Apenas dos días después de la fiesta, Trinidad se despedía con pena de la Tirana, también de doña Visitación y sobre todo de Luisita, que madrugó mucho para verla partir.
—Vamos, anima esa cara, seguro que nos volvemos a ver, Madrid no es tan grande —le había dicho con su sonrisa inalterable, pero Trinidad ya no estaba tan segura porque el camino a casa de su nueva ama se le estaba haciendo eterno. ¿Adónde la llevaban? Debió de quedarse incluso dormida con el traqueteo del carro, lo cual tiene su mérito porque sus acompañantes de ruta eran tan inertes como llenos de perfumes: tres sacos de coles, dos de nabos y uno de cebollas, eso por no mencionar a otros aún más olorosos. Como una cabeza de cerdo confitada, un par de jamones de buen tamaño y varias libras de salchichas.
La habían recogido poco después de las cuatro de la madrugada y su primer contacto con su próximo empleo fue en aquel viaje que, cada semana, realizaba el más rústico de los coches ducales, trayendo y llevando vituallas.
—Acomódate donde puedas, morena, a ver si te crees que esto es un landó. —Algo así le había dicho el cochero antes de añadir—: El saco más mullido es el de las coles, te lo digo por experiencia. Pero ay de ti como lleguen amustiadas, desde ya te aviso que el cocinero tiene larga la mano.
—¿Vamos lejos? —se había atrevido a preguntar y el cochero, haciendo restallar su látigo, masculló que no, que el palacio estaba a poco más de una legua y que no alcanzaba a comprender a qué venía tanto miramiento con una esclava. Que bien podía haber ido a pie, una caminata de una horita o dos nunca había matado a nadie, qué carajo.
—Aunque quizá lo hayan dispuesto así para que no te des las de Villadiego, morena —caviló a continuación—, que los negros sois rufianes y no ibas a ser la primera que aprovecha para desaparecer. Al final, ya ves cómo son las cosas —añade filosóficamente—: a un criado que cobra su jornal se le obliga a ir a casa de sus nuevos amos a golpe de pinrel o pagando de su bolsillo mientras que a una esclava la llevan en coche como una madama.
Después de aquello, el hombre se había sumido en un silencio huraño. La noche era desapacible y sin luna y Trinidad decidió dejarse llevar arrullada por los bamboleos del carro. Así debió de quedarse dormida porque lo siguiente que recuerda es al cochero zarandeándola.
—¡Arriba, negra, pues sí que empezamos bien! Venga, coge ese saco de nabos y sígueme. Lo dejarás en la cocina y luego me han dicho que te lleve ante el administrador. ¿A qué esperas?
Mientras obedece, Trinidad observa cómo las primeras luces del día tiñen de rojo las paredes del palacio de Amaranta. Se trata de una austera mole de tres plantas que se levanta alrededor del patio central en el que ahora se encuentran.
El palacio que Trinidad llama «de Amaranta» en realidad se denomina El Recuerdo, y se encuentra a legua y media de la Puerta del Sol, en el pueblo de Chamartín, donde compite en importancia con el del duque del Infantado. A su derecha, se extiende un erial y, a su izquierda y hasta donde la vista alcanza, un bosque de pinos. Más de trescientas personas entre braceros, centinelas y criados domésticos trabajan en la propiedad, que consiste en el edificio central y algunas casas de labor de aspecto bastante lamentable. Sin embargo, todos éstos son detalles que Trinidad tardará aún en conocer porque hay asuntos más urgentes a los que atender, como personarse ante el administrador, por ejemplo.
—Vaya, ¿qué tenemos aquí? Otro caprichito de la señora duquesa, ya veo —así la saluda aquel hombre. Tiene el aspecto curtido, descreído y marcial de un viejo militar y la observa a través de unos anteojos de plata que, cada tanto, retira de su cara para limpiar pese a estar inmaculados. Trinidad, que no sabe qué responder, opta por tenderle la carta que la Tirana, a instancias de Martínez, le ha escrito a modo de presentación y él, tras echarle apenas un vistazo, frunce con desagrado su labio superior—. Así que encañonadora, qué te parece…
—¿Cómo dice, usía?
—Encañonadora, planchadora, experta en alisar puntillas y rizar bodoques, también se le da bien la peluquería… Ésas son, según esto —añade, dando un golpe a aquel papel con el dorso de la mano—, tus habilidades. Yo pido braceros y mozos de cuadra y la señora te contrata a ti.
—«Contratar» no sé yo, la morena es esclava —corrige el cochero que la ha acompañado hasta ahí, pero el matiz no parece interesar a su interlocutor.
—Libre o esclava, es otro estómago a llenar. ¿Y total para qué? Para poco de provecho. ¿Cuál es tu nombre?
—Trinidad, señor.
—¿Cuántos años tienes?
—Dieciocho.
—Suerte la tuya. Por lo menos no engrosarás la Corte de los Milagros de la señora duquesa, demasiado vieja, demasiado normal, también.
—¿Cómo dice, usía?
Pero el administrador tampoco parece que quiera iluminarla sobre ese punto. Acaba de despedir al cochero y, hecho esto, agita una campanilla de bronce que tiene sobre la mesa repleta de facturas.
—Anda, ve con Genaro —le dice, encomendándola al mozo que acude a su llamada—. Además de almidonar puñetas y encañonar golas, sabrás mondar patatas, supongo, y fregar suelos y dar de comer a las gallinas y recoger los desperdicios y vaciar orinales. Aquí se empieza desde abajo. Y tú —le dice a Genaro— llévatela, que deje sus cosas en el dormitorio de fregonas y pinches y luego la acompañas a la granja a que le busquen faena, aquí se hacen las cosas a mi manera, al menos mientras yo esté al frente de la intendencia. Ay, rediós, si el viejo duque, mi señor, levantara la cabeza —suspira—, al punto se volvía a morir pero de un cólico miserere al ver en lo que esa mujer ha convertido El Recuerdo…
Mientras recorre, dos pasos detrás de Genaro, los largos y fríos pasillos del palacio, Trinidad trata de adivinar cómo será la vida entre aquellas paredes. Pronto abandonan la parte noble, que le ha parecido desangelada, y empiezan a descender hacia las entrañas del edificio. Aquí los perfumes son otros. Si arriba olía a moho, cuero y metal, allí reina un entrevero de hedores que Trinidad prefiere no tener que identificar. A su derecha puede ver lo que parece una sala de despiece. Una decena de pollos muertos cuelgan de una barra de cobre esperando ser desplumados y, al fondo, hay un gran jabalí abierto en canal al que dos ayudantes de cocina se disponen a desollar.
—Parece que vive aquí mucha gente —se atreve a comentar. No hay respuesta—. ¿Cuántos criados somos? —intenta nuevamente. Misma reacción—. ¿Hay algún otro esclavo?
Genaro la mira entonces como si la viera por primera vez.
—Cuanto antes lo aprendas mejor para ti, morena. Aquí no son bienvenidas las preguntas.
El resto del camino lo recorren en silencio. Trinidad se limita a observar lo que la rodea. Una vez atravesadas las salas de despiece, vuelven a salir al exterior del palacio y se dirigen a otro edificio de aspecto más lúgubre. Adosado a él hay lo que parece un enorme gallinero a juzgar por los enloquecidos cacareos que se oyen desde fuera. El aire huele a excrementos y sangre, pero tampoco se detienen ante este bullicioso hangar, sino que van directos a una choza larga y estrecha que hay un poco más allá.
—Entra y deja tus cosas donde puedas.
Genaro acaba de abrir la puerta para descubrir el interior de un dormitorio en el que se alinean lo menos veinte camastros uno al lado de otro, todos de madera oscura, idénticos.
—Ponte cómoda —le dice su guía, irónico—. Voy a avisar de tu llegada.
—¿A quién va a…? —empieza a preguntar Trinidad, pero decide dejar inacabada la frase.
—Así está mejor. En El Recuerdo, los negros miran y callan.
SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO 11 1789
–Pero vamos a ver —comienza diciendo el conde de Tairena, un viejo terrateniente extremeño que mira aburrido al duque de Alba al trasluz de su copa de armañac—. ¿A qué tanta preocupación y qué demonios tiene que ver con nosotros todo esto? Si no estoy mal informado, y me informo a través de los mismos periódicos que usted, lo único que ha ocurrido es que hace unos días en París, es decir, nada menos que a doscientas cincuenta leguas de aquí, unos descamisados han tomado por asalto la Bastilla. ¿Y qué es la Bastilla, mi querido amigo? Sólo una vieja cárcel en la que, por no haber, no había más que siete prisioneros cuando irrumpió la turba.
—En efecto —abunda el marqués de Viasgra, aprovechando para regalar a los presentes la mejor sonrisa de su ya famosa dentadura postiza—, a mí me han dicho que cuatro de ellos eran falsificadores, dos perturbados mentales, y el último, un libertino encarcelado a petición de su propia familia que ya no aguantaba sus excentricidades y dispendios. Eso es lo que encontraron los revoltosos al irrumpir en lo que ellos llamaban un símbolo de la tiranía y el oprobio. Sin embargo, lo que más me ha entretenido leer en la prensa, y permítanme la frivolidad es que, si llegan a asaltar la cárcel sólo diez días antes, habrían encontrado allí al mismísimo marqués de Sade.
—¿Cómo así? —se interesa Tairena.
—Pues verá usted, él fue uno de los causantes de que tomaran la Bastilla. Resulta que, antes de que lo trasladaran de allí a un manicomio, porque está loco como una sonaja, se dedicaba a trompetear obscenidades y disparates desde lo alto de las murallas con un altavoz que él mismo se fabricó con un viejo orinal. Cuando no gritaba procacidades, se dedicaba a enardecer y encocorotar a las masas. «¡Nos están envenenando! ¡Venid a salvarnos! ¡Nos quieren masacrar…!». Realmente es una lástima que ya no estuviera allí cuando irrumpió la plebe. De ser así, habrían tenido todos ocasión de admirar su «humilde» celda.
—¿Y cómo era? —interviene el barón de Estelet, un joven recién llegado de provincias para el que asistir a una reunión de lo que ahora llaman en Madrid un «club de caballeros» en la estela de los que existen en Londres es una muy grata novedad.
—Pues apunte, pollo, para que pueda contarlo por ahí cuando alguien se mese los cabellos llamando a la Bastilla un monumento al despotismo y a la decadencia de nuestra clase —retruca Viasgra—. He aquí cómo era el acomodo del divino marqués entre rejas: para que se sintiera en casa, contaba con un escritorio de ébano, un tapiz de gran tamaño con el que alegrar las paredes, cama con dosel y un armario de dos puertas en el que guardaba un vestuario completo, incluidos un frac, una bata de pelo de camello, una selección de sombreros y, por supuesto, todo un aparejo de toilette confeccionado en el más bello marfil. Como su calabozo constaba de dos amplias habitaciones, la segunda estaba destinada a su solaz con una biblioteca personal de ciento treinta volúmenes. De este modo, cuando se cansaba de leer, podía organizar allí timbas a las que invitaba a sus carceleros o partidas de billar que duraban hasta altas horas de la madrugada. Menuda cara de imbéciles se les habría quedado a los revoltosos si después de irrumpir a sangre y fuego a salvarle de su cautiverio, llegan a encontrarse con esta suite.
—Usted mismo lo ha dicho —interviene el duque de Alba, intentando añadir a la conversación una nota de cordura—, a sangre y fuego, así fue el ataque, y le recuerdo que la cabeza del gobernador de la cárcel acabó horas más tarde ensartada en una pica después de que la turba despedazara su cuerpo. Como en efecto todos hemos leído los mismos periódicos y tenemos acceso a las mismas noticias que llegan de París, confío en que conozcan también la anécdota del duque de Liancourt.
—No —responde Estelet—. ¿A qué se refiere?
—Liancourt, que es el gentilhombre encargado de despertar a su rey cada mañana, al día siguiente de la toma de la Bastilla le relató, como es lógico, los sucesos acaecidos la víspera y el modo en que el pueblo de París había decidido tomarse la justicia por su mano. «¿Se trata entonces de una revuelta?», comentan que dijo Luis XVI, a lo que el duque respondió: «No, sire, no es una revuelta, es una revolución».
—Bah —bosteza Viasgra—, qué ingenioso es ese tal Liancourt y cómo le gusta hacer lindas frases. Todo el mundo sabe que «revolución» es un término que sólo se usa en astronomía y se aplica únicamente al movimiento de los planetas en el espacio, nada más.
—Pues bien puede suceder que a partir de este momento empiece a significar una cosa bien distinta —colabora el joven Estelet.
—Tonterías, pollo, las palabras tienen el significado que tienen. Y mejor hará usted, si quiere que le sigamos invitando a nuestras tertulias, en intervenir lo menos posible, ¿verdad, Tairena?
La conversación, que tiene lugar en la sala de fumadores del club con vistas al Palacio Real, pronto evoluciona hacia asuntos más locales, más domésticos. El año 1789, que va ya por su séptimo mes, ha sido tan pródigo en acontecimientos que es difícil mantenerse al día. A la muerte de Carlos III, acaecida a finales de 1788, le sucedió la ascensión al trono de los príncipes de Asturias. El hecho de que se hable de ellos siempre en plural da cuenta de quién manda en ese real matrimonio. Sin embargo, no es tanto la inquietante influencia de María Luisa de Parma sobre su marido lo que preocupa a los miembros del club de caballeros, sino en quién depositarán los nuevos reyes su confianza para gobernar y cuáles los nombres que estarán más cerca del poder.
—Deje por tanto que los franceses se preocupen de sus revueltas o revoluciones o como quiera llamarlas, que nosotros ya tenemos bastante con lo de acá —opina Tairena, que abriga esperanzas de que el nuevo rey pose sus ojos en él, no en vano es grande de España y hombre reputado—. Mire lo que estamos viviendo en este país de nuestras desdichas: incertidumbre, corrupción, desgobierno… y, para colmo, tenemos lo de Floridablanca. ¿No le parece a usted suficiente sainete?
A Estelet le gustaría preguntar a qué se refiere Tairena con «lo de Floridablanca», pero no quiere que su interlocutor vuelva a llamarle pollo, de modo que espera a que el marqués conteste retóricamente a su propia pregunta, como en efecto hace.
—Lo que digo es que, sabiendo las limitadas luces de su augusto vástago, Carlos III, para asegurar una cierta estabilidad, no tuvo más remedio que dejar estipulado en testamento que su sucesor debía mantener a Floridablanca al frente del gobierno, es decir, más de lo mismo.
—Sí, y ya veis lo que ha pasado —interrumpe Alba—. El pueblo está harto y quiere que dimita. Lo acusan de deshonestidad, de inoperancia, lo hacen responsable de todas las miserias e injusticias que sufren. España es como un viejo aristócrata decadente que ya no sabe qué hacer con sus deudas, con sus achaques y, para colmo, está en manos de administradores incompetentes. No me extraña que haya disturbios todos los días; ayer mismo en Madrid murieron dos personas.
—La culpa no es de Floridablanca, sino de los Borbones —interviene acaloradamente Viasgra—. Desde que llegaron a España, y vamos para cuatro generaciones, no han hecho otra cosa que practicar el divide y vencerás.
Al joven Estelet, nuevo en esta plaza, le gustaría decir lo que piensa, lo que en realidad saben todos en aquel elegante club, pero que jamás pronunciarán en voz alta así los aspen. Que ese «divide y vencerás» del que se queja Viasgra no ha sido otra cosa que una medida de protección obvia de una dinastía extranjera en un país en el que los grandes, es decir, los nobles, siempre habían desempeñado un papel demasiado preponderante. Por eso, desde Felipe V hasta Carlos III, todos han intentado apoyarse en los llamados «manteístas», políticos provenientes de familias de la baja nobleza, como, por ejemplo, el propio Floridablanca ahora tan cuestionado. Lo han hecho así porque la otra corriente de poder, los llamados «golillas» (que por supuesto detestan a los manteístas), les resultan poco de fiar. Se trata de hijos de familias ricas, formados en colegios mayores elitistas de Salamanca, Valladolid o Alcalá, personas de la nobleza, como tres de los cuatro caballeros que ahora mismo están departiendo. Tanto Viasgra como Tairena no ocultan que les gustaría «servir a la patria». O dicho a las claras, ocupar el puesto de Floridablanca, ese advenedizo de Murcia al que los Borbones decidieron equiparar a ellos haciéndolo conde. ¿Y José, duque de Medina Sidonia y duque consorte de Alba? ¿Tendrá también ambiciones políticas? El joven Estelet no sabe qué pensar. Según le ha dicho alguna vez su padre, que sigue los acontecimientos de la corte desde sus lejanas tierras de Aragón, pero que rara vez se equivoca, José es caso aparte. Devoto de la Ilustración y hombre de principios, le desagradan las mezquindades y sobre todo los arribismos de sus pares. Por eso, sólo saltaría a la arena política si creyera que el país requiere un imperativo cambio de rumbo.
—¿Y si, finalmente, cediendo a las presiones de la calle, Floridablanca se va, a quién creen ustedes que pondrá nuestro rey en su lugar? —pregunta el joven Estelet después de, obviamente, guardar para sí todas las anteriores consideraciones.
—Cómo se ve que usted no entiende nada, pollo. —Es ahora el conde de Tairena quien le llama de este modo—. No se irá de ninguna manera. El rey no tiene más remedio que mantenerlo en su puesto, al menos durante un tiempo. Así lo ordena el testamento de Carlos III, pero lo que es seguro es que él, y desde luego su augusta señora, ya están buscando por ahí a «su» hombre para el futuro.
—¿Y cómo ha de ser ese hombre? —se interesa Estelet, abriendo unos ojos demasiado grandes como para que sean del todo inocentes o desinteresados.
El detalle no pasa inadvertido para Viasgra, que decide divertirse un rato.
—Hummm, pues un hombre más o menos de su edad, de la baja aristocracia, pero de buena familia. Con adecuada preparación, tal vez pasado por una de nuestras universidades o si no, mejor aún, por la academia militar. Con las ideas claras y la mente despierta. Humilde, alegre, inteligente, prudente, de buen aspecto y sobre todo…
—¿Sobre todo qué? —pregunta expectante Estelet.
—Sobre todo alguien que no tenga pasado. Que no pertenezca a ninguna camarilla política. Un hombre que sepa desde el principio que todo se lo deberá sólo a ellos, a sus reyes, y que por tanto, les sea de una lealtad absoluta sabiendo que, sin su beneplácito, no es nadie.
—Lo veo muy interesado, pollo —interviene ahora Tairena—. ¿Conoce usted a alguien de estas características?
—No sé… —comienza a decir Estelet, al que la cabeza se le empieza a llenar metafóricamente de laureles, aunque sólo durante unos segundos, porque Viasgra, con un centelleo de su resplandeciente dentadura, se ocupa de que se le marchiten todos de un golpe.
—Pues si lo conoce, mala suerte, el puesto está ya apalabrado.
—¿De quién se trata?
—De alguien con no mayores méritos que usted, pollo. Un imberbe, un zagal, un figurín.
—¿Qué noticias son ésas? —se interesa Alba—. ¿No será algún nuevo chismorreo de los tantos que corren en la corte? Cada día nos desayunamos con uno nuevo.
—Ya me dirá usted andando el tiempo si me equivoco o no. De momento, recuerden esta conversación que hoy tenemos, caballeros, y retengan un nombre: Manuel Godoy.
—¡Imposible! —exclama Estelet—. Pero si lo conozco. Estuvo con mi hermano en la academia militar, es aún más joven que yo.
—Veintidós primaveras tiene, pero ya se ha caído del caballo como Saulo camino de Damasco y con mucho aprovechamiento, además.
—No comprendo.
—Pues lo va a comprender usted inmediatamente. Fue un golpe fortuito, o tal vez muy premeditado, uno nunca sabe. Resulta que este zangolotino, que rinde actualmente servicio como guardia de corps, meses atrás acompañaba a los entonces príncipes de Asturias en una comitiva. De pronto, su caballo se asusta, él cae por tierra, pero de inmediato vuelve a montar y domina gallardamente al animal ante la admirada presencia de los príncipes, que al día siguiente se interesan por saber cómo está e incluso lo llaman a palacio.
—¿Así, de buenas a primeras?
—Más o menos. Lo que hacen es invitarle a una de las reuniones que, antes de ser reyes, solían celebrarse en los aposentos privados de la pareja. Unas veladas aburridísimas a las que muchos hemos asistido.
—Un perfecto opio —opina Tairena—, qué me va a contar usted a mí. Horas me he pasado oyendo cómo el bueno de nuestro ahora rey Carlos intentaba arrancar algún sonido melodioso a su violín, o si no atacando al chelo. Por fortuna, este instrumento lo domina un poco más, pero lo toca con tal frenesí que deja atrás al resto de los músicos con gran desesperación de ellos. Otras actividades en las que participan los invitados de estas largas veladas son, ¡imagínense!, arreglar relojes rotos (una de las mayores pasiones de nuestro ínclito monarca) u otras tareas… pictóricas, llamémoslas así.
—Tiene razón —tercia Alba—. Así es, nuestro actual rey se interesa mucho por el arte, su gusto es exquisito en esta materia.
—Será todo lo exquisito que usted quiera —retoma Tairena, molesto por la interrupción—. Pero cuando hablo de «tareas pictóricas», me refiero a que lo único que hacíamos los allí presentes era cambiar cuadros de una pared a otra. «Mejor ese Van Dyck debajo del Rafael», decía de pronto el entonces príncipe, y allá iba él mismo en persona escalera en mano y martillo en ristre. «No, no —opinaba la princesa—. Mejor el Rafael encima de aquel Canaletto», y había que cambiarlo todo, unas tardes amenísimas.
—Pues se ve que otros han sacado más provecho que usted, amigo mío, de tan tediosas veladas —sonríe Viasgra malicioso.
—Si se refiere al joven Godoy, todavía está por ver que lo que usted dice sea verdad. De momento, lo único que sabemos a ciencia cierta es que sigue en su puesto como guardia de corps y que continúa asistiendo a todas las veladas en las habitaciones reales. ¿Qué le hace a usted pensar que el rey, aparte de pedirle que le ayude a cambiar Canalettos y Rafaeles de lugar, piensa asignarle responsabilidades de más enjundia? ¿No será más bien la reina la que se ha encaprichado de él?
—Guapo sí que es un rato —interviene Estelet, encantado de poder colaborar con información de primera mano—. Y bien consciente que es de ello. ¿Saben en qué gastó su primera soldada como guardia de corps? En que Folch de Cardona le pintara un retrato. Yo no lo he visto, pero me aseguran que aparece en él en la misma postura que Nelson en uno de los suyos, sólo que él es harto más apuesto y bizarro que el almirante. Incluso tiene un encantador hoyuelo en la barbilla en el que, es fama, naufragan no pocas doncellas.
—Sí, y otras que no tienen nada de doncellas —sentencia Viasgra con otro refulgir de su dentadura carísima—. Con lo que le gusta a nuestra reina la carne fresca, por ejemplo. Ya saben lo que se comenta por ahí, que no hay más que ver la cara del último infantito, se parece poco y nada a su regio papá.
—Caballeros —interviene Alba, incómodo—, me parece que no es digno de ustedes hacerse eco de habladurías de gente ignorante. Saben igual que yo que no hay posibilidad alguna de que semejante infundio sea cierto.
Ni a Viasgra ni a Tairena les gusta que les corrijan, pero saben que el argumento de Alba no admite muchas discusiones. El protocolo marca que la esposa de un rey jamás esté sola, ni siquiera en los momentos más privados. Una lástima. Sería tanto más conveniente para los intereses de todos que Carlos acabara recluyendo a su mujer en un convento tal como, tradicionalmente, se han solucionado siempre los asuntos de cuernos entre testas coronadas. Sería perfecto librarse de la astuta María Luisa y tener a merced de ellos al bonachón de Carlos. Pero no. El rey no sólo adora a su mujer, sino que confía absolutamente en su criterio.
—¿Cuál es su teoría entonces? —ironiza Viasgra—. ¿Piensa usted que el interés de los nuevos reyes por ese imberbe es… político? ¿Que nuestros recién estrenados monarcas son tan previsores y astutos que están moldeando, preparando y criando a sus pechos a ese tal Godoy para que les sirva en un futuro lejano?
—Y tan lejano —apostilla Tairena—. ¿Dónde se ha visto que alguien deposite su confianza en un veinteañero?
—En Inglaterra, sin ir más lejos —apunta Alba—. William Pitt llegó a primer ministro con edad similar a la que tiene este muchacho del que ahora hablamos. Por si no lo recuerdan, veinticuatro años tenía cuando lo nombraron para el cargo. Y ahí está, siete años más tarde convertido en uno de los políticos más reputados del continente. Es eficaz, reformador y, sobre todo, un extraordinario administrador que ha logrado colmar las ya de por sí bien servidas arcas de su país. Tengo para mí que es en él en quien piensa el rey cuando invita al joven Godoy a colgar y descolgar cuadros.
—¡Bobadas! Todo el mundo sabe que nuestra bonachona majestad sólo sirve para trivialidades domésticas y decorativas como ésa, o todo lo más, para componer relojes.
—Sí —concluye Alba, poniéndose en pie, pero no sin antes dar el primer y último sorbo a la copa de calvados que ha tenido delante toda la velada—. Así es. Pero me permito señalarles, caballeros, que hasta un reloj parado, y nuestro rey tal vez lo sea, da la hora exacta dos veces al día…