suyos con los que comparte peluca empolvada y rapé. Sin embargo, en cuanto supo que su mujer guardaba cama, canceló sus citas. Tana siempre ha estado delicada de salud. Ya desde que nació apuntaba modales, rezonga Rafaela. El agua del socorro tuvieron que darle nada más nacer de tan poquita cosa que era. Después vinieron aquellas fiebres que tuvo con siete años y el mal del riñón con nueve, eso por no mencionar varias caídas del caballo como la que le produjo, según diagnóstico del doctor Bonells, una seria desviación de columna. De aquellos polvos estos lodos, y desde entonces sufre crueles dolores de cabeza que la dejan postrada durante días. Y la jaqueca tuvo que coincidir justo ahora con la llegada de la criatura, qué fatalidad.

Descansa, niña. Cierra los ojos, te hará bien. Mira, voy a ponerte a María Luz aquí, a tu vera, y así podéis dormir un ratito las dos juntas. ¿De veras quieres que mande avisar al señor duque? No sería mejor que

Comienza a llorar la niña y Cayetana se incorpora sobresaltada. Ea, ea, mi sol, no llores, mamá está aquí. Empieza a tararear una nana, pero, al mismo tiempo, hace un gesto inequívoco a Rafaela señalando la puerta:

Anda, ve por él, cuanto antes la vea, mejor para todos.

 

* * *

 

José Álvarez de Toledo es un hombre de treinta y pocos años. Viste esa mañana, como tantas otras, a la inglesa. Levita color nuez, calzón corto y chaleco con tenues rayas azul pálido y gris. Las botas de montar indican que acaba de regresar de algún paseo tempranero, también lo sugiere así el pelo empolvado pero rebelde que ahora intenta domeñar con una mano antes de descorrer los cortinajes de la habitación para que entre la luz. Así está mejor, dice, dirigiéndose a la pareja de galgos que le ha seguido hasta la biblioteca. No hay nadie más en la habitación. Ni secretarios, ni criados, ni siquiera un lacayo que le ayude con las cortinas. Trescientas dieciocho personas trajinan y se afanan en el palacio de Buenavista, en la madrileña plaza de Cibeles, pero conocen sus gustos y procuran no importunarle. Él prefiere la soledad, cuanto más completa mejor, es la única manera de pensar con método, dice. Se acerca a la mesa de su despacho. Ah, qué agradable sorpresa, dos cartas que parecen interesantes. Una del maestro Haydn, sin duda para contarle pormenores del estreno de su nueva sinfonía en los conciertos de la Loge Olympique, la otra, según constata después de ver el sello impreso en un muy original lacre verde, la remite Pierre-Augustin de Beaumarchais desde París. José sonríe. Han estado distanciados durante una larga temporada. Y es que, después de conseguir que las cortes de toda Europa se rindieran ante él y su magistral obra El barbero de Sevilla, a Beaumarchais le dio por apoyar públicamente a las pescaderas y a esos amenazantes desarrapados que, de un tiempo a esta parte, protestan en las calles de París por la carestía del pan. Alguien informó al rey de semejante ingratitud, pero su majestad no dijo nada. El bueno, el tolerante, el pacífico de Luis XVI; nunca ha tenido Francia un rey tan sensible a las necesidades de su pueblo. Así se lo ha hecho saber José a Beaumarchais en la larga carta que le mandó un par de semanas atrás. También le ha recordado que, como hijo de relojero que es, debería él saber mejor que nadie que hay ciertos peligrosos engranajes a los que es preferible no dar cuerda. Seguro que ha recapacitado y he aquí su mea culpa, reflexiona José, comprobando que el sobre, profusamente perfumado, presagia noticias en ese sentido.

El duque se dispone a apartar con cuidado los faldones de su casaca antes de sentarse a abrir la correspondencia cuando en eso llaman a la puerta. Mira con disgusto en aquella dirección y, antes de que alcance a decir nada, la figura del ama se recorta ya bajo el dintel.

Señor duque.

Rafaela, se puede saber qué pasa, no te he dicho mil veces

Tana, la señora duquesa quiero decir, desea ver al señor.

Dile que subiré más tarde, cuando me cambie para almorzar.

Me temo que desea hablar con el señor duque ahora mismo. De la niñita, usted ya sabe.

Una vez en la habitación de Cayetana, José repara en que las cortinas están corridas y reinan allí la oscuridad y el espeso olor a cirios de un templo. Tan poco salubre, piensa con disgusto. El duque es devoto de la luz natural, del aire puro, de la vida al aire libre, pero, por supuesto, no dice nada. Es preferible acabar cuanto antes con la enojosa escena.

Espero, querida, que estés mejor de tu jaqueca comenta, más irónica que educadamente.

Mírala, José, ¿no es preciosa nuestra niña?

A él no se le mueve un músculo. Por una vez se dice, la penumbra puede convertirse en su aliada. Sin embargo y por lo visto, su mujer no está dispuesta a concederle siquiera ese mínimo santuario. Acaba de ordenar que descorran todas las cortinas de la habitación mientras ella misma se ocupa de liberar a la criatura de toquillas y rebozos para que su marido pueda verla bien.

José Álvarez de Toledo, futuro duque de Medina Sidonia por derecho propio y duque de Alba por matrimonio, pierde entonces y por primera vez en años la compostura inglesa de la que se siente orgulloso:

¡Carajo! ¿Pero te has vuelto loca o qué?

Sobre la almohada, la larga trenza de Cayetana se entrevera y confunde con el ensortijado pelo de su hija, oscuros ambos como noche sin luna. Pero ahí acaba todo parecido. La criatura que acuna su mujer aparenta tener unos tres meses de edad, de extremidades bien formadas, sus largos y elegantes dedos parecen dignos de una futura pianista. Tiene facciones regulares, nariz y orejas perfectas que parecen esculpidas a cincel, y unos sorprendentes ojos verdes que resplandecen como luciérnagas en una piel completamente negra. Bueno, mulata para ser exactos, puntualiza José, que hasta en los momentos difíciles procura ser preciso en sus juicios. Prieta, parda, bruna, ¿cuál será el término correcto para su tono de piel? Quién sabe, pero desde luego no se va a poner a hacer cábalas en este momento.

¿Se puede saber atina a decir al fin mientras clava sus uñas en la palma de la mano intentando contenerse se puede saber qué farsa es ésta?

¡Ha sido un regalo, señor! Un regalo del cielo.

Es Rafaela quien ha empezado a dar las explicaciones.

Cuenta entonces cómo, aquella misma mañana, de parte de Manuel Martínez, sí, ese empresario y director teatral a quien Madrid entero admira, todo un caballero, había traído un moisés con la criatura.

Él sabe continúa diciendo atropelladamente el ama lo mucho que la señora duquesa ha deseado siempre un hijo. Han sido tantos años, tantos embarazos malogrados, ¿verdad que sí, mi niña? Y dice ese señor que en cuanto la vio, tan rebonita y con estos ojos como dos faros, no se pudo resistir, enseguida pensó en nuestra Tana. Además, la criatura está completamente sana, señor, y se sabe bien quién es su madre. Una negra recién traída de Cuba por cierta noble dama cuyo marido murió durante la travesía. Dizque no puede mantener a ambas ahora que es viuda y por eso se ha decidido a vender a la niña. Puso un aviso en los diarios como es costumbre, y el señor Martínez, que ya andaba en busca de una prenda parecida, al verla tan graciosa decidió comprarla como un acto de misericordia. Una transacción completamente legal, señor duque, aquí están los papeles que lo atestiguan, venían dentro del moisés.

Una negra, una niña negra es todo lo que acierta a decir José.

No le corrige Cayetana, incorporándose en la cama para tenderle la criatura. No una niña cualquiera, José, mi hija, nuestra hija de ahora en adelante.

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO 1 TORMENTA

 

Tres meses atrás

 

Parecía como si la tormenta y su tormento hubieran decidido confabularse en su contra. Con cada embate del vendaval, con cada ola que se estrellaba contra el casco de la nave, a Trinidad le crecían los dolores. La primera punzada la había sentido horas atrás, hacia las ocho de la mañana, pero entonces prefirió ignorarla. Era menester aprovechar que Lucila, su ama, había amanecido ese día con un nuevo achaque de lo que ella misma llamaba su mala salud de hierro, y eso le permitiría hablar a solas con Juan. Intercambiaron inteligencia durante el desayuno. Una mirada, un simple gesto les había bastado siempre para entenderse. Cerca del castillo de popa, igual que ayer, así decían sus ojos. Nadie vio ni sospechó nada. Ni las dos beatas de Camagüey con las que sus amos compartían mesa en el comedor durante la travesía, ni tampoco aquel matrimonio tan estirado que embarcó con ellos en el puerto de La Habana. Aunque ahora que Trinidad hacía memoria, ella una mujer de mediana edad y un pelo de un rojo demasiado violento para latitudes cubanas sí había hecho un pequeño comentario la noche anterior. ¿Qué fue exactamente? Algo así como: Dígame, señor García, Trinidad, la mulata joven que viaja con ustedes, es de esas esclavas que se crían en casa, no me diga que no. Como si supiera. Como si adivinara que Juan y ella tenían un vínculo que los unía desde la cuna. La madre de Juan había muerto de puerperales dos semanas después del parto y a la de Trinidad, que acababa de tenerla a ella un par de días antes, le tocó alimentar a los dos. Más tarde vinieron juegos infantiles, baños en el río, siestas en los platanales hasta que un día, sin que ninguno supiera muy bien cómo, tanta libertad clandestina se les había vuelto amor. Se equivoca, señora mintió Juan, como tantas otras veces. No sé de qué me habla. Eran ya demasiadas las historias de abusos que se contaban con esclavas e hijos del amo como protagonistas como para dejar que aquella mujer pensara que la de ellos era una más. Tampoco había visto Juan la necesidad de contarle nada a su futura mujer cuando con diecisiete años él, treinta ella, a punto de quedarse para vestir santos, los casaron. Lucila era la heredera de la mayor plantación de Matanzas y él pertenecía a la más vieja (y arruinada) familia del lugar. La alianza ideal para que un día uno de sus hijos heredara posición y también fortuna. El destino quiso, sin embargo, que, once años más tarde, el único hijo engendrado por Juan creciese ahora en el vientre de Trinidad. ¿De cuánto tiempo estaría? Difícil saberlo. Nunca había sido regular en esas cosas, y luego, con los trajines de la partida, ni siquiera reparó en las sucesivas faltas. Tampoco más adelante, cuando otros indicios obvios empezaron a alertarla, su cuerpo pareció deformarse demasiado, de modo que para qué contarle a nadie, ni siquiera a su madre, un secreto que sólo Juan conocía. Bastaba con ponerse ropa más holgada (al fin y al cabo, nadie repara en cómo viste una esclava) hasta llegar al otro lado del océano. Con sus escalas y frecuentes tormentas, un viaje como aquél, le había explicado Juan, podía durar hasta cincuenta días. Entonces decidirían qué hacer, sería todo más fácil una vez llegados a Cádiz.

Sólo una cosa te pido le había dicho ella aquella misma mañana cuando se encontraron en el castillo de proa después del desayuno. Que nuestro hijo sea libre. Él se lo había prometido y ella le creyó. ¿Por qué no? Juan no era el primero ni desde luego sería el último amo que daba libertad a uno de su sangre. Existían, Trinidad lo sabía, varios precedentes, tres incluso en plantaciones cercanas a la de los García.

Parecía todo tan fácil allí, solos los dos en cubierta, riendo con el viento a favor y la primera línea de la isla de Cabo Verde dibujándose ya en el horizonte, que a Trinidad le dio por soñar. Era gratis y, además, ella rara vez perdía la sonrisa. Pero había una razón adicional para hacerlo ahora. Poco antes de partir, había oído, al descuido, una conversación entre el hermano Pedro, el capellán de los García, y uno de los dos capataces ingleses que trabajaban para la familia. Robin, que así se llamaba aquel hombre, se burlaba de cierto suculento chisme que corría por los alrededores. Contaban que el viejo Eufrasio, uno de los ricos del lugar, al enviudar, no sólo había dado la libertad a un hijo habido con una de sus esclavas, sino que, por su setenta cumpleaños, planeaba casarse con ella. Vaya chochera rio Robin. En Jamaica, en Barbados, en Carolina del Norte o cualquiera de nuestras colonias ese viejo pasaría la noche de bodas bebiendo agua con gusanos en la cárcel. Muy cierto le había replicado el fraile. Ésa es la diferencia entre nosotros. Vuestras leyes no sólo prohíben los matrimonios, sino que castigan con dureza todo trato carnal con negros. Las nuestras, en cambio, están basadas en los preceptos de la Santa Madre Iglesia. ¿Y qué?, había preguntado despectivamente el capataz. Pues que esta Santa Madre nuestra puede tener y desde luego tiene multitud de pecados sonrió el fraile, pero al menos reconoce como iguales a todas las criaturas de Dios, por eso en nuestras colonias ambas cosas están permitidas.

Y era tan infinito el horizonte, tan bella esa tierra cerca de la que navegaban, que a Trinidad le dio por soñar un rato más. Se le ocurrió entonces que, cuando desanduvieran esa misma ruta de vuelta a Cuba, todo podía ser distinto. Ama Lucila se había empeñado en ir a España un par de años para cambiar de aires y ver si mejoraba esa mala salud, que siempre invocaba, pero, tarde o temprano, tendrían que volver a casa. Tantas cosas podían ocurrir de aquí a entonces. A diferencia de ama Lucila, tan llena de achaques fingidos o verdaderos, Juan y ella eran sanos, jóvenes y tendrían un hijo en común. ¿Quién podía asegurar que el futuro estaba escrito o marcado a fuego de antemano? Nadie.

Apenas dos horas más tarde ni el horizonte infinito ni tampoco la costa de Cabo Verde continuaban en su lugar. O al menos eso parecía después de que un manto de niebla corriera sobre el mar convirtiendo el día en noche.

Uno, dos, tres, cuatro Trinidad sabía desde niña que contando muy despacio desde el estallido de un relámpago hasta oír el sonido del trueno, se podía adivinar a cuántas millas de distancia estaba el ojo de la tormenta. Uno, dos y ni falta le hizo llegar a tres para ponerse a rezar con todas sus fuerzas. Bastaba con ver las horrorizadas caras de los pasajeros que tenía en derredor. Muchos de ellos se habían congregado en el comedor principal porque desde allí, y en apariencia a resguardo, alcanzaban a ver cómo se iluminaba el océano a la luz, no sólo de los relámpagos, sino, sobre todo, de los rayos que asaeteaban un mar denso y oscuro como el plomo.

¡Reducir paño! ¡Prepararse para tomar rizos! ¡Amurar a barlovento!

Las órdenes se sucedían sin que ninguna pareciera surtir efecto sobre la estabilidad de la nave, que cabeceaba chirriante, embarcando agua cada vez que la proa se hundía hasta arrancar espumarajos a las olas. Las beatas de Camagüey se abrazaban mientras que el matrimonio habanero prefería desgranar jaculatorias que otros pasajeros no tardaron en corear con similar fervor. ¿Y Juan? Trinidad se dijo que quizá hubiera bajado a los camarotes para asegurarse de que ama Lucila estaba bien y ayudarla a reunirse con los demás.

Soy la señora de García, ¿alguien sabe dónde está mi marido? ¡No comprendo cómo se las arregla este hombre, nunca está conmigo cuando lo necesito!

Trinidad se volvió hacia la puerta al oír la voz áspera de su ama. Su figura alta y seca se abría camino entre los pasajeros.

Yo me crucé con alguien en cubierta cuando arreciaba ya la tormenta intervino un marinero. Tal vez fuera él, apenas se veía nada a dos palmos. Le grité que volviera atrás, que se pusiera a cubierto, rediós, pero él porfió que su mujer estaba abajo y allá que se fue sin encomendarse a santos ni a diablos.

¡Mentira! Yo subí en cuanto esta maldita nave empezó a menearse como una sonaja. Nos hubiéramos cruzado en el camino. Tuvo que ir en otra dirección, aunque ya me barrunto cuál

Serénese, señora. Seguramente su marido bajó y, al no encontrarla, ha preferido aguardar allí la tranquilizó el contramaestre. Es lo que haría cualquier persona sensata, no moverse de donde está.

¿Y qué va a hacer usted al respecto? ¡Ordene que bajen por él ahora mismo!

Nadie se moverá de aquí, es imposible dar un paso en cubierta respondió el marino, empezando a perder la paciencia. Pero descuide añadió luego, más conciliador. Las tormentas en esta zona del Atlántico son tan cortas como escandalosas. En un rato todo habrá pasado.

Desdiciendo sus palabras, un bandazo a babor y otro más violento a estribor logró que Lucila y el contramaestre acabaran una en brazos del otro.

¡Apártese! ¡No me toque! Habrase visto tamaño descaro Pero, Dios mío, nos hundiremos sin remedio. ¿Qué va a ser de mí?

¡Mirad la que se nos viene encima!

Un muro de agua gris más alto que el palo de mesana se cernía desde estribor y el pánico se adueñó del pasaje.

Virgen de la Caridad, yo no sé nadar.

Ni yo tampoco.

¿Y de qué sirve nadar si estamos lo menos a cinco millas de la costa?

¡Maderas, maderas!

¿De qué carajo habla usted?

De esos troncos y maderos que hay apilados sobre la cubierta. ¿No se han fijado? Son una precaución obligada por si alguien cae al agua durante la travesía, o se produce, Dios no lo permita, un naufragio.

¿Habrá suficientes para todos?

¡Yo quiero el mío!

¡Y yo!

¡Vamos, salgamos a cubierta, mejor que se nos lleve una ola que ahogarnos aquí encerrados como ratas!

Varios pasajeros se precipitaron hacia la puerta, pero un nuevo y brutal bandazo se ocupó de derribarlos y echarlos a rodar como piezas de bolera. El barco, que acababa de arriscarse más que nunca, quedó esta vez en vilo durante unos segundos que se hicieron eternos para desplomarse después con una violencia tal que por los aires volaron sillas, taburetes, botellas, platos y todo lo que no estaba anclado al suelo.

Trinidad notó entonces un golpe en la cabeza que casi la derriba. El brazo metálico desprendido de uno de los candelabros del techo le había abierto una brecha en la frente. Pero ni siquiera le dio tiempo a llevarse la mano a la herida. Otra punzada más dolorosa la obligó a doblarse sobre sí misma. Dios mío, no, ahora no, no puede ser, es demasiado pronto, ¿o quizá no lo sea tanto?. Si al menos supiera con certeza de cuántos meses era su embarazo

De siete lunas, muchacha, ni una menos, eso había sentenciado Celeste, la otra esclava que viajaba con los García, una negra vieja que se preciaba de entender de estos y de otros muchos entuertos. Así que harás bien en vendarte el vientre un poco más si no quieres que el ama te muela a palos. Eso y rezar, chica, para que a la criatura no le dé por salir antes de que avistemos tierra, había añadido como pájaro de mal agüero. Pero al rato ya estaba fumando su vieja cachimba y riendo al tiempo que le echaba los caracoles para asegurar que no había cuidado, que la niña Porque será hembra, eso dalo por seguro, mhijita, yo no me equivoco nunca tenía la bendición de Oshun, señora de las parturientas. Y si al nacer, va y saca los ojos tan verdes de alguien que yo sé continuó mientras le señalaba el vientre con su humeante pipa, puedes considerarte afortunada. De ese bendito color, muchacha, dependerán muchas cosas, acuérdate de lo que te digo.

Un grito de dolor le trepó garganta arriba y Trinidad se vio de pronto agradeciendo a Oshun, a todos los orishás y también a la tormenta la posibilidad que le daban de gritar y retorcerse sin que nadie sospechara el verdadero motivo. Durante quién sabe cuánto rato continuó así, tratando de acompasar sus quejidos a los lamentos de otros pasajeros cada vez que su vientre se contraía, al tiempo que rogaba a todos los dioses yorubas y cristianos que fuese, por favor, por caridad, sólo una falsa alarma. Si los orishás u otros santos la oyeron, sólo tuvieron a bien concederle un armisticio. Poco a poco, los chirridos del barco empezaron a dar paso a sonidos más sosegados, más rítmicos. No cesaron del todo los bandazos, pero por lo menos permitían ahora caminar y moverse por la nave.

Dos, tres, cuatro, cinco, seis igual que al principio del temporal Trinidad había calculado la distancia a la que estaba la tormenta por los segundos que separaban el relámpago del trueno, descubrió que también podía medir el tiempo que mediaba entre sus cada vez más frecuentes espasmos y aprovechar las treguas para intentar alcanzar primero la cubierta y, de ahí, poco a poco, dirigirse al sollado. Así llamaban los marineros a la gran estancia sin apenas ventilación que había en el fondo de la bodega donde dormían los esclavos. ¿Se habría refugiado alguno allí durante el temporal? Con que hubiera uno solo, podría pedirle que avisara a Celeste, ella sabría qué hacer.

Veintitrés, veinticuatro, veinticinco Acababa de salir a cubierta cuando se cruzó con la mujer de pelo rojo y Trinidad casi ríe al verla tan desmadejada y temblona como ella. Con Dios, señora, alcanzó incluso a decirle mientras encaminaba sus pasos a estribor. Su idea era atravesar la cubierta, llegar desde el comedor en el que ahora se encontraba hasta la escala principal que había allá en proa, en el otro extremo de la nave, y bajar luego a las cubiertas inferiores Cincuenta y ocho cincuenta y nueve sesenta No lejos de donde está pero en la amura de babor, alcanza a oír a Lucila, que pregunta de nuevo por Juan, esta vez a un grupo de esclavos.

Setenta y nueve ochenta ochenta y uno Trinidad habría dado cualquier cosa por poder detenerse unos segundos y escuchar algo más de aquella conversación, tratar de averiguar dónde se encuentra Juan, pero ciento dos, ciento tres, ciento cuatro aún le resta bajar con tiento la escala principal agarrándose bien al pasamanos, recorrer toda la cubierta inferior donde se alinean los camarotes principales antes de llegar al fondo y bajar un segundo tramo de peldaños hasta alcanzar el sollado.

¿Estás bien? ¿Te ayudo?

Trinidad nunca antes había visto a la pasajera que tiene ahora delante. Acababa de salir de uno de los camarotes de segunda clase. Rubia, ni muy joven ni muy vieja, su aspecto recuerda vagamente a un pájaro. No parece una criada, pero tampoco viste como las damas ricas que viajan con los García en los camarotes de primera.

No me extraña que estés mareada como una cuba, ven, apóyate en mí le dice a Trinidad mientras la coge por un brazo. Pero en ese momento un nuevo espasmo más fuerte que todos los demás la delata.

¿Se puede saber qué te pasa, negra?

Nada, señorita, por caridad se lo pido, no diga nada, estoy bien





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